Enana negra - Todosleemos

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Enana negra
Por Rip van Winkle
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Todos los derechos de la obra y usos de la misma pertenecen a
su autor quien no será hecho publico haste el momento de
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MARLEX EDITORIAL,SL
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Enana Negra
Por Rip van Winkle
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Quien es auténtico asume la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo
que es. (Jean-Paul Sartre)
A menudo, encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para
evitarlo. (Jean de la Fontaine)
La ambición suele llevar a las personas a ejecutar los menesteres más viles.
Por eso, para trepar, se adopta la misma postura que para arrastrarse. (Jonathan
Swift)
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I
Me tiemblan las manos mientras cierro la caja hermética de duraplástico de
Nolan. Percibo en la palma la vibración de los servocampos que la sellan y que sólo
se desactivarán con la clave de noventa y nueve dígitos que nadie, salvo él, conoce.
Admito que pueda existir quien piense que se trata una precaución desmesurada,
pero sin duda sería alguien que no ha degustado las criptofresas, el fruto más
extraordinario de las tres galaxias colonizadas, aunque muchos no consideran a
Sagitario y al Can Mayor verdaderas galaxias, o al menos independientes. En todo
caso, se trate de una o galaxia o de tres, nadie que haya llegado a disfrutar de su
sabor pondrá en duda el hecho de que paladear uno de estos frutos ha supuesto su
experiencia gustativa suprema.
De no ser por esas cautelosas medidas y una vez hubiera saboreado uno
solo de los frutos, no podría resistir la tentación de devorar los tres que he guardado
como pago a Nolan por prestarme su tripolarizador inverso, con el que estoy
liberando los precintos de las bolsas de feronylon reticulado que impiden que sean
pasto de los lagartos mosca, un artefacto cuya sola tenencia o uso nos podría
suponer a ambos la expulsión inmediata del centro, o algo peor.
Sólo sustraigo una de cada racimo, del interior del mismo, con buen cuidado
de seccionar el pedúnculo al ras con un bisturí láser y, tras la amputación, cubro la
cicatriz con pintura mimética. Aun así, no me cabe duda de que el hurto no le pasará
inadvertido a la directora Álexian; no obstante, confío en que esto no ocurra hasta
varios días después, cuando haya limpiado mi cuerpo de todo vestigio con arena
plax, cien veces más absorbente que el carbón activo. Tras ingerir una sola de estas
delicias, el afortunado desprende su olor durante varias horas, la piel fosforece más
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de una semana y las trazas son visibles bajo luz ultravioleta incluso dos meses más
tarde. Además, todos estos ostentosos indicios bien pudieran sobrarle a la directora,
que parece saber en todo momento quién ha cometido una infracción con apenas
mirarlo.
Paradójicamente, abundan quienes se perfuman con un sucedáneo de su olor
y se untan la piel con tintes bioluminiscentes para aparentar que han comido
criptofresas, ya que su consumo, además de un placer para los sentidos, supone un
gran alarde y una soberana ostentación de poderío económico. A decir verdad,
ninguno de los alumnos nos explicamos cómo la directora puede permitirse el lujo
de poseer media docena de estos prohibitivos arbustos, además del resto de
exóticos frutales que se cultivan en la zona restringida del huerto.
Es posible que se sienta intrigado por la profundidad de mis conocimientos
sobre el tema y se pregunte si un servidor es un experto en exobotánica o en
biomecánica celular. En realidad, adquirí todas estas nociones gracias a la
experiencia, siempre tan instructiva como desalentadora, la ocasión anterior que
probé estos codiciados frutos, el año pasado, osadía que pagué con dos semanas
de encierro en un nicho de confinamiento, vivencia que no le recomendaría a nadie y
no deseo en modo alguno repetir.
Mientras espanto a manotazos a las nubes de lagartos mosca que comienzan
a arremolinarse en torno a mí, a pesar de que los racimos apenas han estado
expuestos unos instantes, pienso en la directora, que se reserva en exclusiva la
cosecha de las seis matas; en su codicia y en cómo demonios se las apaña, tras
ingerirla ella solita, para no apestar hasta el punto de que la sigan todas las
sabandijas del planeta y para que su cuerpo no refulja como una supernova. Sin
duda se trata de otro de los misterios que rodean a Álexian, alguien que parece
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disfrutar de los dones de la omnisciencia y ubicuidad, aparte de otros que mi bisoñez
me impide apreciar.
Todavía no ha concluido de sellarse el precinto del racimo que acabo de
saquear, y ya tengo en el paladar la criptofresa, pues no podía aguantar un instante
más sin hacerlo. Al instante, percibo que la boca se me queda insensible, igual que
si me hubieran vertido en su interior metaresina; a diferencia de ocasión anterior, no
me alarmo; sé que, en cuestión de segundos, se iniciará en mi lengua una explosión
de sabor que habrá de sacudirme todo el cuerpo como los motores de un viejo
carguero rugiendo enfurecidos antes de impulsar a la nave hacia las entretelas del
hiperespacio; una experiencia sensorial de tal intensidad, que provocará que todo el
resto de golosinas que hayas probado antes se te antojen tan insípidas y poco
apetecibles como un bocado de arena plax.
Apenas comienzo a experimentar esa embriagadora sensación, debo salir de
mi éxtasis, y también a toda prisa del huerto, pues observo una bandada de pájaros
duende remontando el vuelo en ensordecedora algarabía tras los establos, señal
inequívoca de que Junus anda cerca. El jardinero parece contar con el olfato de un
sabueso, el instinto de una bruja aldelbarana y una crueldad superior a la de la
mismísima directora —él fue quien me atrapó el año pasado— por lo que corro hacia
el río como si la vida me fuera en ello, circunstancia que no descarto del todo en el
caso de que me llegaran a sorprender reincidiendo, pues a ninguno de los cadetes le
es ajeno el modo en que la directora monta en cólera cuando descubre a alguien
esquilmando su huerto.
Me agazapo tras un espeso muro de helechos chivatos con buen cuidado de
no rozar ninguno y así evitar que emitan su característico silbido, que me delataría.
Incluso desde esta distancia, distingo a uno de los pájaros duende caer a plomo
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como si se hubiera petrificado en pleno vuelo, paralizado por la ponzoña de las
espinas de rosal venenoso que Junus dispara con la cerbatana, haciendo gala de su
infalible puntería. No es de extrañar que las aves, dotadas de inquietante
inteligencia, teman al jardinero como al mismísimo diablo, prevención del todo
justificada, pues no escasean quienes piensan que quizá el lacayo de Álexian se
encuentre endemoniado, si es que no se trata del propio maligno encarnado en ese
individuo cetrino y malcarado.
Junus llega al huerto y, tras descubrir la sospechosa concentración de
lagartos mosca, comprueba el estado de los precintos de las bolsas de feronylon
mientras otea el aire ensanchando los orificios nasales como podría hacer un perro o
un sapo rastreador. Los pájaros duende, organizados en escuadrillas, le rocían con
una nube de grava. Antes de que puedan remontar el vuelo y alejarse, abate a dos
de ellos en vertiginosa sucesión.
El jardinero ha descubierto mis pisadas: su mirada se dirige hacia el punto por
donde salté la valla para huir y, acto seguido, hasta el macizo de helechos en el que
me oculto. Estoy perdido. Rezo por mi salvación, si bien mi fe resulta muy inferior a
mi desesperada necesidad de ayuda para salir de este embrollo.
Para mi pasmo, mis súplicas son atendidas y la salvación llega del cielo, no
en forma de intervención divina, sino como una bandada de aves iracundas y
taimadas, decididas a tomar venganza en la persona del jardinero.
Una nueva escuadrilla se lanza en picado sobre él. Se lleva la cerbatana a la
boca, si bien, casi de inmediato, la retira y pasa a empuñarla como si se tratase de
una espada. Los pájaros duende, en justa y perversa correspondencia, le arrojan
ramitas de rosal venenoso. Junus las desvía todas ejecutando una suerte de extraño
y relampagueante esgrima; incluso le sobra tiempo para soplar por la cerbatana y
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abatir a
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uno más. Casi me siento tentado de experimentar admiración por el
hombrecillo.
Una nueva escuadrilla se perfila sobre el soto. El jardinero arranca una de las
pequeñas ramitas del guindo de Hísbilis que Álexian hizo traer en transporte estelar
el pasado invierno. Por muy en defensa propia que esté obrando, semejante
atrevimiento le va a costar caro, y disfruto imaginando las posibles consecuencias.
Con la ramita que ase en la mano izquierda desvía las andanadas que le dirigen,
mientras que con la diestra maneja la cerbatana que certeramente va diezmando a
los atacantes.
Reparo en que me encuentro tan embelesado contemplando la contienda,
que ya casi se han diluido los efectos de la criptofresa y apenas he podido
disfrutarlos. Me observo las manos y constato que comienzan a refulgir. Me cubro la
cabeza con la unitúnica, oculto los puños cerrados en el interior de las mangas y me
arrobo de nuevo en la contemplación de la batalla, a pesar de que soy consciente de
que, si resulta vencedor el jardinero, no tendré escapatoria. No obstante, no puedo
asumir el riesgo de salir corriendo, ya que albergo la certeza de que, incluso
enfrascado en la liza con un centenar de pájaros astutos y malévolos como
pequeños diablos, hallaría la ocasión para reparar en mi huida e identificarme.
Decenas de aves caídas se amontonan en torno suyo, si bien los pájaros, con
incomprensible y nunca vista contumacia, persisten en una brega que debieran intuir
perdida de antemano. Cuando apenas restan una veintena en pie, o volando, que
sería el caso, mientras que una escuadrilla ataca en picado, un pájaro se precipita
en vuelo rasante por la espalda del jardinero e impacta, en un ataque suicida, contra
su brazo izquierdo, que cae al instante desmadejado como si le hubieran cortado los
tendones. Al comprobar el efecto, el resto le imita, pero el jardinero se defiende
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como un urtus rethuliano y, al final, acaba con el resto de los pájaros, si bien el
penúltimo de ellos atina a acertarle en la pierna izquierda, su ángulo más
desprotegido, y Junus se ve forzado a abandonar el campo de batalla arrastrándose,
victoria pírrica que celebro de todo corazón, pues me va a valer evitar verme metido
en un buen brete.
Cuando el muro del establo me protege de sus ojos de halcón, salgo
corriendo como un poseso hacia nuestra guarida, la gruta donde espera Nolan. Allí
me encuentro con mi amigo, que me aguarda devorado por la inquietud, sin duda
temiendo que haya sido capturado, y no sólo por el lógico desasosiego de
camarada, sino preocupado porque pudiera confesar el nombre de mi cómplice, a
pesar de que en la anterior ocasión no solté prenda.
A despecho de estos razonamientos, Nolan se limita a rezongar un tibio
reproche y, mientras trato de referirle la batalla aérea (o antiaérea) de la que he sido
privilegiado testigo, él se limita, apresurado, a introducir la clave de apertura de la
caja moviendo sus dedos con la intrincada agilidad de las patas de la araña. Cuando
quiero percatarme, ya se ha metido la primera criptofresa en la boca. Por el camino,
he venido dándole vueltas al modo de pedirle que compartiese uno de los frutos
conmigo, pero ahora ya tengo la certeza de que será inútil, y es bien seguro que
preferiría renunciar a todos sus juguetes tecnológicos antes que a una sola de las
criptofresas.
Escojo un par de terrones de arena plax del lecho que hemos preparado y, a
la par que los mordisqueo con asco, me desnudo y comienzo a enterrarme en él
mientras contemplo con envidia su expresión arrobada y los espasmos de placer
que lo estremecen, y me consuelo pensando que, en la anterior ocasión, fui yo quien
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devoró dos criptofresas, mientras que él no alcanzó a catarlas
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II
Al regresar a la academia, de inmediato compruebo que ocurre algo anómalo:
todo el mundo parece observarnos y nuestro paso es saludado por discretos
codazos y murmuraciones, distinción que no puede depararnos nada bueno. No
resulta agradable constatar que todos, salvo uno, están al tanto de algo que ostenta
los visos de que ha de afectarte directa y dolorosamente. Cualquiera que haya vivido
en un lugar en el que se reúnen varios miles de personas sometidas a una estricta
disciplina sabe que no hay nada peor que llamar la atención, ni sentencia más
inapelable que convertirse en
el centro de interés, en particular si no se es
consciente de haber hecho nada que lo justifique. No descarto que la directora haya
instalado algún tipo de dispositivo espía en el huerto; esto explicaría también la
rápida e inesperada irrupción del jardinero.
Nolan parece no percatarse de la inusitada curiosidad que despertamos y se
limita a requerirme, una y otra vez, que le refiera los detalles de la batalla de Junus
contra los pájaros duende. Atajo sus insistentes requerimientos y le indico que es
mejor que nos separemos, así como que, si por casualidad le interrogasen, se limite
a negarlo todo. Por supuesto, no le confieso ninguna de mis sospechas: en ese
caso, lo más probable es que se arrancara a gritar y suplicar como uno de los
llorones (así denominamos a los inquilinos del jardín de infancia) que no le dejase
sólo, y él mismo atraería sobre sí la atención que tanto nos conviene eludir. Es cierto
que elegí como cómplice a Nolan por sus habilidades técnicas, no por su sangre fría,
si bien, en ocasiones como esta, casi me arrepiento de ello.
Apenas nos hemos separado, percibo cómo una férrea mano me apresa el
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brazo. Se trata de Ramston, el maestro de esgrima, uno de los profesores más
afectos a Álexian y otro tipo inquietante donde los haya.
— ¡Maldita sea! ¿Dónde diablos estabas? Llevamos toda la tarde buscándote.
Su pregunta viene a ser en realidad una interjección, que no me molesto en
responder. Casi sin que mis pies lleguen a rozar el suelo, soy escoltado, o
remolcado, hasta el despacho de la directora. Cuando afloja la tenaza, justo en el
umbral, el contorno de sus dedazos es visible como una lividez sobre mi piel.
Álexian posee una habilidad especial para hacerte sentir, incluso cuando ha
sido ella la que te ha convocado, como es el caso, que la estás haciendo perder su
valioso tiempo. Para mi desconcierto, en esta ocasión no parece afanada en
cualesquiera que sean sus inacabables obligaciones, incluso se la diría azarada.
— No me voy a andar con rodeos. No le enviaron aquí para que le
mimásemos, sino para que hiciésemos de usted un buen soldado, o al menos un
funcionario de carrera de la república de los treinta soles. Su padre me encomendó
que, si algún día le ocurría algo, le entregase esto.
Su mano extendida sujeta una diminuta holocápsula, que retiro con dedos
temblorosos. Esta mujer, dura y fría como el ferronylon, me acaba de comunicar que
mi padre ha muerto de esta forma indirecta y brutal, pero no puedo acabar de
asumirlo; mi corazón todavía late agitado por el temor a que descubra que he robado
cuatro de sus preciadas criptofresas.
— Si lo desea, puede usar mi cabina de Schrödinger.
La directora ha abierto la puerta y me invita a pasar al cubículo suministrado
por los wendellianos (que debe su nombre a algo relacionado con el gato de un
científico de la era arcaica). En teoría, es inexpugnable ante cualquier forma de
espionaje, hasta que ellos mismos inventen un cachivache capaz de superar sus
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defensas cuánticas y todos sus clientes se vean obligados a adquirir el nuevo
modelo.
Introduzco la cápsula en el reproductor y, de inmediato, aparece la figura de
mi padre, a quien no he vuelto a ver desde que ingresé en la academia. La
proyección no es muy nítida y se reproduce interferida por bastante ruido. Incluso
así, su persona es inconfundible, y eso que aparenta encontrarse bastante más
mayor de como yo lo recuerdo. Es posible que la grabación haya llegado a través de
hiperonda codificada de baja intensidad. Se le ve manipular los controles del aparato
(es evidente que le ocurre lo mismo que a mí, que nunca he sido demasiado hábil
con la tecnología) hasta que repara en que la grabación ya está en marcha. Se
ajusta la túnica, se aclara la voz, me dirige la mirada y comienza su discurso.
— Hijo: si estás contemplando esta grabación, es porque me ha ocurrido
alguna desgracia. Es posible que esta noticia no te afecte demasiado; de hecho,
estoy seguro de que a tus ojos no he sido un buen padre. Ahora debo rogarte que
me creas: todo lo que he hecho, lo hice únicamente por tu bien. No puedo brindarte
más explicaciones, sólo que a mi lado corrías peligro. A decir verdad, lo sigues
corriendo, incluso estando a parsecs de distancia, por el mero hecho de ser mi hijo.
Sólo una cosa más: tampoco puedo revelarte la razón, pero la única persona en la
que puedes confiar es en la directora Álexian. No sé qué más decirte. Supongo que
sería demasiado pretender tu cariño, aunque puedo asegurarte que, desde que nos
dejase tu madre, has sido el único depositario del mío. Tan sólo implorarte que me
perdones, si es que puedes.
Vuelve a manipular de nuevo los controles, y la imagen se desvanece. Dos
húmedos regueros en las mejillas me confirman que estoy llorando. Llevo más de
seis años, desde que yo contaba con siete, sin mantener contacto alguno con él.
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Apenas dos días después de que falleciese mi madre en extrañas circunstancias (la
aya, que de joven había servido con una bruja aldebarana, no dejaba de repetir,
entre chillidos y sollozos, que había sido envenenada), me sacaron de la cama por la
noche y me trajeron a la academia. Entonces supuse que él, impulsado por el más
mezquino egoísmo, se deshacía de mí, y había llegado a arrinconar su recuerdo en
esa zona remota y difusa donde yacen las impresiones de la primera infancia, por lo
que me sorprende la magnitud de mi dolor y la intensidad del sentimiento de
impotencia. A veces, es preciso perder algo para llegar a ser consciente del aprecio
que inspiraba.
