La máquina de habitar

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La máquina de habitar
Cuando Le Corbusier dijo que la vivienda debía entenderse como una máquina para habitar
no sabía el daño que estaba haciendo. Cierto es que era una persona brillante y cargada de
buenas intenciones, y muy capaz sin duda, pero con esa dichosa afirmación puso el dedo en la
llaga sobre el proceso seriado en lo que hace al diseño y producción de viviendas y con ello se
abrió un portillo, hoy de tamaño magnífico, por el que pasar los camellos de la sinrazón que
animan las características actuales de las viviendas de la mayoría de los ciudadanos.
El bueno de Le Corbusier entendía, con tan redondo aserto, que convenía aplicar las
ventajas de las entonces primerizas artes de la producción industrial a la fabricación de un
bien de factura históricamente artesana cual era la vivienda. Y eso era bueno entonces y mejor
es ahora. También quería decir que los aspectos funcionales debían de primar sobre los estrictamente ornamentales o compositivos, lo que hace al estilo. Y eso era correcto entonces y lo
es también ahora. Pero eso no es todo. Como buen suizo relojero que fue en sus comienzos
Le Corbusier era un hombre ordenado, amigo de las cosas racionales y enemigo, por estilo
jacobino, de lo razonable si con ello se abandona la pureza. Vieja pelea la que separa, a veces,
lo racional de lo razonable. Goya escribía entre sus dibujos grabados que el sueño de la razón
produce monstruos, y no iba muy descaminado en ello. Le Corbusier era un hombre racional
pero con afirmaciones como esa, carentes de toda mala intención, permitió que otros muchos
transitaran por la senda que él abría, pero lo hicieran de forma poco razonable. Para la razón
no hay cosa peor que un racionalista, porque lo perverso que tienen esas posturas es que utilizan argumentos de fe para extremar las consecuencias que se derivan de los asertos simplemente racionales de quienes fueron sus maestros. Pasa con todo, a los maestros la atención y
el respeto, de los discípulos la distancia.
El bueno del Corbu abrió un melón. Elevó a categoría dogmática, avant la lettre, lo que el
capitalismo industrial iba a procurar sin remedio en lo que hace a las características del diseño
y producción del parque residencial urbano en la ciudad capitalista. Dió la cobertura intelectual a un proceso de repetición, reducción de mínimos y vulgarización que sin duda no estaba
en su ánimo, pero que era inevitable en la lógica del beneficio que imponía el nuevo orden de
las cosas. Incluso el socialismo real dio en caer en el error por cuanto su formulación económica de origen, Lenin fecit, no era más que una versión degenerada del capitalismo de estado. Unos y otros entraron de hoz y coz, mas de coz que de hoz, en la senda del racionalismo
arquitectónico y subfamilias cercanas, minimalismo, constructivismo, etc. Pero si ese corpus
doctrinal se instala, como sucedió, en los despachos de los presidentes de las inmobiliarias y
de las constructoras pasa lo que pasó después, que se producen masivamente viviendas que
son sensu estricto máquinas donde reponer el cansancio y reproducir la fuerza de trabajo. Las
gentes comenzaron a habitar las casas y no a vivir en ellas. El racionalismo es útil porque aba-
rata, porque da más por menos. Encima, para más complicar sale Mies van der Rohe, que en el
fondo era un fascista y un cursi, y dice que “lo menos es más”, y ¡lo que le faltaba oír al capital
inmobiliario!. Sólo faltaba pintar los cubitos de blanco y quitarles molduras y aleros para que
además fueran objetos “culturalmente aceptables”.
Hoy la gran mayoría de las casas urbanas son superficies organizadas de mínimos espacios
donde en los dormitorios caben las camas justas y sólo ellas, en los aseos sucede que la contorsión es el movimiento característico, se accede por un hall (jolito, se dice) donde sólo cabe el
taquillón, se guisa en una cocina donde no cabe una mesa para comer (y si se pone es abatible)
y se vive (por decir algo) en un salón-comedor donde se pone un tresillo, una mesa de cuatro
o seis sillas y un mueble de estantería donde se pone la televisión, la vajilla, la cristalería, los
manteles y los pocos libros que se compran después de la enciclopedia para los niños. En ese
salón quien manda es la televisión, artificio mecánico que mantiene unida a la familia gracias
al rito de la contemplación simultánea de los reality-sohws. Todo se adereza, por aquello de
lo tecnológico-industrial y el deseo del mejor equipamiento maquinista, con la línea blanca
de electrodomésticos, algún vídeo, una consola de aire acondicionado y un ordenador en el
cuarto de los chicos. A partir de ahí se produce la anomia urbana, una cierta paranoia, una mala
calidad de la vida familiar, perdida de la intimidad, olvido del silencio (siempre se oye la tele
o los videojuegos del pequeño), un endeudamiento de por vida y el enriquecimiento de unos
pocos. Visto lo visto y los resultados perversos de esto del racionalismo ¡en mala hora se le
ocurrió al Corbu hablar de la puñetera máquina!. Por cierto, con esto de la vivienda mínima se
inventaron las camas turcas y se imaginan Vds. que alguien le dijera a Edipo :”¡Has mancillado
la cama turca de tu padre” !. No es serio.
Manuel Ayllón
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