Una humilde propuesta La batalla de los libros

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Una humilde propuesta
La batalla de los libros
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colección
Pequeños Grandes Ensayos
Director de la colección
Álvaro Uribe
Consejo Editorial de la colección
Arturo Camilo Ayala Ochoa
Elsa Botello López
José Emilio Pacheco †
Antonio Saborit
Juan Villoro
Director Fundador
Hernán Lara Zavala
Universidad Nacional Autónoma de México
Coordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
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Jonathan Swift
Una humilde propuesta
La batalla de los libros
Introducción, traducción, notas y apéndice de
Mauricio López Noriega
Universidad Nacional Autónoma de México
2015
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Swift, Jonathan, 1667-1745, autor.
[Obras. Selecciones]
Una humilde propuesta ; La batalla de los libros / Jonathan
Swift ; introducción, traducción, notas y apéndice de Mauricio López Noriega. – Primera edición
124 páginas. – (colección Pequeños Grandes Ensayos)
ISBN 978-970-32-0479-3 (colección)
ISBN 978-607-02-6576-1
I. Swift, Jonathan, 1667-1745. Modest proposal. Español. II.
Swift, Jonathan, 1667-1745. Battle of the books. Español.
III. Título: Batalla de los libros. IV López Noriega, Mauricio,
prologuista, traductor. V. Serie
PR3723.E76.L66 2015
Títulos de las obras originales en inglés: A Modest Proposal
y The Battle of the Books.
Primera edición en la colección
Pequeños Grandes Ensayos: 23 de marzo de 2015
D. R. © 2015 Universidad Nacional Autónoma de México
Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, 04510,
México, D. F.
Dirección General de Publicaciones
y Fomento Editorial
ISBN de la colección: 978-970-32-0479-3
ISBN de la obra: 978-607-02-6576-1
Prohibida la reproducción total o parcial
por cualquier medio sin la autorización escrita
del titular de los derechos patrimoniales.
Esta edición y sus características son propiedad
de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Impreso y hecho en México
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mirar el fondo del espejo
La sátira es una especie de espejo
en el cual, quien mira, generalmente
descubre el rostro de los demás, pero
no el suyo, razón fundamental de la
gran aceptación que encuentra en el
mundo y de que muy pocos se ofendan
con ella.
Jonathan Swift, La batalla de los
libros, prefacio
Es la sátira un texto-espejo. Un látigo que, al
tiempo que truena y fustiga, nos hace esbozar
una ardiente sonrisa, nos lleva de la diversión
cómplice a la conciencia de una realidad que
preferimos ignorar porque puede tornarse dolorosa. Es una extraña combinación y son pocos
los escritores capaces de configurar un espejo
semejante sin caer en la moralina o en el dedo
flamígero, en la marrullería política; es difícil
conseguir el equilibrio entre un penetrante sentido del humor, el propósito objetivo de denuncia y un cuidadoso y elegante estilo literario;
tampoco es fácil superar la evidente tentación
de superficialidad, del mero artificio del ingenio.
La sátira busca tomar al lector y trasladarlo de la
ligereza recreativa a la sana reflexión; conduce
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a la inteligencia de una valiente acusación bien
construida, llena de destellos y guiños, al espejo
frente al cual, a solas, recordamos la urgencia
de una crítica profunda en torno de los problemas contemporáneos. Sin duda, este linaje del
ensayo sólo es efectivo cuando existe la dosis
necesaria de inteligencia; para Swift, el ingenio
sin conocimiento, el aguijón de lo ridículo carente de la ponderación intelectual, “de nada
sirve, salvo para ser arrojado a los cerdos”. La
sátira de Swift quizá no es platillo para la sociedad humorística de los medios masivos: supone
un lector informado, pero sobre todo formado,
capaz de emitir juicios propios sobre lo que lee,
porque conoce, al menos a grandes rasgos, la
complejidad de su mundo y de su tiempo, y
porque le interesan. Esta disposición implica, a
su vez, cierta calidad del pensamiento, tanto en
el aspecto formal –un conjunto de saberes adquiridos de manera sistemática y significativa–
como en la amplitud del mismo, es decir, una
concepción del mundo y del ser humano en ese
mundo, en ese tiempo. Swift cuenta con ello.
