Tirso de Molina (1580-1648) Gabriel Téllez, que se hizo famoso con el pseudónimo Tirso de Molina, nace en Madrid entre 1580 y 1581. A los dieciséis años ingresa como novicio, profesando a los veintiuno en los mercedarios, orden en la que ocupará distintos cargos. Viaja bastante: Galicia, Sevilla, Santo Domingo (donde explica unos cursos de teología), Salamanca, Lisboa. Su personalidad se desdobla en el hombre de teatro dinámico y divertido por un lado y el serio teólogo, docto e influyente. En sus obras se desquita, burlándose, de la aridez de las disputas secas e inútiles, y se abre por completo a la realidad viva. Conoció el destierro o recibió la prohibición de escribir obra alguna de teatro, todo ello motivado por su situación equívoca de fraile mercedario y teólogo muy respetado por su pericia que “hace [comedias] profanas y de malos incentivos y ejemplos”, lo que desata la ira de la Junta de Reformación. Sigue escribiendo en Toledo y Madrid, pero a la vez se ocupa de la Historia general de la orden de la Merced que escribe entre 1632 y 1639. Enfrentamientos con otros miembros de la orden lo llevan al destierro de Cuenca en 1640; de allí se irá a Soria, como comendador de un convento. Muere en Almazán en 1648. A pesar de sus disgustos personales, en Tirso se da una gran calidad humana, nunca amargada y hostil, sino, al contrario, abierta, llena de humor, simpática. Es uno de los pocos escritores del barroco que no se dejó contaminar por la amargura y la mirada hosca y hostil debida al desengaño. También es de admirar su generosidad y la capacidad de admirar y elogiar a Lope, quien guarda una distancia injusta al discípulo entusiasta. Sus obras son una excelente representación del mundo de su época, de las costumbres, de la vida. En especial acierta en el retrato femenino, personajes a los que dota de una fuerte carga psicológica. Su temática abarca desde obras religiosas (Santa Juana, La mejor espigadora, El colmenero divino, El laberinto de Creta), enredos amorosos (El vergonzoso en palacio, Marta la piadosa, Don Gil de las calzas verdes, La gallega Mari-Hernández) o escritos de mayor calado y hondura como El burlador de Sevilla y convidado de piedra o El condenado por desconfiado. En la primera de ellas fija el mito de don Juan, que será más tarde retomado por Molière, Mozart, Byron, Mozart-Da Ponte, Shaw. El segundo trata el tema del destino y la salvación del hombre, asunto básico de la mentalidad de la época, con una hondura similar a la de Calderón. Su estilo oscila entre el estilo llano de Lope y la influencia gongorina, tiene apego a las imágenes chocantes del culteranismo pero tampoco descarta los recursos culteranos como las perífrasis elusivas, imágenes innovadoras y sugerentes etc. El condenado por desconfiado Es sugestivo observar que las dos obras de máxima importancia de la dramaturgía de Tirso de Molina – El burlador de Sevilla y El condenado por desconfiado – no tienen una autoría cierta. Este fenómeno, tan común en la literatura de los Siglos de Oro españoles, tiene causas múltiples, entre las cuales la censura política y la intolerancia religiosa que caracteriza la Contrarreforma se destacan por su peculiar transcendencia. El caso de Tirso de Molina es uno típico para la necesidad de esconder sus méritos y su talento con la ayuda de varios subterfugios y no es poco probable que la discusión tan animada acerca de la paternidad de El condenado por desconfiado se deba al intento de ocultar esta obra, publicada junto a otras once en su Segunda parte (Madrid, 1635), cuyo prólogo reza que cuatro de las obras publicadas no son suyas. Es un acto que nos parece poco comprensible, pero que se justifica en la vida del fraile que había conocido procesos, exilios, encarcelamientos, y que sabía que su oficio de fraile en la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes (cuyo propósito principal era el rescate de los cuativos cristianos en tierras musulmanes) no cuajaba con la de autor de teatro1 . Si en el caso de Calderón (quien, de hecho, defendió a nuestro autor en el proceso donde el cabo de acusación