Quizá la razón estribe en la escueta explicación que me ha ofrecido en su
último mensaje, que ha trastocado todos mis conceptos previos y minado mis
prejuicios. Aunque, ¿quién garantiza la veracidad de sus palabras? Bien pudiera
suceder que, abochornado por su vergonzoso comportamiento con respecto a su
hijo, hubiera pretendido lavar su imagen con esta suerte de última voluntad. De lo
poco que recuerdo de mi padre, no cabe deducir que se tratara de una persona tan
retorcida como para urdir una estratagema así. De hecho, sólo conozco una persona
capaz de maquinar un plan tan vil y tortuoso, justo la persona que mi padre ha
indicado como la única en la que puedo confiar.
Mi sospecha muda de signo, y todas mis suspicacias gravitan en torno a la
directora, que parece haber llegado a límites inverosímiles para lograr que confiese
mis delitos. Aunque cualquier infamia puede esperarse tratándose de Álexian.
Vuelvo a reproducir la grabación y examino una y otra vez cada uno de los
detalles que pudieran justificar mi hipótesis: las entradas del cabello, más
pronunciadas, así como las líneas de la boca y las bolsas de los ojos; la mirada
vidriosa y la voz un tanto quebrada, incluso dubitativa. Sin duda, se trata de un
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impostor con un parecido portentoso con mi padre, o una gran labor de maquillaje.
Lo que no acaba de encajar es que la directora lo haya llevado a cabo con tanta
celeridad. Aunque bien pudiera suceder que lo hubiera previsto de antemano; en
más de una ocasión, me ha sorprendido al demostrarme que es bien capaz de
anticipar el más nimio de mis actos, y que, si no obra siempre así, no obedece a otra
causa que a la obligación de tener que ocuparse de los otros tres mil quinientos
cadetes residentes en la academia, además de los ochocientos llorones.
Cuando salgo de la cabina, lo hago dispuesto a no dejarme engatusar por la
directora, ni por sus posibles estratagemas para aprovecharse de mi supuesta
indefensión, pero lo que me encuentro supera todas mis previsiones: Álexian parece
estar llorando a moco tendido, y ahora se abalanza a abrazarme.
— Tu padre siempre quiso que mantuviera el secreto, pero ahora sería injusto
que no te confesara la verdad: él era mi hermanastro y, por tanto, somos los únicos
miembros de la familia que quedan vivos.
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III
Me lleva varios días convencerme de la sinceridad de las palabras de Álexian,
desterrar de mi cabeza que toda su conducta no obedece a una maquiavélica
urdimbre destinada a fraguar mi perdición. Incluso da la impresión de que no llega a
reparar en el robo de las criptofresas, o que, de plena intención, se empeña en
ignorarlo, ambos supuestos a cada cual más sorprendente.
No obstante y desde el primer momento, la directora se afana en
demostrarme que nuestra nueva (y presunta) relación familiar no me va a deparar
ningún trato preferente, muy al contrario. En los escasos momentos en los que no
parece dedicarse en exclusiva a vigilarme, quien merodea cerca de mí es Junus, su
fiel sabueso, que se ha recuperado con milagrosa premura de los efectos de la
ponzoña del rosal venenoso, hasta el punto de que mis antiguos compañeros
correrías traten disimuladamente de evitarme, haciéndome sentir un apestado.
En uno de mis solitarios paseos por el río, me encuentro con Ramston. A
decir verdad, el profesor de esgrima ya se hallaba allí y da la impresión de que me
estuviera aguardando. Nunca antes le he visto por el campo; a decir verdad, no
tengo constancia de que disfrute de la estancia otro lugar que no sea su área de
entrenamiento.
— ¿Aburrido?
— Pssst.
— Tú tienes buenas cualidades naturales para la esgrima, el problema es tu
actitud. Si quieres, puedo enseñarte un par de trucos que la directora no me permite
impartir en clase.
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Si su presencia ya resulta sospechosa, estos intentos de contemporizar lo son
aún más. Estoy pensando en cómo rechazar su ofrecimiento de forma cortés, sin
ofenderle demasiado, pero él se me adelanta arrojándome algo que no tardo en
identificar como una espada retráctil de hilo kelhar en cuanto arma la suya. El
intenso brillo rojizo del filamento revela que se trata de un arma de entrenamiento,
envuelta en un campo repulsor que causa que se comporte con la rigidez y la
contundencia de una vara; el azulado fulgor de la versión de combate apenas resulta
visible, y el hilo, de una sola molécula de espesor y tensado por potente un campo
axial, es capaz de seccionar cualquier materia conocida si se sabe cómo manejarla.
— ¡En guardia!
Ramston me lanza el primer mandoble deliberadamente lento. Aun así, de
forma instintiva, armo mi espada y lo bloqueo.
— ¿No quieres saber por qué siempre te derrota Ars Wilhem? Te hace algo
así, verdad.
Sin darme cuenta de cómo ha sucedido, mi arma se encuentra en el suelo,
justo igual que cuando me enfrento a Ars, el más engreído de mis compañeros de
academia.
— Su familia se pretende dar mucho ringorrango; no obstante, esta estocada
les delata, ya que siempre ha sido exclusiva de los piratas corellianos.
— Entonces, ¿cómo es que la conoce usted?
— No me hagas preguntas inconvenientes y así no tendré que mentirte.
Resulta desconcertante, pero sólo para un novato como tú; cualquier maestro,
incluso un aprendiz avanzado, sabe bloquearla. Mira, se hace así.
El universo entero parece haberse detenido, y los movimientos del arma del
viejo maestro cobran un nuevo interés. En ese preciso instante, descubro que mi
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verdadera vocación no es otra que el viejo arte del esgrima. Todos y cada uno de los
molinetes que he ensayado mecánicamente a lo largo de las horas de entrenamiento
obligatorio ahora se muestran con un sentido claro y unívoco. Me siento como un
niño que acaba de aprender a leer y encuentra plenos de significado los símbolos
que antes le resultaban incomprensibles y arcanos.
Desde entonces, dedico la mayor parte de mi tiempo libre a la espada, hasta
el punto de que mis antiguos cómplices de andanzas comienzan a sospechar que
quizá haya perdido el juicio. Cuando concluyo las clases, Ramstom siempre parece
estar esperándome. Supongo que la directora debe habérselo ordenado, más que
porque el esgrima me fuera a servir de algo si por desventura me viera en el trance
de necesitar valerme de sus artes, por el mero hecho de tenerme vigilado, ya que el
viejo profesor es el tipo más peligroso de la academia, con el permiso del viejo
Junus.
Tras la primera clase, logré derrotar a Wilhem, carente de recursos al ver
bloqueada su artera estocada. Me bastan dos semanas más para lograr medirme de
tú a tú con los alumnos de último curso, y otra adicional para que me aburra batirme
con ellos. Incluso cuando no estoy con Ramstom, me dedico a practicar una y otra
vez los movimientos que me enseña, y no ya me desprendo jamás de mi espada
kelhar, que guardo bajo la almohada al irme a acostar y se ha convertido para mí en
una suerte de talismán.
Nolan, el único de mis antiguos compinches que no me evita a todas horas,
me ha preguntado si me ocurre algo. Me he sentido tentado de contárselo todo, o al
menos confesarle la muerte de mi padre, pero al instante acuden a mi cabeza sus
últimas palabras y también desconfío de él. No veo a mi amigo como un conspirador,
al menos no intrigando contra mí, mas no ignoro que no es el mejor guardián para
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un secreto, así que concluyo que puede que sea lo mejor para todos mantenerlo en
la ignorancia.
Mientras practico con la espada de forma infatigable y obsesiva, comienzo a
alimentar un odio oscuro y virulento contra quien quiera que sea que pueda estar
tras la muerte de mi padre, y mis mandobles imaginarios ahora poseen un objetivo.
No sólo me lo arrebato a él, sino que, de algún modo, también me ha robado la
infancia y ahora me ha condenado a este aislamiento, mitad impuesto mitad
buscado, pero responsabilidad suya en último término, que amenaza con privarme
también de la adolescencia.
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IV
Si lo que pretendía el dueño del astroyate era llamar la atención, resulta
evidente que lo ha logrado. Muy pocos de los presentes hemos tenido ocasión de
contemplar una nave parecida, y, desde luego, ninguno de acceder al interior de un
vehículo semejante, mucho menos de un modelo tan lujoso y exclusivo como
aparenta ser el que tenemos delante, en su mayor parte motores y una pequeña y
afilada carlinga dorada.
A pesar de todos conocemos a la explanada situada tras el comedor como “la
dársena”, desde que ingresé en la academia nunca ha sido empleada con otro
propósito que servir de escenario a los encuentros de rocketball, y los pocos que no
somos naturales de Alfa-57 hemos llegado al planeta en un vuelo comercial o en un
carguero mixto que nos depositó en el espaciopuerto de Darf, así que la práctica
totalidad de los cadetes nos agrupamos en torno a la nave y elucubramos sobre la
posible identidad de su dueño y qué diantres puede habérsele perdido en esta
academia dejada de la mano de Dios y ubicada en un planeta semidesértico.
Cuando se abre la puerta y se extiende la rampa de descenso, todos
contenemos la respiración, expectantes; incluso desde la distancia a la que nos
encontramos, resulta perceptible el rumor del servocampo que la acciona, tal es el
silencio en el que nos sumimos. Tras unos interminables segundos, hacen su
aparición los pasajeros, que nos defraudan: en primer lugar, una mujer ataviada con
un traje de escultopástico, ajustado como una segunda piel, que deja ondear una
larga cabellera de color púrpura brillante, a juego con las pupilas y los labios, que
desata una andanada de silbidos y procacidades apenas murmuradas entre los
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alumnos de más edad. Tras ella, con aspecto servil, un höleniano de tres metros de
estatura, una auténtica montaña semoviente de músculo, de cuya mano parte una
docena de hilos kelhar, tensados por sendos perros flecha, relucientes de fuerza y
velocidad contenidas, sin que la tarea de gobernar a la jauría aparente suponerle el
más mínimo esfuerzo.
Asisto a la escena tan embobado como el resto, embelesado por la vista de
las sensuales y opulentas formas de la mujer. Hubiera podido permanecer así toda
la tarde, o al menos hasta que la ella desapareciera de mi vista, pero Junus me saca
de mi arrobo tirando de mi brazo con energía.
— La directora quiere que me sigas.
Hago lo que me indica; en lugar de dirigirnos al edificio principal, como hacen
los visitantes, rodeados por una multitud curiosa y avizor, nos encaminamos hacia
los establos. El jardinero se vuelve y observa a los recién llegados con ira fulgurante
en la mirada; no resulta difícil adivinar la causa: los macizos de petunias, que con
tanto mimo cuida, han sido calcinados por los chorros de plasma de los motores
durante el aterrizaje.
Al fondo del pesebre ocupado por el pegaso roweliano de Álexian, que se
muestra desconcertantemente dócil ante nuestro paso, Junus abre una compuerta
oculta que da entrada a una especie de bodega y, tras indicarme que acceda a ella,
la cierra sobre mí. Apenas se marcha, la empujo con todas mis fuerzas, pero se
encuentra sellada. Aunque no fuera así, tampoco me serviría de mucho, pues todos
conocemos las malas pulgas que se gasta la montura de la directora, y es más que
seguro que el animal me despedazara si intentase pasar a su lado sin ir
acompañado por el jardinero.
Palpando las paredes y el suelo, encuentro una linterna de mano, con la que
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exploro el interior, unos pocos metros de galerías con un habitáculo central algo más
ancho. En un nicho de la pared, descubro una caja estanca con píldoras energéticas
y un objeto de veras extraordinario: un libro compuesto por hojas de papel. Lo abro
al azar y veo que se trata de versos:
Through all their labyrinths; and let the maid
Blush keenly, as with some warm kiss surpris’d.
Están escritos en un lenguaje arcaico, del que apenas poseo unos pequeños
rudimentos gracias a la clase de lenguas muertas del profesor Dwelj. Me meto en la
boca una de las píldoras, pues ya es casi la hora de la cena, que temo me voy a
saltar, y mato el rato dedicándome a intentar desentrañar el significado de las
páginas amarillentas.
Mientras que paso las frágiles hojas y sus palabras desfilan ante mis ojos casi
sin sentido, pienso en la mujer extraña y hermosa, y en la más que posible relación
entre su llegada y mi confinamiento en este sótano lóbrego y húmedo, y si quizá tuvo
algo que ver con la muerte de mi padre.
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V
Me he debido quedar dormido. Al despertarme, lo hago con la sensación de
estar acechado por un peligro inminente. Apago la linterna. Un sonido sofocado,
como si alguien rascara el suelo sobre mi cabeza, confirma mi sospecha. Trato en
vano de percibir el golpeteo de los cascos del pegaso. Me parapeto en un recodo
del corredor y extraigo del bolsillo la espada de entrenamiento, cuyo tacto familiar
me infunde una ínfima ilusión de seguridad, por más que soy consciente que no
servirá de mucho frente al desconocido e inquietante merodeador, si es que ha sido
capaz de acabar con el fiero animal que reposaba sobre el escondrijo.
Una ligera disminución de la densidad de la oscuridad reinante, así como un
incremento en el volumen de los rumores nocturnos,
me confirman que la
compuerta se ha abierto. Quien quiera que sea, se trata de alguien de veras sigiloso,
pues incluso concentrándome para eliminar el ruido ambiente, tal como nos enseñó
la profesora Tirsch, apenas soy capaz de distinguir el leve sonido de la arcilla al
comprimirse. Los casi imperceptibles pasos se repiten en una sucesión rápida y
armónica, como si se tratara de un decápodo de Cygnus. Temo que el cauto intruso
perciba mis agitados latidos y me aprieto más contra la pared.
Cuando los ínfimos crujidos me indican que se encuentra justo tras el recodo,
con un solo movimiento armo la espada y lanzo el primer mandoble de revés, pero,
lejos de impactar contra un cuerpo sorprendido y causarle una buena magulladura,
atraviesa limpiamente el aire hasta chocar con la pared, de la que levanta algunas
esquirlas. El mortecino resplandor rojizo del hilo kelhar me basta para distinguir la
causa del error: el intruso es un dracónido que avanza a cuatro patas. De inmediato,
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intenta lanzarme una dentellada a la pierna, pero bloqueo el ataque con la espada y
puedo escuchar el crujido de sus dientes al topar con el filamento irrompible. Con
uno de los movimientos que me enseño Ramstom, extraigo en vertical el arma de
sus fauces y golpeo con todas mis fuerzas sobre su cabeza, procurando hacerlo
sobre el ojo y evitar la gruesa cresta coriácea que la corona y protege.
— ¡Zwigg!
Los dracónidos son una de las pocas especies híbridas, mezcla de genes
humanos con los de una especie autóctona, antes de que el concilio de Arturo
prohibiera esa clase de experimentos genéticos, y son capaces de farfullar el idioma
estelar estándar, así como de comunicarse con la suerte de silbidos y chasquidos
que dan en llamar lenguaje en su planeta de origen.
— ¡Swearg!
La respuesta, desde el fondo del corredor, confirma
que al menos otro
dracónido más acecha en la bodega. Entonces recuerdo que estas criaturas están
habituadas a vivir entre oscuras galerías y corredores, enciendo la linterna y dirijo el
haz a sus ojos. Aprovechando el instante que se encuentra cegado, lo golpeo de
nuevo, esta vez bajo la mandíbula, salto encima de él, procurando sumar la fuerza
de mis piernas al impacto de la caída, y parto a la carrera, tratando de ganar la
entrada de la bodega antes que su compañero, si bien, al llegar al siguiente cruce,
percibo un dolor lacerante en el brazo izquierdo y noto como la linterna se me
escapa de la mano, inmovilizada por la neurotoxina que contiene la saliva del
híbrido. Incluso así, aferro su cuello con la diestra, cargo con todo mi peso contra la
pared, estrujando al atacante, y después, al quedar boca arriba, desprotegiendo su
zona más vulnerable, planto un pie sobre la parte inferior del cuello del dracónido y
pateo repetidamente con el otro su abdomen mientras que la criatura chilla y se
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retuerce.
Un gruñido furioso, a mis espaldas, me anuncia que la otra bestia viene en
auxilio de esta, por lo que me apresuro hacia la salida con la esperanza de ganarla
primero, ser capaz de dar con el mecanismo que bloquea la compuerta y dejarles
encerrados. Un rectángulo de claridad sobre el suelo anuncia su inminencia. Apenas
asomo mi cabeza por la trampilla, observo el cuerpo inerte del pegaso. Apoyando un
pie sobre él, en una actitud un tanto chulesca mientras me apunta con algo, la mujer
del pelo púrpura sonríe.
Y después sólo negrura.
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VI
— Ya ha despertado.
La voz profunda y cavernosa del höleniano impresiona incluso más que su
inmensa presencia. Me encuentro en un espacio reducido y asfixiante a causa del
volumen ocupado por el coloso y la docena de jaulas que alojan a los perros flecha.
La mujer del pelo púrpura se abre paso en este zoco abigarrado con serpenteante
agilidad,
— ¿Quién es usted?
— Soy la baronesa Kwreak, pero también me puedes llamar ama si lo
prefieres.
Una risa demencial y extemporánea secunda sus palabras. A pesar de su
belleza y su aspecto juvenil, su voz resuena angulosa y quebrada, casi como la de
una anciana. Su boca abierta me permite reparar en que sus dientes se encuentran
ligeramente afilados, un toque de cosmética exótica que le confiere un aspecto
desasosegante y un cierto aire de peligro.