Espera afectar el ánimo y las ideas de sus lectores mediante la dosis justa de sutileza mordaz
aplicada hasta rozar los límites, “para que muy
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pocos se ofendan con ella”. La idea no es herir,
sino reflexionar, valorar, inquirir dentro del espejo, en donde tal vez encontremos al otro, y
además, a partir de un ejercicio de autoconciencia, también a nosotros mismos. Al fondo del
espejo estamos todos: nuestro tiempo, nuestra
cultura, nuestros rostros.
Jonathan Swift nació en la ciudad de Dublín
en 1667; fue huérfano de padre desde antes de
nacer y desde entonces fue sumamente pobre.
Sin embargo, un tío suyo se ocupó de su educación y Swift consiguió terminar sus estudios
en el Trinity College de su ciudad natal. Viajó
a Leicester para reunirse con su madre y allí
vivió hasta que una ocasión singular se presentó en forma de invitación para trabajar como
secretario del político inglés William Temple y
fungir como tutor de su pupila, Esther (Stella)
Johnson, que siguió siendo amiga de Swift toda
la vida. Vivió y trabajó durante una década bajo
el techo de Temple, en Moor Park, Surrey, y
dispuso de tiempo libre suficiente para trabajar
sus propias ideas, ya que su meritoria dedicación
le ganó la confianza del caballero Temple, quien le
encargó labores delicadas e incluso lo llevó ante
el rey Guillermo III. Por otro lado, la relación
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que lo unía con su patrón fue siempre cuando
menos ambigua, pues se daba cuenta de que
Temple, si bien era un hombre culto –el primer
escritor inglés en imprimir cadencia a la prosa,
según Samuel Johnson–, no era ni la mitad de
brillante que Swift quien, además, era irlandés.
No hay que olvidar la rebelión de los señores
irlandeses en contra del gobierno inglés en 1641,
ni la ferocidad de la represión de Cromwell;
tampoco, la supuesta restauración de Carlos II,
ni la guerra civil (1688-1691) que no consiguió
volver más justo el sistema de organización
político de Irlanda, particularmente duro contra
los católicos, que habían sido despojados de
sus tierras.
Por herencia y cultura, Swift era uno de los
ingleses de Irlanda, con la carga derivada de
preocupaciones específicas y con un papel social
e histórico particular debido a su pertenencia a
una cultura dividida; así, sufría una especie de
doble identidad en la cual su parte inglesa se
mofa de la irlandesa y ésta, quizás aun más irlandesa que la de sus contemporáneos, no
consigue soportar las injusticias de aquélla,
como se desprende con claridad de Una humil­
de propuesta, incluso cuando él mismo no era
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católico.1 De esta manera experimentaba el
conflicto de pertenecer a la periferia, aunque
esto mismo le otorgaba una visión del centro
siempre crítica y, en cierto modo, subversiva.
Buscó por ello expresar con vehemencia sus
opiniones en diversos tipos de textos; sus primeras armas literarias en ese campo comenzaron, precisamente, con La batalla de los libros,
de 1697, aunque otros textos, como Disputas y
diferencias entre nobles y comunes en Atenas
y Roma y Cuento en una barrica, atrajeron de
inmediato al público y le ganaron la atención
de los políticos. A la vuelta del siglo y por la
muerte de Temple, de quien editó sus Miscellanea
en tres volúmenes –ensayos, cartas, memorias–,
regresó a Irlanda, acompañado de Stella. Allí
apoyó al gobierno tory (conservador) en La
conducta de los Aliados y en 1713 se convirtió
en el deán de la Catedral de San Patricio. Más
adelante su influencia política disminuiría considerablemente a causa de la hostilidad de la
reina Ana de Inglaterra, a cuya muerte surgió de
nuevo el patriota con textos como Las cartas
1
Cfr. “Introduction”, en Swift, Major Works, Ross & Woolley,
pp. xxi y ss.
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Drapier y Una humilde propuesta, de 1729. Su
obra maestra, Los viajes de Gulliver, fue publicada en Londres en 1726, ahíta de profunda
misantropía, quizá debido a su vulnerable idealismo y a su apasionada honestidad. Equivocadamente, se ha llegado a considerar esta obra
un libro “para niños”; sin embargo, es tal vez el
texto que, desde el desengaño más diáfano, lleva
a cabo la más honda de las críticas, no sólo de
las estructuras sociales ni de la injusticia sistemática, sino más bien del género humano en su
conjunto.
