Querido Dante: Me pone muy contento poder escribir este mensaje. Estoy en Catania, pasando una temporada. Los médicos me recomendaron este clima. Me siento mucho mejor, muy a gusto. La doctora Verónica Rosenberg, que se formó con nosotros en la Universidad de Nueva Venecia, está a cargo del proyecto Alquimia hasta que vos vuelvas. Aunque los médicos que me están tratando son optimistas, no estoy muy seguro de poder salir de ésta y por eso te escribo. Sé que Alquimia es también tu vida. Pero tenemos una responsabilidad. Cuando se logre la vida máxima del elemento, sólo podremos preservarlo si está fuera del alcance de manos inapropiadas. Soy consciente de que la política no es lo tuyo, el delicado lazo que nos unió al Bloque Oriental se disolverá cuando yo ya no esté. Por eso, Dante, cuando llegue el momento, pensá en frío y no dudes en destruir todo si no están todas las condiciones dadas. No confíes en nadie más que vos. Nuestra primera responsabilidad no es preservar a Alquimia, sino preservar a nuestra gente. A nuestra gente y al planeta. Ojalá hayas encontrado en ese viaje lo que fuiste a buscar. Ojalá te hayas encontrado a vos mismo. Te mando un gran abrazo, caro mio. Cuidalo a Felin, él te necesita. Tu viejo que te quiere. Giorgio 1. La nieve no había podido detenerla. Cansada, luego de dos días seguidos de recorrer hospitales y centros asistenciales, no obtenía noticia alguna sobre su novio. La ciudad era un gran caos; sirenas, alarmas, gritos, llantos, y sobre todo, terror por réplicas del temblor. Su desesperación aumentaba a cada minuto. Se detuvo un momento y tomó asiento en el banquito de un parque. Necesitaba recuperarse y, al mismo tiempo, sabía que no podía detenerse. Miró a su alrededor. Ese parecía ser el único lugar transitable de Shibuya. No podía seguir así. Tenía que continuar. Se levantó y cruzó el parque. Más allá se podían ver las fachadas destruidas de varios locales y edificios, como si una mano gigante las hubiera arrancado de cuajo. Cuanto dolor le causaba todo este cuadro. Sus últimos reportes: anunciaban claramente la posibilidad de un ataque con armamento climático. Eso la angustió. La cara del director de la cadena exigiendo su renuncia fue un recuerdo odioso. Se vio a si misma sola, sin su novio, sin su amiga. No era momento de caer. Tenía que encontrarlo y después contactar a Mariah. Sintió que si no se movía los huesos se le partirían como cristales. Aceleró sus pasos hacia la avenida principal. Más adelante, algo llamó su atención: a lo lejos, una larga fila de gente se formaba frente a una cabina. Decidió acercarse para averiguar más. Sobre el pequeño cubículo había un cartel en japonés y en inglés: servicio oficial de emergencias. SI ENCUENTRA A ALGUIEN, GRABE AQUÍ SU MENSAJE. PUNTOS DE USTED NO SERÁ REPRODUCIDO EN DISTINTOS TOKIO. Debajo, unas siglas confirmaban que el dispositivo pertenecía al gobierno. Decidió que podía ser otra manera de encontrar a Vidales. Poco más de una hora después, llegó su turno. Cuando se encendió la luz, dijo: «Vidales, soy yo, Yukiko, mañana jueves estaré en el nuevo café Maruyama de Nakano. Estaré ahí antes del mediodía, esperándote. Por favor, aparecé... Sé que estás ahí...». Hizo una pausa y agregó en japonés: «Atención, estoy buscando a mi pareja, Felin Vidales. Es argentino, tiene 27 años, mide 1,86, tiene tatuada una flor de lis en su brazo derecho. Cuando sucedió el terremoto, se encontraba en el centro comercial de Nakano-8. Solicito su ayuda si sabe algo al respecto. Mi nombre es Yukiko Nanao. Mi domicilio es 3F-2-24-4 Meguro, Meguro-ku. gracias.» Cuando dejó la cabina, sintió que debía regresar a casa. Descansar un poco ya no era una opción. Su cuerpo, su mente, habían llegado al límite. 2. —¿Cuántos dedos ves? —dijo el doctor. A su lado, una joven de ambo verde permanecía en silencio. —Dos —respondió Vidales. —¿En qué mes estamos? —Mmmm, marzo... El médico dejó la sala en silencio. Vidales sentía un intenso mareo, como los que había tenido años atrás. Todo era confusión y soledad. Caras conocidas, eso deseaba ver en ese momento. —¿Dónde estoy? ¿Dónde está Yukiko? —preguntó. La enfermera lo miró y le dijo: —Este es el Hospital Central de Buenos Aires. Fuiste trasladado desde Tokio —Su voz sonaba calma, profesional—. Llegaste el martes... —dudó un momento— martes 15 de diciembre del 2071...