PIAGET, Jean (1968). Educación e Instrucción. Buenos Aires: Proteo.

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Facultad de Filosofía y Letras
Cátedra: Teorías Psicológicas
PIAGET, Jean (1968). Educación e Instrucción. Buenos Aires: Proteo.
CAPÍTULO II: LOS PROGRESOS DE LA PSICOLOGÍA DEL NIÑO Y DEL ADLESCENTE
INTRODUCCIÓN
El tomo XV de la Encyclopédie française contienen un capítulo nuestro, escrito hace más de treinta años, acerca de lo que la psicología del niño puede ofrecerle al educador. Al comparar esas páginas con las que escribiera Henri Wallon
en el tomo VIII, dedicado a la “Vida mental”, Lucien Febvre creía distinguir cierta
divergencia capaz de interesar a la pedagogía, pues Wallon insistía, sobre todo,
en la gradual incorporación de los niños a la vida social organizada por el adulto,
y nosotros subrayábamos, en especial, los aspectos espontáneos y relativamente autónomos del desarrollo de las estructuras intelectuales.
Si la psicología de Wallon y la nuestra terminaron por hacerse complementarias mucho más que adversas –porque su análisis del pensamiento deslinda,
sobre todo, los aspectos figurativos, y el nuestro lo hace con los aspectos operativos (que es lo que traté de demostrar, a raíz de un “Homenaje a Henri Wallon”,
en un breve artículo, acerca del cual aquel querido y llorado amigo alcanzó a
comunicarme que aprobaba nuestra “conciliación dialéctica”)-, en cambio el
problema que formula Lucien Febvre subsiste, aún hoy, plenamente, pero se
plantea en términos que un conjunto bastante considerable de hechos descubiertos desde entonces ha renovado.
Este problema, fundamental para la elección de los métodos de enseñanza,
se plantea, de modo concreto, en los siguientes términos. Hay materias, como la
historia de Francia o la ortografía, cuyo contenido ha sido elaborado o incluso
inventado por el adulto y cuya transmisión sólo suscita problemas de mejor o
peor técnica de información. Por el contrario, hay otras materias cuyo característico modo de verdad no depende de acontecimientos más o menos particulares derivados de múltiples decisiones individuales, sino de una investigación y
de descubrimientos en cuyo trascurso la inteligencia humana se afirma con sus
propiedades de universalidad y de autonomía: una verdad matemática no atañe
a contingencias de la sociedad de los adultos, sino a una construcción accesible
a toda inteligencia sana; una verdad física elemental es verificable gracias a un
proceso experimental que tampoco atañe a opiniones colectivas, sino a un criterio racional a un tiempo inductivo y deductivo, igualmente accesible a esa inteligencia. El problema estriba, pues –por lo que compete a verdades de este tipo-,
en decidir si tales verdades se conquistan mejor por una transmisión educativa
análoga a la que resulta más o menos exitosa en el caso de los conocimientos
del primer tipo, o si una verdad sólo es realmente asimilada, como verdad, en la
medida en que ha sido reconstruida o redescubierta por medio de una actividad
adecuada.
Tal era en 1935 –y tal es, cada vez más- el problema cardinal de la pedagogía
contemporánea. Si se desea formar individuos aptos para la invención y capaces
de impulsar el progreso de la sociedad de mañana, de acuerdo con la necesidad
que día a día se hace sentir con más fuerza, está claro que una educación del
descubrimiento activo de lo verdadero es superior a una educación que sólo
consista en amaestrar los individuos para que deseen de acuerdo con una voluntad consumada y para que sepan de acuerdo con verdades simplemente aceptadas. Pero hasta cuando se propone la finalidad de formar espíritus conformistas que vayan por el camino ya trazado de las verdades adquiridas, aun entonces subsiste el problema de determinar si la transmisión de las verdades establecidas se efectúa mejor por procedimientos de simple reiteración antes que
por una asimilación más activa.
Ahora bien, este es el problema al que la psicología del niño, ampliamente
desarrollada desde 1935, responde hoy –sin habérselo propuesto- de manera
mucho más completa que antes. Responde, en particular, acerca de tres puntos,
que son de decisiva importancia para la elección de los métodos didácticos y
hasta para la elaboración de los programas de enseñanza: la naturaleza de la
inteligencia o del conocimiento (7 a 9 años), el papel de la experiencia en la
formación de las nociones (10 a 11) y el mecanismo de las transmisiones sociales o lingüísticas del adulto al niño (12).