Swift fue un escritor político sumamente
completo que, con un estilo profundamente iró­
nico y depurado, muestra un carácter que se
resiste con fuerza a las convenciones literarias
de su tiempo, si bien al mismo tiempo confía en
el poder didáctico de su pluma y en su posible
influjo. Además fue un poeta consumado, rara
avis de la ironía para la imaginación antipoética.
En 1714 se estableció definitivamente en Dublín,
en donde vivió con Esther Vanhomrigh (para
quien inventó el nombre de Vanessa). Su querida
amiga Stella muere en 1728: Swift cae preso de
la tristeza. Moriría una década y media más
tarde, en 1745, legando su fortuna a los pobres;
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a nosotros nos dejó las mejores sátiras del siglo
xviii, además de los Viajes. En su epitafio, escrito por él mismo, se puede leer: “Aquí yace el
cuerpo de Jonathan Swift […] en donde la indignación furiosa ya no puede lacerar su corazón.
Sigue, caminante, y si puedes, imita a un hombre
que se esforzó al máximo en defender tenazmente la libertad”.2
No resulta difícil captar esta furiosa indignación que Swift sufría en Una humilde propues­
ta, texto escrito en defensa de los irlandeses
católicos más pobres, subyugados hasta la abyección por los ingleses y sus comparsas angloirlandeses. Esta sátira sin duda fue compuesta
con detallado conocimiento de causa, tanto del
contexto general como de los estudios demográficos de la época.3 Tal vez puede destacarse la
clara conciencia social que entraña su propuesta, surgida de una realidad infame, tristemente
2
3
Ubi sæva Indignatio Ulterius Cor lacerare nequit. Abi
Viator Et imitare, si poteris, Strenuum pro virili Libertatis
Vindicatorem.
Existen pruebas de que Swift conocía a los fundadores
de la demografía estadística, Halley, Petty, Graunt. Cfr. S.
Jarco, “Jonathan Swift and British Demography”, Bulletin
of the New York Academy of Medicine, vol. 47, núm. 12,
diciembre de 1971, pp. 1547-1550.
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respaldada por opiniones que resultan tan chocantes como su realización permanente, en el
día tras día:
¿Para qué dejar vivir a creaturas que, al no poder
contar con la ayuda de sus padres, o porque
están privados de ella, o porque no han sido reco­
nocidos, sólo sirven para sobrecargar al Estado
con una mercancía que abunda demasiado? Los
bastardos, los huérfanos, los niños mal conformados deberían ser condenados a muerte desde el
nacimiento; los primeros y los segundos, porque
al carecer de alguien que vele por ellos o los cuide,
manchan a la sociedad con una hez que un día puede resultar funesta; y los otros porque no pueden
serle de ninguna utilidad. Ambas clases son para
la sociedad como esas excrecencias carnosas que,
alimentándose del vigor de los miembros sanos,
los degradan y debilitan; o bien, si usted lo prefiere,
son como esos vegetales parásitos que, enroscándose en las plantas sanas, las deterioran y las
roen, absorbiendo sus raíces nutricias. Verdaderos
abusos son esas limosnas destinadas a alimentar
a tal canalla, esas casas ricamente levantadas que
se ha tenido la extravagancia de regalarles, como
14
•
si la especie de los hombres fuera tan rara, tan
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preciosa, que fuese necesario conservar hasta el
más vil espécimen.4
El marqués de Sade justifica el procedimiento a
seguir con los sobrantes sociales, los hijos de
los pobres, carga intolerable para la sociedad.
Por fortuna, la realidad hoy parece muy distinta.
Existen creativas propuestas que sugieren un
matiz optimista; hace algunos años, dos investigadores de la Universidad de Chicago proponían
los beneficios derivados de vender a los bebés
huérfanos –que no pueden contar con la ayuda
de sus padres, que no han sido reconocidos–,
para evitar el mercado negro. Venta para adopción de huérfanos: el ingreso de los bebés, el
sector más débil por antonomasia, a la esfera
del mercado, de la ley de la oferta y la demanda.
Motivo de alegría finalmente, a falta de justicia
social y mínimos antropológicos; “por lo tanto,
que nadie me hable de otras soluciones”, afirma
categórico Swift. El hecho de que puedan surgir
propuestas de este tipo deriva de una mentalidad
centrada únicamente en el aspecto funcional,
cuantitativo, del ser humano, “como si la especie
4
Donatien Alphonse François de Sade, Justine, 1791, cap. i.