Estoy tumbado sobre una especie de camilla poco más ancha que una tabla,
y algo, casi seguro un campo tubular, aferra mis tobillos y mis muñecas. La mujer se
sienta a horcajadas sobre mí, y su contacto resulta inquietante y turbador. El
contraste del brillante púrpura de su cabello, sus ojos y sus labios, con el tono
trigueño de su piel, imposiblemente tersa y sin la más ínfima imperfección, resulta
cautivador, con esa belleza extraña y llamativa de las especies venenosas. Sonríe
de nuevo y se acaricia los dientes afilados con la punta de la lengua. Un escalofrío
me estremece, y percibo cómo se me eriza el vello de los brazos.
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— Has sido un niño muy malo, ¿sabes? Has hecho mucho daño a mis dos
lagartitos, y ahora tengo que tenerlos encerrados para evitar que te coman. Sería
una lástima que un niño tan guapo fuera devorado por unos bichos tan asquerosos,
¿verdad?
La baronesa ha cambiado el traje de escultoplástico por una túnica casi
transparente, que evidencia lo innecesarios que resultaban los campos moldeadores
de su anterior indumentaria. Toda su piel parece emanar un aroma casi tan
embriagador como el de las criptofresas, sin duda fruto de alguna prohibitiva
manipulación genética. Ella es consciente de esta particularidad y se aproxima más
para que me alcance su fragancia con toda plenitud.
— Huelo bien, ¿a que sí?
Esta extraña mujer, que tiene por costumbre acabar todas sus frases con una
pregunta, sin duda es sagaz; más me vale andarme con cuidado.
— Pues mi boca es mucho mejor. Han sido muchos los hombres que han
llegado a matar por ella, ¿te gustaría probarla?
Saca una lengua exageradamente larga y su punta recorre el perfil de mi
nariz. El contacto de su saliva, a buen seguro también manipulada, me causa una
desconcertante y placentera quemazón. Si esta mujer se empeña, resultará difícil en
extremo sustraerse a sus encantos, por lo que trato de pensar en otra cosa e ignorar
su presencia.
— Usted mató a mi padre.
— Así que era tu padre, ¿eh?
Me maldigo por mi torpeza. La baronesa se incorpora. Parece evidente que
ya ha obtenido de mí cuanto pretendía, pues abandona la pose de seductora y se
limita a manifestar desinterés.
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— Tenemos una comunicación de hiperonda codificada, ama —atruena de
nuevo la voz del höleniano.
— ¿Quién es?
— Su nieto, ama.
— Está bien, actívala.
La proyección holográfica muestra un rostro que incluso yo reconozco: el de
Mephistos, presidente de una de las seis grandes corporaciones, KERUK, uno de los
hombres más poderosos de las tres galaxias.
— ¿Lo tienes?
— Por supuesto. No soy como esos inútiles tuyos, incapaces de ganarse el
mísero sueldo que les pagas, ¿acaso lo dudabas?
— Eres la mejor, abuela, no sabría cómo agradecértelo.
— Siempre hay una forma de demostrar gratitud, ¿verdad?
— No creo que estés pensando en otro tratamiento. Ya te has gastado con
los lorelianos el producto de varios planetas. Debí comprar su compañía cuando
tuve ocasión.
— Mi cargamento vale una galaxia. Y estoy seguro de que encontraría quien
me ofreciera los siete planetas lorelianos a cambio.
— Está bien abuela, ya sabes que no puedo negarte nada.
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VII
Llevamos casi tres días navegando, o al menos las luces se han apagado dos
veces para dormir. El disco solar apenas aparenta ser mayor que una canica, prueba
inequívoca de la formidable potencia del astroyate, y temo que en cualquier
momento nos alejemos lo bastante de su influencia gravitatoria como para dar el
salto al hiperespacio. Desde entonces, no me han liberado de mis ligaduras, y me
encuentro sondado, inmovilizado y comenzando a experimentar un entumecimiento
bastante desagradable.
Muy a mi pesar, no soy capaz de quitarle ojo a la baronesa, cuya presencia
me fascina y me repele por igual. Esa mujer, que apenas aparenta contar con unos
pocos años más que yo, es la abuela de un hombre de la edad del viejo profesor de
esgrima. Además, ha sido la causante de la muerte de mi padre, o colabora con
quien la ordenó. Pero no puedo dejar de contemplar, siempre que tengo ocasión, la
perfección casi geométrica de cada una de sus curvas y embriagarme con su
perfume, que comienza a impregnar todo el interior de la nave, por encima del hedor
de los perros flecha y los dracónidos.
El curso pasado, Nolan me implantó un biotransceptor, una intervención
bastante desagradable a través de un orificio nasal. Se lo pedí para hacer trampas
en los exámenes, en especial con la paleoética de la señorita Zwilin, cuya
interminable sucesión de fechas, lugares e hitos me resultaba intolerable. Admito
que también lo empleé para llevar a cabo alguna pequeña travesura, como enviar
una apasionada carta de amor dirigida a la misma señorita Zwilin con la identidad del
profesor Dwelj. También hice lo propio con Junus y Álexian, pero la directora se lo
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olió de inmediato y nos hizo examinar a los cadetes más conflictivos con un scanner.
Por fortuna, el dispositivo de Nolan se puede desconectar a voluntad y está
elaborado por completo con materia orgánica, por lo que resulta indetectable, al
menos con los austeros medios de la academia, si bien el susto me bastó para
convencerme de la conveniencia de reducir su uso al mínimo indispensable.
Desde que fui capturado, no he cesado de lamentar lo breve de mis
habilidades tecnológicas, ni de envidiar la destreza de Nolan. A pesar de que los
sistemas de la nave son un tanto anticuados (a la baronesa debe agradarle el toque
de distinción que otorga un modelo clásico) todavía no he dado con la contraseña
que libera mis ligaduras, ni siquiera he logrado superar la clave que garantiza el
acceso al menú principal de la nave.
Por todo lo anterior, no es de extrañar que reciba con alborozo el mensaje de
Nolan, una breve nota de texto en multidifusión cifrada con nuestra clave habitual, en
la que me dice que, si mi desaparición es fruto de una broma, ya ha pasado de
castaño oscuro, que toda la academia se encuentra revolucionada y que han
registrado hasta el último recoveco buscándome. Por fortuna, el acceso al
transmisor de hiperonda no se encuentra restringido, y la recepción del mensaje
anterior me ha enseñado el modo de acceder a él, así que redacto una escueta nota
de respuesta, en la que le pongo al corriente de mi situación y le pido que se la
transmita de inmediato a la directora, así como que me libere cuanto antes de los
campos que me inmovilizan.
El infortunio ha debido determinar que Nolan atienda a mis peticiones en el
orden en el que las formulé, ya que ha transcurrido más de media hora desde que le
respondí, aún permanezco sujeto y no responde a las sucesivas y apremiantes
notas que le remito. La baronesa se despertó hace unos cinco minutos, y una
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actividad febril se desarrolla en la cabina, por lo que temo que en cualquier instante
nos adentremos en el hiperespacio. Entonces siento desaparecer el cosquilleo en
mis miembros, a la par que un tono de alta frecuencia hace enloquecer a los perros
flecha, causando que vuelquen sus jaulas y el interior de la nave se convierta en
algo todavía más caótico: una magnífica maniobra de distracción, gentileza de mi
camarada de andanzas.
Me arranco la sonda, me apresuro hacia la cápsula salvavidas y pulso el
interruptor de eyección, sin duda demasiado tarde, porque, antes de que esta se
separe del astroyate, tengo ocasión de percibir el tirón del salto y esa náusea
inconfundible que se experimenta al atravesar una singularidad del espaciotiempo.
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VIII
Me encuentro perdido y a la deriva. El hecho de que me separase de la nave
en el preciso instante en el que esta se adentraba en el hiperespacio determina que
mi posición constituya una incógnita absoluta, de modo que de igual manera podría
haber ido a parar a apenas unos miles de kilómetros del punto de salto que a
millares de parsecs, incluso a otra galaxia. El paisaje estelar me resulta
desconocido, pero la astronomía nunca fue mi fuerte, por lo que esta circunstancia
no supone un indicio demasiado concluyente.
La cápsula es reducida, dudo que el coloso höleniano hubiera cabido a través
de la estrecha compuerta por la que se accede a ella, y el interior completamente
ascético, sin ningún dispositivo de navegación, y mucho menos un transmisor de
hiperonda. Apenas cuenta con una anticuada radio baliza, un modelo vetusto que
dejó de fabricarse hace más de un siglo, nada a lo que pueda conectarme con mi
biotransceptor. Está alimentada por una pila mesónica que podría mantenerla en
funcionamiento durante miles de años, por lo que la banda en la que emite se
convirtió en una auténtica jaula de grillos y hace lustros que no la explora nadie.
Llevo mucho tiempo en la cápsula, o al menos se me ha hecho interminable.
La ausencia de un reloj, así como de la rotación planetaria que marque el ritmo de
días y noches, me impide saber cuánto en concreto. El reciclador parece funcionar a
la perfección, así que no debo preocuparme, de momento, por la posibilidad morir de
asfixia, sed o inanición, por más que me repela el conocimiento de que estoy
comiendo, bebiendo y respirando mis propios deshechos. Quizás constituya mi
estrella perecer de viejo, o de mero aburrimiento, en esta reducida cápsula, a la
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deriva en medio de ninguna parte. Ante tamaña perspectiva, incluso el destino que
me pudiera haber deparado mi taimada captora parece preferible.
Sin nada en lo que invertir el tiempo, este se antoja un océano colosal e
inabarcable, y el hecho de reflexionar sin descanso sobre esta situación no
contribuye a hacerla más llevadera. Si al menos contase con mi espada kelhar,
podría practicar con ella. Entretengo algunas horas fingiendo que entreno simulando
los movimientos con las manos desnudas, pero no es lo mismo. La ausencia de la
pseudoinercia de la hoja, pero sobre todo de la particular vibración que transmitía la
empuñadura, determinan que la práctica del esgrima se convierta en una suerte de
absurda danza. Ante todo, me dedico a pensar qué puede pretender de mí KERUK,
la archipoderosa compañía, y cómo es que alguien como yo, un pobre muchacho
díscolo y entrometido, sin otra habilidad conocida que la de buscarse problemas,
puede suscitar semejante interés de gente tan poderosa. Sin duda debe tratarse de
algún asunto relacionado con mi padre, otra más de las incógnitas cuya ausencia me
roba la posibilidad de despejar.
Me encuentro durmiendo, cuando la inercia me lanza contra la pared de la
cápsula, prueba inequívoca de que esta ha sido capturada por una nave, ya que, si
hubiera impactado contra algo, ahora no lo estaría contando. Con desesperada
premura, busco en el interior algo que pueda ser empleado como arma, mientras me
maldigo por todo el tiempo malgastado, que podía haber empleado en improvisar
alguna. Tiro con todas mis fuerzas de los pocos salientes que encuentro en el
espartano habitáculo con la esperanza de que alguno llegue a desprenderse, pero la
cápsula está fabricada a conciencia y nada se mueve de su sitio.
Afuera, alguien se afana en torno a la cápsula, y percibo las sacudidas al ser
trasladada a otro lado, en apariencia mediante un campo tractor, si bien manejado
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con notable desidia o impericia, así como el nada suave impacto cuando, por fin, es
depositada en lugar firme. Aunque dudo largo rato sobre la conveniencia de hacerlo,
al final acabo golpeando las paredes para indicar mi presencia, si bien mis puños
desnudos no resuenan demasiado sobre la superficie de duraplástico y dudo si
podrán ser percibidos desde el exterior.
Entonces se abre paso en mi cabeza otra posibilidad, aún más absurda e
inquietante: que mi presencia sea ignorada y acabe atrapado y olvidado por siempre
jamás en el reducido interior, apenas separado por un par de palmos de recias
paredes de la salvación. O quién sabe si me aguarda algo mucho peor que este
encierro.
Los segundos que transcurren hasta que se abre la escotilla, se extienden
interminables, como días condensados. La espera casi logra tornar apetecible el
tedio y la desesperanza de los días previos. Me siento devorado por la incertidumbre
de si veré aparecer por ella una cara amiga o el rostro tan bello como perverso de la
baronesa.
Al final, no ocurre ni
una cosa ni otra, y las facciones extremadamente
pálidas, el cabello albino y los ojos rojizos me confirman que su dueño es un gipsian:
un chamarilero estelar.
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IX
Reconozco que me equivocaba: sí existe quien se dedique a buscar las
frecuencias de las radio balizas: los gipsians, que viven de comerciar con chatarra.
Según las leyes no escritas del espacio, que ni siquiera la república o la
temible monarquía neolaconia se atreven a cuestionar, me he convertido en un
botín. A decir verdad, mis rescatadores se sintieron profundamente defraudados por
no encontrar más que una diminuta cápsula de supervivencia en lugar de los restos
de un naufragio estelar, y me lo hacen pagar reduciéndome a algo que se encuentra
bastantes peldaños por debajo de lo que podría ser un criado, en particular Mara, la
hija del patrón del chatarrero, que parece no poseer otra ambición ni otro asunto en
mente que a evitar que un servidor pueda descansar un solo segundo del día, con la
excepción de las pocas horas que me permiten dormir.
Mara debe contar más o menos con mi edad y, a su particular modo, con esa
piel y ese pelo tan claros, también resulta bastante hermosa. No posee la
alambicada y artificial perfección de la baronesa, y, por supuesto, su cuerpo es
longilíneo y delgaducho, propio de la adolescencia y muy diferente de las
voluptuosas curvas de mi secuestradora, pero a menudo me sorprendo
observándola de reojo. Cuando es ella la que me descubre en esta tesitura, me
castiga encomendándome los trabajos más duros, como recoger a mano los
pequeños fragmentos que se escapan de los campos tractores al trasladar la
ferralla.
La nave chatarrera es en realidad un viejo carguero, de varios centenares de
metros de largo, sembrado de agujeros y remiendos, reconvertido para su actual
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uso por el simple procedimiento de colmarlo hasta la bandera de cuantos
desperdicios pueden encontrarse flotando por el espacio. La tripulación la integran
unas cuarenta personas; no me lleva demasiado tiempo percatarme de que todo el
mundo es padre, primo o cónyuge de algún otro miembro, de forma que, a
excepción mía, la marinería compone una extraña y abigarrada familia, algo que, por
lo poco que he oído, debe resultar bastante común en el gremio.
Aparte del estelar estándar, los gipsians hablan otro idioma incomprensible
que no parece mantener raíz común alguna con la lengua universal, en particular
cuando se percatan que yo ando cerca, y del cual apenas he logrado desentrañar,
por el contexto, el significado de alguna palabra suelta. Además de este detalle, he
observado que se muestran tan extremadamente cautos y reservados cuando se
encuentran en presencia de extraños, como alegres y extrovertidos cuando están
convencidos que nadie los observa, por lo que procuro desplazarme del modo más
silencioso y apostarme en rincones oscuros para espiarlos furtivamente.
Aunque la iluminación global de la chatarrería ambulante se apaga y enciende
con ciclos de veinticuatro horas normalizadas, como las de cualquier carguero, los
gipsians gustan de quedarse hasta mucho más allá de la llamada a descanso
cantando y bailando a la luz de faroles de mano, y, muchas veces, me pregunto si
no aguardan a propósito que llegue la hora de retirarse para comenzar la fiesta.
Cuando les corresponde levantarse, se demoran y remolonean hasta que Airx, el
patrón, les conmina a hacerlo, por lo común a grandes voces y en ocasiones a
patadas. A pesar de que a cambio suele recibir lo que interpreto deben ser los
insultos más descarados, pues apenas entiendo los más obvios, nadie parece
rebelarse en serio a sus órdenes.
También he podido comprobar que, con la excepción que supone el rango del
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patrón, el conjunto de la tripulación constituye algo parecido a una comuna en la que
no existen distinciones individuales ni propiedad privada; incluso los objetos más
personales, como la ropa de las mujeres o la bisutería con la que les gusta adornar
su pelo, pasa sin reparos de unos a otros. No obstante, llegan a las manos con
facilidad por la menor insignificancia, en particular a causa de los juegos de azar, a
los que son en extremo aficionados a pesar de que no cruzan apuestas, y no es raro
que se precise la intervención del Airx para acabar con alguna de estas acaloradas
disputas.
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X
La sacudida hace estremecerse al carguero. Los cúmulos de chatarra se
desmoronan como castillos de arena, y los restos de naves se abalanzan en todas
las direcciones, semejando una estampida de mastobúfalos, mientras que los
fragmentos más pequeños vuelan como metralla. Por todos lados oigo gritos, que no
alcanzo a comprender, así como una frenética actividad de hombres corriendo y
niños buscando refugio.
Mara se ha quedado petrificada contemplando cómo una inmensa pila se
balancea una y otra vez, dubitativa, sin terminar de desmoronarse sobre ella. No sé
por qué lo hago: ella se ha mostrado siempre soberbia y displicente conmigo,
cuando no una perversa tirana, pero corro hacia ella y la arrastro hacia la escotilla de
un herrumbroso tanque minero, cuya solidez quizás pueda soportar la furia del
derrumbe.
Apenas son cuatro o cinco segundos; los impactos repiquetean sobre el
blindaje del tanque como una colosal granizada, y el estruendo amenaza con
hacernos explotar los oídos. Por algunos lugares revienta el armazón, y la zona de la
escotilla resulta aplastada, si bien, de forma milagrosa, ambos nos encontramos
indemnes, aunque atrapados bajo una colosal montaña de chatarra. La oscuridad es
casi total, y percibo cómo Mara se arrastra hacia donde yo he ido a parar y, tras
abrazarse a mí, rompe a llorar. Sin duda, yo me encuentro tan acongojado y
dominado por el pánico como ella, pero el hecho de que se muestre tan dependiente
de mí me fuerza a reaccionar y a que intente tomar las riendas de la situación.