LA FORMACIÓN DE LA INTELIGENCIA Y LA NATURALEZA ACTIVA DE LOS CONOCIMIENTOS
En un reciente artículo de la Enciclopedia Británica, R.M. Hutchins declara
que la finalidad principal de la enseñanza estriba en desarrollar la inteligencia en
sí y, sobre todo, en enseñar a desarrollarla “durante tanto tiempo como ella sea
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capaz de progresar”, vale decir, mucho más allá de la terminación de la vida
escolar. Que los fines, declarados o secretos, asignados a la educación, consistan
en subordinar el individuo a la sociedad tal cual es, o en preparar una sociedad
mejor, no habrá quien no acepte, sin duda, la fórmula de Hutchins. Pero no es
menos claro que todavía no significa mayor cosa en tanto no se precise en qué
consiste la inteligencia, puesto que si las ideas del sentido común a este respecto son tan uniformes como inexactas, las de los teóricos varían lo suficiente como para inspirar las más divergentes pedagogía. Resulta, pues, indispensable
consultar los hechos para saber qué es la inteligencia; la experiencia psicológica
sólo podría responder a esta pregunta si caracterizara la inteligencia por su modo de formación y de desarrollo. Y en este campo es donde la psicología del niño
ha suministrado el mayor número de resultados nuevos desde 1935.
Las funciones esenciales de la inteligencia consisten en comprender y en inventar; dicho de otra manera, en construir estructuras al estructurar lo real. Día
a día parece más cierto, en efecto, que estas dos funciones son indisociables,
puesto que para comprender un fenómeno o un acontecimiento hay que reconstruir las transformaciones cuya resultante son, y para reconstruirlas hay
que, haber elaborado una estructura de transformaciones, lo cual supone una
parte de invención o de reinvención. Ahora bien, si las antiguas teorías de la
inteligencia (empirismo asociacionista, etc.) sólo acentuaban sobre la comprensión (asimilándola incluso a una reducción de lo complejo a lo simple por un
modelo atomístico en el que la sensación, la imagen y la asociación desempeñaban los papeles fundamentales) y consideraban la invención como el simple
descubrimiento de realidades ya existentes, en cambio las nuevas teorías, cada
vez más controladas por los hechos, subordinan, por el contrario, la comprensión a la invención y consideran ésta como la expresión de una continua construcción de estructuras de conjunto.
El problema de la inteligencia –y, con él, el problema central de la pedagogía
de la enseñanza- ha terminado, pues, por aparecer como vinculado al problema
epistemológico fundamental de la naturaleza de los conocimientos: ¿los conocimientos constituyen copias de la realidad o al contrario, asimilaciones de lo
real a estructuras de transformación? Las concepciones del conocimiento-copia
no han sido abandonadas; lejos de ello, continúan inspirando, muchos métodos
educativos, con frecuencia hasta esos métodos intuitivos en los que la imagen y
las presentaciones audiovisuales desempeñan un papel que algunos se ven in-
ducidos a considerar como la etapa suprema de los progresos pedagógicos. En
psicología del niño, muchos autores insisten en pensar que la formación de la
inteligencia obedece a las leyes del “aprendizaje”, y se guían por el modelo de
ciertas teorías anglosajonas del learning, como la de Hull: respuestas repetidas
del organismo a estímulos exteriores, consolidación de las repeticiones por reforzamientos externos, constitución de cadenas de asociaciones, o de “jerarquía
de hábitos”, que suministran una “copia funcional” de las secuencias regulares
de la realidad, etc.
Pero el hecho esencial que contradice estas sobrevivencias del empirismo
asociacionista y cuyo establecimiento ha renovado nuestras concepciones de la
inteligencia, es el de que los conocimientos derivan de la acción, no en un sentido de meras respuestas asociativas, sino en un sentido mucho más profundo,
cual es el de la asimilación de lo real a las necesarias y generales coordinaciones
de la acción. Conocer un objeto es actuar sobre él y transformarlo, para captar
los mecanismos de esta transformación en vinculación con las acciones transformadoras mismas. Conocer es, pues, asimilar lo real a estructuras de transformaciones, que son las estructuras que elabora la inteligencia como prolongación directa de la acción.