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de los hombres fuera tan rara, tan preciosa, que
fuese necesario conservar hasta el más vil espécimen”. Cuando menos eso sugieren las políticas
demográficas que el primer mundo aplica, desde
la década de los sesenta, al tercer mundo. Hay
que tomar en cuenta que, en “El reto hispano”,5
uno de los últimos textos que escribió Samuel
Huntington, miembro del Consejo de Seguridad
Nacional de Estados Unidos, se considera el
grave riesgo que supone para la seguridad nacional de nuestro vecino el aumento demográfico de los hispanos, y se sugiere tomar firmes
resoluciones al respecto. Y si bien en Europa las
cosas resultan más o menos semejantes para
otros tercermundistas, como mexicano creo que
estas consideraciones no resultan superfluas;
por ello, pienso que el texto de Swift es digno
de ser considerado con la máxima atención.
Es, desde otro lado, justamente el tema de
La batalla de los libros: una forma de ver el
mundo que niega cualquier otra y combate su
existencia. En términos contemporáneos, la
forma moderna de entender el mundo admite
16
•
5
Cfr. Samuel Huntignton, “The Hispanic Challenge”, Foreign
Policy, marzo-abril, 2004.
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sólo una racionalidad dura que se expresa y
valora en términos exclusivamente económicos,
es decir, prácticos, realistas, cuantificables, verificables, nuevos: cualquier otra consideración
es del todo secundaria y, por lo tanto, accesoria.
La gran controversia que existió entre los siglos
xvii y xviii, conocida como la Querella de los
antiguos y los modernos, y de la cual el texto
de Swift es tal vez el más representativo y valioso, consistió, en gran medida, precisamente en
el choque de dos formas de entender el mundo,
dos cosmovisiones, que desde el universo de la
literatura se expandió al de la ciencia, la filología,
la religión, la filosofía, la historia, la política, las
artes, y que mantuvo agitada y activa a la mayoría de las inteligencias de la época. Gilbert Highet
sintetiza su importancia:
En primer lugar, es notable que una discusión acerca del gusto haya durado tantos años y ocupado
la atención de tantos hombres doctos, pues esto
quiere decir que el plano de la crítica, y por lo tanto
de la literatura, estaba en un nivel sumamente
elevado. En segundo lugar, entre las personalidades envueltas en la lucha se contaban algunas
de las más grandes de la época: Pascal, Boileau,
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•
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Bentley, Swift. En tercer lugar, los puntos que se
sometieron a debate tenían profunda significación,
como la siguen teniendo en nuestros días. Esos
mismos problemas tornan a presentarse (aunque a
menudo disfrazados o mal comprendidos) en casi
todas las discusiones contemporáneas acerca de
la educación, la crítica estética y la transmisión
de la cultura. La batalla que se trabó en Francia
e Inglaterra a fines del siglo xvii no fue más que
simple episodio de una gran guerra que se había
estado gestando a lo largo de dos mil años, y cuyas
raíces aún subsisten. Es la guerra entre tradición
y modernidad, entre originalidad y autoridad.6
6
18
•
Gilbert Highet, La tradición clásica, vol. i, trad. de Antonio Alatorre, México, Fondo de Cultura Económica, 1978
(primera reimpresión), pp. 411-412. Sigue siendo excelente
el capítulo xiv de este volumen, “La querella de antiguos y
modernos”, pp. 411-449, así como la bibliografía que ofrece.
En la muy buena introducción a su edición, Antonio Bernat
lo dice con estas palabras: “Swift vio que el debate tocaba
al intento del hombre de averiguar su posición frente al
conocimiento y la historia, en esos embates se dirimían
los límites del territorio del yo” (Jonathan Swift, La batalla
entre los libros antiguos y modernos, Barcelona, José J. de
Olañeta editor (col. Centellas), 2012, p. 26. La traducción,
sin embargo, es de Cristóbal Serra y en algunos pasajes
deja mucho que desear si se compara con el original.
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¿Son estas preocupaciones todavía “contemporáneas”? Sería valioso volver a formular de
manera deliberada y consciente nuestra relación
no sólo con los clásicos griegos y latinos, sino
con la lógica de pensamiento que predomina en
la actualidad. Por ejemplo, ¿se debería continuar
fomentando la idea de progreso y, en dado caso,
qué tipo de progreso, para quiénes y a qué costo?