Siempre llevo una linterna en el bolsillo; en buena parte, mi trabajo consiste
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en adentrarme por los recovecos más sucios y oscuros. Bajo su estrecho haz,
registro el interior, donde tengo la suerte de encontrar una barrena de neutrinos cuya
carga se encuentra casi a la mitad, un utensilio común en cualquier maquinaria
minera por si se viera sorprendida por un derrumbamiento, y que ahora puede
salvarnos la vida.
El retroceso de la primera descarga me tumba, y el haz se desvía hacia
arriba, causando que la mole de chatarra que nos sepulta hunda parte del techo.
Reviso de nuevo la herramienta con la linterna hasta que encuentro el selector de
potencia y lo sitúo al mínimo. Con sumo cuidado, ya que temo que mi intervención,
antes que proporcionarnos una salida, pueda acelerar nuestro fin, procedo a
elaborar un túnel. Al principio demuelo a ciegas, si bien cada hueco realizado en la
chatarra es secundado por una avalancha que lo colma de nuevo. No tardo en dar
con el método perfecto, consistente avanzar a rastras y en eliminar sólo aquellos
obstáculos que impidan el paso, con buen cuidado de hacerlo en zigzag para evitar
que se debilite en exceso una zona y cause un nuevo desmoronamiento que nos
aplaste.
Nos lleva más de media hora escapar del derrumbe. Al salir, nos encontramos
en medio de una batalla campal. El chatarrero ha sido abordado por piratas
corellianos y, a pesar de que los gipsians se baten con bravura, sus armas cortas no
sirven de mucho frente a la tanqueta de asalto desde la que disparan los invasores.
Incluso así, los gipsians no ofrecen un blanco fijo y se limitan a escurrirse entre la
chatarra, de la que surgen sólo para hacer fuego cuando descubren algún blanco
fácil, por lo que la contienda se intuye desigual, mas no sencilla para los piratas.
Dejo a Mara oculta entre la chatarra y me voy aproximando a rastras hacia la
zona que sobrevuela la tanqueta. Me aposto en un lugar en el que puedo apoyar la
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barrena para hacer puntería y aguardo hasta que la tanqueta se pone a mi alcance,
pero el impacto apenas causa que el vehículo trastabille un tanto ¡Maldita sea, el
selector de potencia todavía permanece al mínimo!
Los piratas han identificado el origen del disparo y se dirigen hacia donde
estoy. Imitando a los Gipsians, me escurro dentro del montón de chatarra y trato de
separarme cuanto puedo de la zona, que ahora está siendo barrida por haces de
láser y andanadas de campos pulsantes, que provocan nuevos derrumbes en las
pilas de chatarra. Ajusto la potencia al máximo y compruebo el indicador de carga,
en el que parpadea una luz roja. Apenas restará energía para una descarga, si es
que alcanza, por lo que me ubico en una profunda grieta y aguardo hasta que puedo
hacer un blanco perfecto. Tras pulsar el disparador, uno de los dos motores de la
tanqueta queda reducido a una nube de polvo, y esta cae sin control, describiendo
una trayectoria helicoidal, a la par que la barrena se desconecta con una débil
sacudida, indicando que se ha agotado su carga.
Un rugido unánime de júbilo surge de la chatarra, y todos los gipsians,
mujeres incluidas, se abalanzan sobre la tanqueta, de la que huyen al menos una
cincuentena de piratas, antes de los defensores tengan tiempo de rodearles.
Dos de ellos tratan de escapar hacia donde yo estoy. El que se encuentra
más rezagado, cae abatido por un certero disparo de uno de sus perseguidores; el
segundo lo hace a causa del impacto de la barra de duraplástico que empuño, y
queda inconsciente. Le arrebato un arma corta, que no sé cómo usar, un escudo de
fuerza de medio cuerpo, que me fijo al antebrazo izquierdo, y una espada de hilo
kelhar. La armo, y el fulgor púrpura desvela que se trata de un arma aturdidora,
empleada para hacer cautivos, y cuyo mero contacto causa que el alcanzado se
desmadeje al instante como un pelele, algo inmejorable para luchar cuerpo a cuerpo.
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Los piratas se retiran, duramente batidos por los gipsians, varios de los cuales
me han imitado y encontrado entre la chatarra herramientas que pueden ser
empleadas como armas, por lo que ahora castigan a los asaltantes con chorros de
turbosopletes y haces de taladros láser. Me planto en el punto más estrecho del
corredor que deben atravesar, agazapado tras el escudo de modo que me cubra por
completo, y aguardo a que lleguen a mi altura. Entonces, armo la espada, libero un
alarido y me lanzo sobre ellos. El primero sonríe al verse enfrentado a un muchacho
y arma su espada. No le da tiempo a borrar la maldita sonrisa de la cara cuando,
tras lanzar su característica estocada, la bloqueo con la defensa que me enseñó
Ramston y lo hago caer con un pequeño toque en la muñeca que empuña el arma. A
mi lado comienzan a volar proyectiles de plasma y las esquirlas que estos arrancan
de la chatarra. Me agazapo de nuevo tras el escudo, hasta que uno pretende pasar
junto a mí; armo un instante la espada, le derribo y vuelvo a resguardarme, hecho un
ovillo, al amparo del campo de fuerza, rezando para que la batería aguante y no me
deje al descubierto.
Los asaltantes dudan y se detienen, malgastando un tiempo precioso. Trato
de hacer fuego con el arma corta, pero debe de estar provista de algún seguro que
no sé cómo liberar. Algunos de ellos pretenden escapar en dirección contraria, pero
el que parece liderarlos, les grita y les azuza con un látigo neuronal. Las descargas
con las que les obsequian los gipsians, que cada vez se aproximan más, también
contribuyen a convencerles de que la mejor ruta pasa justo por donde yo estoy, por
lo que el fuego de sus armas cortas se concentra en dicha zona.
El suelo humea a mi alrededor y comienza a desprender un calor que ya
traspasa la suela de mis botas y a duras penas logro aguantar. Animados por el
látigo, dos de los piratas trepan por la chatarra, y otros dos más se dirigen directos a
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mí. Mientras que trato de vigilar a los de arriba por el rabillo del ojo, aguardo hasta
que tengo a los otros justo encima y, con sendos mandobles, abato a ambos.
Y la batalla concluye para mí.
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XI
Me encuentro de nuevo amarrado. Hace mucho calor, y me muero de sed. A
mi lado hay tres jóvenes gipsian, también inmovilizados, y una anciana que atiende a
uno de ellos, en apariencia malherido. Se trata de la vieja Roa, tía abuela de Mara.
Al percatarse de que he recobrado el conocimiento, la mujer me ofrece un poco de
agua: caliente, turbia y con sabor a óxido, pero que bebo hasta los posos.
— ¿Dónde estamos?
— En la nave corelliana.
— ¿Capturaron la nave chatarrera?
— No, gracias a ti. Te has comportado como un verdadero gipsian: primero,
salvando a Mara; después, derribando la tanqueta y, por último, cerrándoles el paso.
Sin duda mereces más que de sobra ser uno de los nuestros.
— Pero, ¿cómo puede usted saber todo esto?
— Mara lo vio.
— ¿Han cogido también a Mara?
— No, alabada sea la gran sabiduría, no tuvieron esa suerte.
— Entonces, ¿tuvo ocasión de hablar con ella?
— Las gipsians no necesitamos hablar para estar en contacto. Por cierto,
Mara me pide que te dé las gracias en su nombre.
— ¿Poseen ustedes telepatía?
— Las gipsians somos capaces de ver el pozo de la gran sabiduría; no
obstante, a diferencia de las brujas adelbaranas, sabemos mantenernos al borde y
no caer en él. Las brujas creen beber de la gran sabiduría cuando, en realidad, se
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ahogan en ella.
La mujer parece hablar completamente en serio y no se me ocurre dudar de
ella. En sus ojos brilla una gran inteligencia, y da la impresión de ser muy mayor.
Quizás demasiado para el parentesco que mantiene con Mara, pero los gipsians son
gente extraña de costumbres aún más extrañas.
— ¿Sabe usted qué van a hacernos?
— Por nosotros cuatro pedirán un rescate; todo el mundo sabe que los
gipsians no abandonan a la familia. A ti piensan venderte en el mercado de esclavos
de Ahrkram. Pero no te preocupes: ya perteneces al clan y no nos vamos a olvidar
de ti.
— Gracias, Roa.
— Tía Roa, ahora ya eres de la familia.
— Gracias, tía Roa.
Enana negra
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XII
— Así que este es el mocoso que nos ha causado tantos problemas.
El que habla así es el hombre que parecía liderar a los piratas y los
aguijoneaba con el látigo neuronal. El que lo acompaña, que luce la banda de
contramaestre, arma el suyo y me golpea con él.
— ¡Responde cuando te hable el capitán Skrabss!
El hombro desnudo me arde como si me hubieran arrancado una buena
tajada de carne. Sin embargo, la vista me indica que permanece intacto.
— Tú no eres un gipsian, ¿por qué lo hiciste?
— Ellos me rescataron de un naufragio, se lo debía.
— Loable, pero estúpido. Si te salvaron, sin duda fue por quedarse con el
cascarón en que te encontraron. Solo los corellianos somos más codiciosos que los
gipsians.
— Él es de los nuestros —interviene la tía Roa.
— ¡Tú calla, vieja bruja! — tercia el contramaestre y rubrica sus palabras con
un latigazo.
— Voy a ser sincero: me impresionó la forma en la que peleaste. Ellos
pretenden engañarte, yo no. Ellos te quieren ganar para su causa, yo comprarte
para la mía. Nada te debo, mientras te pague; nada me debes, salvo obediencia; si
me fallas, lo pagas con la vida: un contrato sencillo. Tú decides.
— ¿Qué debo decidir?
— Si te unes a mí o te vendo en Ahrkram.
— Pida un buen precio.
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— Eres muy joven, y por lo tanto impulsivo. Tienes de plazo hasta mañana.
El capitán se marcha, tratando de aparentar indiferencia ante mi decisión. El
contramaestre se queda y procura persuadirme con una decena de latigazos, que no
logran sino acrecentar mi determinación.
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XIII
— ¿Ya te has decidido?
— No hay nada que decidir: jamás serviré a sus órdenes.
— No sabes lo que haces, pobre idiota. Me hubiera gustado contar contigo,
pero no voy a obligarte; no deseo verme obligado a vigilar siempre mis espaldas,
aunque quizá sea algo que todo hombre sensato debiera hacer.
Tengo ya un
comprador para ti, y no me cabe duda de que vas a disfrutar con tu nueva ama.
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XIV
Hasta que no llegué a Ahrkram, no me percaté de cuán afortunado era por
dudar de la existencia de este lugar, que suponía un mito estelar, una mera
habladuría de abuelas para asustar a los niños.
Ahrkram, que en el dialecto corelliano significa tortuga, es un planeta
inhóspito, ubicado al margen de todas las rutas comerciales. La temperatura en los
polos ronda los ciento cincuenta grados centígrados y en el ecuador supera los
cuatrocientos, así que no puede encontrarse ni una sola gota de agua sobre la
superficie. Su corteza está compuesta casi exclusivamente por sílice, circunstancia
que descarta cualquier interés minero. Un mísero infierno en el culo del mundo, un
lugar al que nadie se acercaría por propia voluntad: el lugar perfecto para emplazar
una guarida de piratas.
Desde afuera, el planeta semeja uno de tantos orbes estériles y desiertos; no
obstante, bajo su superficie, a cientos de metros de profundidad, se entrecruzan
millares de dédalos, en su mayoría almacenes, talleres y sobre todo ergástulos, los
lugares donde permanecen hacinados en condiciones infrahumanas los esclavos, el
botín más codiciado por los corellianos.
Antes de marcharse, al capitán Skrabss me obsequió con una visita turística
por algunas de las zonas más distinguidas del planeta, sin duda con la vana
esperanza de que me abandonara la determinación. A pesar de que quedé
sobrecogido por cuanto tuve ocasión de contemplar, cualquiera que me conozca un
ápice sabe que mi peor defecto es que soy obstinado como una mula sucubiana y
que prefiero dejarme despellejar antes que desdecirme de mi palabra.
Enana negra
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El hecho de que yo ya esté adjudicado me garantiza un trato preferente,
privilegio que consiste en algo menos de dos metros cuadrados para mi uso
exclusivo y unas raciones de comida y, sobre todo, de agua que garantizan que
permaneceré vivo cuando venga a recogerme mi compradora. No parece gran cosa,
pero, tras la visita, sé apreciar la magnitud de mi suerte.
De nuevo sometido a una espera interminable, dedico las horas muertas a
alimentar el odio que comienza a germinar en mí hacia el capitán Skrabss y la
totalidad de los piratas corellianos, una miserable escoria que sustenta su codicia
con dolor y sufrimiento.
Por lo que a mí respecta, no albergaba ninguna duda sobre la identidad de mi
compradora: la baronesa Kwreak, sea lo que fuere lo que pueda pretender de mí esa
desconcertante mujer o su poderoso nieto. Durante mi estancia con los gipsians,
casi había llegado a olvidarles a ambos, y los contemplaba como personajes
pertenecientes a un pasado remoto y casi ajeno.
No es de extrañar que resulte más sorprendido que decepcionado cuando, en
lugar de las perfectas curvas y el embriagador perfume de la baronesa, me
encuentro frente a la repugnante presencia y el insoportable hedor de una bruja
aldebarana.
— Saluda a Nijkwash, tu nueva ama.
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XV
No mucha gente tiene ocasión de conocer a una auténtica bruja adelbarana,
privilegio al que yo habría renunciado gustoso. De hecho, abundan quienes están
convencidos de que no son sino personajes míticos. Por supuesto, no proceden del
sistema de Adelbarán, una gigante roja que no cuenta con ningún planeta habitable,
ni siquiera infrahabitable, como Ahrkram; su nombre se remonta a algo relacionado
con su culto, en concreto con un lenguaje arcaico en el que Adelbarán podría
significar “la que sigue”. Al menos eso postulaba Dwelj, mi antiguo profesor de
lenguas muertas.
No me cabe ninguna duda de que Nijkwash, la que afirma poseerme, es una
mujer poderosa de veras, como lo prueba el hecho de que disponga de un planeta
para su disfrute exclusivo y que nos trasladara hasta el mismo un crucero de guerra
repleto de mercenarios herculianos, si bien ignoro si el resto de las brujas gozan de
privilegios similares, ya que no he llegado a conocer a ninguna otra.
Como todas las de su clase, Nijkwash es ciega, dicen que por evitar que la
visión las distraiga de sus trances, y el lugar donde debieran estar sus ojos lo
ocupan sendas manchas rojizas y sucias. Su cuerpo desnudo y grasiento, ondulado
de pliegues, está cubierto por una capa de mugre unánime y secular, y su
pestilencia característica la rodea y precede como si se tratara de un campo de
fuerza, por lo que puedo anticipar su llegada cuando todavía dista cientos de metros,
a pesar de que se desplaza en silencio absoluto, deslizándose por el aire como si
estuviera suspendida por un campo tractor.
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A despecho de su poder, mi ama vive en la miseria total y rodeada por la
inmundicia. Habita una cueva pestilente, alfombrada por un grueso manto de sus
propios excrementos, y se alimenta de las raíces y sabandijas que me ordena
traerle, en apariencia mi único cometido como esclavo. Dado que no tengo otra
obligación, y tanto los hierbajos como las sabandijas no menudean por los
contornos, dispongo de muchos ratos libres, que suelo dedicar a observarla, pero la
mayor parte del tiempo, todo el que no invierte en comer, parece encontrarse
abstraída y encerrada en sí misma.
Yo me alimento casi en exclusiva de unos frutos locales, del todo insípidos
pero en apariencia bastante nutritivos, y de unos bichos estúpidos, semejantes a un
lagarto, pero con seis patas, de sabor no demasiado desagradable, que aso en un
espetón. Ella siempre engulle su comida cruda; no obstante, cada vez que atrapo
uno de estos animales, se forma junto a mí un montoncito de leña que se diría
comienza a arder espontáneamente, si bien no albergo ninguna duda de que se trata
de la voluntad de la bruja.
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XVI
Desde que me impartiera las instrucciones iniciales, Nijkwash no me ha vuelto
a dirigir la palabra. Si por algo se caracteriza el trato que me depara mi ama es por
la indiferencia. No alcanzo a entender por qué la bruja ha pagado el precio, sin duda
exorbitante, que habrán exigido por mí los corellianos y por qué se ha tomado tantas
molestias para traerme este planeta desolado a no hacer nada.
A decir verdad, tampoco entiendo la razón de que mi insignificante persona
despertara tanto interés en la baronesa y su poderoso sobrino, y comienzo a
sentirme un poco harto de ser el centro de atención de tanta gente e ignorar el
motivo.
— ¿Por qué estoy aquí? Tú no me necesitas.
Quien afirme que la presencia de una bruja no le intimida, además de
repelerle, miente como un bellaco, por lo que he tenido que hacer acopio de todo el
valor del que carezco para aproximarme a ella y formular la pregunta.
— Porque eres diferente.
— ¿Diferente a quién?
— A todos.
— Pero por qué debo estar contigo.
— Para que se haga patente la diferencia.
Aunque insisto, admito que tímidamente, la bruja me ignora y no vuelve a
dirigirme la palabra. Y su respuesta me deja todavía más lleno de enigmas de lo que
me encontraba antes de formularla.
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XVII
— Ven a la cueva.