Que la inteligencia deriva de la acción es una interpretación conforme a la línea de la psicología de lengua francesa desde hace décadas y desemboca, por
consiguiente, en esta fundamental consecuencia: hasta en sus manifestaciones
superiores, donde ya solamente procede gracias a los instrumentos del pensamiento, la inteligencia consiste, además, en ejecutar y en coordinar acciones,
pero en una forma interiorizada y reflexiva. Las acciones interiorizadas –que
siempre son, por tanto, acciones en la medida en que son procesos de transformación- no son otra cosa que las “operaciones” lógicas o matemáticas, motores
de todo juicio o de todo razonamiento. Pero estas operaciones no son sólo acciones interiorizadas cualesquiera; presentan, además, como expresión de las
coordinaciones más generales de la acción, el doble carácter de ser reversibles
(toda operación implica una operación inversa, como la adición y la sustracción,
o una recíproca, etc.) y, por consiguiente, de coordinarse en estructuras de conjunto (una clasificación, la serie de los números enteros, etc.). De lo cual se desprende que en todos los niveles la inteligencia es una asimilación de lo dado a
estructuras de transformaciones, de las estructuras de acciones elementales a
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las estructuras operatorias superiores, y que estas estructuraciones consisten en
organizar lo real, en acto o en pensamiento, y no simplemente copiarlo.
EL DESARROLLO DE LAS OPERACIONES
Ese continuo desarrollo, que conduce de las acciones sensorio-motrices iniciales a las más abstractas operaciones, es lo que la psicología del niño ha procurado describir en los últimos treinta años, y los hechos obtenidos en gran número de países, así como sus interpretaciones cada vez más convergentes, suministran hoy por hoy, a los educadores que desean valerse de ellos, elementos de
referencia suficientemente consistentes.
El punto de partida de las operaciones intelectuales debe, pues, buscarse
hasta en un primer período del desarrollo, caracterizado por las acciones y la
inteligencia sensorio-motriz. Utilizando como instrumentos sólo las percepciones y los movimientos, sin ser aún capaz de representación o de pensamiento,
esta inteligencia, completamente práctica, no por ello deja de testimoniar, en el
curso de los primeros años de la existencia, un esfuerzo de comprensión de las
situaciones. Desemboca, en efecto, en la construcción de esquemas de acción
que han de servir de subestructuras a las estructuras operatorias y nocionales
posteriores. Ya en ese nivel se observa, por ejemplo, la construcción de un esquema fundamental de conservación, cual es el de la permanencia de los objetos sólidos, buscados desde los 9-10 meses (después de las fases esencialmente
negativas a este respecto) detrás de las pantallas que los separan de todo campo perceptivo actual. Correlativamente se observa la formación de estructuras
ya casi reversibles, como la organización de los desplazamientos y de las posiciones en un “grupo” caracterizado por la posibilidad de regresos y de desvíos
(movilidad reversible). Se asiste a la constitución de relaciones causales, primero ligadas a las meras acciones propias y luego progresivamente objetivadas y
espacializadas en vinculación con la construcción del objeto, del espacio y del
tiempo. La importancia de este esquematismo sensorio-motor para la formación
de las futuras operaciones se verifica, entre otras cosas, por el hecho de que en
los ciegos de nacimiento, estudiados a este respecto por Y. Hatwell, la insuficiencia de los esquemas de partida entraña hasta la adolescencia un atraso de 34 años y más en la constitución de las operaciones más generales, mientras que
los que se vuelven ciegos no presentan un retraso tan considerable.
Hacia los 2 años da comienzo un segundo período, que dura hasta los 7 u 8 y
cuya aparición se advierte por la formación de la función simbólica o semiótica.
