Tirso de Molina (1580-1648) Gabriel Téllez, que se hizo famoso con

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Tirso de Molina (1580-1648)
Gabriel Téllez, que se hizo famoso con el pseudónimo Tirso de Molina, nace en
Madrid entre 1580 y 1581. A los dieciséis años ingresa como novicio, profesando a los
veintiuno en los mercedarios, orden en la que ocupará distintos cargos. Viaja bastante:
Galicia, Sevilla, Santo Domingo (donde explica unos cursos de teología), Salamanca,
Lisboa. Su personalidad se desdobla en el hombre de teatro dinámico y divertido por un
lado y el serio teólogo, docto e influyente. En sus obras se desquita, burlándose, de la
aridez de las disputas secas e inútiles, y se abre por completo a la realidad viva. Conoció
el destierro o recibió la prohibición de escribir obra alguna de teatro, todo ello motivado
por su situación equívoca de fraile mercedario y teólogo muy respetado por su pericia
que “hace [comedias] profanas y de malos incentivos y ejemplos”, lo que desata la ira de
la Junta de Reformación. Sigue escribiendo en Toledo y Madrid, pero a la vez se ocupa
de la Historia general de la orden de la Merced que escribe entre 1632 y 1639.
Enfrentamientos con otros miembros de la orden lo llevan al destierro de Cuenca en
1640; de allí se irá a Soria, como comendador de un convento. Muere en Almazán en
1648. A pesar de sus disgustos personales, en Tirso se da una gran calidad humana,
nunca amargada y hostil, sino, al contrario, abierta, llena de humor, simpática. Es uno de
los pocos escritores del barroco que no se dejó contaminar por la amargura y la mirada
hosca y hostil debida al desengaño. También es de admirar su generosidad y la capacidad
de admirar y elogiar a Lope, quien guarda una distancia injusta al discípulo entusiasta.
Sus obras son una excelente representación del mundo de su época, de las
costumbres, de la vida. En especial acierta en el retrato femenino, personajes a los que
dota de una fuerte carga psicológica. Su temática abarca desde obras religiosas (Santa
Juana, La mejor espigadora, El colmenero divino, El laberinto de Creta), enredos
amorosos (El vergonzoso en palacio, Marta la piadosa, Don Gil de las calzas verdes, La
gallega Mari-Hernández) o escritos de mayor calado y hondura como El burlador de
Sevilla y convidado de piedra o El condenado por desconfiado. En la primera de ellas
fija el mito de don Juan, que será más tarde retomado por Molière, Mozart, Byron,
Mozart-Da Ponte, Shaw. El segundo trata el tema del destino y la salvación del hombre,
asunto básico de la mentalidad de la época, con una hondura similar a la de Calderón.
Su estilo oscila entre el estilo llano de Lope y la influencia gongorina, tiene apego a las
imágenes chocantes del culteranismo pero tampoco descarta los recursos culteranos
como las perífrasis elusivas, imágenes innovadoras y sugerentes etc.
El condenado por desconfiado
Es sugestivo observar que las dos obras de máxima importancia de la dramaturgía
de Tirso de Molina – El burlador de Sevilla y El condenado por desconfiado – no tienen
una autoría cierta. Este fenómeno, tan común en la literatura de los Siglos de Oro
españoles, tiene causas múltiples, entre las cuales la censura política y la intolerancia
religiosa que caracteriza la Contrarreforma se destacan por su peculiar transcendencia. El
caso de Tirso de Molina es uno típico para la necesidad de esconder sus méritos y su
talento con la ayuda de varios subterfugios y no es poco probable que la discusión tan
animada acerca de la paternidad de El condenado por desconfiado se deba al intento de
ocultar esta obra, publicada junto a otras once en su Segunda parte (Madrid, 1635), cuyo
prólogo reza que cuatro de las obras publicadas no son suyas. Es un acto que nos parece
poco comprensible, pero que se justifica en la vida del fraile que había conocido
procesos, exilios, encarcelamientos, y que sabía que su oficio de fraile en la Orden de
Nuestra Señora de las Mercedes (cuyo propósito principal era el rescate de los cuativos
cristianos en tierras musulmanes) no cuajaba con la de autor de teatro1 . Si en el caso de
Calderón (quien, de hecho, defendió a nuestro autor en el proceso donde el cabo de
acusación lo constituía el hecho de que Tirso “provoca el escándalo por sus comedias
demasiado mundanas y corrompe por ejemplos seductivos y peligrosos”), la fama le
ayudó a continuar su carrera dramática incluso después de su ordenación, por obras para
ser representadas en la corte y por los auto sacramentales, en el caso de Tirso parece que
las trabas puestas por su orden fueron más insalvables, dado que después de su exilio en
Soria (1640) hasta su muerte (1648) su nombre se hunde cada vez más en el olvido. Será
rescatado, como muchos autores de los siglos de Oro, por los románticos y más tarde por
los entusiastas “tirsistas” (Blanca de los Ríos, Victor Said Armesto, P. Muñoz Pena,
Serrano Sanz etc.) que desde finales del siglo XIX hasta nuestros días no dejan de
resaltar los méritos del gran dramaturgo.
