Fiesta de disfraces

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Fiesta de disfraces
Autor: Gustavo Vignera – www.gustavovignera.com.ar
Yo creía que no había nada en este mundo que me moleste más que las fiestas de
disfraces. Ver a los grandulones sacar a la luz su alma de niño sin darse cuenta que
al otro día deben volver del ridículo con sus caras lavadas, me fastidiaba de
sobremanera. Debo confesar que estaba muy pero muy equivocada, había algo que
me jodía muchísimo más que las fiestas de disfraces, y eran las fiestas de disfraces
organizadas por la guacha de mi cuñadita. El origen de todo, llamémoslo entre
comillas “resentimiento”, surge de no poder entender, ¿por qué si hay dos hermanos
que nacieron de la misma mamá y con los mismos espermatozoides del papá, uno
es gerente general en una fábrica de galletitas y el otro solamente come galletitas
como un orangután enjaulado mientras escucha el futbol de los domingos?
¿Porqué, a uno la vida lo miró con una sonrisa y al otro, o sea al mío, la vida le dio
la espalda, por no decir que le mostró el trasero? El gordo no pega una, ni siquiera
en el álbum de figuritas de los chicos, siempre de un trabajo a otro, dura menos que
una velita de cumpleaños, apenas terminó la secundaria y el otro ahí, siempre ahí
en lo alto, siempre brillando, diplomas por acá, Masters por allá, toda una eminencia
el tipo. Y yo, la estúpida, que no supe elegir entre los dos hermanos, ya que ambos,
y con conocimiento de causa, me miraban con cariño cuando era joven y bella.
Ahora ando contando las monedas para llegar a fin de mes o haciendo polenta cada
dos por tres para poder pagar la cooperadora del Nacho y del Carlitos con un mes
de atraso para no perder la costumbre. Y como me iba a sentir el día que sonó el
teléfono y la perra me dice con esa voz de falsa que tiene “¡Los esperamos el
sábado! ¡Es el cumpleaños de Rubén y estoy organizando una fiesta de disfraces!”.
Fiesta de las re-mil vírgenes con menopausia, ¡de que mierda me iba a disfrazar yo!
Si nunca me había disfrazado en mi puta vida y la figurita esbelta que tuve cuando
me llevé el número equivocado de la rifa, ya la había perdido por completo después
de tanta polenta y las dos cesarías de estos burros que salieron como el padre. Esa
misma tarde me puse a revolver el ropero y trataba de imaginar que prendas podría
combinar o modificar para hacerme un disfraz. Pensé en Hawaiana, si me ponía la
treintaiúnica enteriza que compramos cuando nos fuimos de luna de miel a Mar
Chiquita, con un cinturón hecho con tiras de papel crepé, pero me arrepentí al toque,
debido a que visualicé un ciempiés gigante atorado mientras se traga una media
res. Analicé la posibilidad de hacerme un sombrero con cartulina negra, un cono
puntudo, con una visera toda alrededor y con un batón oscuro que tengo me podía
disfrazar de bruja, pintándome con marcador algunos pelos pinchudos, aunque
pensándolo bien… con el tiempo que hace que no me depilo, no hacía falta, pero
para ser justa ese disfraz ya tendría una dueña y sin duda sería mi señora suegra.
Pensé en muchas cosas más, desde aldeana, bailarina clásica, princesa, hasta en
Bob esponja, pero todos me hacían sentir ridícula e imaginaba que iba a ser el
hazmerreír de toda la mersa de invitados que tendría la insoportable de mi cuñadita
en la fiesta. Cuando vino el gordo a la noche de su reciente empleo, luego de servir
la polenta en la mesa, apagué el televisor y le pregunté “¿Sabés que el Sábado es
el cumpleaños de tu hermano?”. Él, después de engullir una cucharada humeante,
me hizo una mueca similar a la que me haría si le pidiera que me enumerara cuales
son las siete maravillas del mundo. Encogió los hombros y cargó la cuchara
nuevamente. Me dio tanta bronca que le quité el plato y le dije “¡y tenemos que ir
disfrazados! Así que anda pensado de que mierda te vas a disfrazar… aunque el
Oso Yogui te quedaría bárbaro y no tendríamos que gastar un mango.”. El agarró el
plato y siguió morfando y yo me fui a buscar la alcancía donde los chicos guardan
la plata que le regalan para los cumpleaños. La puse sobre la mesa, los chicos me
miraron con pavura, con el tenedor hice palanca y la abrí y con la plata en la mano
le grite “y mañana vamos a la casa de disfraces, yo no quiero que la mujer de tu
hermano se burle de nosotros”. Al otro día no le quedó otra que acompañarme al
negocio.
