CASA DE MUÑECAS

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Concurso STADT: historias de la gran ciudad 2014
CASA DE MUÑECAS
ANAXIMANDRO
Sofía no recuerda nada de su madre, excepto el día en que le dio el único regalo
que le sobrevive. Al cumplir cuatro años organizaron una fiesta. Llevaba una
falda blanca con arandelas azules que ha aprendido a recordar a fuerza de verlo
en las fotos polaroid del álbum familiar. Se encuentra sentada sobre la mesa del
comedor al lado de un pastel con forma de conejo y sostiene una muñeca
parlanchina. Es rolliza, de cabellera rubia, y al estar inclinada tiene sus párpados
plásticos ocultando unos ojos azules que parpadean mientras al cantar mueve la
lengua. La mañana del cumpleaños la despertó la voz de su madre. Aturdida, no
acertaba a decir en dónde estaba y quién la llamaba. Cuando sus ojos lograron
enfocarla la descubrió llevando un regalo entre sus manos. Lo tomó
apresuradamente y rompió el papel para descubrir a Fiona, el juguete que canta. La
abrazó, la besó, pero el resto del día, junto con las imágenes maternas, quedó
borrado de su memoria.
Unos meses después su madre murió, y padre e hija dejaron aquella casa. Se
mudaron a un caserón colonial cerca del centro de la ciudad. Tenía dos pisos y un
patio interno inmenso. En el segundo estaban la alcoba principal y dos
secundarias, cada una con un balcón que daba a una antigua calle empedrada, y el
estudio. En el primero estaba la sala de estar, el comedor, la cocina, una serie de
cuartos donde vivieron tíos y primos, un patio gigante con un árbol de brevas en
el centro y un cuarto de herramientas al fondo. Como único recuerdo de su antigua
vida Sofía guardó aquella mañana de cumpleaños y el juguete regalado. La muñeca
tenía un parlante en el torso, y en la espalda había un compartimiento que una vez
abierto revelaba una especie de tocadiscos con una pequeña aguja que leía un
disco de plástico azuloso. Al mover la pata se iniciaban los cantos, que salvo uno
grabado internamente, dependían de cuál disco se usara. Con el tiempo no
quedaron discos y la pata se desprendió de tanto usarse. Para que hablara, debía
introducirse un lápiz en el muñón de la extremidad y se escuchaba sólo una
retahíla de sonidos estentóreos que sonaban parecido a un “mata–mata–mata”; el
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chillido se apagaba al volver a introducir el lápiz en el orificio. Tiempo después de
llegar al centro su padre volvió a casarse y Sofía llamaba a la nueva esposa
“mamá”, sin olvidar aun el rostro de su madre. Alejandra, su madrastra, la amó,
quizás porque ella misma era incapaz de tener hijos. La colmaba de mimos,
juguetes, y sobre todo incendiaba la imaginación de la pequeña Sofía contándole
cuentos antes de dormir y regalándole libros. En su cuarto tuvo primero unas
repisas con varias enciclopedias con las que hacía sus deberes escolares. Prefería
por sobre todas El mundo de los niños, aunque era bastante difícil encontrar algún
dato exacto para hacer la tarea. Leía cada tomo viendo los retratos y repasando
las historias: niños de todo el mundo, poesías y canciones, cómo se hacen las cosas…
En el segundo volumen, su preferido, le llamaba la atención la historia de un
muñeco que busca incansablemente al hada que lo hiciera humano para así llenar
de felicidad a su creador. Lejos de gustarle la llenaba de un miedo que se negaba a
morir, pensando en el momento en que sus juguetes empezaran a hablarle. Por
ello todos los arrumaba en el armario detrás de una puerta con espejo de cuerpo
entero, dejando especialmente enterrada a la maltrecha Fiona, a quien el cuento
había hecho caer en el oprobio del terror infantil. Las enciclopedias pronto dieron
lugar a libros y a novelas juveniles donde Sofía aprendió sobre anillos únicos,
baobabs y países maravillosos.