Volviendo al drama religioso El condenado por desconfiado, las opiniones de los
estudiosos en cuanto a la autoría conocen un flujo y el reflujo constante: en los años ’60
y principios de los ’70 los argumentos de Alan K. G. Paterson y Manuel Penedo Rey
parecían imbatibles a la hora de demostrar la paternidad certera de Tirso, en cambio en
1973 Ruth Lee Kennedy demuestra que es dudoso que este drama, con ecos claros de la
comedia de Lope de 1596 El remedio en la desdicha y con temática inspirada de la
disputa sobre la predestinación que estremecía los primeros años del siglo XVII, sea
escrita por Tirso, y da como autor más probable a Andrés de Claramonte (1580-1626).
Con todo esto, su demostración no es del todo convincente, dado que para un teólogo de
la finura de Tirso la interrogación sobre la predestinación y libertad podía muy bien
representar un tema de inspiración, desvinculado de las disputas que se vehiculaban en el
ágora. La obra ha sido siempre relacionada con la controversia sobre la gracia – de
auxiliis – que a principios del siglo XVII 2 oponía a los tomistas, capitaneados por el
dominico Domingo Báñez (1528-1604), a los molinistas, partidarios de las tesis del
jesuita Luis de Molina (1535-1600). Si los primeros eran acusados por el grupo opuesto
de tender a la herejía calvinista, según la cual Dios condena o salva desde el principio al
alma individual, los segundos eran considerados como más cercanos a los herejes
pelagianos, quienes descartan el papel de la Gracia divina en la salvación. Con otras
palabras, en los primeros se hace más hincapié en la predestinación, mientras que los
primeros acentúan más la libertad de elegir entre el bien y el mal. Recordando la trama
de El condenado por desconfiado, se plantea el problema de la tendencia a la cual hace
alusión la historia de Paulo y Enrico. Paulo es un asceta que, a pesar de su juventud (25 o
30 años) ya ha pasado diez años en el desierto, donde está acompañado por su criado
Pedrisco, vuelto asceta forzosamente. Enrico, al contrario, es un enorme pecador, cínico
asesino, ladrón y violador, cuyo único vínculo con la piedad está representado por su
amor a su viejo padre, tullido e impotente, a quien no abandona en su misería física. Si
Pedrisco desempeña el papel del gracioso, Galván, el criado de Enrico es más bien un
acompañante careciente de rasgos cómicos, quien supera en cinismo incluso a su amo,
1
De hecho, en 1640, el visitador oficial de los mercendarios en Madrid, fray Marcos Salmerón, ordena que
ninguno de los monjes de la orden guarden libros de poesía y prosa profana ni que alguno de ellos “escriba
versos algunos de coplas, en forma de sátira o cartas, aunque sean en prosa, contra el gobierno público ni
contra otras personas”. Es otra prueba del carácter anarquista de la literatura en general y del teatro en
particular.