Entramos y empezamos a mirar fascinados los disfraces bien
confeccionados en los maniquíes. Había uno de Mujer Maravilla, otro de reina, de
la malvada Cruella de Vil, de enfermera, pero el que más me gustó era el de
Gatubela, ese me encantó. Sabía que casi seguro que no me entraría, pero no podía
dejar de intentarlo. El gordo estaba mirando uno de piratas, para motivarlo le dije
“…y vos tenés que ir de Batman”. Él se agarró la buzarda con las dos manos y me
miró con la misma cara de ternero resignado yendo para el matadero que tanto lo
caracteriza. Le pedí al encargado si podíamos probarnos los trajes. El muy
maleducado relojeó toda mi anatomía y me dijo que si lo descocía iba a tener que
pagar el arreglo. A mí no me importó y me metí en el probador con mi disfraz de
Gatubela, me quité el jean y los zapatos y empecé a luchar tratando que me suba
por las piernas. Primero se me quedó trabado a la altura de los jamones, pero por
suerte el disfraz estaba hecho de esas telas que se estiran, de esas elastizadas y
así logré después de retener la respiración y empujar más que con el parto de mis
hijos, logrando que me entrara todo. Me puse las orejas de gata y el antifaz y me
miré al espejo. Podía ver que alguno de mis royos se habían acomodado como
podían por arriba y por abajo del cinturón de la Bati-villana, pero no me importaba.
Podría parecer un matambre apretado, pero con una buena faja lo podría solucionar.
Sacármelo fue otro acto de arrojo, pero al menos tuve la recompensa posterior de
volver a respirar normalmente. Al gordo el disfraz de Batman no le llegó ni a las
rodillas, por eso busqué y busqué y me pareció que el más adecuado para él era
uno de “el Pingüino” que era muy simpático e iríamos a tono como la pareja de
bandidos de ciudad Gótica. ¡Ahora sí! no seríamos dos pobres ridículos entre las
estiradas amistades de la turra de mi cuñadita. Todas esas noches dormí con dos
pulóveres para perder grasa, suprimí el azúcar, el pan, las pastas y los bizcochitos,
hice quinientas flexiones por día y hasta me calcé la yoguineta y salí a trotar por el
barrio. El viernes por la noche hicimos ayuno, todo ese sacrificio para que el traje
me entrara lo mejor posible. El gordo estaba como loco porque quería al menos
morfarse la polenta fría que había quedado del jueves. Y llegó el día, me fui a la
pieza de los chicos para ponerme el disfraz de Gatubela sin que nadie me
molestara, tomé aire, me puse la faja y comenzó la faena. El esfuerzo para que me
entre fue supremo, parecía que se había achicado, estaba exhausta, pero con un
poco de talco logré subírmelo hasta el final. El pingüino, o sea mi gordito me estaba
esperando en la puerta. Juro que estábamos preciosos. Tomamos el colectivo que
mejor nos dejaba en la mansión del hermano de mi marido. No tenía vergüenza ya
que con el antifaz nadie podía reconocerme. Unos chiquitos le hicieron una seña a
su mamá, le dije al gordo que sin duda se habrían confundido con los personajes
de la Tele. Al fin llegamos después de una hora treinta de viaje. Respiramos hondo,
pusimos las panzas para adentro, endurecí mis glúteos y tocamos el timbre.
Pasaron unos veinte segundos que fueron una eternidad, se podía escuchar la
música desde la calle, en eso se abrió la puerta y salió la yegua de mi cuñadita, con
su larga cabellera rubia, su figura estupenda, dos copas de champagne en cada
mano y su traje de Gatubela. La miré de arriba a abajo, lo miré al gordo que parecía
un pingüino empetrolado. Tragué saliva y le dije “Gorrrrrdo, vámonos para casa…
dejé la polenta en el fuego”.
Fin.
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