Ésta permite representar objetos o acontecimientos no actualmente perceptibles, al evocarlos por medio de símbolos o de signos diferenciados; tales son el
juego simbólico, la limitación diferida, la imagen mental, el dibujo, etc., y, sobre
todo, el lenguaje mismo. La función simbólica permite, pues, que la inteligencia
sensorio-motriz se prolongue en pensamiento; pero, por el contrario, dos circunstancias retardan la formación de las operaciones propiamente dichas (en el
sentido definido en el capítulo VII), de manera tal, que durante todo este segundo período el pensamiento inteligente sigue siendo preoperatorio.
La primera de esas circunstancias es la de que se necesita tiempo para interiorizar las acciones en pensamiento, pues es mucho más difícil representarse el
desenvolvimiento de una acción y sus resultados en términos de pensamiento
que limitarse a una ejecución material; por ejemplo, imprimir en pensamiento
una rotación a un cuadrado, representándose, a cada uno de los 90º, la posición
de los lados distintamente coloreados, es algo muy diferente de hacer girar materialmente el cuadrado y comprobar los efectos. La interiorización de las acciones supone, así, su reconstrucción en un nuevo plano, y esta reconstrucción
puede pasar por las mismas fases, pero con un mayor desajuste que la reconstrucción anterior de la acción misma.
En segundo lugar, esta reconstrucción supone una descentración continua
mucho más amplia que al nivel sensorio-motor. Durante los dos primeros años
del desarrollo (período sensorio-motriz) el niño ya ha sido obligado a realizar en
pequeño una especie de revolución copernicana: al principio, como se le alcanza
todo, ha terminado por constituir un universo espacio-temporal y causal, de tal
modo que su cuerpo sólo es considerado como un objeto entre los demás objetos en una inmensa red de relaciones que lo superan. En el plano de las reconstrucciones en pensamiento ocurre otro tanto, pero a una escala mucho más
amplia y con una dificultad por añadidura: se trata de ubicarse con relación al
conjunto de las cosas, pero también con relación al conjunto de las personas, lo
cual supone una descentración a un tiempo relacional y social y, por lo tanto, un
paso del egocentrismo a las dos formas de coordinaciones, fuentes de la reversibilidad operatoria (inversiones y reciprocidades).
Por falta de operaciones, el niño no logra, en el curso del segundo período,
constituir las nociones más elementales de conservaciones, condiciones de la
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deductibilidad lógica. Se imagina, así, que una decena de bolitas alineadas dan
un número mayor cuando están espaciadas; que una colección dividida en dos
aumenta en cantidad con respecto al todo inicial; que una línea recta representa
un camino más largo si se la quiebra; que la distancia entre A y B no es necesariamente la misma que entre B y A (sobre todo en pendiente); que un líquido en
un vaso A ve aumentar su cantidad si se lo vierte en un vaso B más angosto, etc.
Hacia los 7-8 años da comienzo, por el contrario, un tercer período en el que
estos problemas y muchos otros son fácilmente resueltos por el hecho de las
interiorizaciones, coordinaciones y descentraciones crecientes, que desembocan
en esa forma general de equilibrio que constituye la reversibilidad operatoria
(inversiones y reciprocidades). En otros términos, se asiste a la formación de las
operaciones: reuniones y disociaciones de clases, fuentes de la clasificación;
encadenamiento de relaciones A<B<C…, fuente de la seriación; síntesis de las
inclusiones de clases y del orden serial, lo cual engendra los números; particiones espaciales y desplazamientos ordenados, de donde su síntesis, esto es, la
medición, etc.
Pero estas múltiples operaciones nacientes no cubren todavía nada más que
un campo doblemente limitado. Por una parte, sólo recaen aún sobre objetos, y
no sobre hipótesis enunciadas verbalmente en forma de proposiciones (de aquí
la inutilidad de los discursos en las primeras clases primarias y la necesidad de
una enseñanza concreta). Por otra parte, todavía proceden poco a poco, por
oposición a las futuras operaciones combinatorias y proposicionales, cuya movilidad será muy superior. Estas dos limitaciones poseen cierto interés y muestran
cómo esas operaciones iniciales que llamamos “concretas” aún están muy cerca
de la acción de la que derivan, pues las reuniones, seriaciones, correspondencias, etc., ejecutadas en forma de acciones materiales, presentan, efectivamente, ambas especies de caracteres.