lo constituía el hecho de que Tirso “provoca el escándalo por sus comedias demasiado mundanas y corrompe por ejemplos seductivos y peligrosos”), la fama le ayudó a continuar su carrera dramática incluso después de su ordenación, por obras para ser representadas en la corte y por los auto sacramentales, en el caso de Tirso parece que las trabas puestas por su orden fueron más insalvables, dado que después de su exilio en Soria (1640) hasta su muerte (1648) su nombre se hunde cada vez más en el olvido. Será rescatado, como muchos autores de los siglos de Oro, por los románticos y más tarde por los entusiastas “tirsistas” (Blanca de los Ríos, Victor Said Armesto, P. Muñoz Pena, Serrano Sanz etc.) que desde finales del siglo XIX hasta nuestros días no dejan de resaltar los méritos del gran dramaturgo. Volviendo al drama religioso El condenado por desconfiado, las opiniones de los estudiosos en cuanto a la autoría conocen un flujo y el reflujo constante: en los años ’60 y principios de los ’70 los argumentos de Alan K. G. Paterson y Manuel Penedo Rey parecían imbatibles a la hora de demostrar la paternidad certera de Tirso, en cambio en 1973 Ruth Lee Kennedy demuestra que es dudoso que este drama, con ecos claros de la comedia de Lope de 1596 El remedio en la desdicha y con temática inspirada de la disputa sobre la predestinación que estremecía los primeros años del siglo XVII, sea escrita por Tirso, y da como autor más probable a Andrés de Claramonte (1580-1626). Con todo esto, su demostración no es del todo convincente, dado que para un teólogo de la finura de Tirso la interrogación sobre la predestinación y libertad podía muy bien representar un tema de inspiración, desvinculado de las disputas que se vehiculaban en el ágora. La obra ha sido siempre relacionada con la controversia sobre la gracia – de auxiliis – que a principios del siglo XVII 2 oponía a los tomistas, capitaneados por el dominico Domingo Báñez (1528-1604), a los molinistas, partidarios de las tesis del jesuita Luis de Molina (1535-1600). Si los primeros eran acusados por el grupo opuesto de tender a la herejía calvinista, según la cual Dios condena o salva desde el principio al alma individual, los segundos eran considerados como más cercanos a los herejes pelagianos, quienes descartan el papel de la Gracia divina en la salvación. Con otras palabras, en los primeros se hace más hincapié en la predestinación, mientras que los primeros acentúan más la libertad de elegir entre el bien y el mal. Recordando la trama de El condenado por desconfiado, se plantea el problema de la tendencia a la cual hace alusión la historia de Paulo y Enrico. Paulo es un asceta que, a pesar de su juventud (25 o 30 años) ya ha pasado diez años en el desierto, donde está acompañado por su criado Pedrisco, vuelto asceta forzosamente. Enrico, al contrario, es un enorme pecador, cínico asesino, ladrón y violador, cuyo único vínculo con la piedad está representado por su amor a su viejo padre, tullido e impotente, a quien no abandona en su misería física. Si Pedrisco desempeña el papel del gracioso, Galván, el criado de Enrico es más bien un acompañante careciente de rasgos cómicos, quien supera en cinismo incluso a su amo, 1 De hecho, en 1640, el visitador oficial de los mercendarios en Madrid, fray Marcos Salmerón, ordena que ninguno de los monjes de la orden guarden libros de poesía y prosa profana ni que alguno de ellos “escriba versos algunos de coplas, en forma de sátira o cartas, aunque sean en prosa, contra el gobierno público ni contra otras personas”. Es otra prueba del carácter anarquista de la literatura en general y del teatro en particular. 