2
La controversia empezó de hecho en 1588; en 1607 el papa Paulo V impuso silencio a ambos bandos,
pero las consecuencias de este enfrentamiento se prolongaron hasta bien entrado el siglo XVII. En
Francia un reflejo de esta polémica lo tenemos en la disputa entre los jesuitas y los jansenistas. Los
efectos más punzantes no los experimentaban los teólogos sino los seglares, quienes tendían sea a una
confianza exagerada en el poder de la gracia, sea a la desesperación y fatalismo, en función de la
doctrina abrazada.
para quien profesa una suerte de admiración incondicional 3 . La figura de Celia podría
representar una fuente de comicidad, si su papel y su carácter no fueran tan pobremente
delineados, mera indicación de una posible segunda trama (en la tradición teatral de
Lope de Vega) que se reduce al final a una grosera técnica teatral – entrada en escena de
Enrico, quien depende financieramente de una mujer enamorada, y a la cual trata de
forma no poco violenta. La historia de amor, pues, es poco convincente, así como
careciente de sutileza es la rápida asignación a Celia del papel de mujer caprichosa e
inconstante, que no tarda en casarse con otro una vez que Enrico se ve forzado a
abandonar la ciudad. De hecho, observamos que si hay trama doble, ésta nace del
contraste fuertemente subrayado entre las figuras masculinas principales. Paulo es un
excesivo en todo lo que hace: elige ser un ermitaño, cuando ya la vida cenobítica se
había vuelto preferencia exclusiva de la Iglesia católica, aspira a la revelación, esto es
comunicación directa con Dios, mientras los peligros de ésta ya habían sido recalcados
por los teólogos 4 , se fía ciegamente en la revelación que considera venir del ángel y que
es del demonio y da por cierto que Enrico, a quien debe imitar, es un santo varón; su
desesperación es tan excesiva al percatarse de lo contrario que decide superar en maldad
a Enrico, considerando que si la salvación no se recibe según los actos, entonces no vale
la pena esforzarse en lo más mínimo 5 . En Paulo observamos un exceso de fe, pero una
falta absoluta de las otras dos virtudes capitales, la esperanza y la caridad. Absolutista
feroz, Paulo se resiste a escuchar los consejos del pastor (disfrazado a lo divino),
encarnación medio fantasmal, que le cruza el camino, y se reafirma en su intransigencia:
“¿Por qué, pastor, queréis vos / [que en la clemencia de Dios] / halle su remedio medio? /
Alma, ya no hay remedio / que el condenarnos a los dos”. Paulo se condena porque lo
quiere, porque prefiere una seguridad, aunque sumamente dañina, a la confusión y la
incertidumbre; Enrico en cambio sabe ceder, esperar y matizar sus reacciones. En la
escena de la confrontación directa, se puede observar asimismo una victoria moral del
gran pecador ante el imitador a pesar de sí mismo. Enrico se niega a recibir la confesión
última, no deja de proferir amenazas y ofensas incluso ante la muerte inminente, pero al
revelar Paulo la ardid, afirma su esperanza en la bondad de Dios: “No dejara yo la vida /
que seguías; pues fue causa / de que quizá te condenes en atreverte a dejarla. [...] / Yo
soy el hombre más malo / que naturaleza humana / en el mundo ha producido; [...] / mas
siempre tengo esperanza en que tengo que salvarme; / puesto que no va fundada / mi
esperanza en obras mías / sino en saber que se humana / Dios con el más pecador, / y con
su piedad se salva”. Con otras palabras, Enrico se revela ser más humilde, más pío que el
propio ex ermitaño, aceptando su humana condición de ignorante que depende
totalmente del plan de Dios. O sea, sus actos malos no lo transforman irremediablemente
en un ser malo: la caridad que profesa a su padre demuestra su capacidad por la bondad.
3
Este rasgo se vuelve evidente en la escena de la segunda jornada, en la cual Galván impele a su señor
a matar al viejo Albano, según la promesa hecha a Octavio, quien lo había pagado. Enrico se niega a
respetar el trato, por causa de la vejez de Albano, que le recuerda la de su padre. Galván : « Vive Dios,
que no te entiendo ; / otro eres ya del que fuiste ».