Hacia los 11-12 años, por fin, aparece un cuarto y último período, cuyo plano
de equilibrio se sitúa al nivel de la adolescencia. Su carácter general es la conquista de un nuevo modo de razonamiento, que no recae exclusivamente sobre
objetos o realidades directamente representables, sino también sobre “hipótesis”, es decir, sobre proposiciones de las que es posible extraer las necesarias
consecuencias sin decidir acerca de su verdad o de su falsedad antes de haber
examinado el resultado de tales implicaciones. Se asiste, por tanto, a la formación de nuevas operaciones, llamadas “proposicionales”, además de operacio-
nes concretas: implicaciones (“si… entonces”), disyunciones (“o… o”), incompatibilidades, conjunciones, etc. Y estas operaciones presentan dos nuevos caracteres fundamentales. En primer lugar, implican una combinatoria, lo que no es
el caso de los “agrupamientos” de clases y de relaciones del nivel anterior, y
esta combinatoria se aplica desde luego a los objetos o a los factores físicos,
tanto como a las ideas y a las proposiciones. En segundo lugar, cada operación
proposicional corresponde a una inversa y a una recíproca, de modo que las dos
formas de reversibilidad hasta entonces disociadas (la inversión para las clases y
la reciprocidad para las relaciones) se ven en adelante reunidas en un sistema
de conjunto que presenta la forma de un grupo de cuatro transformaciones.
LOS ASPECTOS FIGURATIVOS Y OPERATIVOS DEL CONOCIMIENTO
El desarrollo espontáneo de la inteligencia, que conduce de las acciones sensorio-motrices elementales a las operaciones concretas y luego formales, se
caracteriza, pues, por la progresiva constitución de sistemas de transformaciones. Llamaremos “operativo” a este aspecto de los conocimientos, ya que el
término de operativo comprende tanto las acciones iniciales como las estructuras propiamente operatorias (en sentido estricto). Pero las realidades que se
trata de conocer no consisten en “transformaciones”; consisten, igualmente, en
“estados”, puesto que cada transformación parte de un estado para concluir en
otro, y cada estado constituye el producto o el punto de partida de transformaciones. Llamaremos “figurativos” a los instrumentos de conocimiento que recaen sobre los estados o que traducen los movimientos y trasformaciones en
términos de simple sucesión de estados; tales son la percepción, la imitación y
esa especie de imitación interiorizada que constituye la imagen mental.
Ahora bien, también respecto de estos puntos la psicología del niño ha suministrado nuevos datos desde 1935; la índole de ellos debe interesar al educador.
En todas las épocas, efectivamente, se ha soñado con la educación sensorial, y
Fröebel procuró codificarla para los niveles preescolares. Periódicamente se
insiste en el papel de las presentaciones “intuitivas”, y a menudo suele ocurrir
que pedagogos bienintencionados imaginan que la principal ventaja de los métodos activos estriba en remplazar la abstracción por los contactos concretos
(cuando existe una construcción “activa” de lo abstracto, como ya vimos) y hasta crean llegar al extremo del progreso educativo mediante la multiplicación de
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las figuraciones intuitivas en formas que nada tienen de activo. Alguna utilidad
pedagógica tiene, pues, examinar de qué modo los recientes trabajos psicológicos presentan las relaciones entre los aspectos figurativos y operativos del pensamiento.
Ante todo, por lo que compete a la percepción, hoy es cada vez más difícil
creer, como se creía tiempo atrás, que las nociones y las operaciones se extraen
de la percepción por simples abstracciones y generalizaciones. Es cierto que en
1954 Michotie trató de probar que la noción de causa hallaba su fuente en una
“percepción de la causalidad”; y, efectivamente, encontramos esta forma de
percepción hasta en el niño pequeño. Pero hemos podido mostrar que la causalidad sensorio-motriz no deriva de la causalidad perceptiva y que, por el contrario, la causalidad perceptiva visual se apoya en una causalidad táctil-kinestésica
que también depende de la acción propia en su conjunto y no exclusivamente
de factores perceptivos; de lo cual resulta que la causalidad operatoria hunde
sus raíces en la causalidad sensorio-motriz y no ya perceptiva, pues también
esta última depende de la causalidad sensorio-motriz en sus aspectos motores y
en sus aspectos perceptivos. Este ejemplo es representativo de muchos otros
ejemplos: en todos los casos en que se cree sacar, sin más ni más, una noción de
la percepción, se hace caso omiso de la acción, pero luego advertimos el hecho
de que la actividad sensorio-motriz constituye la fuente común de las nociones y
de las percepciones correspondientes. Hay en ello un hecho general y fundamental que la educación no debe descuidar.
