HERMOSOS DIENTES Eran las tres de la mañana cuando un intenso dolor de muelas la despertó. Pensó que en cualquier momento le estallaría la cabeza. Sentía unos pinchazos trepanantes que la hacían llorar del dolor. Tomó dos pastillas que encontró en un frasco sin etiqueta por un cajón, sin saber a ciencia cierta qué era lo que ingería. Se movía sin parar y se apretaba la cara con la palma de la mano sin conseguir con ello aliviar el lancinante dolor. Ya en otras ocasiones que aquella muela le había dado molestias, había acudido al dentista de la seguridad social, que le había recomendado con insistencia que se la arreglara porque tenía una caries que se podía reparar con un pequeño empaste. No tenía el dinero. Ausra vivía compartiendo piso y se turnaban para meterse en la cama porque no tenían ni más habitaciones ni más sitio para poder colocar colchones en el suelo. En su piso solo había un baño, que permitían usar a los vecinos del piso de arriba —a quienes el suyo no les funcionaba—, previo pago de un alquiler para que pudieran usar su ducha y el váter. Aquel era un típico piso patera ubicado en el barrio viejo de la ciudad. Una compañera le recriminó que dejara la luz encendida así que se arropó otra vez y, hecha un ovillo, apagó la bombilla y se quedó quieta intentando conciliar el sueño. No logró dormir en toda la noche. Por la mañana a primera hora acudió al dentista que ya la conocía. Sabía que debía arreglarse la muela y otras que también tenía mal y que en ocasiones le molestaban cuando bebía agua fría, pero el hacerlo requería tener unos 300 euros, dinero que no tenía. —Por favor, tú quitar —le pedía Ausra al dentista señalándole la muela que le dolía. —¿Cuántas veces te lo he dicho? Si vas a un dentista de pago te la puede salvar y no hace falta quitar la muela —le intentó razonar muchas veces el paciente odontólogo explicándole que en la sanidad pública no entran los empastes—. Se puede arreglar. Yo no te la quito. —Tú quitar, tú quitar ahora. Si tú no arreglar, tú quitar. —¿Pero cómo te la voy a quitar si se puede arreglar? Tú tienes que ir a un dentista a que te la arregle —le insistía una y otra vez. —Yo no tener dinero. Tú sacar. El dentista recordaba la escena de Los Miserables, que había leído durante la carrera, cuando relata el momento en que un charlatán de la Francia despiadada del siglo XIX, que se dedicaba a comprar muelas de gente sana para hacer dentaduras para los acaudalados, se fija en Fantina, la madre de la pequeña Cosette, que lo miraba con atención en la plaza del pueblo y que, necesitada de dinero, accedió a vender sus dos preciosos incisivos en formas de palas. Aquellos blancos dientes que habían recibido de Dios una misión, reír. —¡Hermosos dientes tenéis, joven risueña! Si queréis venderme los paletos, os daré por cada uno un napoleón de oro —le ofreció el titiritero sacamuelas que vendía al público dentaduras completas, opiatas, polvos y elixires. Fantina, la de cabellos rubios, una chica preciosa pero con muchos problemas, pensó que vendiéndolos lograría que su abandonada hija no muriera por falta de socorros. En aquella plaza francesa, el sacamuelas se los arrancó con unas tenazas oxidadas. Desdentada y sin el dinero bien invertido, continuó entonces una vida de mayores desgracias que la llevaron a la muerte. En esta historia, Ausra era la insistente y no recibió dinero a cambio por su estropeado cordal. Al menos tuvo una extracción con anestesia, así que no le dolió tanto como a Fantina. A los minutos de estar tumbada en el sillón del dentista se oyó el sonido de la muela golpeando el salpicadero metálico con aquellas preciosas y sanas raíces, tan fuertes y saludables como las que tenía la pobre condenada por los Thénardier.