A pesar de que me parece haber escuchado con toda nitidez la voz de la
bruja, ella no se encuentra en las inmediaciones, como lo testimonia la ausencia de
su fetidez, así que, de algún modo, se las ha apañado para hablar dentro de mi
cabeza. No es que a estas alturas me desconcierte, ni siquiera se trata del mayor de
los portentos de los que he sido testigo, pero es la primera vez que emplea conmigo
esa habilidad y estoy en mi derecho de sorprenderme.
De igual manera, también sé que debo buscar dos plantas distintas, una de
aspecto carnoso y repulsivo, y otra un herbáceo bastante común, así como que debo
machacarlas y mezclarlas con el mineral calizo y amarillento que abunda junto a la
entrada de la gruta y después poner a hervir la mezcla.
Sin apenas dejar tiempo a que se enfríe, me trago todo el cocimiento, restos
vegetales incluidos, que me deja la boca insensible y el paladar impregnado de un
sabor biliar y terroso. De inmediato, siento la cabeza brumosa y percibo cómo me
flaquean las piernas. También me retuerzo, dominado por poderosos espasmos, si
bien no logro vomitar. Todo parece indicar que acabo de ingerir una potente droga.
Caigo al suelo, y visiones febriles, obsesivas y recurrentes, invaden mi
cabeza en oleadas. Contemplo innumerables tropas neolaconias, centenares de
millones, y miríadas de brillantes naves de guerra. Se dirigen al combate, y yo las
lidero. Por doquier me rodean el dolor y la destrucción, y sé que son por mi culpa.
También entreveo fugazmente a Mara, pero como una mujer adulta, y es mi esposa.
Después, las visiones se suceden vertiginosamente y se entremezclan; la mayoría
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carece de sentido para mí. Pierdo el conocimiento.
Me despierta el hedor. Ella se encuentra junto a mí.
— ¿Qué es lo que he visto?
— Posibilidades.
— ¿Es el futuro?
— El futuro no existe, tampoco el presente. Y el pasado no consiste más que
en recuerdos, por su propia naturaleza sesgados e imprecisos. Todo es cuestión de
probabilidades, una verdad que ya sabían, si bien no comprendían, incluso los
científicos de la era arcaica ¿Ves esa pequeña roca blanca junto a la entrada de la
gruta?
Tiene gracia que ella, ciega, me formule esa pregunta, así como que yo
responda asintiendo con la cabeza.
— Dirías que se encuentra junto al matojo de juncos; es más, todo parece
indicar que sin duda está ahí; en realidad, lo único que sucede es que esa es su
ubicación más probable. La mayoría
de la gente se limita a permitir que sus
sentidos calculen la mayor probabilidad y asumen esta posibilidad como un hecho
cierto. De igual modo, la piedra podría encontrarse en mi mano: tan sólo hay que
percibir los flujos del espacio tiempo y reconducirlos hacia esta probabilidad residual.
La roca reposa ahora sobre su palma. No se ha movido de una ubicación a
otra, sino que se limitó a abandonar el suelo y aparecer en su mano: el magnífico
truco de un ilusionista.
— También tú puedes hacerlo si de veras así lo deseas.
Juro que lo deseo con todas mis fuerzas, pero la piedra permanece en su
mano hasta que me quedo dormido de nuevo.
Enana negra
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XVIII
Todos los indicios parecen apuntar a que el hecho de que la bruja eligiese
este planeta no es casual. Aunque también pudiera suceder que este mundo, o al
menos la pequeña porción que conozco, sea tal como es justo por su influjo. El caso
es que casi todas las plantas que crecen aquí, incluso algunas especies animales,
manifiestan portentosas cualidades y muchas de ellas actúan como poderosos
catalizadores psíquicos.
Por lo que he podido averiguar, los únicos organismos inocuos e inertes que
crecen en los alrededores son las insípidas bayas y los lagartos hexápodos de los
que me he alimentado hasta ahora, y que quizá la bruja creara para mí.
Al principio, comencé a experimentar al azar, ingiriendo una pequeña porción
de cada una de ellas, si bien tuve que desistir, ya que enfermé en multitud de
ocasiones y, en la última de ellas, estuve a punto de morir envenenado. Después me
limité a ingerir las mismas variedades que me ordenaba traer la bruja para ella
misma. Una de ellas, una baya de sabor extremadamente picante y astringente,
potencia la telequinesia. No llego a teletransportar al instante los objetos, tal como lo
hace ella, pero logro que se encaminen con docilidad a donde deseo, cualidad muy
útil para la caza, por lo que siempre procuro llevar alguna en el bolsillo.
También es cierto que alguna especie me causa problemas, en particular
unos escarabajos fosforescentes, que me provocan una diarrea terrible; se ve que la
bruja disfruta de un organismo más tolerante que el mío, o bien ya lo ha habituado a
las toxinas de este mundo. No obstante, mi efecto preferido es el que causa la
picadura de un insecto volador, al cual he bautizado como insecto fuego, que, si bien
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en primera instancia te infringe un dolor agudo y ardiente, de inmediato te otorga una
fuerza y rapidez portentosas, de modo que puedo brincar por encima del río en su
parte más ancha, partir una roca de un puñetazo o subir a la carrera los montes más
escarpados sin que me falte el aliento. Lo malo es que sus efectos apenas duran
unos cinco minutos en su intensidad máxima y, al cabo de media hora, apenas son
perceptibles.
En cualquier caso, mi cuerpo no es ajeno a todo el ejercicio que realizo en
apenas unos minutos, y me he labrado unos músculos que serían la envidia de
todos los cadetes de la academia. De algún modo, también debe acelerar el
metabolismo general, porque la ropa me queda ridículamente pequeña y he tenido
que prescindir de las botas, que hace tiempo no consigo encajarme.
Mi rapidez y resistencia recién adquiridas me han permitido comprobar que la
bruja habita una suerte de oasis, de unos doscientos kilómetros de diámetro, situado
en un entorno extraordinariamente árido, casi sin terraformar. Aunque puede que no
se trate más que de una ilusión creada por la ella para evitar que sienta tentaciones
de alejarme demasiado, la única ocasión en la que me aventuré a traspasar los
límites, sentí faltar la respiración y acabé con la piel enrojecida por la radiación.
Enana negra
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XIX
— ¿Esto es lo que piensas hacer, limitarte a drogarte todo el tiempo?
Nijkwash ha debido teletransportarse junto a mí, porque su hedor me alcanza
de golpe, como una bofetada. No me molesto en mentir ni en excusarme, ya que ella
parece ser omnisciente. También podría replicar que me limito a probar en pequeñas
dosis lo mismo que ella ingiere a puñados, pero me temo que no disfruta de sentido
del humor, ni posee un orgullo que se pueda herir. Me mira como si pudiera hacerlo,
y su rostro desvela no tanto enojo como decepción.
Me quedo con ganas de decirle que sin duda se equivoca conmigo, que
siempre he sido un desastre —incorregible, afirmaba la directora Álexian— nadie, en
todo caso, en quien se deba depositar expectativa alguna. De pronto, me pesa
demasiado toda la
responsabilidad que esta criatura (me resulta extraño
considerarla una mujer) pretende colocar sobre mis jóvenes hombros. Durante mi
breve existencia, he pasado de ser un muchacho atribulado a un rebelde contumaz,
pero nadie ha esperado nunca nada de mí, salvo algo estúpido y alocado, y este
extraño ser pretende que alcance una elevada meta que ni siquiera conozco.
Ya no está a mi lado, aunque su hedor permanece. Ahora soy consciente de
que, desde que la directora me entregara el último mensaje de mi padre, me limitado
a dejarme llevar por unos acontecimientos desconcertantes y vertiginosos, y no he
reparado en que, descartando mi accidental rescate por los gipsians, debe haber
una voluntad, o al menos una causa última o un hilo conductor, que ha
desencadenado todos ellos.
Nunca dudé que la Baronesa o su nieto estaban relacionados con la muerte
Enana negra
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de mi padre, incluso es posible que con la de mi madre. Lo que no acabo de
entender es qué pinta la bruja en este enredo, y mucho menos qué es lo que hago
yo inmerso en medio de este revuelo que me resulta tan ajeno como
desconcertante.
Enana negra
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XX
— Ven, entra.
Mis pies chapotean en la inmundicia que cubre la gruta, y el hedor resulta
insoportable.
— No debiera ser así, pero no queda tiempo.
— ¿Tiempo para qué?
En lugar de responderme, Nijkwash me aferra le mandíbula y, demostrando
una fuerza titánica, me fuerza a arrodillarme sobre la mugre. Se inclina sobre mí y la
fetidez de su aliento casi llega a marearme.
— Estás en el ojo del huracán. Todos, yo incluida, pretendemos manipularte
de una forma u otra. He ponderado muchos hilos de futuro divergentes y no acabo
de discernir ninguna alternativa clara. Quizás porque sólo tú puedas hacerlo.
Sus dedos aumentan la presión y me veo obligado abrir la boca. Entonces
ella me escupe dentro y después me la cierra mientras que con la otra mano me
tapa la nariz, obligándome a tragar. Al instante, la comprensión me sacude como si
se tratara de una descarga eléctrica.
No es una visión, sino que de repente dispongo del conocimiento como si se
me hubiera implantado quirúrgicamente, y puedo examinar a modo de recuerdos la
gran explosión primigenia, la balbuceante evolución de la humanidad en el tercer
planeta de un insignificante sistema y los milenios transcurridos hasta que fueron
capaces de someter a la gravedad e iniciaron la diáspora espacial. También evoco
mi propia evolución como ser, tan semejante a la de la especie, pero el vientre que
me aloja no es el de la que conocí como mi madre, sino el de una bruja adelbarana.
Enana negra
/ 58
No me son ajenas los millones de lenguas que se llegaron a acuñar, incluso las que
dejaron de hablarse milenios atrás, así como todos los avances científicos y
tecnológicos, pero sigo desconociendo lo esencial.
— ¿Qué es lo que pretenden de mí?
— Han de ser ellos quienes te lo digan.
— ¿Eres mi madre?
— La mitad de tus genes son míos, pero no soy tu madre.
Enana negra
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XXI
Los piratas corellianos son los primeros en llegar. Cuando compruebo que la
gabarra pretende aterrizar frente a la gruta, con la ayuda de una de las bayas
picantes atrapo media docena de insectos fuego y los encierro en una pequeña caja
que guardo en el bolsillo de la túnica. Sin duda, la bruja lo sabía. Desde que ella me
transfiriera el conocimiento, no he vuelto a tomar ninguna droga alteradora de la
psique, si bien aguardaba que algo así sucediera, aunque en realidad pensaba que
quien vendría sería la baronesa o algún esbirro de Mephistos.
De la gabarra, descienden mis viejos amigos, el capitán y el contramaestre,
acompañados por cuatro hombres más armados hasta los dientes. Unos instantes
después, otras tres gabarras toman tierra en los alrededores, por lo que debo
suponer que nos enfrentamos a más de una veintena de piratas. Hasta que
compruebe cómo se desarrollan los acontecimientos, asisto a ellos agazapado en
una cavidad del roquedal.
— Cómo osáis hollar mi planeta.
Cuando quiere, Nijkwash puede hacer que su voz resuene tronante y
aterradora, como la de un dios justiciero. Esta ha sido una de las ocasiones, e
incluso los curtidos corsarios corellianos parecen sobrecogerse,
— Lamentamos de veras molestaros, mi señora, pero se ha producido un
terrible malentendido y debo recuperar el esclavo que os vendí. Por supuesto que os
compensaré: os devolveré el doble del importe que me pagasteis.
— Si un carroñero como tú se ofrece a pagar el doble, es porque vale mucho
más: dame cien veces lo que te pagué y podrás llevártelo.
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— Sabéis de sobra que no dispongo de esa fortuna, mi señora, pero además
no es cuestión de dinero, sino un compromiso que no puedo eludir.
— ¡Hablas con una bruja, y no con la zorra estúpida de tu madre! Ese es mi
precio, y sé de sobra lo que te ha ofrecido KERUK por él. Pídeles más y dame a mí
lo que vale.
— Le ruego que recapacite, mi señora.
— Piensas que haciéndome perder tiempo podrán llegar hasta arriba de la
cueva los patanes que enviaste con gas paralizante ¿De veras crees que eso basta
para vencer a una bruja?
No me cabe duda de que Nijkwash ha facilitado esta información más para
advertirme a mí que para impresionarles a ellos, por lo que ingiero una de las bayas
picantes y hago que me pique uno de los insectos. Corro como una exhalación hasta
la trasera de la gruta, hacia donde se dirigen ocho piratas portando morteros de gas
paralizante. Valiéndome de las virtudes de la baya, hago que las espadas de
abordaje de dos de ellos vuelen a mis manos. Por vez primera, soy de veras
consciente del poder de la picadura del insecto; cuando el primero todavía no ha
llegado a parpadear, mucho menos a percatarse de mi incursión, ya estoy junto a él
y la hoja de la espada lo hace caer, así como al resto de sus compañeros, a los que
voy abatiendo en fulgurante sucesión antes de que el cuerpo del primero haya
alcanzado a tocar el suelo y sin que ninguno haya hecho siquiera intento de iniciar la
defensa, hasta el punto de que tengo la impresión de haberme enfrentado a
muñecos de entrenamiento inanimados.
Desde esta altura, se distinguen las posiciones donde se han apostado los
otros dos grupos, a los que dirijo sendas descargas de mortero. Skrabss y sus
hombres empuñan las armas, pero irrumpo como una exhalación en medio de ellos
Enana negra
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y también los abato antes de que puedan intentar nada.
Entonces aparece una lancha rápida de contrabandista, desde la que Airx me
hace señas para que me apresure a subir.
— Ve con ellos. Tu misión aquí ha concluido.
Dudo si debiera despedirme de ella con un abrazo o algo así, o al menos con
alguna clase de palabra de agradecimiento o cualquier formulismo, pero no soy
capaz de superar la repulsión que me inspira. A decir verdad, tampoco acabo de
tener claro que le deba gratitud a Nijkwash, ni siquiera por la mitad de mis genes,
que no intuyo de demasiada buena calidad. Por más que soy consciente de que la
estancia junto a ella me ha cambiado de un modo profundo e irreversible, no alcanzo
a discernir si esta circunstancia redundará en algún beneficio para mi persona, o
más bien todo lo contrario.
Antes de partir, cargo en la lancha todas las armas de los piratas. Aunque
resulte extraño, al alejarme experimento una sorprendente e insospechada
sensación de pérdida. Quizás no obedezca tanto a la bruja, a quien respeto pero no
he llegado a apreciar, como al muchacho que un día fui, que se quedará para
siempre en este extraño planeta. La aritmética demuestra que he invertido en él más
de un año, que apenas se me antoja un mes, si bien evoco mi vida anterior tan
remota como la primera infancia.
Enana negra
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XXII
— ¡Vaya! ¡Cómo has crecido!
Mara me examina con admiración. Ella no ha cambiado demasiado, pero se
la ve muy diferente: ha mudado su habitual mono de trabajo por una túnica corta y
se ha aplicado cosméticos. También, alguna curva comienza a romper la
uniformidad rectilínea de su cuerpo adolescente. Sin duda es muy hermosa.
Desearía abrazarla, pero un extraño pudor me inmoviliza. La que no experimenta
pudor es la vieja Roa, que me estruja y me cubre de besos.
— ¡Te dije que no te abandonaríamos! Los gipisans nunca dejan atrás a los
suyos.
En cuanto realizamos el tercer salto hiperespacial y, por tanto, nuestra pista
resulta difícil de seguir, asisto a la fiesta de bienvenida que han organizado para mí.
Resulta notorio que, más que mi retorno a la nave chatarrería, se celebra mi
admisión como miembro de la comunidad. Todos y cada uno de los integrantes de la
tripulación me abrazan y manifiestan su satisfacción por reencontrarme, y las
madres de chicas solteras, a las que han vestido con sus mejores galas, se
empeñan en hacerme ver lo hermosas y hacendosas que son sus hijas, por más que
algunas me aventajen en más de cinco años y yo las considere casi tan viejas como
la baronesa.
Airx me ha reservado un lugar de honor, entre él y Mara. Tras el banquete,
comienza la música. Mara me saca a bailar y, aunque mis recuerdos recién
implantados incluyen cómo se ejecutan los pasos de esa danza, mis pies parecen
ignorarlo por completo.
Enana negra
/ 63
— Es evidente que se te da mejor el esgrima que el baile.
Mara sonríe, y ahora sí que estoy convencido de que es mucho más guapa
que la baronesa. Me gustaría decirle algo apropiado, si bien, de algún modo, me
intimida más ahora que cuando se comportaba como una tirana explotadora
empeñada en martirizarme y no permitirme descansar un solo instante.
En otro orden de asuntos, tras exponerle la cuestión a Airx, he entregado las
tres bayas picantes que me quedaban al hortelano jefe para que trate de cultivarlas
en los tanques hidropónicos de la nave y liberado los cinco insectos fuego en la
bodega, ya que parecen poder alimentase sin problemas de las chinches de la
herrumbre. Por un lado, me resistía a deshacerme de ellos, pues intuyo que en
breve podrían serme de no poca utilidad, pero experimenté un fogonazo de
clarividencia en el que se me mostró que el hecho de que la irreductible raza de los
gipsians contara con estas ventajas podría suponer una diferencia crucial, aunque
ignoro para qué.
Es probable que la bruja me haya contagiado de sus locuras; no obstante,
desde hace unos días siento que estoy llamado a alguna misión, que me aspen si
puedo adivinar cuál. De algún modo, los gipsians también parecen percibirlo, y
todos me tratan con una suerte de respeto reverencial al que no acabo de
acostumbrarme, ni tampoco de cogerle el gusto.