4
« Aqueste bien, Señor, habéis de hacerme : / ¿qué fin he de tener ? Pues un camino / sigo tan bueno
no queráis tenerme / en esta confusión ». Se observa el orgullo y la premura, así como la tentación
soberbia del plan divino. El Doctor místico, San Juan de la Cruz, en su Subida al monte de Carmelo,
llamaba la atención sobre estos actos : « Justamente se enoja Dios con quien las admite (las
revelaciones), porque ve que es temeridad de tal meterse en tanto peligro y presunción y curiosidad, y
ramo de soberbia y raíz y fundamento de vanagloria, y desprecio de las cosas de Dios ».
5
Pedrisco, el raisonneur de la obra, observa perfectamente este carácter excesivo de su señor : « Ya no
me espanto de nada ; / porque verte ayer, señor, / ayunar con tal fervor, / y en oración ocupada, / en tu
Dios arrebatado, / pedirle ánimo y favor / para proseguir tu vida / en tan grande penitencia ; / y en esta
selva escondida / verte hoy con tanta violencia, / capitán de forajida / gente, matar pasajeros / tras
robarles los dineros ; / ¿qué más se puede se puede esperar ? / Ya no me pienso espantar ».
Los tomistas, para volver a su posición, juzgaban la persona humana por sus actos,
ahondando el desajuste entre el actuar y el ser: para ellos Dios da la fuerza de obrar (ser),
pero no para el pecado, que es un no-ser, es decir no pertenece a la esfera divina, por lo
cual incumbe sólo a la decisión del hombre. Paulo decide pecar por voluntad, cometer
actos malos para llegar a ser malo, es decir condenable con razón; Enrico cede a una
inclinación innata hacia el mal, se enorgullece con sus maldades, pero su amor sincero
por su padre le sirve como de escudo ante la infestación profunda de su alma con las
fuerzas demoníacas. Prueba de ello es la tentación final del demonio: en su cárcel, Enrico
recibe, tal como el anacoreta anteriormente, la visita del demonio disfrazado de ángel,
quien le promete la vida y la salvación a cambio, suponemos, de su alma. Enrico se
resiste, casi inconscientemente, a esta invitación, sintiéndo escalofríos y temblores poco
experimentados por un valiente como él 6 . La música celestial, o sea una voz interior, le
pronostica algo aparentemente disparatado – la vida, si se queda en su última cárcel, de
la cual será llevado directamente al patíbulo; la muerte, si se salva por la puerta que le
abre la sombra demoníaca. Se entiende de antemano que la vida y la muerte prometidas
se refieren a la Vida o Muerte del alma. Enrico es, pues, más sensible a estos anuncios
por debajo de la piel, a estas finas variaciones anímicas que el propio ermitaño quien, a
pesar de sentir el mismo terror (“¡Qué mal el temor resisto! / Ciego en mirarlo he
quedado”), olvida estos anuncios, más curioso y soberbio que piadoso. San Juan de la
Cruz, en el mismo tratado, subrayaba claramente: “De estas visiones que causa el
demonio, a las que son de parte de Dios hay mucha diferencia; porque los efectos que
éstas hacen en el alma no son como los que hacen las buenas, antes hacen sequedad de
espíritu acerca del trato con Dios y inclinación a estimarse y admitir y tener en algo las
dichas visiones, y en ninguna manera causan blandura de humildad y amor de Dios”. Se
ve que el alma de Paulo, seguramente un ignaro en cuanto a los tratados y doctores
místicos 7 , es más corrompida por el orgullo y la autosuficiencia que la de Enrico. Se
podría considerar pues que su reprobación final es merecida, que el ermitaño, incluso
antes de cambiar el curso de su vida es condenable, que sus actos de injusticia no hacen
sino confirmar una tendencia interior, ya existente. De hecho, esta decisión inescrutable
ya le había sido medio descubierta a través del sueño en que el anacoreta se veía ya
condenado al infierno, sueño que le ha provocado el funesto acto de tentación de Dios.