¿Hasta qué punto son válidos los criterios de
eficacia, utilidad y beneficio en sociedades cada
vez más desiguales, sin las mismas condiciones
iniciales para la vida? ¿Qué es un clásico y por
qué? ¿Es válido seguir promoviendo su lectura,
como la de Dante, Shakespeare, Cervantes,
Goethe, Dostoievski? ¿Hay que incluir a García
Márquez, Paul Auster, Salman Rushdie? ¿Aún
tiene sentido ofrecer el estudio de las humanidades a las nuevas generaciones? ¿No sería
preferible fomentar la multidisciplinariedad de
enfoques en función de realidades e ideas complejas que no se pueden agotar con una manera
reduccionista de concebir al ser humano?
Swift había sido formado en la tradición
clásica y conocía bien a los autores grecolatinos;
sin embargo, le preocupaba también la originalidad y no encontraba respuesta satisfactoria en
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la emulación servil de los antiguos. De nuevo,
por un lado se encuentra entre dos fuegos por
su disposición intelectual a los conocimientos,
métodos y ciencias modernas, mientras por otro
lado venera los aspectos fundamentales de la
tradición. De esta forma, en la Batalla no queda
muy claro hasta qué punto se ubica Swift del
lado de los antiguos; el final ambivalente y algunas alusiones y notas apuntan hacia un reconocimiento sincero de varios aspectos de los
modernos. No obstante, en palabras de Highet:
“había considerado con creciente desprecio a
los dos bandos, pues aborrecía a los pedantes
y a los omniscientes, odiaba a los advenedi­
zos y a los ignorantes, y despreciaba la mezquindad que hace a los hombres dividir la Verdad y
reñir por encima de su cuerpo mutilado”.7
Todo comienza mediante el recurso, hoy
quizá gastado, de un manuscrito que un editor
“encuentra” y decide publicar; se advierte que
se trata de un texto incompleto, en mal estado.
Vienen luego los antecedentes de la batalla, el
motivo de la discordia; siguiendo la ficción, se
atribuye a los libros de controversia el inicio de
20
•
7
Highet, op. cit., p. 445.
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las hostilidades. Bentley, el bibliotecario, enemigo acérrimo de los antiguos, coloca incorrectamente los libros y los mezcla, por lo que las
pasiones fermentarán; Temple es el líder de los
antiguos. Swift intercala entonces una fábula, a
la manera de Esopo: la discusión suscitada entre
una abeja y una araña. La moraleja da pie a que
los ejércitos se dispongan a entrar en combate.
Enseguida, a la manera de Homero, hace intervenir a los dioses del Olimpo; otra deidad, Momo,
va en busca de la diosa Crítica, de monstruoso
aspecto, quien viaja con los suyos hasta Londres
para asistir a la batalla que comienza. Se narran
varios encuentros bélicos; se consigna el episodio de Wotton y Bentley, en el que éste quiere
dar muerte a Esopo y a Falaris, precisamente,
pues por ellos comenzó la querella en Inglaterra,
como se advierte en el prólogo. El manuscrito
termina abruptamente.
Este par de sátiras de Jonathan Swift son un
alambicado vino de perenne perfume; su vigencia nos provoca, nos hace sonreír, nos interpela.
Nos incluye. Son un clásico moderno que se
incorpora a la valiosa colección de la Universidad Nacional Autónoma de México, Pequeños
Grandes Ensayos. Para la traducción me serví
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de la edición fijada por Ross y Woolley, cuyas
excelentes notas resultaron también de gran
ayuda.8 Las notas a pie de página de la Batalla
son de Swift. Consideré oportuno elaborar un
apéndice en el cual se ofrece una pequeña noticia acerca de los miembros de cada uno de los
ejércitos. Sigue, pues, caminante lector, y si
puedes, imita a un hombre…
Mauricio López Noriega
8
22
•
Jonathan Swift, Major Works including A Tale of a Tub and
The Battle of the Books, Edited with an Introduction and
Notes by Angus Ross and David Woolley, Oxford, Oxford
University Press (Oxford World’s Classics Paperbacks),
Reissued 2008, 724 pp.
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una humilde propuesta
para impedir que los hijos de la gente
pobre sean un peso para sus padres,
o para el país, y hacerlos provechosos
para los demás.