En cuanto a la representación imaginada, los hechos estudiados atestiguan,
igualmente, la subordinación constante de los aspectos figurativos a los aspectos operativos del pensamiento. Cuando se sigue el desarrollo de las imágenes
mentales en el niño se comprueba, en efecto, que en los niveles preoperatorios
la imagen sigue siendo asombrosamente estática y reproductora, a falta de poder anticipar los movimientos o el resultado de las trasformaciones; por ejemplo, el niño de 4-6 años se representa la trasformación de un arco en una recta
por estiramiento de un hilo metálico curvado, como si suministrara una recta
igual a la cuerda (por falta de atrevimiento para superar las fronteras extremas
del arco inicial), y como un pasaje brusco, porque no puede imaginar los estados
intermedios. Sólo bajo la influencia de las nacientes operaciones concretas la
imagen se vuelve, a los 7-8 años y más, anticipadora y, a la vez, más móvil. La
evolución de las imágenes mentales no obedece, luego, a leyes autónomas, sino
que supone la intervención de aportes exteriores a ellas, cuya índole es operativa. Hasta en el campo de las imágenes-recuerdos y de la memoria puede mostrarse en qué medida la estructuración y la conservación misma de los recuerdos están vinculadas al esquematismo de las acciones y de las operaciones; por
ejemplo, al hacer comparar en distintos grupos de niños el recuerdo de una pila
de cubos –según ésta haya sido: a) simplemente vista o percibida, b) reconstruida por el niño mismo, o c) construida por el adulto a la vista del niño-, se verifica
una nítida ventaja para los recuerdos de tipo b. La demostración por el adulto c)
no da nada mejor que la simple percepción (a), lo cual muestra una vez más que
al hacer experiencias delante del niño, en lugar de hacérselas hacer a él mismo,
se pierde todo el valor informativo y formativo que presenta la acción propia
como tal.
MADURACIÓN Y EJERCICIO
El desarrollo de la inteligencia, tal como resulta de los trabajos recién descritos, atañe a procesos naturales o espontáneos, en el sentido de que éstos pueden ser utilizados y acelerados por la educación familiar o escolar, pero que no
derivan de ésta y constituyen, por el contrario, la condición previa y necesaria
de la eficacia de toda enseñanza (ejemplo: los oligofrénicos, en quienes las mejores formas de educación no bastan para hacer aparecer la inteligencia de la
que carecen). El carácter del desarrollo operatorio ha sido atestiguado por los
estudios comparativos que han podido llevarse a cabo en diversos países (por
ejemplo, se han hallado las conservaciones operatorias en niños analfabetos de
los campos de Irán, así como en los sordomudos –leve atraso sistemático, pero
menor que en los ciegos).
Podría suponerse, luego, que las operaciones intelectuales constituyen la expresión de coordinaciones nerviosas que se elaboran en función de la mera maduración orgánica. Efectivamente, la maduración del sistema nervioso sólo concluye al nivel de los 15 o 16 años y parece, pues, evidente que desempeña un
necesario papel en el formación de las estructuras mentales, aunque este papel
sea muy mal conocido.
Pero no por necesaria una condición ya es suficiente, y resulta fácil mostrar
que la maduración no es el único factor en juego en el desarrollo operatorio: la
maduración del sistema nervioso se limita a abrir posibilidades, excluidas hasta
ciertos niveles de edad, pero aún falta actualizarlas, y esto supone otras condi-
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ciones, la más inmediata de las cuales es el ejercicio funcional ligado a las acciones.