El sueño es considerado de forma ambivalente en la literatura barroca: de un
lado, tentación demioníaca, de otro lado, revelación de la realidad. No sólo Segismundo
de La vida es sueño está forzado a observar las trampas de la actividad onírica, sino
también Paulo es un ejemplo de las dificultades insoslayables del que, “hecho de la
madera de los sueños” (Shakespeare), intenta abrirse paso en esta maraña de anuncios y
avisos contradictorios. Segismundo entiende al final de su experiencia que “aun en
sueños / no se pierde el hacer bien”, mientras Paulo se convierte al revés 8 y se aboca a
una vida de maldades aunque no se delata en absoluto en él una inclinación profunda
hacia el vicio. Paulo se impone hacer el mal, mientras Enrico lo hace de forma natural y
es como si Paulo ganara una absurda apuesta consigo mismo, y por fin gana el infierno
que tanto temía; Enrico gana los cielos por un golpe de gracia eficaz in extremis, por el
6
Enrico : « ¿Quién llama? / Esta voz me hace temblar. / Los cabellos erizados / pronostican mi temor ;
mas ¿dónde está mi valor? / ¿Dónde mis hechos pasados? ».
7
No se hace ninguna referencia al momento de conversión del ex soldado que había sido Paulo. En
todo caso, no hay nada del rigor jesuita en su actitud : Ignacio de Loyola, el fundador de la orden, había
empezado asimismo su vida bajo el signo de Marte, pero sería arriesgado ver aquí una alusión de esta
índole.
8
Es sugestivo, de hecho, el nombre del personaje, Paulo aludiendo sin duda a San Pablo, pero un San
Pablo invertido, que toma al revés el camino de Damasco.
arrepentimiento final. Descuidándose de su suerte en el más allá y haciendo lo suyo en la
tierra (es decir el bien derramado sobre la única persona que ama, su padre), Enrico
recibe la vida eterna. Paulo, dotado sólo de gracia suficiente, se autocondena no tanto por
desconfianza sino por un exceso de confianza en su capacidad de discernir el plan de la
divinidad. ¿Es molinista o tomista esta posición? ¿Se trata aquí de una defensa del libre
albedrío o bien de una demostración de que el plan de la divinidad es inescrutable y de
antemano condena o salva el alma del hombre? Las opiniones de los estudiosos son
divididas en este punto, porque de un lado se podría ver un reflejo del molinismo en la
sibilínica frase del pastor en la jornada final “adiós, porque voy / con la triste nueva a mi
Mayoral; / y cuando ya lo sepa / (aunque ya lo sabe) / sentirá su mengua”, es decir que
los actos de Paulo ya habían sido previstos en el plan divino. De otro lado, la condena
final de Paulo a pesar de su ascetismo sagaz y la salvación de Enrico, arrepentido tardío,
podría abogar a favor de un juicio sobre la base de los actos de piedad individuales.
Ciriaco Morrón observa que en muchas otras obras hay fragmentos que delatan a un
Tirso tomista convencido, pero es posible que en esta obra la controversia de auxiliis
sólo sirva de trasfondo para una meditación más profunda sobre los desastres que puede
producir la desesperación en un alma demasiado frágil como para soportar el peso de lo
inexplorable y desconocido.
Alejando Cioranescu, en El barroco o el descubrimiento del drama, ve en El
condenado por desconfiado y en La vida es sueño uno de los ejemplos más evidentes del
avance hacia el descubrimiento del drama, esto es la observación de la ambivalencia
fundamental que puede existir en el mismo individuo. Hasta el siglo XVII, considera el
estudioso rumano naturalizado en España en las huellas de Erich Auerbach, los
personajes literarios seguían las pautas de la univocidad: uno coincidía consigo mismo
en todos sus actos y las aparentes contradicciones eran de hecho función de una
evolución temporal, que prácticamente reemplazaba una psicología por otra, igual de
estable que la primera (ejemplo: Medea, madre y mujer perfecta, reemplazada por
Medea, ser cegado por el deseo de vengarse). En cambio, el barroco introduce la
ambivalencia, el alma doble, escindida, el poseer dos tendencias igual de avasalladoras al
mismo tiempo. Es principalmente el caso de Enrico, en nuestra obra, ser al mismo
tiempo inclinado hacia el mal y hacia el bien en las honduras de su alma; en el caso de
Paulo, la oposición entre el mal y el bien es tajante, el exceso quedando su forma de
manifestación casi unívoca. No hay término medio en Paulo: como santo, está seguro de
su salvación y sólo los presagios de su sueño lo hacen dudar; como bandolero, está
seguro de su condena, de modo que una vez más se observa que su desconfianza, que lo
lleva a la perdición, es efecto de su desmesurada confianza en su destino. Hay un fino
juego catóptrico que está en la base de esta obra: no se trata tanto del falso reflejo de
döpelgangern entre Enrico y Paulo, dobles sólo en la imaginación de Paulo, sino de la
existencia de un espejo siempre dudoso, un espejo que siempre manipula el diablo.