2 La controversia empezó de hecho en 1588; en 1607 el papa Paulo V impuso silencio a ambos bandos, pero las consecuencias de este enfrentamiento se prolongaron hasta bien entrado el siglo XVII. En Francia un reflejo de esta polémica lo tenemos en la disputa entre los jesuitas y los jansenistas. Los efectos más punzantes no los experimentaban los teólogos sino los seglares, quienes tendían sea a una confianza exagerada en el poder de la gracia, sea a la desesperación y fatalismo, en función de la doctrina abrazada. para quien profesa una suerte de admiración incondicional 3 . La figura de Celia podría representar una fuente de comicidad, si su papel y su carácter no fueran tan pobremente delineados, mera indicación de una posible segunda trama (en la tradición teatral de Lope de Vega) que se reduce al final a una grosera técnica teatral – entrada en escena de Enrico, quien depende financieramente de una mujer enamorada, y a la cual trata de forma no poco violenta. La historia de amor, pues, es poco convincente, así como careciente de sutileza es la rápida asignación a Celia del papel de mujer caprichosa e inconstante, que no tarda en casarse con otro una vez que Enrico se ve forzado a abandonar la ciudad. De hecho, observamos que si hay trama doble, ésta nace del contraste fuertemente subrayado entre las figuras masculinas principales. Paulo es un excesivo en todo lo que hace: elige ser un ermitaño, cuando ya la vida cenobítica se había vuelto preferencia exclusiva de la Iglesia católica, aspira a la revelación, esto es comunicación directa con Dios, mientras los peligros de ésta ya habían sido recalcados por los teólogos 4 , se fía ciegamente en la revelación que considera venir del ángel y que es del demonio y da por cierto que Enrico, a quien debe imitar, es un santo varón; su desesperación es tan excesiva al percatarse de lo contrario que decide superar en maldad a Enrico, considerando que si la salvación no se recibe según los actos, entonces no vale la pena esforzarse en lo más mínimo 5 . En Paulo observamos un exceso de fe, pero una falta absoluta de las otras dos virtudes capitales, la esperanza y la caridad. Absolutista feroz, Paulo se resiste a escuchar los consejos del pastor (disfrazado a lo divino), encarnación medio fantasmal, que le cruza el camino, y se reafirma en su intransigencia: “¿Por qué, pastor, queréis vos / [que en la clemencia de Dios] / halle su remedio medio? / Alma, ya no hay remedio / que el condenarnos a los dos”. Paulo se condena porque lo quiere, porque prefiere una seguridad, aunque sumamente dañina, a la confusión y la incertidumbre; Enrico en cambio sabe ceder, esperar y matizar sus reacciones. En la escena de la confrontación directa, se puede observar asimismo una victoria moral del gran pecador ante el imitador a pesar de sí mismo. Enrico se niega a recibir la confesión última, no deja de proferir amenazas y ofensas incluso ante la muerte inminente, pero al revelar Paulo la ardid, afirma su esperanza en la bondad de Dios: “No dejara yo la vida / que seguías; pues fue causa / de que quizá te condenes en atreverte a dejarla. [...] / Yo soy el hombre más malo / que naturaleza humana / en el mundo ha producido; [...] / mas siempre tengo esperanza en que tengo que salvarme; / puesto que no va fundada / mi esperanza en obras mías / sino en saber que se humana / Dios con el más pecador, / y con su piedad se salva”. Con otras palabras, Enrico se revela ser más humilde, más pío que el propio ex ermitaño, aceptando su humana condición de ignorante que depende totalmente del plan de Dios. O sea, sus actos malos no lo transforman irremediablemente en un ser malo: la caridad que profesa a su padre demuestra su capacidad por la bondad. 3 Este rasgo se vuelve evidente en la escena de la segunda jornada, en la cual Galván impele a su señor a matar al viejo Albano, según la promesa hecha a Octavio, quien lo había pagado. Enrico se niega a respetar el trato, por causa de la vejez de Albano, que le recuerda la de su padre. Galván : « Vive Dios, que no te entiendo ; / otro eres ya del que fuiste ». 4 « Aqueste bien, Señor, habéis de hacerme : / ¿qué fin he de tener ? Pues un camino / sigo tan bueno no queráis tenerme / en esta confusión ». Se observa el orgullo y la premura, así como la tentación soberbia del plan divino. El Doctor místico, San Juan de la Cruz, en su Subida al monte de Carmelo, llamaba la atención sobre estos actos : « Justamente se enoja Dios con quien las admite (las revelaciones), porque ve que es temeridad de tal meterse en tanto peligro y presunción y curiosidad, y ramo de soberbia y raíz y fundamento de vanagloria, y desprecio de las cosas de Dios ». 