De tanto leer, decía su padre, se le iba secar el ceso, y de seguro era cierto, pues
pasaba días enteros sin dormir leyendo y releyendo las historias que la
impresionaban, no tanto porque le gustasen como porque le producían un terror y
una curiosidad mórbida que se saciaba paulatinamente cuando descubría un final
atroz o banal que le permitía conciliar el sueño. Ese estado onírico se convertía en
un teatro donde los personajes leídos reaparecían para atormentar sus noches y
se levantaba llorando con lágrimas que Alejandra corría a secar. Al día siguiente
llegaba con un nuevo libro que esperaba fuera más amable con la fantasía de la
niña. En su decimosegundo cumpleaños una vecina que ignoraba su aversión por
los muñecos le regaló en la fiesta un monigote que imitaba un arlequín. Su rostro y
manos eran de porcelana negra y el vestido coloreado era de tela rellena acaso
con paja. Tenía un sombrero de tres puntas coronadas con cascabeles, los ojos
repintados con rombos blancos a su alrededor, y la boca dibujando una sonrisa
sardónica que apenas disfrazaba la maledicencia de su carácter alegre. Una vez
hubo destapado el regalo su cara de espanto hizo que Alejandra se lo arrebatara
presurosa de las manos para subirlo al cuarto, pero cuando estaba a punto de
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guardarlo en el cementerio de cacharros los gritos de dos niños peleando hicieron
que olvidara para qué había entrado a la habitación de la niña y lo dejó tirado en
un rincón mirando a la pared. Cuando se fueron los amigos de Sofía, continuó en la
sala del primer piso retozando con los otros regalos y comiendo las últimas
boronas del pastel de chocolate. Al quedarse dormida su padre la llevó en brazos
a la alcoba y sin ponerle el pijama la dejó con su vestido de arandelas sobre la
cama. Bajó de nuevo y continuó la celebración bebiendo con los mayores mientras
recordaba tiempos mejores sin pedirle a su mujer que cambiara a la niña. Pasadas
varias horas Sofía sintió el frio del alba cuando aun el Sol no traspasaba las
cortinas de paño, y abrió los ojos asustada; todo estaba tan negro como si aun los
tuviese cerrados. Trató de moverse pero sentía manos y piernas atadas con
cadenas, y una presión en el pecho que hacía su respirar profundo y moroso. Una
babosa fría y húmeda empezó a separar sus labios hasta llegar a la garganta,
donde se movía con la agilidad de los tentáculos que apresaban los
submarinos de sus lecturas pasadas. Trató de gritar, pero ningún sonido pudo
salir de su boca. La luz de la mañana iluminó un poco el lugar al tiempo que la
presión desaparecía y pudo sentarse aterrada sobre la cama. No lloró, ni gritó, ni
salió en busca de ayuda. Se refregó los ojos tratando de ver mejor pero todo
parecía normal: la puerta y las ventanas cerradas, y tampoco se escuchaba el
sonido de pasos alejándose. Se metió entre las cobijas tapándose la cara y
continuó durmiendo. Ese día no comentó con nadie lo sucedido juzgándolo un
sueño, aunque sí preguntó en el almuerzo si todos los invitados se habían ido, o si
alguien se había quedado en casa. Ante la broma de Alejandra de que buscara en
la casa si alguno de los amigos borrachos del papá aun yacía en un rincón,
hizo lo propio. Subió a la alcoba principal, donde una luz mortecina iluminaba
pobremente a su padre, que aun dormía; miró en el baño, revisó el estudio, el
cuarto de sus hermanos, y no encontró a nadie extraño. Bajó de nuevo, miró
detrás de los muebles de la sala, en el cuarto de San Alejo, salió al patio detrás de
la cocina. En toda la mitad yacía solo la higuera que en época de estación llenaba
la casa con un olor azucarado que obligaba a Alejandra a preparar el dulce de
breva con panela que Sofía comía rebajado con leche. Se acercó al cuarto hecho de
tablas podridas que estaba desde siempre cerrado con cadena. Trató de abrirlo sin
éxito, e intentó mirar por entre las hendiduras de las vigas pero no vio más que
oscuridad. Cuando en la tarde preguntó a Alejandra por qué estaba siempre
cerrado ella le contó que el casero guardaba allí las herramientas con las que el
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jardinero podaba los vergeles coloniales de esa casona alquilada, jardines que
jamás había visto arreglados; más bien padecían devorados por los hierbajos.