Enana negra
/ 64
XXIII
Como todos los gipsians a los que no se lo impidan razones de fuerza mayor,
acudimos a la feria de Lömtar IV. Desde que Airx me anunciara, emocionado, la
inminencia del evento, y consultara en mi banco personal de conocimientos su
naturaleza, me encuentro tan preocupado por esta circunstancia que apenas puedo
dormir.
No me cabe duda de que cuantos parecen perseguirme: los piratas, la
baronesa Kwreak e incluso puede que otros esbirros a sueldo de KERUK, estarán
allí apostados, aguardando a que acuda a la celada. Sé que es un error, pero no
puedo pedirles que dejen de asistir al que para ellos es el acontecimiento más
importante de los próximos tres años.
En su condición de pueblo nómada, los gipsians precisan de una ocasión
para enrolar nuevos miembros en la tripulación, concertar matrimonios y, en última
instancia pero no menos importante, disfrutar de algo de vida social y romper el
cerrado aislamiento que impera en su existencia cotidiana, y esta cita no es otra que
la feria trienal de Lömtar IV, el populoso encuentro al que no falta ninguno de los
millones de miembros del clan.
La noche previa, se hicieron los sorteos para ver a quién le correspondería
quedarse de guardia en la nave. Uno de los desafortunados, un muchacho un par de
años mayor que yo, lloraba con amargura. Le ofrecí quedarme en su lugar, pero
todos, él incluido, me contemplaron como si acabara de perpetrar un terrible
sacrilegio, por lo que no insistí más.
Enana negra
/ 65
Por la escotilla de la gabarra en la que descendemos, contemplo la inmensa
llanura bullente de actividad en la que vamos a tomar tierra y no puedo evitar
compararla con un inmenso hormiguero. Cuando nos aproximamos más, se
distinguen los cientos de miles de gabarras atracadas, en torno a las cuales cada
tripulación ha levantado su campamento. La vista de esta ingente multitud me
tranquiliza un tanto, pues no existe mejor lugar donde ocultar una brizna de paja en
concreto que un pajar colmado hasta el techo.
No obstante, mi sosiego dura poco. Apenas estamos comenzando a
desembarcar, aparece un joven de unos veinte años, bastante fanfarrón.
— ¿Venís dispuestos a morder el polvo una vez más?
— No debieras vender la piel del oso antes de cazarlo Ixer — Replica Mara.
— Caramba Mara, cómo has crecido. Sin duda ya eres toda una mujer.
El citado Ixer contempla a Mara con ojos de cordero degollado. Si antes sólo
me pareció un imbécil, ahora creo que lo odio de veras. Debe haberse percatado de
mi atención, porque pregunta:
— ¿Quién es este?
— Es el que va a patear tu culo, así que vete memorizando su cara, porque
en las justas no verás más que su espalda.
Mi
archivo
de
conocimientos
indica
que
uno
de
los
principales
acontecimientos de la feria trienal son las mencionadas justas, que consisten en una
triple prueba en la que participa un miembro de cada nave, y parece ser que yo he
sido elegido paladín de la nuestra.
De nuevo me siento consternado y dominado por un gran dilema: por un lado,
lo último que deseo es destacar, lo que más me convendría sería perderme entre el
ingente número de concurrentes a la feria; por otro, me consta que, aunque resulte
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un tanto pueril, esta competición constituye algo de gran relevancia para los
gipsians, y un nuevo fogonazo de lucidez me indica que es de suma importancia
que, tanto la tripulación de mi chatarrero como el resto de los gipsians, se sientan
vinculados a mí, y las justas son el medio idóneo para lograrlo.
La primera prueba, la que ha de servir de criba, consiste en una carrera
campo a través, en la que también hay que atravesar un lago a nado. Los puestos
de salida se sortean, y a mí me corresponde uno de los lugares intermedios. A pesar
de que no ceso de adelantar a contrincantes, los miles de competidores que corren
delante mío forman una barrera infranqueable casi todo el tiempo, por lo que parece
imposible que pueda lograr una de las cien primeras plazas que dan derecho a
pasar a la siguiente prueba. Me siento como un veloz perro flecha cuya ligereza es
contenida por la indoblegable tirantez de la correa.
Por fortuna, los gipsians no son demasiado hábiles en el agua, y, al emerger
del lago, ya soy uno de los primeros. En los tres kilómetros que restan hasta la meta,
voy alcanzando a los pocos que aún me preceden, incluyendo a un asombrado Ixer,
que se había visto afortunado en el sorteo con una de las posiciones más ventajosas
y lo último que esperaba era ser testigo de cómo le adelanto casi en la misma línea
de meta y obtengo el triunfo en la carrera. La felicidad de mis compañeros y el
orgullo que reluce en la cara de Mara bien valen el esfuerzo, incluso llamar la
atención de este modo tan ostentoso.
El segundo desafío consiste en atravesar una inmensa pila de chatarra, de
unos dos kilómetros de ancho por unos trescientos metros de altitud en sus zonas
más elevadas. Antes de la salida, se me acerca uno de los competidores, un
verdadero coloso, que me saca con holgura la cabeza, y que me obsequia con un
abrazo de oso que me hace crujir las costillas.
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— Soy Boswalf. Es un honor competir contigo. Me han contado cómo te
comportaste con los piratas y que has sobrevivido más de un año con una bruja
adelbarana.
Al parecer, le impresiona bastante más mi convivencia con Nijkwash que el
enfrentamiento a los piratas, por lo que me abstengo de confesarle que en realidad
la bruja era mi madre biológica y que mi estancia junto a ella constituyó una
experiencia didáctica e iniciática más que un reto de supervivencia. Ahora es Ixer el
que me contempla con rencor, yo a él con cierta condescendencia; aunque
compitamos en las justas, Mara me ha dejado claro que de cara a ella no es un rival.
Antes de darse la salida, Boswalf me susurra al oído.
— Tú ven detrás de mí.
Aunque acabe de conocer a este extrovertido gigante, le hago caso. Una vez
más, mi clarividencia me indica que puedo confiar a ciegas en ese hombretón, y al
poco rato la experiencia me lo confirma. A diferencia de la mayoría, que busca sobre
la marcha las rutas en apariencia más sencillas, el gigante parece conocer de
memoria el montón de chatarra, entre la que, a pesar de su tamaño, se desenvuelve
con la agilidad de una garduña, y le voy siguiendo y distanciándome del resto de
contendientes, con la excepción de Ixer, que nos sigue a nosotros.
El montón está enterrado en una sima, y, desde los bordes de la misma, una
multitud enfervorecida nos jalea. Ixer no disfruta de la paradójica agilidad de Boswalf
ni de mi resistencia, por lo que, poco a poco, va perdiendo terreno. Al resto ni
siquiera se les ve. Ya sólo queda el tramo final, el más sencillo de todos; apenas hay
que correr por la lisa panza de una enorme barcaza minera y después dejarse
deslizar hasta la llegada. El gigantón corre junto a mí con enormes zancadas y yo
debo aplicarme a fondo para que no me pierda. Entonces uno de los paneles,
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corroído por las chinches de la chatarra, cede a su peso y se hunde. Boswalf cuelga
cabeza abajo, suspendido por cinturón de una cercha rota en la que se ha
enganchado. Por debajo de él, un abismo de unos doce metros y debajo un bosque
erizado de salientes, una trampa mortífera. A pesar de que no cesa de gritarme que
acabe la carrera, desciendo hasta donde se encuentra y, haciendo jirones mi túnica,
confecciono una cuerda con la que le ayudo a liberarse del gancho. Boswalf se ha
seccionado el tendón de Aquiles y debe apoyarse en mi hombro para caminar. Al
final, llegamos a la meta juntos, haciendo segundo y tercer puesto a la vez, si bien el
público nos vitorea mucho más que al vencedor, Ixer, a pesar de que debemos tener
un aspecto bastante patético: yo semidesnudo y él cojeando y cubierto de sangre.
La tercera y última prueba, es la carrera de mastobúfalos. A pesar de que
jamás he cabalgado una de estas colosales bestias, de más de veinte toneladas de
peso, al instante he establecido conexión empática con la que me ha correspondido
en suerte (una cualidad que debí adquirir sin saberlo durante mi estancia con
Nijkwash), y sé que no precisaré aguijonearla para que corra con todas sus fuerzas.
Mis rivales son Ixer y otro
gipsian
a quien no conozco, si bien no tarda en
aproximarse para presentarse.
— Soy Uqwer, cuñado de Boswalf, y correré en su lugar. También me ha
pedido que te agradezca tu ayuda.
Tras abrazarme, Uqwer me guiña un ojo, dándome a entender que está al
tanto de algo que yo ignoro por completo.
A la señal, los tres salimos al galope; tal como esperaba, mi montura se
muestra la más rápida y en el primer giro les aventajo en más de cincuenta metros.
Al cruzarme con ellos, Iwer lanza unas boleadoras de ferronaylon a las patas de mi
mastobúfalo, que se aferran en ellas y causan que este tropiece y caiga. Aunque la
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carrera carece de normas, todo el mundo lo abuchea. Sé que el animal no se ha
dañado gravemente, por lo que desenredo sus patas y prosigo la carrera, aunque
ahora son ellos dos los que llevan la delantera. Al llegar al siguiente y último giro,
Uqwer recorta por el interior y su montura, en lugar de doblar, embiste a la de Iwer y
ambas salen del circuito, permitiendo que las rebase. Todavía tengo tiempo de oír
gritar a Uqwer:
— ¡Con los mejores deseos de Boswalf!
Mi mastobúfalo vuelve a correr como el viento, y llego a la meta muy por
delante de Iwer, que vuelve a ser abucheado, así como de Uqwer, que traspasa la
línea tranquilamente al trote, en último lugar, pero recibe una gran ovación.
De algún modo, tras las justas me he convertido en el gran héroe de los
gipsians. Es posible que ya lo fuera antes, pero necesitaban esta ceremonia para
confirmarlo. De igual modo, también yo precisaba participar en el rito para afirmar
mis vínculos con este pueblo nómada y sorprendente. Todos los patrones desean
conocerme e invitarme a sus campamentos, y los que tienen hijas jóvenes se afanan
en presentármelas.
Tras una interminable peregrinación de más de seis horas, logro llegar al
nuestro, donde me reciben como a un padre fundador. Todo este tiempo, entre
presentaciones y agasajos, no he hecho otra cosa que rumiar una idea.
— Airx, Mara tiene ya quince años, y pido tu permiso para acompañarla al
baile.
Me he arrodillado, tal como requiere la costumbre gipsian, pero el patrón se
apresura a hacerme levantar y abrazarme. Mara llora de felicidad: desde este
momento, es oficialmente mi prometida.
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XXIV
Ningún gipsian se perdería por propia voluntad el gran baile. Mañana se
desmontarán los campamentos, pero hoy se comportan como si la fiesta no fuera a
acabar nunca. El evento acaba de comenzar y todavía resta mucha gente por acudir,
en su mayoría los que se encuentran cerrando acuerdos nupciales de última hora
que han de sellarse con la asistencia a la fiesta en pareja. Cuando se percatan de mi
presencia, los músicos cesan de tocar y requieren que Mara y yo subamos a danzar
al estrado. Por fortuna, hemos ensayado un par de horas antes, y ya no lo hago tan
mal.
Al concluir la pieza, todos esperan que hable, así que no me queda otro
remedio que improvisar un pequeño discurso. Nunca se me ha dado demasiado bien
la oratoria, de hecho era una de las materias que más odiaba de la academia, por lo
que procuro olvidarme de los pocos recursos que aprendí e ir al grano.
— Muchas gracias a todos. Como bien sabéis, he nacido al margen del
pueblo, pero vosotros me habéis acogido y me habéis hecho sentir que formo parte
de él —una gran aclamación rubrica mi primera intervención— Desde aquí, os pido
una gran ovación para Boswalf, que espero que se recupere lo antes posible, así
como para Iwer, que ha demostrado ser un adversario formidable, al cual a duras
penas he logrado superar.
Olvidándose de los abucheos de la mañana, todos comienzan a vitorear a
Iwer, que se encuentra bastante próximo y un foco lo ilumina. Descubro gratitud en
su mirada, así como el reconocimiento de que, después de todo, no es preciso que
seamos enemigos irreconciliables.
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Cuando descansamos para tomar un refresco, Iwer se aproxima a nosotros.
— Gracias por lo de antes. Estaba convencido de que nunca querrías saber
nada más de mí.
— No era nada más que un juego, en el que todo valía, y has sido un rival
duro de pelar. Además, Airx me ha hablado de tu valía, y sería un honor para mí
poderme contar entre tus amigos.
Iwer se marcha tras agradecérmelo de nuevo, no sé si más sorprendido o
avergonzado.
— ¿De verdad mi padre te ha dicho eso de él?
— En realidad no hemos hablado sobre Iwer, pero no puedo desaprovechar la
oportunidad de dejar un aliado donde tenía un enemigo.
— Tú no te vas a conformar con limitarte a ser un chatarrero, ¿verdad?
— Me temo que no me van a dejar elegir.
— ¿Y qué lugar ocuparé yo en todo esto?
— Nada puedo asegurarte, aunque supongo que dependerá de ti. En más de
una ocasión, me he planteado si tenía derecho a involucrarte ¿Te arrepientes de
haberte comprometido conmigo?
— Por nada del mundo.
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XXV
Si hay algo que aprecie un gipsian es la libertad, y, al margen del mando del
patrón dentro del carguero, no existe autoridad alguna reconocida. No obstante,
siempre surgen asuntos que requieren coordinación, por lo que existe un consejo de
gobierno, sin demasiado poder ejecutivo, que se elige por sorteo cada tres años,
aprovechando la feria. Incluso así y para evitar que nadie le tome demasiado apego
al mando, no es posible la reelección, ni siquiera en periodos alternos. A pesar de
que es un cargo más engorroso y colmado de obligaciones que otra cosa, los
gipsians lo asumen como un gran honor al que ninguno renunciaría.
En esta ocasión, le ha correspondido en suerte a Airx, así que nuestra
gabarra es una de las doce que permanece en la explanada mientras se reúne el
consejo.
El cielo de Lömtar IV se puebla de miríadas de estrellas fugaces. Los gipsians
contemplan el espectáculo fascinados, sin sospechar su verdadera naturaleza. Mi
acervo de sabiduría implantada me indica que las estelas luminosas están trazadas
por cápsulas de asalto, cada una de las cuales contiene a un mercenario herculiano
con su servoarmadura robotizada: una formidable fuerza de combate frente a la que
los pocos centenares de gipsians desparramados por los contornos poco podrían
hacer. Por eso le pido a Mara que contacte con las mujeres de las otras gabarras y
les indique que no ofrezcan resistencia.
Al tocar tierra, una carga pirotécnica provoca que se desarme la capsula y
brote el herculiano en medio de los paneles que la componían, que lo rodean como
los pétalos de una flor. Todos asistimos embobados al despliegue, que no carece
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de la misma belleza terrible y salvaje que caracteriza a las exhibiciones de las
fuerzas de la naturaleza. En pocos segundos, cada gabarra se encuentra rodeada
por centenares de mercenarios acorazados. Mara me contempla expectante.
— Vienen a por ti, ¿verdad?
— Así es.
— ¿Por qué eres tan valioso para ellos?
— Lo ignoro, pero sospecho que no tardaré en descubrirlo. Debes decirle a
Airx que es de suma importancia que, cuando germinen los arbustos y se
multipliquen los insectos, los distribuya al resto del pueblo: la supervivencia de los
gipsians depende de ello.
— Lo haré.
— Sin duda he de regresar, es lo único que he visto claro, pero no estoy en
condiciones de asegurarte cuándo. Por eso no puedo pedirte que me esperes: no
sería justo ni razonable.
— Te aguardaré el tiempo que sea preciso.
Una fragata, dotada de la fría y estilizada armonía de las armas letales, toma
tierra junto a nosotros. De ella descienden la baronesa Kwreak junto a su nieto
Mephistos. Ambos visten armaduras ligeras, al igual que el höleniano, que no se
separa de su ama, y el centenar de herculianos que comienzan a desplegarse en
torno a ellos, como guardia personal, y rodeándonos a nosotros para evitar que
intentemos plantear alguna clase de resistencia.
— Debo entregarme.
Antes de dirigirme hacia ellos, Mara me obsequia un rápido y pudoroso beso.
A la baronesa le falta tiempo para intervenir.
— Qué lindo, ¿verdad? Quizá debiéramos llevarla también a ella. Así no
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volverías a sentirte tentado de prepararnos otra jugarreta.
— Si te acercas a ella, no me llevarás a mí; al menos vivo.
— Enternecedor. Sin duda es algo tan noble como estúpido ¿Acaso crees
que me impresionas con tu bravata?
— Sin duda eres tan estúpida como vieja si piensas que hablo por hablar.
La baronesa hierve de rabia. Me detengo y las dos espadas kelhar acuden a
mis manos desde los bolsillos de la túnica, como si estuvieran sujetas a ellas por
resortes, y las armo. A pesar de que no me he valido de las bayas, en ese instante
supe que era capaz de hacerlo. Ahora soy yo quien desafía.
— Ven a comprobarlo.
— Te doy mi palabra de que no tocaremos a nadie si vienes con nosotros.
Interviene su poderoso nieto antes de que la situación se le vaya de las
manos.
— Que así sea.
Acepto mientras desarmo las espadas y las arrojo tras de mí para que al
menos puedan aprovecharlas los gipsians. Media docena de mercenarios me rodean
y se apresuran a inmovilizarme con ligaduras de ferronylon. La última imagen que
contemplo, antes de ser encerrado en la fragata, es la de Mara despidiéndose con la
mano. Tal como esperaba de ella, no permite que la recuerde dominada por las
lágrimas.