Es cosa de tristeza, para quienes caminan por
esta gran ciudad o viajan al interior del país, ver
los caminos, las calles y las puertas de las chozas
atestados de mendigas, seguidas por tres, cuatro
o seis niños, todos en harapos, que importunan
al que pasa, pidiendo limosna. Estas madres,
en vez de ganarse la vida honestamente, están
forzadas a emplear todo su tiempo en mendigar
de casa en casa el sustento de sus indefensos
infantes que, según crecen, o se vuelven rateros
por falta de trabajo, o dejan su querida tierra
patria para ir a luchar por el Viejo Pretendiente1
1
Se motejó así a Jacobo Francisco Eduardo Estuardo (16881766); reclamó el trono de Inglaterra e Irlanda como Jacobo
III, y el de Escocia como Jacobo VIII, y así lo reconoció su
primo, Luis XIV de Francia, España, los Estados Pontificios
y Módena. Fue proscrito traidor por aspirar al trono y, bajo la
ley inglesa, perdió todos sus títulos. Él y sus hijos fueron los
últimos de la casa Estuardo que reclamaron el trono, fieles
a la fe católica (lo que se denominará luego “jacobismo”).
Tal vez se alude a la guerra anglo-española (1726-1729).
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en España, o se venden a sí mismos para Barbados.2
Creo que todo el mundo concuerda en que
esta prodigiosa cantidad de niños, en brazos o
a la espalda, o tras los talones de sus madres y
frecuentemente de sus padres, en el deplorable
estado actual del reino, es un motivo de pesar
adicional muy grande; y por ello, cualquiera que
pueda encontrar un método justo, barato y sencillo de hacer que estos niños sean miembros
útiles de la comunidad, merecería tanto recono2
24
•
En el siglo xvi, los españoles utilizaban esclavos africanos
en las islas de Cuba y La Española; portugueses, holandeses, franceses y británicos hicieron lo propio en Brasil,
Antillas y Norteamérica. Los británicos, además de criminales, enviaron irlandeses como esclavos a sus colonias
norteamericanas, sobre todo los católicos que se rebelaron
contra la opresión inglesa. Jacobo II, rey de Inglaterra,
vendió 30 000 prisioneros políticos irlandeses al Nuevo
Mundo (no debe olvidarse que el duque de York fue cabeza
de la Royal African Company, que comerciaba con esclavos).
En la quinta década del siglo xvii, más de 100 000 niños
irlandeses, de entre 10 y 14 años, fueron separados de sus
padres y vendidos como esclavos en las Indias Occidentales, Virginia y Nueva Inglaterra; 52 000 más, en su mayoría
mujeres y niños, fueron vendidos a Barbados y Virginia;
2 000 niños a Jamaica. Eran más baratos que los africanos
(un esclavo africano costaba cerca de 50 libras esterlinas, un
irlandés entre cinco y 10) y los hijos nacidos de esclavos
blancos seguían siendo esclavos, incluso en el caso de que
su madre obtuviera la libertad. V. Jordan & Walsh, White
Cargo: The Forgotten History of Britain’s White Slaves in
America, Nueva York, nyu Press, 2008.
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cimiento público como para erigir una estatua
suya como preservador de la nación.
Pero mi intención está muy lejos de limitarse
sólo a los hijos de mendigos declarados: se extiende mucho más, e incluirá la suma completa de
niños de cierta edad, nacidos de padres en efecto
tan poco capaces de mantenerlos, como aquellos
que en las calles solicitan nuestra caridad.
Por mi parte, habiendo dado vuelta por
muchos años a algunas ideas en torno a este
importante tema, y sopesado con detenimiento
muchos datos de otros proyectistas, siempre los
he encontrado crasamente equivocados en sus
cálculos. Es verdad que un niño recién parido
puede ser mantenido durante un año por la leche
de su madre, con muy poco alimento más, al menos no por arriba del valor de dos chelines, o su
valor en mendrugos, que su madre ciertamente
podrá obtener mediante su lícita ocupación de
mendiga. Y, exactamente a la edad de un año,
propongo encargarnos de ellos de tal forma, que
en lugar de ser una carga para sus padres o para
la parroquia, o de necesitar comida y vestido
por el resto de sus vidas, puedan, por el contrario, contribuir a alimentar, y en parte a vestir, a
muchos miles.
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