Continuó el resto de esa tarde y la mitad de la noche ayudando a arreglar el
desorden de los invitados y sin tiempo y ganas de leer entró a su cuarto para
arrojarse con ropa sobre la cama y quedar profunda. De nuevo a la madrugada la
despertó el frío, pero esta vez al dormir boca abajo su cabeza quedó fija contra la
esquina donde ahora descubría que yacía el arlequín. Sus ojos adivinaban las
borlas del sombrero entre la oscuridad y sus oídos apenas le permitían escuchar el
leve tintineo que producían al girar el cuello.
–Sofía– escuchó que la llamaba una voz chillona que adivinó del bufón.
Sin poder huir cerró de nuevo los ojos. Esta vez no sintió besos ni ahogo, pero sí el
mismo pavor que le contraía los músculos y le impedía gritar. Trató de dormirse
aunque siguió en vela hasta que la llamaron a desayunar. Apenas entró Alejandra
saltó de la cama, la abrazó y le pidió que botara el muñeco que yacía con el cuello
doblado hacia la cama, tal como ella recordaba haberlo arrojado al rincón
descuidadamente el día del cumpleaños de Sofía. Adivinando la causa de los
temores aceptó sacarlo en la basura esa noche y decidió llevar los demás juguetes
al cuarto de San Alejo. Luego de ese incidente el sueño de la niña mejoró. Continuó
con sus lecturas pero por varios años nunca despertó en la noche presa de
temores como los que en esa época vivió. Un año después, con motivo del
aniversario de la muerte de su madre se organizó una misa de difuntos a las seis
de la tarde, a la que fue engalanada con su vestido de cumpleaños de doce meses
atrás. Rezaron por el alma en pena de la difunta y encomendaron a Dios que
cuidara de los suyos. De nuevo hubo invitados en la casa esa noche, se repartió
comida y se bebió, pero por obvias razones no hubo jolgorio ni regalos. Los tíos y
primos mayores se dedicaron a recordar a la mujer que conocieron en su mejor
época y de la que Sofía sólo retenía ya una imagen borrosa de un rostro el día en
que despertó sin saber quién era y por qué estaba aquí. Hacia la media noche
todos se acostaron con el mismo ánimo que habían mostrado en la ceremonia. En
la madrugada un exasperante un chillido que parecía venir de ninguna parte los
despertó. Su padre empezó a buscar por los cuartos de arriba con el “mata–mata”
como banda sonora, bajó a la cocina con el “mata–mata” perforándole los oídos, se
asomó al mismo cuarto de madera del patio creyendo escuchar ahí la fuente del
“mata–mata” pero el candado no cedió; finalmente Alejandra recordó que en el
cuarto de San Alejo estaban los juguetes viejos y en el fondo de un costal
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descubrieron a Fiona gritando los restos de una vieja canción. Por más que le
oprimieron el muñón, que quién sabe cómo se había activado, la muñeca no calló
porque la cantaleta parecía venir incorporada de fábrica; los golpes contra el
mesón de la cocina sólo dejaron una voz más grave y trémula que escupía “mata–
matas” sin compasión. Finalmente el padre subió a la alcoba, abrió de par en par
las ventanas del balcón y arrojó con todas sus fuerzas el juguete. Luego toda la
familia y los invitados despertados con los alaridos se acostaron a dormir. A la
mañana siguiente alguien timbró luego del desayuno. El vecino preguntó si la
muñera era de esa casa. Llamaron a Sofía y la instaron disimuladamente a
agradecer las buenas maneras del vecino, quien parecía trasnochado por la misma
alharaca que a ellos los había despertado, y recibió la muñeca con mal disimulado
disgusto. Estaba sin ropa, tenía la cara raspada, la lengua cantante afuera; los ojos
seguían parpadeando al inclinarse sin daño aparente de su mecanismo y al verla
detenidamente entre sus manos Sofía recordó de nuevo con perfecta nitidez el
rostro de su madre al entregársela; se alegró de tenerla de nuevo entre las manos.