5 Pedrisco, el raisonneur de la obra, observa perfectamente este carácter excesivo de su señor : « Ya no me espanto de nada ; / porque verte ayer, señor, / ayunar con tal fervor, / y en oración ocupada, / en tu Dios arrebatado, / pedirle ánimo y favor / para proseguir tu vida / en tan grande penitencia ; / y en esta selva escondida / verte hoy con tanta violencia, / capitán de forajida / gente, matar pasajeros / tras robarles los dineros ; / ¿qué más se puede se puede esperar ? / Ya no me pienso espantar ». Los tomistas, para volver a su posición, juzgaban la persona humana por sus actos, ahondando el desajuste entre el actuar y el ser: para ellos Dios da la fuerza de obrar (ser), pero no para el pecado, que es un no-ser, es decir no pertenece a la esfera divina, por lo cual incumbe sólo a la decisión del hombre. Paulo decide pecar por voluntad, cometer actos malos para llegar a ser malo, es decir condenable con razón; Enrico cede a una inclinación innata hacia el mal, se enorgullece con sus maldades, pero su amor sincero por su padre le sirve como de escudo ante la infestación profunda de su alma con las fuerzas demoníacas. Prueba de ello es la tentación final del demonio: en su cárcel, Enrico recibe, tal como el anacoreta anteriormente, la visita del demonio disfrazado de ángel, quien le promete la vida y la salvación a cambio, suponemos, de su alma. Enrico se resiste, casi inconscientemente, a esta invitación, sintiéndo escalofríos y temblores poco experimentados por un valiente como él 6 . La música celestial, o sea una voz interior, le pronostica algo aparentemente disparatado – la vida, si se queda en su última cárcel, de la cual será llevado directamente al patíbulo; la muerte, si se salva por la puerta que le abre la sombra demoníaca. Se entiende de antemano que la vida y la muerte prometidas se refieren a la Vida o Muerte del alma. Enrico es, pues, más sensible a estos anuncios por debajo de la piel, a estas finas variaciones anímicas que el propio ermitaño quien, a pesar de sentir el mismo terror (“¡Qué mal el temor resisto! / Ciego en mirarlo he quedado”), olvida estos anuncios, más curioso y soberbio que piadoso. San Juan de la Cruz, en el mismo tratado, subrayaba claramente: “De estas visiones que causa el demonio, a las que son de parte de Dios hay mucha diferencia; porque los efectos que éstas hacen en el alma no son como los que hacen las buenas, antes hacen sequedad de espíritu acerca del trato con Dios y inclinación a estimarse y admitir y tener en algo las dichas visiones, y en ninguna manera causan blandura de humildad y amor de Dios”. Se ve que el alma de Paulo, seguramente un ignaro en cuanto a los tratados y doctores místicos 7 , es más corrompida por el orgullo y la autosuficiencia que la de Enrico. Se podría considerar pues que su reprobación final es merecida, que el ermitaño, incluso antes de cambiar el curso de su vida es condenable, que sus actos de injusticia no hacen sino confirmar una tendencia interior, ya existente. De hecho, esta decisión inescrutable ya le había sido medio descubierta a través del sueño en que el anacoreta se veía ya condenado al infierno, sueño que le ha provocado el funesto acto de tentación de Dios. El sueño es considerado de forma ambivalente en la literatura barroca: de un lado, tentación demioníaca, de otro lado, revelación de la realidad. No sólo Segismundo de La vida es sueño está forzado a observar las trampas de la actividad onírica, sino también Paulo es un ejemplo de las dificultades insoslayables del que, “hecho de la madera de los sueños” (Shakespeare), intenta abrirse paso en esta maraña de anuncios y avisos contradictorios. Segismundo entiende al final de su experiencia que “aun en sueños / no se pierde el hacer bien”, mientras Paulo se convierte al revés 8 y se aboca a una vida de maldades aunque no se delata en absoluto en él una inclinación profunda hacia el vicio. Paulo se impone hacer el mal, mientras Enrico lo hace de forma natural y es como si Paulo ganara una absurda apuesta consigo mismo, y por fin gana el infierno que tanto temía; Enrico gana los cielos por un golpe de gracia eficaz in extremis, por el 6 Enrico : « ¿Quién llama? / Esta voz me hace temblar. / Los cabellos erizados / pronostican mi temor ; mas ¿dónde está mi valor? / ¿Dónde mis hechos pasados? ». 