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XXVI
Me encuentro en un habitáculo estanco, una suerte de supercaja de
Schrödinger, donde el biotransceptor no es capaz de alcanzar sistema alguno al que
conectarse, ni siquiera cuando acceden a ella los eventuales visitantes, ya que la
entrada está dotada de un sistema de exclusas. Aun así, poderosos campos
tubulares constriñen mis miembros, también el tórax y la frente, por lo que apenas
puedo moverme.
La baronesa es la primera en venir a verme. Viste una tenue túnica, de la que
se despoja en cuanto la puerta se cierra tras ella. Su piel luce incluso más tersa y su
voz parece haber modulado el timbre: es probable que, desde nuestro último
encuentro, se haya sometido a algún nuevo y costoso tratamiento. A pesar de todo,
no la contemplo como una mujer apetecible y atractiva, más bien como una perfecta
escultura o una proyección holográfica.
— Así que una vieja, ¿eh? ¿Sabes cuantos hombres matarían por poder
contemplar esto?
— Lo ignoro, pero no soy uno de ellos.
— Eso sí que es cierto, porque no eres más que un mocoso crecido. Incluso
así, mientes cuando afirmas que no me deseas.
— Desearía más la tortura.
— Es posible que te satisfaga, imbécil.
La baronesa se aleja apresurada, sin molestarse en vestirse primero. Pocos
minutos después aparece su nieto. Parece conturbado, incluso aparenta humildad.
— Lamento que debas permanecer así, pero ya nos has demostrado que
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contigo cualquier precaución es poca. En todo caso, espero que no me guardes
rencor, porque te aseguro que nada de esto es una cuestión personal.
— Comprendo —miento—. Lo que me gustaría saber es por qué se toma
usted tantas molestias por mí.
— No es sencillo de explicar. Digamos que alguien tiene mucho interés en
usted. Digamos, también, que ese alguien podría prestar servicios muy útiles a la
compañía que represento, y por eso me veo obligado a retenerle en contra de su
voluntad y, créame, también de la mía.
— Y ese alguien no serán por casualidad los neolaconios, ¿verdad? —
Mephistos no responde, pero su azaramiento demuestra que estoy en lo cierto—
Claro que lo son. Y si ellos demuestran tanto interés por mí, es porque, o bien
pretenden matarme, algo que considero improbable, pues entonces usted no se
tomaría tantas molestias para entregarme vivo, o bien soy de veras valioso para
ellos.
Resulta evidente que se siente tan preocupado como aparenta. Se le
descompone el gesto y su frente comienza a perlarse de gotitas de sudor. El
taimado hombre de negocios empieza a comprender que quizá se haya aventurado
en un lance que no tiene tan controlado como suponía.
— De veras le aseguro que esto no es nada personal.
— ¡Claro que es personal! Ha asesinado a mi padre, y es bien probable que
también a mi madre, ¡y tiene la desfachatez de afirmar que no es personal! ¡Por
supuesto que lo es! Pienso ocuparme PER-SO-NAL-MEN-TE de que usted opine lo
mismo. Y puede dar por seguro que lo hará.
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XXVII
A pesar de que la cabina en la que me encuentro preso no permite escuchar
los ruidos del exterior, toda la nave se estremece por varias sacudidas. Quiero
pensar que la nave está siendo atacada, aunque también pudiera suceder que
experimente problemas técnicos o que haya impactado con una andanada de
meteoritos, o que atraviese una nube de basura espacial, cualquier cosa podría ser.
En todo caso,
la incertidumbre, una vez más, causa que la espera se torne
interminable.
Cuando se abre la entrada, lo primero que veo es la hoja de una espada
kelhar de combate molineteando a un lado y a otro, incluso por la parte superior de
la puerta, y levantando esquirlas de duraplástico. Después, con cautela y sin permitir
que la hoja se detenga, el brazo que la empuña. Viste una armadura ligera
camaleónica, por lo que apenas se distingue algo parecido a una aberración óptica
que se desplazara. Finalmente, se despoja del casco y distingo el conocido rostro de
Ramston, el maestro de esgrima. Acto seguido aparece Álexian, que también
empuña una espada. Cuatro soldados más, que no conozco, acceden al reducido
habitáculo. Tras ellos, custodiado por el viejo Junus, Nolan, mi antiguo compañero
de andanzas, que, en lugar de armas, empuña un multiterminal portátil.
— ¿Puedes liberarle? — requiere la directora.
— Hecho.
Responde mi amigo a la par que desaparece la presión que me inmovilizaba.
Me cubren con un casco y una túnica mimética mientras ellos mismos vuelven a
ocultar sus caras, y corremos hacia la salida.
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— Lo tenemos —escucho a Ramston hablar por el intercomunicador—.
Aguardad a que salgamos y después retiraos en orden.
La nave está colmada de humo. Debo respirar por la mascarilla que me
entrega uno de mis acompañantes y no sé por dónde voy; me limito a seguir a
ciegas al que me precede.
Ahora debemos atravesar la gran explanada del
embarcadero, donde se libra una encarnizada batalla. Los mercenarios herculianos
se baten con oficio y dureza, pero no son rivales frente a los más motivados
soldados de la república de los treinta soles, a los que por primera vez veo en
acción, y me pregunto cuál podría ser el resultado si se enfrentaran a un escuadrón
de los míticos soldados neolaconios, a los que nadie, hasta la fecha, ha logrado
derrotar.
Ramston pide fuego de cobertura, y nos lanzamos a atravesar los doscientos
metros de distancia a la carrera. Por todos lados se escuchan explosiones, y un haz
de plasma silba a escasos centímetros de mi cabeza. Una de las paredes de la
fragata se encuentra atravesada por tres espolones de sendas lanchas de asalto.
Nos introducimos por la exclusa del interior de uno de ellos y, mientras que se cierra
el diafragma y la nave se sacude al desengancharse, escucho al viejo profesor de
esgrima ordenar que todo el mundo se retire.
Álexian tiene los ojos nublados de lágrimas, y me aprieta contra ella.
— Jamás imaginé que diría algo así, directora, pero celebro verla.
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XXVIII
CG-258 es un planeta casi tan inhóspito como Ahrkram, si bien mucho más
secreto: jamás había oído el más mínimo rumor sobre su existencia y ni siquiera
aparece en mi banco de conocimientos. Tampoco es posible recabar noticia de sus
dueños, la hermandad Enana Negra.
Por lo que he podido averiguar tras mi liberación, esta sociedad, que procura
ser tan discreta como el astro del que toma el nombre, ha sido capaz de infiltrarse en
todos los estamentos de repúblicas, reinos y la infinidad de entidades organizativas
en las que se divide la galaxia, incluso en las grandes corporaciones, y su objetivo
es evitar que una sola organización, estado o federación se convierta en una entidad
tan hegemónica que ninguna otra pueda hacerle frente y acabe siendo el caldo de
cultivo para el surgimiento de un poder absoluto, como ocurrió miles de años atrás
bajo el despótico yugo de la dictadura tecnoteocrática, cuyos doce tiranos
sojuzgaron a la humanidad durante casi dos siglos, época por todos conocida como
la gran calamidad.
Incluso después de descubrir la existencia de esta sociedad secreta, todavía
me impacta más el conocimiento de que mi inseparable camarada de correrías,
Nolan, siempre haya pertenecido a la misma, y que estar junto a mí constituyera su
misión. Por eso, a pesar del afecto, que no lograría desterrar aunque quisiera, y de
los años compartidos, ahora no puedo dejar de contemplarlo con cierta enajenación
y recelo, tratando de separar en todo cuanto recuerdo de él qué parte perteneció al
amigo y cuál al espía.
— Sí que has cambiado. Ahora pareces cinco años mayor que yo.
Enana negra
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Se diría que ese agente infiltrado, que tanto tiempo consideré mi amigo,
manifiesta genuina admiración. Supongo que en su día debió resultarle complicado
distanciarse de la misión. Deseo creer que debe dolerle mostrarse en su verdadera
condición, confesar de una vez su doblez y su encubrimiento. Incluso así, es mi
amigo, y paso mi brazo por su hombro mientras me conduce a la sala donde me
aguarda el consejo de la hermandad. Tras realizar una respetuosa inclinación, Nolan
se marcha y la puerta se cierra tras él. Entonces toma la palabra Hieras, la
presidenta del consejo.
— Supongo, joven, que estará deseando saber por qué se encuentra usted
aquí. También, por qué se lo hemos ocultado durante tanto tiempo.
Hieras hace una pausa para aclarar la voz, que se le quiebra y deshilacha a
causa de la edad. Es viejísima, quizás incluso más que la misma baronesa, y sus
ojos parecen sepultarse en sendos pozos de arrugas.
— El consejo ha debatido largo y tendido sobre ello, y ha llegado a la
conclusión de que, no sólo tiene derecho a saberlo, sino que ahora es imprescindible
que conozca toda la verdad, que no es otra que esta: su padre era el rey de los
neolaconios. Si conoce un ápice la historia de este pueblo, sabrá que se trata de un
dudoso honor. Los neolaconios obran con su casa real del mismo modo que podría
tratar un ganadero a las reses, y en realidad se dedican a cruzarlos para obtener un
espécimen perfecto. Álexian nos ha informado de que está usted al tanto de que su
madre biológica era una repulsiva bruja adelbarana, imagínese lo que debió soportar
su padre para concebirlo. Esta obsesión de los neolaconios también supone su
mayor debilidad: por eso, Álexian ganó para la causa a su hermanastro y, con su
fuga junto al príncipe, usted, su único heredero hasta el momento, los convirtió en
una monarquía sin rey. Desde entonces, estarían dispuestos a cualquier cosa con tal
de recuperarle. Aunque ellos lo mantienen en secreto, el hecho ha llegado al
conocimiento de KERUK, una de las grandes corporaciones, no sólo nosotros
contamos con agentes infiltrados. Ahora todo el equilibrio universal pende de un hilo.
Varias de estas corporaciones están desarrollando sistemas de control de hipersalto
que permitirán alcanzar la nube de Magallanes: una nueva galaxia virgen dispuesta
a ser colonizada. Por eso Mephistos quiere emplearte como moneda de cambio con
la que comprar la colaboración de las invencibles tropas neolaconias y asegurarse la
supremacía en los nuevos mundos. Y por eso mismo no podemos permitirles que lo
hagan.
— Lo que no entiendo es por qué no se han desecho de mí: se hubieran
ahorrado muchos quebraderos de cabeza.
— Es cierto, pero entonces no seríamos diferentes de aquello contra lo que
luchamos. Y también cabría la posibilidad de que, descartada su alternativa, los
neolaconios se decantaran por fundar otra estirpe y nos encontráramos en la misma
situación, pero sin detentar el control sobre ella.
— También podrían entregarme ustedes mismos a los neolaconios y
problema resuelto.
— Por motivos que ahora no llegaría a entender, no podemos hacer lo que
sugiere. Para ser sinceros, debiéramos admitir que Enana Negra cobró entidad justo
cuando usted fue concebido; antes, éramos poco más que un club de viejos sabios
preocupados por la situación de las tres galaxias. Créame si le aseguro que su
persona podría ser considerada la propia Enana Negra, aunque en este instante no
lo comprenda.
Un emisario entra y le susurra un mensaje al oído. Tras cuchichear unos
instantes con los miembros adyacentes, vuelve a dirigirse a mí.
— Ni siquiera CG-258 es ya seguro; debe partir de inmediato. Nosotros
mismos hemos de abandonar sus instalaciones tan pronto como sea posible. Incluso
nuestra sede y reducto, un planeta entero, debe supeditarse a los intereses y
bienestar de una sola persona: hasta ese punto es trascendente su suerte para
todos nosotros.
Antes de partir, Nolan, Ramston
e incluso el viejo Junus aguardan para
despedirse. El viejo maestro de esgrima es el primero en abrazarme.
— Me siento orgulloso de ti. Nos han llegado algunos relatos de tus hazañas,
y sé que cuanto te enseñé no cayó en saco roto. Como maestro, me puedo sentir
satisfecho.
Junus no sabe cómo comportarse y me tiende una mano dubitativa.
Ignorándola, le abrazo con firmeza. Como cabía esperar, Nolan es el último.
— Supongo que esto es ya el adiós.
— Ya sabes que, tratándose de mí, apenas un hasta luego. Puedes apostar
por ello.
Mientras lo abrazo, no puedo evitar que, a pesar de todo, se me forme un
nudo en la garganta, y debo recurrir al reciente ejemplo de Mara para no
deshacerme en un llanto poco digno para mi nueva y flamante reputación.
XXIX
Me gustaría poder afirmar que elegí BTW-72 por alguna causa relacionada
con mis recién adquiridas habilidades, o porque me gustó un detalle en concreto de
él, pero debo admitir que llegué a este planeta por mero azar, o quizá no del todo: de
hecho, entre todos los planetas a los que se podía acceder desde la estación de
tránsito en la que me dejo el impostado astrotaxi que conducía Álexian, descarté
aquellos en los que primero buscaría yo en el improbable caso de que pensara como
la directora, y después me decanté por uno cualquiera de los restantes, sin permitir
que su nombre, en todos los casos unas siglas seguidas por un ordinal, me sugiriera
nada ni interviniera en le decisión.
Por alguna causa, que no alcanzo a comprender del todo, ahora desconfío de
Álexian. Sin duda contribuye el hecho de que detecté cómo, a lo largo de su
alocución, Hiera me mintió en alguna ocasión y en alguna otra se limitó a
transmitirme algo en lo que no acababa de creer ella misma. En concreto, me
engañó sin ambages cuando me hizo abandonar a toda prisa el planeta y pretendió
que creyera que toda su oscura organización iba a hacer otro tanto.
Para entretener el trayecto que me ha de llevar hasta mi nueva residencia, leo
en el terminal de mi camarote un folleto turístico sobre ese planeta que ni siquiera
cuenta con un nombre como es debido y se referencia con una serie de letras y
dígitos, circunstancia que demuestra que me encamino a un lugar bastante primitivo.
En realidad, se trata de uno de los pocos planetas que no ha sido preciso
terraformar y en los que apenas se han introducido organismos foráneos, pues
contaba con numerosas variedades vegetales y, sorprendentemente, una sola
especie animal, hecho aún más raro, bastante evolucionada, semejante a una
ardilla de unos cuarenta kilos de peso, los Dibquabs, particularidad que acojo como
una suerte de presagio.
En otro orden de asuntos, el planeta apenas dispone de unas canteras de
rocas ornamentales en el norte, diseminadas en torno a la capital planetaria, Gemini2080, nada por lo que el lugar merezca en particular ser visitado o codiciado, y la
zona ecuatorial está ocupada por la selva pantanosa en la que moran los Dibquabs.
La capital apenas posee una treintena de edificios que merezcan el nombre y
unos cuantos campamentos mineros alrededor, donde un recién llegado destaca
como un grano de café en un tarro de sal, y desde que desembarqué todos se
empeñan en preguntarme qué se me ha perdido en este recóndito rincón de la
galaxia.
Por todo lo citado, adquiero un rudimentario paquebote solar de tercera mano
y unos cuantos artículos de supervivencia, ingreso el sobrante del modesto capital
que me facilitó la directora antes de dejarme en la estación en el único de los cuatro
bancos que me ofrece algo de garantía y me dispongo a encaminarme hacia el sur.
Por supuesto, no confieso a nadie mis intenciones y me limito a facilitar a
todos la misma falacia: que trabajo como prospector para una pequeña compañía
minera y que pretendo viajar al norte en búsqueda de nuevos yacimientos de
ebonita, una de las pocas rocas locales cuya explotación resulta rentable.
XXX
Los Dibquabs son fascinantes. De hecho, me atrevería a afirmar que son las
criaturas más evolucionadas de cuantas existen en el universo, por más que a
primera vista se dirían menos sofisticadas que muchas especies de simios.
De
hecho, incluso llegué a pensar en cazarles para obtener alimento, y no lo hice más
que porque me dio la impresión de que no debían ser muy apetitosos. Además,
muchos de los árboles y matorrales de la jungla producen frutas y bayas
comestibles, que distingo sin problemas gracias a mi nuevo instinto, y no hay que
trabajar demasiado para obtenerlas.
Anoche se desató una tormenta de inusitada furia que destrozó mi vivac, y yo
mismo llegué a padecer serios apuros hasta que ellos establecieron contacto
conmigo y me indicaron cómo refugiarme en el hueco que formaban las raíces de un
gran árbol. Los Dibquabs son ante todo seres empáticos y no podían dejarme
sucumbir a manos de la tormenta.
Desde entonces, he aprendido a conectarme con su particular canal
telepático, y me han aceptado sin suspicacia alguna. Además de la telepatía, poseen
una suerte de conciencia colectiva, de la que ahora mismo soy partícipe. El hecho
de sumergirme en este pensamiento común me provoca una sensación de enorme
capacidad adictiva, algo a medio camino entre el vértigo y la embriaguez, y me paso
días enteros entregado a esta sensación, con la salvedad de los ratos que empleo
en comer y las pocas horas que concedo al sueño.
No ignoro que la conciencia también indaga en mí, circunstancia que me ha
hecho ser más consciente que nunca de mis miserias y carencias, si bien, lejos de
dejarme de lado, avergonzados de mi mezquina naturaleza, parecen acogerme sin
reparos, incluso con la genuina satisfacción y la insaciable curiosidad con la que
recibimos las novedades.