Sonrió sinceramente y prometió no volver a perderla. Una vez en casa sólo se
percibía el leve cloc–cloc que anunciaba la agonía de la batería interna del juguete
e infirieron que no volverían a ser despertados por sus gritos, para dejarla así en
el fondo del armario por muchos años más.
A sus quince años Sofía empezó a leer filosofía en la secundaria y en su fiesta,
entre valses, corte de cadetes alquilados, filetes de cerdo y brindis con cidra le
regalaron un libro que resumía la historia del pensamiento desde los griegos hasta
las postrimerías del siglo XIX. Como si los sofismas y paralogismos hubiesen
despertado los fantasmas de la niñez empezó a soñar de nuevo con aquello que
leía. Tales, Anaximandro, Sócrates y Epicuro se anunciaban en sueños,
preguntándole por el hilemorfismo, el origen de las cosas y secreto de la felicidad.
En una ocasión se vio a sí misma amarrada en una gruta con sombras
respondiendo a un invisible tutor qué figuras veía formándose en las paredes de
piedra iluminadas con las chispas de una lumbre a sus espaldas, y en otra vio
como unos embriones crecían al interior de las vainas de una planta hasta que se
hacían hombres y eran expulsados como las pepas de un mamoncillo chupado,
desnudos y babosos sobre la orilla del mar. Una noche el frio de la aurora la
despertó de nuevo justo antes de que la luz fuera lo suficientemente fuerte como
para entender con claridad qué le rodeaba. Alcanzó a entrever, sin embargo, la
puerta del armario entre abierta, pero esta vez se levantó sin dificultad para
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cerrarla. Al hacerlo reparó en el espejo que apenas se adivinaba platinado por los
destellos que atravesaban, débiles, las cortinas. Vislumbró debajo del camisón su
cuerpo que no era ya el de una niña y se concentró en los pechos que se veían
reflejados mientras templaban la tela de algodón de su bata. Extendió su mano
para tocarlos en el reflejo y sintió que el vidrio ondeaba al contacto de su mano
como la superficie del agua cuando se arroja una piedra. Pasó su brazo, su pierna,
finalmente toda ella entró. A ese lado la luz era más fuerte. Pudo ver su cama
totalmente tendida y al volverse aun divisaba el cuarto oscuro que había dejado
atrás. Pasó a la alcoba de sus hermanos que jugaban ajedrez callados. Los llamó,
pero no la escuchaban; era como si no estuviese allí. En la alcoba de su padre no
había nadie. Al bajar al primer piso vio el comedor decorado como en su fiesta de
quince, vacío. Salió hasta el patio y se dirigió al cuarto de madera del fondo del
jardín. Esta vez el candado abrió con facilidad. Adentro un aroma a pasto recién
cortado disfrazaba el vaho de la gasolina de la máquina podadora. Había una mesa
y una silla sobre la que un hombre sentado parecía leer un viejo libro. Cuando
levantó la vista Sofía vio sus ojos cenicientos por las cataratas. “Los espejos y la
cópula son abominables –sentenció el ciego– porque multiplican el número de los
hombres”. Sofía le preguntó por qué nadie estaba en la fiesta, y el viejo refirió la
historia de la casona. Construida por un rico comerciante colonial había sido
hermosa hasta el día del Bogotazo; entonces la ocuparon sobrevivientes de la
revolución de esos días de abril. Luego se convirtió un prostíbulo. Las mujeres que
quedaban embarazadas interrumpían su embarazo y enterraban los cuerpos de los
fetos en el fondo del patio, justo debajo de donde estaban ahora. Por eso algunas
veces las almas de los niños escapaban y hablaban a través de los muñecos.