Paulo, teólogo aficionado, confunde la fe – que es virtud intelectual, por la cual se
asiente a los dogmas revelados – con la confianza – la fiducia, que es una esperanza
arraigada, virtud anímica, que hace aspirar a pesar de todo a la conquista del paraíso.
Paulo no pierde nunca la fe, pero sí la confianza: incluso en las últimas, cuando Pedrisco
le anuncia que Enrico ha salvado su alma por un acto de arrepentimiento final, el
ermitaño bandolero se rehúsa a la confesión y comulgación: “Esa palabra me ha dado /
Dios: si Enrico se salvó, / también yo salvarme aguardo”. La revelación, falsa, porque
venida del diablo, es más estimada que la revelación clara, cristiana, evidente: el alma
puede ganar el cielo incluso si en el último segundo hace acto de penitencia, porque
Cristo ha revelado la extrema bondad de Dios. Paulo es un mal hermenéuta – y la mala
interpretación es peor que la ignorancia completa. Su limitación se debe a su carácter fría
y calculadamente intelectual, incapaz de modular su comportamiento, movido, como
Enrico, por el amor. No es un personaje trágico Paulo, más bien, como decía Karl
Vossler, “si lo miramos con menos agudeza teológica y más compasión humana, nos
aparece como un ser extremadamente infeliz y digno de misericordia”. De hecho, este
carácter atormentado por la duda y la angustia nacida de la desconfianza, es típicamente
dramático, en el sentido “barroco” que le asigna Cioranesco a ese término. Como los
racinianos Roxane, Pyrrhus, Hermione o Phèdre, Paulo recibe su majestad sólo de “la
pasión y su insosiego: no es la dignidad del héroe, sino el prestigio digno de lástima de la
víctima y de la debilidad que impone respeto porque se castiga bastante o demasiado con
su propio sufrimiento”.
Es posible que esta infelicidad radical y esta falta de maleabilidad profunda haga
de la creación de Tirso una obra de referencia para el teatro del Siglo de Oro, porque a
decir la verdad su poesía es escasa, las superficialidades técnicas abundantes y la
composición bastante esquemática. La interioridad tumultuosa de los dos personajes
centrales es, en cambio, suficientemente fuerte como para pasar por alto las
imperfecciones de la poiesis. Tal vez en la obra de cada autor existan vehículos
simbólicos predilectos: en Tirso, son impresionantes las escenas cuyo elemento
primordial es el mar. En El burlador de Sevilla destacamos la extraordinaria escena
marítima que enfrenta la pareja Don Juan – Catalinón con Tisbea, doble femenino de
Don Juan que salva a éste para volverse pronto víctima de él. Hemos observado allí la
equivalencia simbólica entre el mar y el eros, entre la peligrosa profundidad del agua y el
impenetrable inconsciente, que se hace patente en el canto de Tisbea, cándida y ufana
mujer que se cree impenetrable al amor. Del mismo mar salen esta vez Enrico y Galván,
sólo que su emergencia está lejos de tener connotaciones eróticas, reflejando, como en el
caso anterior, la dominante de la obra, es decir la temática religiosa. Anuncia Pedrisco a
su señor la llegada de Enrico y su criado: “En los cristales no helados / las dos cabezas se
vían / de aquestos dos desdichados, / y las olas parecían / ser tablas de degollados”. No
nos puede sorprender la alusión a la imagen de Juan Bautista, degollado, en una obra
donde los juegos catóptricos forman el tejido mismo de la trama. Juan Bautista es el que
anuncia a Cristo; Enrico también es un anunciador del destino de Paulo, pero
observamos como todo está al revés, como el juego con las imágenes crea un “confuso
laberinto” donde ya no se sabe quién refleja a quién. Igualmente, la alusión al camino
por agua, milagro primerizo de Cristo, está relacionado con el naufragio de los dos
personajes: “Pedrisco: ¿Dónde iban vuesas mercedes / que en tan gran peligro dieron /