XXXI
Con la bruja experimenté un fogonazo de conocimiento. Gracias a los
Dibquabs, ahora lo contemplo en todo su magnificente esplendor y me zambullo en
él como si se tratara de un océano infinito. Los Dibquabs ya eran tal como son ahora
cuando los ancestros del hombre aún no caminaban del todo erguidos ni sabían
manejar otras herramientas que palos y piedras. Antes de eso, habían creado una
sociedad tecnológica, si bien, en cierto punto, su mente comenzó a evolucionar a la
par que su cuerpo involucionaba, recuperando vello, reduciendo su tamaño para ser
alcanzar mayor eficiencia energética y adaptando sus miembros para desenvolverse
con soltura en la jungla que constituye su hábitat.
Su población es reducida, apenas unos centenares de miles, circunstancia
que garantiza que, incluso en los periodos de mayores contrariedades, no han de
sufrir penurias, y su número permanece estable gracias a la capacidad planificadora
de la conciencia colectiva. No padecen enfermedad alguna, ya que la mente
gobierna por completo al cuerpo y las mantiene a raya. Incluso se han adaptado
para poder consumir sin riesgo los frutos que constituyen su principal sustento, de
una gran toxicidad, detalle que les evita tener competidores naturales, si bien, en
caso de necesidad, podrían acomodar su organismo para que se nutriera del duro y
leñoso tronco de los arbustos que crecen en las marismas. Yo mismo estoy
comenzando a desarrollar tolerancia a dichos frutos en pequeñas dosis.
A despecho de sus capacidades telepáticas y de su armoniosa comunión
cognitiva, se trata de unos seres de gran apego social y disfrutan del contacto físico
entre ellos. De manera sorprendente, en particular considerando su inteligencia
compartida y sin parangón, parecen gozar más que nada de los juegos más pueriles,
como arrojar piedras al agua o perseguirse. Sin ningún género de duda, he sido
acogido por la especie más perfecta y feliz del universo.
Es cierto que a menudo pienso en Mara; su ausencia me genera un vacío
desconocido para mí, que tolero gracias a la beatitud de la que me hace partícipe el
resto de la comunidad. Y a veces, muchas menos, en la intriga en la que apenas
unos meses atrás parecía irme la vida, si bien ahora se me antoja un asunto nimio y
carente de trascendencia. No obstante, los días se suceden con placidez, y pierdo la
cuenta del tiempo que he invertido en este planeta.
XXXII
Me despierta el dolor: una sensación extraña y lacerante experimentada a
través de la conciencia colectiva. Todos mis compañeros se encuentran asustados y
confusos, y les grito que se pongan a resguardo. Un aerodeslizador descubierto se
abalanza hacia nosotros con una trayectoria errática y dubitativa. Lo conduce una
mujer, gorda y pelirroja, y detrás un hombre, también pelirrojo, barbudo y barrigudo
como un oso, dispara a ráfagas una arcaica arma de proyectiles sólidos, que
levantan astillas en los árboles próximos, mientras se ríe y bebe de una cantimplora
que después le pasa a la mujer.
No tardan en presentarse tres jinetes, más jóvenes pero de aspecto similar a
los anteriores, que cabalgan sobre hipotigres y abren fuego con rifles láser que
hacen arder los matorrales. Nos están cazando por diversión, algo que la conciencia
colectiva jamás podría llegar a comprender, por lo que me limito a volver a gritarles
que se pongan a cubierto.
También hacen su aparición una decena de peones que empuñan armas
mecánicas de museo: arcos y ballestas. Incluso uno blande un hacha enorme de
duraplástico. Todos parecen cortados por el mismo patrón: pelirrojos, barbudos y
borrachos, la mayoría entrados en kilos. Sin duda, se trata de los Helroak. Otros
cuatro jinetes, que vuelan sobre, pegasos, lanzan ráfagas de plasma que casi
alcanzan a uno de los peones, que, en correspondencia, les dispara con su ballesta,
pero erra de largo.
Los Helroak son una casta degenerada de vagos, borrachos y maleantes.
Hace más de doscientos años, por un error de la naturaleza, uno de sus ancestros
llegó a ser el gran científico que inventó la pila de mesones, el cual ordenó en su
testamento que los réditos de la patente se repartieran a partes iguales entre todos
sus familiares y descendientes. En la actualidad, el clan lo integran unas cuatro mil
personas, todas sin oficio ni beneficio, y que se dedican a emborracharse, vivir de
las rentas y meterse en líos. Todo lo que no se gastan en juergas, lo invierten en
pagar multas, y se comenta que están a punto de arruinarse.
Y ahora da la impresión de que todo el maldito clan se hubiera puesto de
acuerdo para venir de cacería ilegal a BTW-72.
Por fortuna, todos parecen encontrarse muy borrachos. Uno de ellos clava por
error una flecha en la espalda de otro, y dos pelean entre sí a puñetazos. No
obstante, los Dibquabs no acaban de reaccionar y constituyen un blanco fácil; la
carnicería está resultando horrenda. Hago que el aterrorizado grupo más próximo a
mí se interne en la espesura y después regreso en busca de los peones, el grupo
más numeroso pero también el más vulnerable.
No me supone demasiado esfuerzo desarmar al del hacha y, con golpes
planos propinados con el lado romo de su cabeza, dejo inconscientes al resto. No
poseo la fulgurante ligereza que me otorgaba la picadura del insecto fuego, pero me
aproximo bastante. Arrojando una rama, descabalgo a uno de los jinetes y me
apodero de su arma y su montura, con las que empiezo a diezmar al resto de los
Helroaks, genuinamente sorprendidos al pasar de cazadores a presas, y que huyen
sin orden y ni concierto, como una bandada de ratas asustadas.
Entonces distingo cómo una gran bola de plasma me envuelve mientras me
percato de que he sido demasiado estúpido y me he dejado dominar por la ira.
XXXIII
Al recuperar la consciencia, el silencio es doloroso. No sólo la ausencia
acústica, pues los Dibquabs, eran los únicos moradores de la zona, sino el
enmudecimiento total del rumor telepático de fondo de la conciencia colectiva al que
me había acostumbrado. Los han exterminado a todos: la raza más evolucionada de
la galaxia aniquilada por mera diversión, sin propósito alguno, a manos de un clan
de borrachos degenerados, una tribu casi infrahumana, el peor desecho concebible.
Miles de cuerpos exánimes me rodean, también algunos de los Helroak, en su
mayoría víctimas del fuego amigo. Mi ropa ha ardido, tengo la piel chamuscada y me
he quedado sin pelo. Yo también debiera estar muerto, pero, por alguna
circunstancia que no acabo de comprender, he sobrevivido para ser testigo de esta
hecatombe.
He aprendido mucho de los Dibquabs. En cierta medida, algo de la conciencia
colectiva perdura en mí, pero esa sabiduría irremplazable, que supo armonizar como
ninguna otra la mente y la materia, incluso el mismo entorno, se ha perdido para
siempre.
Es cierto que se ha desperdiciado mucho conocimiento y mucha sabiduría
vital, pero la destrucción de los Dibquabs me ha proporcionado una enseñanza
magistral e indeleble, una lección tan dolorosa como imprescindible: no importa cuán
sabio y perfecto seas; al final, el universo será para los más fuertes.
Ahora todo parece evidente: las piezas encajan unas en otras de un modo
sencillo y unívoco. Mi misión se muestra clara. No se antoja agradable, pero nadie
dijo que lo fuera. Por vez primera, desde que la baronesa irrumpiera en mi vida y
desordenara mi sencilla y atolondrada existencia, tengo claro lo que debo hacer.
Y no me cabe duda de que lo haré.
XXXIV
El senado neolaconio le hace honor al nombre: cincuenta ancianos me
contemplan atónitos, y los más próximos arman sus espadas. No son tan viejos
como Hiera, pero el que menos contará con setenta años. Incluso así, un neolaconio
siempre es un enemigo formidable, mucho más si cuenta con una espada. Uno de
los más mayores me interpela.
— ¿Qué haces aquí, insensato?
— Soy tu rey, trátame con el respeto que merezco.
Demostrando una agilidad insospechada, el anciano se postra a mis pies y
se arrastra junto a mí para besarlos con un servilismo bochornoso. Entonces siento
una punzada en la pantorrilla, y el hombre se aleja con un pequeño artilugio
cilíndrico en la mano, que exhibe como un trofeo. Cuatro espadas han detenido sus
filamentos a escasos milímetros de mi piel, e intuyo que por detrás habrá otras
tantas. Por fortuna, ninguna de las manos que las empuña tiembla lo más mínimo.
— La máquina dirá la verdad. En unos segundos, facilitará el porcentaje de
pureza de tu sangre. Prepárate a afrontar las consecuencias si lo que pretendías era
bromear: los neolaconios no tienen sentido del humor, y menos su senado.
Con sorprendente celeridad, traen un artefacto de aspecto enorme,
rudimentario y vetusto que reposa sobre un levitador portátil. Introducen el cilindro
en su interior y todos se agolpan en torno suyo, expectantes.
— ¡Veinticuatro por ciento! ¡La máquina ha indicado veinticuatro por ciento
de pureza!
¡Veinticuatro por ciento! Esto no entraba en ninguno de mis planes. Me
preparo a morir, pero desaparecen las espadas en torno mío y todos se arrodillan. El
anciano que tomó mi sangre se arrastra de nuevo junto a mí.
— Cortad mi cabeza, majestad: lo merezco por mi atrevimiento.
— Nadie ha de perder la cabeza por servir con fidelidad a Neolaconia.
Poneos todos en pie.
Les cuesta trabajo obedecer y tengo que insistir para que se incorporen. El
viejo vuelve a dirigirse a mí, esta vez con lágrimas en los ojos.
— Llevamos tanto tiempo aguardando este instante, que no podemos creerlo,
majestad.
— Cómo os llamáis, senador.
— Abalf, majestad.
— Decidme, Abalf, ¿veinticuatro por ciento es una buena cifra de pureza?
— ¿Bromeáis, mi señor? Antes de vos, el mayor porcentaje obtenido era
once: sois la materialización de todos nuestros sueños.
Las puertas del senado se han abierto, y da la impresión de que todas las
campanas de Nueva Amiclas tañeran al unísono. Los pobladores salen a la calle
blandiendo sus armas, pues en primera instancia sospecharon que pudiera tratarse
de un ataque. Me visten con un manto púrpura y me hacen subir sobre un vetusto
escudo circular de ferroplástico, adornado con el relieve de una letra lambda, que es
izado sobre los hombros de cuatro jóvenes guerreros, y me llevan en procesión
hasta el inmenso ágora, donde soy aclamado por millones de mis súbditos. Todos
ellos golpean el suelo con el mismo ritmo sincopado —dos golpes seguidos y uno
más espaciado— y da la impresión de que la ciudad fuera a hundirse asolada por un
seísmo.
XXXV
Álexian, Ramston, Junus y Nolan me contemplan, expectantes. Al final, la
directora se atreve a hablar.
— Esto es justo lo que debías evitar a toda costa.
— Sí, según vuestras burdas teorías con las que creéis manejar el universo
entre bambalinas. Me llevó tiempo comprender que vuestra hermandad, Enana
Negra, era la enfermedad más dañina que padecía la humanidad, la rémora que la
impedía avanzar. Que vuestros estúpidos y bienintencionados actos eran en realidad
un crimen contra la especie.
— No podréis con nosotros.
— Ya lo he hecho: CG-258 ya es historia, al igual que Hiera y el resto de
vuestro consejo. A vosotros os perdono la vida porque os debo la mía. También,
quizá, por un estúpido sentimentalismo. Pero no juguéis conmigo, porque os vigilaré
en corto.
— Debí mataros cuando tuve ocasión —Interviene Ramstom.
— Quizá tengáis razón: ahora no podríais hacerlo aunque quisierais.
— ¿Estáis seguro? Apenas os enseñé un puñado de los trucos que conozco.
El viejo maestro de esgrima me mira desafiante. Entonces cae al suelo y se
retuerce de dolor.
— Tampoco yo aprendí sólo de vos. Esta fue la última ocasión en la que me
provocasteis y salisteis con vida. Ahora marchaos.
— ¿Piensas que el camino de los neolaconios y su selección de la especie es
la alternativa mejor? — vuelve a desafiarme Álexian.
— Neolaconia es el medio, no el fin. Partid, antes de que cambie de idea.
Contemplo como las cuatro figuras familiares me dan la espalda y
desaparecen, llevando consigo un odio que nada podrá desterrar. Siento
remordimientos, pero los acallo, y ordeno que dejen pasar a los siguientes: Airx y
Mara. Sin duda, el inmenso salón del trono y las docenas de soldados armados
hasta los dientes les impresionan, y no se atreven a dirigirme la palabra.
— Mara, en su día te comprometiste conmigo. Ahora te brindo la ocasión de
liberarte de tu palabra y marchar en paz. En caso contrario, te convertirás en mi
reina y, como tal, deberás guardarme obediencia. No te ofrezco un futuro sencillo, ni
siquiera apetecible. No te puedo ocultar que la corona de Neolaconia me impondrá
ciertos compromisos que no podré eludir y que es posible que no te agraden, pero
tienes mi promesa de que en mi corazón no reinará nadie más que tú. También has
de saber que los hijos que concibamos te serán arrebatados a la edad de cinco años
para someterlos a un terrible entrenamiento, al que tres cuartas
partes de los
infantes sucumben. En cuanto a ti, Airx, en su día le pedí a tu hija que te transmitiera
una encomienda mía y espero que la cumplas a rajatabla, si bien con la máxima
discreción. Con independencia de lo que decida Mara, te sigo considerando un
amigo, y confío en que no levantes tu brazo contra mí.
— Puedes apostar tu vida por ello.
— Te lo agradezco, viejo amigo. Y tú, Mara, tómate el tiempo que precises;
aceptaré tu decisión, sea cual fuere.
— Ya decidí hace tiempo, y no tengo más que una palabra.
Me pongo en pie y todos mis súbditos, con la excepción de la guardia de
corps, se postran en el suelo. Abrazo a Airx y beso a Mara en la frente.
— Me colmáis de felicidad. Dentro de un mes se celebrará la boda en este
palacio, así que ahora marchad a hacer los preparativos. Todos los miembros tu
familia, Airx, serán mis invitados de honor, y cuento con su asistencia, así como la
de Boswalf, Ixer, y la del consejo en representación de todo el pueblo gipsian. El
camarlengo se pondrá en contacto contigo para ultimar los detalles.
Cuando abandonan la cámara, hago pasar a la siguiente audiencia:
Mephistos y los presidentes de las otras cinco grandes corporaciones. Con gran
insolencia, Mephistos comienza a hablarme antes de que le sea concedida la
palabra.
— Sin duda sois un rey muy sabio para vuestra juventud, y estoy seguro
podremos llegar a un acuerdo ventajoso para todas las partes.
— No volváis a hablar hasta que se os requiera. Tengo la certeza de que
vamos a llegar a un acuerdo, y tomo vuestras vidas como garantes.
— Quizás olvidáis, señor, interviene otro de los directivos, que mil rehenes de
las mejores familias neolaconias responden de nuestras vidas.
— No lo olvido. Así como que las entregarán gustosos si se lo requiere su
rey, y que sus padres se sentirán orgullosos por el sacrificio. No voy a andar con
rodeos: la nube de Magallanes va a ser neolaconia. Sólo nosotros tendremos las
nuevas naves intergalácticas, y cualquier discrepancia o maniobra subterránea se
pagará con la aniquilación.
— Disculpadme, majestad —interviene otro de los presidentes— pero
nosotros, aunque las presidamos, no somos nuestras compañías. Y es cierto que
Neolaconia tiene el poder militar, pero existen muchas otras cosas en el universo;
cosas que podrían comenzar a escasear si el comercio no fluye con libertad.
— No os atreváis a amenazarnos, ni siquiera veladamente. Además, lo único
que de veras necesita un neolaconio para sobrevivir es su espada, y ni siquiera eso:
en caso de necesidad, bien pueden valernos nuestros brazos desnudos. Y esto no
es una negociación, sino que os informo del nuevo estado de las cosas: a partir de
este momento, cambiáis vuestras cómodas residencias por mis mazmorras ¡Que
salgan de aquí!
De las tres audiencias de la mañana, la última resultó la más sencilla. Admito
que la segunda fue más placentera, si bien nada fácil, ya que soy consciente de
haber cargado una gran responsabilidad sobre los hombros de mis queridos Airx y
Mara.
Eliminada la entrometida hermandad de la Enana Negra, y sometidas las
grandes corporaciones, la nueva galaxia se abre al dominio del emergente poder
neolaconio. Sé que a medio plazo esto supondrá el colapso de su antediluviano y
rígido sistema monárquico, pero esta circunstancia no supone sino una fase de la
evolución que he previsto para la humanidad, a la que ha de suceder el caos
absoluto y, más adelante, un nuevo orden impulsado por los gipsians, aunque puede
que yo esté tan equivocado como aquellos a los que he doblegado y no ocurra nada
de esto.
También siento el peso del poder, y hay instantes en los que la
responsabilidad se me antoja intolerable. En todo caso, en ocasiones uno debe
hacer lo que debe, no lo que le apetece, ni siquiera lo correcto, y esta es una de
ellas. Es cierto que me he permitido la satisfacción personal de asolar Ahrkram y de
despojar a los Helroak de lo poco que les quedaba de su fortuna y someterles a
trabajos forzados, pero sólo porque también contribuía a la realización de mis
objetivos.
El senado tampoco ve con buenos ojos la presencia de una reina de piel
blanca, además albina, en medio de las pieles azabache de los neolaconios, pero se
han visto obligados a aceptarlo porque fue la única e irrenunciable condición que les
impuse.
Acompañado de la guardia, abandono la sala del trono y me dirijo a mis
aposentos, donde me aguarda la primera de las obligaciones que me exige el
senado: la baronesa Kwreak.
Fin
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