La prueba del carácter limitado del papel de la maduración es que los estadios de desarrollo ya descritos, si siempre se suceden en el mismo orden, así
como sus subestadios –lo que muestra a las claras el carácter “natural” y espontáneo de su desarrollo secuencial (puesto que cada uno es necesario para la
preparación del siguiente y para la consumación del anterior)-, no corresponden, por el contrario, a edades absolutas, y se observan, en cambio, aceleraciones o retrasos, según los diversos medios sociales y la experiencia adquirida. Por
ejemplo, los psicólogos canadienses han observado retrasos que se extienden
hasta los 4 años, desde el punto de vista de nuestras pruebas operatorias con
niños de la Martinica cuya escolaridad primaria se ajusta al programa francés.
LOS FACTORES DE EXPERIENCIA ADQUIRIDA
En el curso de estos últimos años se ha insistido, y nosotros no dejaremos de
repetirlo, sobre la laguna fundamental de la mayoría de nuestros métodos de
enseñanza, que descuidan de un modo casi total, en una civilización que descansa en su mayor parte en las ciencias de experiencia, la formación del espíritu
experimental en los alumnos. Consiguientemente, tiene cierto interés que examinemos lo que la psicología del niño ha podido enseñarnos en estos últimos
años respecto del papel de la experiencia adquirida en la formación de la inteligencia y en el desarrollo de la experimentación espontánea.
Acerca del primer punto, hoy sabemos que la experiencia es necesaria para
el desarrollo de la inteligencia, pero que no es suficiente y, sobre todo, que se
presenta en dos formas muy diferentes, no distinguidas por el empirismo clásico: la experiencia física y la experiencia lógico-matemática.
La experiencia física consiste en actuar sobre los objetos y en descubrir propiedades por abstracción a partir de esos objetos; por ejemplo, sopesar objetos
y comprobar que los más pesados no siempre son los más grandes. La experiencia lógico-matemática (indispensable para los niveles en que la deducción operatoria no es aún posible) consiste, igualmente, en actuar sobre los objetos,
pero en descubrir propiedades por abstracción a partir, no de los objetos como
tales, sino de las acciones mismas que se ejercen sobre ellos; por ejemplo, alinear guijarros y descubrir que su número es el mismo si se los cuenta de derecha a izquierda o de izquierda a derecha (o en círculo, etc.). En este caso, ni el
orden ni la suma numérica pertenecen a los guijarros antes de que se los ordene
o de que se los cuente, y el descubrimiento de que la suma es independiente del
orden (= conmutatividad) ha consistido en abstraer la comprobación de las acciones mismas de numerar y ordenar, aunque la “lectura” de la experiencia haya
recaído sobre los objetos, puesto que las propiedades de suma y orden han sido
en rigor, introducidas por las acciones en los objetos.
En cuanto a la experiencia física, durante mucho tiempo ésta permanece en
estado de frustración en el niño –como lo estuvo, por lo demás, hasta el siglo
XVII en la historia de la civilización occidental- y sólo consiste, ante todo, en
clasificar los objetos y en ponerlos en relación o en correspondencia gracias a las
operaciones “concretas”, pero sin disociación sistemática de los factores en
juego. Esta manera directa de encarar lo real, más próxima a la experiencia inmediata que a la experimentación propiamente dicha, suele bastar para conducir el sujeto al descubrimiento de ciertas relaciones causales: por ejemplo,
cuando el niño llegue, hacia los 7-8 años, a las operaciones aditivas y a las nociones de conservación subsiguientes, alcanzará a comprender que el azúcar
disuelta en el agua no se destruye, como creía antes, sino que se conserva en
forma de granitos invisibles cuya suma equivale a la cantidad total de los trozos
inmersos, etc. Pero en la mayoría de los casos las operaciones concretas no bastan para el análisis de los fenómenos. Con las operaciones proposicionales, por
el contrario, y sobre todo con la combinatoria que éstas han posible, se asiste,
entre los 11-12 años y entre los 14-15, a la formación de un espíritu experimental: en presencia de un fenómeno algo complejo (flexibilidad, oscilaciones de un
péndulo, etc.) el sujeto procura disociar los factores y trata de hacerlos variar
por separado, de a uno, neutralizando los demás, o trata de combinarlos entre sí
de modo sistemático, etc. La escuela frecuentemente ignora el posible desarrollo de tales aptitudes, y hemos de insistir en el problema pedagógico esencial
que su existencia representa.