7 No se hace ninguna referencia al momento de conversión del ex soldado que había sido Paulo. En todo caso, no hay nada del rigor jesuita en su actitud : Ignacio de Loyola, el fundador de la orden, había empezado asimismo su vida bajo el signo de Marte, pero sería arriesgado ver aquí una alusión de esta índole. 8 Es sugestivo, de hecho, el nombre del personaje, Paulo aludiendo sin duda a San Pablo, pero un San Pablo invertido, que toma al revés el camino de Damasco. arrepentimiento final. Descuidándose de su suerte en el más allá y haciendo lo suyo en la tierra (es decir el bien derramado sobre la única persona que ama, su padre), Enrico recibe la vida eterna. Paulo, dotado sólo de gracia suficiente, se autocondena no tanto por desconfianza sino por un exceso de confianza en su capacidad de discernir el plan de la divinidad. ¿Es molinista o tomista esta posición? ¿Se trata aquí de una defensa del libre albedrío o bien de una demostración de que el plan de la divinidad es inescrutable y de antemano condena o salva el alma del hombre? Las opiniones de los estudiosos son divididas en este punto, porque de un lado se podría ver un reflejo del molinismo en la sibilínica frase del pastor en la jornada final “adiós, porque voy / con la triste nueva a mi Mayoral; / y cuando ya lo sepa / (aunque ya lo sabe) / sentirá su mengua”, es decir que los actos de Paulo ya habían sido previstos en el plan divino. De otro lado, la condena final de Paulo a pesar de su ascetismo sagaz y la salvación de Enrico, arrepentido tardío, podría abogar a favor de un juicio sobre la base de los actos de piedad individuales. Ciriaco Morrón observa que en muchas otras obras hay fragmentos que delatan a un Tirso tomista convencido, pero es posible que en esta obra la controversia de auxiliis sólo sirva de trasfondo para una meditación más profunda sobre los desastres que puede producir la desesperación en un alma demasiado frágil como para soportar el peso de lo inexplorable y desconocido. Alejando Cioranescu, en El barroco o el descubrimiento del drama, ve en El condenado por desconfiado y en La vida es sueño uno de los ejemplos más evidentes del avance hacia el descubrimiento del drama, esto es la observación de la ambivalencia fundamental que puede existir en el mismo individuo. Hasta el siglo XVII, considera el estudioso rumano naturalizado en España en las huellas de Erich Auerbach, los personajes literarios seguían las pautas de la univocidad: uno coincidía consigo mismo en todos sus actos y las aparentes contradicciones eran de hecho función de una evolución temporal, que prácticamente reemplazaba una psicología por otra, igual de estable que la primera (ejemplo: Medea, madre y mujer perfecta, reemplazada por Medea, ser cegado por el deseo de vengarse). En cambio, el barroco introduce la ambivalencia, el alma doble, escindida, el poseer dos tendencias igual de avasalladoras al mismo tiempo. Es principalmente el caso de Enrico, en nuestra obra, ser al mismo tiempo inclinado hacia el mal y hacia el bien en las honduras de su alma; en el caso de Paulo, la oposición entre el mal y el bien es tajante, el exceso quedando su forma de manifestación casi unívoca. No hay término medio en Paulo: como santo, está seguro de su salvación y sólo los presagios de su sueño lo hacen dudar; como bandolero, está seguro de su condena, de modo que una vez más se observa que su desconfianza, que lo lleva a la perdición, es efecto de su desmesurada confianza en su destino. Hay un fino juego catóptrico que está en la base de esta obra: no se trata tanto del falso reflejo de döpelgangern entre Enrico y Paulo, dobles sólo en la imaginación de Paulo, sino de la existencia de un espejo siempre dudoso, un espejo que siempre