06N - HERMOSOS DIENTES

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HERMOSOS DIENTES
Eran las tres de la mañana cuando un intenso dolor de muelas la
despertó. Pensó que en cualquier momento le estallaría la cabeza. Sentía unos
pinchazos trepanantes que la hacían llorar del dolor. Tomó dos pastillas que
encontró en un frasco sin etiqueta por un cajón, sin saber a ciencia cierta qué
era lo que ingería. Se movía sin parar y se apretaba la cara con la palma de la
mano sin conseguir con ello aliviar el lancinante dolor.
Ya en otras ocasiones que aquella muela le había dado molestias, había
acudido al dentista de la seguridad social, que le había recomendado con
insistencia que se la arreglara porque tenía una caries que se podía reparar
con un pequeño empaste. No tenía el dinero. Ausra vivía compartiendo piso y
se turnaban para meterse en la cama porque no tenían ni más habitaciones ni
más sitio para poder colocar colchones en el suelo. En su piso solo había un
baño, que permitían usar a los vecinos del piso de arriba —a quienes el suyo
no les funcionaba—, previo pago de un alquiler para que pudieran usar su
ducha y el váter. Aquel era un típico piso patera ubicado en el barrio viejo de la
ciudad. Una compañera le recriminó que dejara la luz encendida así que se
arropó otra vez y, hecha un ovillo, apagó la bombilla y se quedó quieta
intentando conciliar el sueño.
No logró dormir en toda la noche. Por la mañana a primera hora acudió
al dentista que ya la conocía. Sabía que debía arreglarse la muela y otras que
también tenía mal y que en ocasiones le molestaban cuando bebía agua fría,
pero el hacerlo requería tener unos 300 euros, dinero que no tenía.
—Por favor, tú quitar —le pedía Ausra al dentista señalándole la muela
que le dolía.
—¿Cuántas veces te lo he dicho? Si vas a un dentista de pago te la
puede salvar y no hace falta quitar la muela —le intentó razonar muchas veces
el paciente odontólogo explicándole que en la sanidad pública no entran los
empastes—. Se puede arreglar. Yo no te la quito.
—Tú quitar, tú quitar ahora. Si tú no arreglar, tú quitar.
—¿Pero cómo te la voy a quitar si se puede arreglar? Tú tienes que ir a
un dentista a que te la arregle —le insistía una y otra vez.
—Yo no tener dinero. Tú sacar.
El dentista recordaba la escena de Los Miserables, que había leído
durante la carrera, cuando relata el momento en que un charlatán de la Francia
despiadada del siglo XIX, que se dedicaba a comprar muelas de gente sana
para hacer dentaduras para los acaudalados, se fija en Fantina, la madre de la
pequeña Cosette, que lo miraba con atención en la plaza del pueblo y que,
necesitada de dinero, accedió a vender sus dos preciosos incisivos en formas
de palas. Aquellos blancos dientes que habían recibido de Dios una misión,
reír.
—¡Hermosos dientes tenéis, joven risueña! Si queréis venderme los
paletos, os daré por cada uno un napoleón de oro —le ofreció el titiritero
sacamuelas que vendía al público dentaduras completas, opiatas, polvos y
elixires.
Fantina, la de cabellos rubios, una chica preciosa pero con muchos
problemas, pensó que vendiéndolos lograría que su abandonada hija no
muriera por falta de socorros. En aquella plaza francesa, el sacamuelas se los
arrancó con unas tenazas oxidadas. Desdentada y sin el dinero bien invertido,
continuó entonces una vida de mayores desgracias que la llevaron a la muerte.
En esta historia, Ausra era la insistente y no recibió dinero a cambio por
su estropeado cordal. Al menos tuvo una extracción con anestesia, así que no
le dolió tanto como a Fantina. A los minutos de estar tumbada en el sillón del
dentista se oyó el sonido de la muela golpeando el salpicadero metálico con
aquellas preciosas y sanas raíces, tan fuertes y saludables como las que tenía
la pobre condenada por los Thénardier.
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