LA TRANSMISIÓN EDUCATIVA Y EL ACTO DE EQUILIBRAR
Además de los factores de maduración y de experiencia, la adquisición de los
conocimientos depende, naturalmente, de las transmisiones educativas o sociales (lingüísticas, etc.) y este proceso es, incluso, el único en el que ha pensado la
escuela tradicional. De ningún modo la psicología procura soslayarlo; al contrario, se entrega al estudio de los problemas que le incumben y que hace ya tiempo han podido creerse resueltos: ¿acaso el éxito de una transmisión como esta
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sólo depende de la más o menos buena presentación, por parte del adulto mismo, de lo que se le desea inculcar al niño? ¿O supone en este último la presencia de instrumentos de asimilación cuya ausencia tornaría imposible la comprensión?
Por lo que atañe a la acción de la experiencia en la formación de los conocimientos, hace ya tiempo que mostrar en qué medida el espíritu no es una tabla
rasa en la que vienen a inscribirse vinculaciones absolutamente terminadas e
impuestas por el medio exterior se ha convertido en una trivialidad; por el contrario, se comprueba –y los trabajos recientes han terminado por confirmarloque toda experiencia necesita una estructuración de lo real, esto es, que el registro de todo dato exterior supone instrumentos de asimilación inherentes a la
actividad del sujeto. Pero cuando se trata del habla adulta, que transmite o procura trasmitir conocimientos ya estructurados por el lenguaje o por la inteligencia de los padres o de los maestros mismos, suele pensarse que la asimilación
previa es suficiente y que el niño no tiene más que incorporar esos alimentos
intelectuales ya digeridos, como si la transmisión no exigiera una nueva asimilación, es decir, una reestructuración que esta vez depende de las actividades del
oyente. En una palabra, apenas se trata del habla o de la enseñanza oral, se
parte del postulado implícito de que la transmisión educativa le suministra al
niño los instrumentos de la asimilación, al mismo tiempo que los conocimientos
por asimilar, olvidando que instrumentos tales sólo pueden adquirirse mediante
una actividad interna y que toda asimilación es una reestructuración o una reinvención.
puesto que involucra la coordinación general de las acciones o de las operaciones.
Las principales conclusiones que los diversos trabajos de la psicología del niño ofrecen a la pedagogía desde hace algunos años son, pues, relativas a la naturaleza misma del desarrollo intelectual. Por una parte, este desarrollo atañe,
esencialmente, a las actividades del sujeto, y desde la acción sensorio-motriz
hasta las operaciones mejor interiorizada su incumbencia es constantemente
una operatividad irreductible y espontánea. Por otra parte, esta operatividad no
está preformada de una vez por todas ni es explicable por los meros aportes
exteriores de la experiencia o de la transmisión social: es el producto de sucesivas construcciones, y el factor principal de este constructivismo es un acto de
equilibrio por autorregulaciones que permiten remediar las incoherencias momentáneas, resolver los problemas y superar las crisis o los desequilibrios mediante una constante elaboración de nuevas estructuras que la escuela puede
ignorar o contemplar según los métodos empleados. No era, pues, inútil recordar, antes de examinar estos métodos, los recientes progresos de una psicología
del niño que se halla en pleno desarrollo, aunque todavía muy lejos de haber
desbrozado el inmenso territorio que falta por explorar.
Recientes investigaciones lo han mostrado en el terreno del lenguaje mismo.
Un niño del nivel preoperatorio, de 5 o 6 años, habrá de decir respecto de dos
regletas, cuya igualdad de longitud ha comprobado por congruencia, que una se
vuelve más larga que la otra si es guardada con una diferencia de unos pocos
centímetros, porque el término “más largo” es comprendido (tanto nocional
como semánticamente) en un sentido ordinal y no métrico, esto es, en el sentido de “llegando más lejos”. Lo mismo dirá, en presencia de una seriación A<B<C,
que A es pequeño, C grande y B mediano, pero le costará mucho admitir que B
es al mismo tiempo más grande que A y más pequeño que C, porque las cualidades de “grande” y “pequeño” son incompatibles durante mucho tiempo, etc.
En una palabra, el lenguaje no basta para trasmitir una lógica y sólo se lo comprende gracias a instrumentos lógicos de asimilación, de origen más profundo
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