Después fue un inquilinato en el que vivían familias de provincia que llegaban
desplazados por la violencia en el campo. Uno de sus antiguos huéspedes se había
enriquecido y la compró echando a todos los demás, pero con el tiempo
enloqueció y mató a su mujer, cuyo cuerpo está enterrado con los fetos como
cohorte; por eso está siempre cerrado. Uno de los hijos que le sobrevivió arregló
la casa, pero ante esas historias nadie había querido tomarla, hasta que su padre,
haciendo caso omiso de los cuentos de brujas, se había mudado. Por eso nadie
había querido ir a la fiesta. Al salir del cuarto Sofía siguió por una calle paralela a
los cerros hasta desembocar en un camino de adoquines donde bajaban los buses
rojos que remplazaron al tranvía, articulados y con un fuelle en la mitad que los
hace ver como acordeones. Llega a una zona de casas viejas donde entra a una
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librería. La esconde un pequeño local de ediciones escolares, pero al subir se
vislumbran los viejos anaqueles de lo que antiguamente fue la biblioteca de una
mansión señorial. Hacia la habitación del fondo está la sección de filosofía,
iluminada por los grandes ventanales que rompen las altas paredes de la casa y
recuerda que debe buscar los datos sobre el hilozoísmo para una tarea. Escoge un
volumen sobre los presocráticos y casi al azar encuentra la sección dedicada a
Tales de Mileto: «Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el
ánima», lee. Al terminar de copiar lo necesario para hacer sus deberes levanta la
vista y se dirige hacia la mitad de la sala donde unas puertas abiertas parecen
anunciar otro cuarto con más escaparates de libros en la otra mitad del recinto.
Hacia el fondo se ve un letrero que dice: “Sala de otros mundos”. No recordaba esa
sección y duda si seguir caminando:ese lado se ve oscuro a pesar de que a este
lado la luz entra a borbotones. De pronto percibe el vidrio y gira su cabeza. Justo
detrás, en el dintel de la entrada a esta ala de la librería ve el letrero original y
comprende, mientras ríe, qué está sucediendo:
.
Luego de salir de la librería busca un teléfono, llama a su padre y quedan en una
cita para tomar café.
– ¿Cómo va el griego? –pregunta a su padre apenas lo ve entrar–.
–No va –responde intrigado – hace mucho estudié algo en la universidad, pero ya
sólo me queda un viejo manual. ¿Por qué?
–Hago una tarea sobre filósofos. Estuve en la librería de Alejandra. A propósito,
amplió el segundo piso con una nueva sección.
– ¿Amplió? ¿En qué momento? – preguntó extrañado–.
–Sí, hay nueva sala y tienes que verla, fue muy recursiva –replicó Sofía–. El caso
es que encontré unos fragmentos en griego, pero además quería contarte qué
soñé. Soñé que los muñecos de la casa me hablaban. Me llamaban por mi nombre,
y Fiona de pronto empezaba a gritar y a decir que nos mataba a todos hasta que
tenías que arrojarla por la ventana. ¿Por qué sólo dice “mata–mata”?
– ¿Hace cuánto la escuchaste por última vez? No dice “mata–mata” –acertó a decir
riendo–. Es una muñeca irlandesa. Traía grabada una canción de cuna: Gartan
Mother's Lullaby. Fue la última que escuchaste con tu madre el día que nos dejó.
Tanto que al final se dañó y se quedó trabada con una sola palabra del título, justo
antes de empezar a cantar: “mother”. Cada que se prendía moviendo la pata
empezaba a chillar. Después de un tiempo la pata no encendía más y decidiste
arrancarla para ver si podías hacerla funcionar. ¿No lo recuerdas?
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–No, nunca me ha gustado esa muñeca– dijo Sofía– ¿Dónde está ahora? –.
– ¡No es cierto! –Interpeló su padre–. Te la pasabas todo el día con ella cantando,
dormías con ella, hasta entrabas al baño con ella. Cuando llegó Alejandra la
muñeca ya no sonaba. Simplemente dejaste de jugar porque estaba prácticamente
destrozada. Luego abandonaste los demás muñecos. La guardamos en el cuarto de
San Alejo junto con los demás. Nunca volviste a preguntar por ella. La olvidaste
hasta hoy.
–No recuerdo nada antes de mis ocho años, padre. Nada.
–Nunca preguntas por ella.
–Sólo recuerdo el día en que me regaló a Fiona. Me despertó con el regalo.
– ¿Nada más?
–No más.
–Pregunta, ¿qué quieres saber?
–Todo.
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