manipula el diablo. Paulo, teólogo aficionado, confunde la fe – que es virtud intelectual, por la cual se asiente a los dogmas revelados – con la confianza – la fiducia, que es una esperanza arraigada, virtud anímica, que hace aspirar a pesar de todo a la conquista del paraíso. Paulo no pierde nunca la fe, pero sí la confianza: incluso en las últimas, cuando Pedrisco le anuncia que Enrico ha salvado su alma por un acto de arrepentimiento final, el ermitaño bandolero se rehúsa a la confesión y comulgación: “Esa palabra me ha dado / Dios: si Enrico se salvó, / también yo salvarme aguardo”. La revelación, falsa, porque venida del diablo, es más estimada que la revelación clara, cristiana, evidente: el alma puede ganar el cielo incluso si en el último segundo hace acto de penitencia, porque Cristo ha revelado la extrema bondad de Dios. Paulo es un mal hermenéuta – y la mala interpretación es peor que la ignorancia completa. Su limitación se debe a su carácter fría y calculadamente intelectual, incapaz de modular su comportamiento, movido, como Enrico, por el amor. No es un personaje trágico Paulo, más bien, como decía Karl Vossler, “si lo miramos con menos agudeza teológica y más compasión humana, nos aparece como un ser extremadamente infeliz y digno de misericordia”. De hecho, este carácter atormentado por la duda y la angustia nacida de la desconfianza, es típicamente dramático, en el sentido “barroco” que le asigna Cioranesco a ese término. Como los racinianos Roxane, Pyrrhus, Hermione o Phèdre, Paulo recibe su majestad sólo de “la pasión y su insosiego: no es la dignidad del héroe, sino el prestigio digno de lástima de la víctima y de la debilidad que impone respeto porque se castiga bastante o demasiado con su propio sufrimiento”. Es posible que esta infelicidad radical y esta falta de maleabilidad profunda haga de la creación de Tirso una obra de referencia para el teatro del Siglo de Oro, porque a decir la verdad su poesía es escasa, las superficialidades técnicas abundantes y la composición bastante esquemática. La interioridad tumultuosa de los dos personajes centrales es, en cambio, suficientemente fuerte como para pasar por alto las imperfecciones de la poiesis. Tal vez en la obra de cada autor existan vehículos simbólicos predilectos: en Tirso, son impresionantes las escenas cuyo elemento primordial es el mar. En El burlador de Sevilla destacamos la extraordinaria escena marítima que enfrenta la pareja Don Juan – Catalinón con Tisbea, doble femenino de Don Juan que salva a éste para volverse pronto víctima de él. Hemos observado allí la equivalencia simbólica entre el mar y el eros, entre la peligrosa profundidad del agua y el impenetrable inconsciente, que se hace patente en el canto de Tisbea, cándida y ufana mujer que se cree impenetrable al amor. Del mismo mar salen esta vez Enrico y Galván, sólo que su emergencia está lejos de tener connotaciones eróticas, reflejando, como en el caso anterior, la dominante de la obra, es decir la temática religiosa. Anuncia Pedrisco a su señor la llegada de Enrico y su criado: “En los cristales no helados / las dos cabezas se vían / de aquestos dos desdichados, / y las olas parecían / ser tablas de degollados”. No nos puede sorprender la alusión a la imagen de Juan Bautista, degollado, en una obra donde los juegos catóptricos forman el tejido mismo de la trama. Juan Bautista es el que anuncia a Cristo; Enrico también es un anunciador del destino de Paulo, pero observamos como todo está al revés, como el juego con las imágenes crea un “confuso laberinto” donde ya no se sabe quién refleja a quién. Igualmente, la alusión al camino por agua, milagro primerizo de Cristo, está relacionado con el naufragio de los dos personajes: “Pedrisco: ¿Dónde iban vuesas mercedes / que en tan gran peligro dieron / como es caminar por agua? / ¿No responden? Enrico: Al infierno. Pedrisco: Pues, ¿quién le mete en cansarse, / cuando hay diablos tan ligeros / que le llevarán de balde? Enrico: Por agradecerles menos”. No hay duda, Enrico se muestra cínico y rebelde, sus palabras son meras figuras, pero