como es caminar por agua? / ¿No responden? Enrico: Al infierno. Pedrisco: Pues, ¿quién
le mete en cansarse, / cuando hay diablos tan ligeros / que le llevarán de balde? Enrico:
Por agradecerles menos”. No hay duda, Enrico se muestra cínico y rebelde, sus palabras
son meras figuras, pero resuenan de forma dramática en la conciencia de Paulo, quien
parece buscar en todos los actos de su falso doble una confirmación de sus propias
angustias. Observamos como el mar cobra aquí un significado religioso, no muy lejano
al que le asignaba Fray Luis de León en su primera oda, A la vida retirada, al oponer los
peligros del mar (“no es mío ver el lloro / de los que desconfían / cuando el cierzo y el
ábrego porfían”) a la tierra firme, espacio protector donde con pocos medios y mucha
virtud se construye la morada eterna del alma. Enrico se salva como por milagro de las
aguas airosas (el infierno) sólo para encontrar a Paulo y reafirmarle a éste en sus falsas
interpretaciones. Término medio entre la subida por los aires que será la suerte de Enrico
después de su castigo en la horca y el fuego infernal del cual emerge Paulo tras su
muerte sólo para confirmar que su destino de réprobo se ha cumplido, el mar es uno de
estos símbolos del espejo engañador que domina la entera actuación de Paulo.
La mayoría de los exégetas se plantean un problema que no deja de ser inspirada
por una mentalidad de affranchis, esto es si el drama de Tirso puede todavía suscitar el
interés de un lector o espectador contemporáneo, si los tormentos teológico-morales del
protagonista pueden todavía emocionar a un espíritu liberado de principios del siglo
XXI. El problema está mal planteado: lo que nos emociona no es tanto la controversia
teológica que está representada, como hemos visto, a la manera de vago trasfondo,
improvisado de reminiscencias doctrinales y de trasposiciones inteligibles para legos,
sino la forma de repercutirse el dilema religioso en una alma humana. Se trata de la
observación rigurosa de los estragos que produce en una conciencia la angustia,
sentimiento humano cuya causa primera pierde peso ante las consecuencias infaustas que
se desatan en tropel. No es necesario, por consiguiente, hacer un ejercicio de viaje
intelectual a los tiempos sombríos de la Contrarreforma, ni “excusar” hipócritamente al
fraile mercendario por su desliz en lo moralizador y lo excesivamente doctrinal, sino
simplemente leer la obra como una creación capaz de iluminar las tendencias
autodestructivas, patológicas, atormentadoras de un alma presa de la angustia. La
desesperación, al fin y al cabo, puede tener causas todavía más innobles que la que lleva
a Paulo a un suicidio moral inevitable; pero no es la causa del tormento del ermitaño
bandolero lo que sigue atrayéndonos en esta obra, sino la pasividad con que se deja
llevar por el caudal de sus sentimientos negativos, nacidos – y esto es todavía más
interesante – de una interpretación siempre errónea, siempre tergiversada. No hay
hechos, sólo hay puntos de vista, se oye hoy cada vez más frecuentemente en el medio de
los filósofos postnietzsceanos, pero estos puntos de vista pueden llevar a la
(auto)destrucción o a la salvación. El drama de Tirso pone de relieve la dificultad de
ubicarse en este laberinto de perspectivas, de hacer la buena interpretación de la realidad,
en la presencia de un criterio certero que es la divinidad. Que hoy en día aceptamos o no
este criterio, ya es problema de perspectiva individual; en la época barroca esta norma
era una realidad vital y capaz por ende de vivificar la creación de una excepcional
pléyade de escritores que viven el cristianismo a como una “agonía” (Unamuno), y no
como una mitografía.
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Bibliografía
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