resuenan de forma dramática en la conciencia de Paulo, quien parece buscar en todos los actos de su falso doble una confirmación de sus propias angustias. Observamos como el mar cobra aquí un significado religioso, no muy lejano al que le asignaba Fray Luis de León en su primera oda, A la vida retirada, al oponer los peligros del mar (“no es mío ver el lloro / de los que desconfían / cuando el cierzo y el ábrego porfían”) a la tierra firme, espacio protector donde con pocos medios y mucha virtud se construye la morada eterna del alma. Enrico se salva como por milagro de las aguas airosas (el infierno) sólo para encontrar a Paulo y reafirmarle a éste en sus falsas interpretaciones. Término medio entre la subida por los aires que será la suerte de Enrico después de su castigo en la horca y el fuego infernal del cual emerge Paulo tras su muerte sólo para confirmar que su destino de réprobo se ha cumplido, el mar es uno de estos símbolos del espejo engañador que domina la entera actuación de Paulo. La mayoría de los exégetas se plantean un problema que no deja de ser inspirada por una mentalidad de affranchis, esto es si el drama de Tirso puede todavía suscitar el interés de un lector o espectador contemporáneo, si los tormentos teológico-morales del protagonista pueden todavía emocionar a un espíritu liberado de principios del siglo XXI. El problema está mal planteado: lo que nos emociona no es tanto la controversia teológica que está representada, como hemos visto, a la manera de vago trasfondo, improvisado de reminiscencias doctrinales y de trasposiciones inteligibles para legos, sino la forma de repercutirse el dilema religioso en una alma humana. Se trata de la observación rigurosa de los estragos que produce en una conciencia la angustia, sentimiento humano cuya causa primera pierde peso ante las consecuencias infaustas que se desatan en tropel. No es necesario, por consiguiente, hacer un ejercicio de viaje intelectual a los tiempos sombríos de la Contrarreforma, ni “excusar” hipócritamente al fraile mercendario por su desliz en lo moralizador y lo excesivamente doctrinal, sino simplemente leer la obra como una creación capaz de iluminar las tendencias autodestructivas, patológicas, atormentadoras de un alma presa de la angustia. La desesperación, al fin y al cabo, puede tener causas todavía más innobles que la que lleva a Paulo a un suicidio moral inevitable; pero no es la causa del tormento del ermitaño bandolero lo que sigue atrayéndonos en esta obra, sino la pasividad con que se deja llevar por el caudal de sus sentimientos negativos, nacidos – y esto es todavía más interesante – de una interpretación siempre errónea, siempre tergiversada. No hay hechos, sólo hay puntos de vista, se oye hoy cada vez más frecuentemente en el medio de los filósofos postnietzsceanos, pero estos puntos de vista pueden llevar a la (auto)destrucción o a la salvación. El drama de Tirso pone de relieve la dificultad de ubicarse en este laberinto de perspectivas, de hacer la buena interpretación de la realidad, en la presencia de un criterio certero que es la divinidad. Que hoy en día aceptamos o no este criterio, ya es problema de perspectiva individual; en la época barroca esta norma era una realidad vital y capaz por ende de vivificar la creación de una excepcional pléyade de escritores que viven el cristianismo a como una “agonía” (Unamuno), y no como una mitografía. • • • • • • • • • • Bibliografía Francisco Rico, Historia y crítica de la literatura española (Siglos de Oro : Renacimiento), Ed. Crítica, Barcelona, 1980 Santos Sanz Villanueva, Historia de la literatura española, Ed. Ariel, Barcelona, 1983 Paul Alexandru Georgescu, Teatrul spaniol clasic, ELU, Bucureşti, 1967 Romul Munteanu, Clasicism si baroc in cultura europeana din secolul al XVII-lea, Ed. Univers, Bucureşti, 1982 Alexandu Ciorănescu, Barocul sau descoperirea dramei, Ed. Dacia, Cluj-Napoca, 1980 Eugenio D’Ors, Barocul, Ed. Meridiane, Bucureşti, 1979 J. Defourneaux, Viaţa de fiecare zi în Spania Secolului de Aur, Ed. 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