—agregó—. Mi nombre es Brenda, y ya vamos a tener tiempo de charlar; ahora es mejor que descanses. Es normal tu confusión. El doctor vendrá a verte en un par de horas. Vidales cerró los ojos. El dolor de cabeza era insoportable. El mareo era el de un tripulante de avión que entraba en pérdida. —Lo que me estás dando no sirve, no puedo más, podés llamar a Yukiko? Te voy a dar el Go-d de ella. —A ver, Vidales, ahí vamos... —dijo Brenda. Sintió un débil pinchazo. Pensó en Yukiko. No podía recordar nada. Después, se durmió. Cuando despertó, la enfermera todavía estaba ahí. O quizá se hubiera ido y ya había vuelto. El sueño que había tenido no terminaba de borrarse. Decidió contárselo a Brenda como un modo de hacerlo más claro: —Yukiko —tuvo que hacer una pausa para explicar de quién hablaba — cantaba desde la orilla del mar. Extendía sus manos hacia el cielo. Pude verla. Brenda lo miraba atentamente. Sonreía tranquila. —Ella está bien. No estás equivocado. El dolor de cabeza persistía. Pero no podía seguir quieto. Tenía que hacer algo. Intentó levantarse. Sus piernas no lo sostuvieron. Estaba demasiado débil. —Dale, dale, tráeme una silla de ruedas, algo. Tengo que moverme de acá. Quiero hablar con Yukiko, con Dante, prestáme tu Go-d. Parada, con las manos juntas sobre el regazo, la enfermera no dejaba de sonreír. Esto lo irritó aún más. —Podés hacer algo. ¿Podés moverte? Brenda activó una proyección frente a él. Noticias. —¡Mirá! ¡Se postula otra vez este hijo de puta! Al darse vuelta para ver de qué se trataba, sintió otro pinchazo. —Caíste. A dormir, Felín. 3. Luego de dos horas de esperar, decidió irse del café de Maruyama. Sentía un gran abatimiento. Pero no iba a dejar de buscar a Vidales. En la calle, la gente caminaba como sonámbula. Sobre su cabeza pasó un dron con luces intensas. «El servicio eléctrico y las comunicaciones funcionarán con normalidad en el transcurso de unas horas», decía desde un altavoz. Caminó lentamente las calles que la llevaban hasta su casa. Cuando entró, supo que seguía inquieta. No podía calmarse, necesitaba un trago. Recordaba sus últimos diálogos con Vidales. Bebió hasta quedar inconsciente. Despertó mareada y dolorida. En la puerta, alguien estaba llamando. Olvidó su malestar y abrió al instante. Dos figuras uniformadas la saludaron oficialmente. —Buenas tardes. ¿Nanao San? —Soy yo. —Tenemos noticias de Vidales San —dijo el más alto; luego, hizo una larga pausa. ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué no se lo decía de una vez? Deseaba no estar allí, pero al mismo tiempo sólo quería escuchar la verdad. —Vidales San fue trasladado en un avión sanitario hacia Buenos Aires. Se encuentra estable. Recuperándose. Ella no pudo contener el llanto. Los oficiales la miraron y comprendieron. Le pidieron que firmara un documento de conformidad y luego se marcharon. Cuando cerró la puerta, Yukiko estaba sonriendo. Iba a ir a buscarlo. No esperaría ni un segundo. Se reencontrarían en Buenos Aires y ya no lo dejaría más. —Todo depende de mí. A Buenos Aires, cuanto antes —se dijo en voz alta. *** Felín: Vengo de una reunión en el laboratorio central. Te escribo para contarte dos cosas: Alquimia está terminada. Estos días han sido cruciales para el proyecto. Los resultados son inmejorables: ¡Su vida media está calculada en doscientas veces la del plutonio! Para que te des una idea, con la cantidad que tenemos al día de hoy podemos mantener energéticamente a Nueva Venecia por unos 14 millones de años. ¡Eso está muy por encima de lo que el viejo esperaba! El año pasado, cuando viniste con la china, les dije que para mi cumpleaños estaría lista; estamos a un par de meses y ya la tenemos. Se lo debemos en gran parte a la Dra. Rosenberg, ella dio el golpe final para obtener Alquimia. Ahora queda un último punto: volverla inofensiva al contacto con el agua. Así y todo, ya es utilizable. ¡Ya estamos en la era Alquimia! Yo sé bien que vos estuviste de acuerdo con el viejo en que no terminara la última fase, que lo tirara todo para atrás. Pero, al mismo tiempo, siempre supiste que la seguiría porque soy un manija de alma, porque todo lo que aprendí de papá está en Alquimia. Tenerla lista fue una demostración de amor hacia todos los que trabajaron acá, y en especial al viejo. Y hablando del viejo, ¿te acordás del ruso que laburó con él en Alquimia? ¿El que me regaló el helicóptero? Me escribió para que nos encontremos en El Cairo. Me dijo que tiene data que tengo que tener urgente. Yo no puedo ir. Las tareas acá me tienen hasta las manos. Le pedí a Maríah que vaya en mi nombre, ella estuvo ahí hace algún tiempo, haciendo unas notas. Conoce el lugar. Además, mandarla a ella es como confiarle un laburo a Conan Mu, no puede fallar. El ruso me dijo que los archivos están encriptados. Eso significará horas y horas de laburo extra. Salvo que me la traigas a Yukiko. Ella es más efectiva que un equipo entero de asiáticos encafeinados. Además, sería una buena excusa para volver a vernos. Ya pasó mucho tiempo desde la última vez. Quiero que estés acá; esta es tu casa. No podés hacerte una idea de lo excitado que estoy (o tal vez sí, siempre fuiste como un hermano para mí), tengo en frente a Alquimia. Quiero compartir este logro con vos. Vénganse cuanto antes. Los espero. En estos momentos no puedo dejar de pensar en una de las cosas que me decía el viejo: «¿Podrás levantar la espada que estás forjando?». Lo estoy haciendo. Su memoria es lo que me guía. Dante PS. Traé sake del bueno esta vez. *** El equipo médico se hallaba en alerta constante. Vidales mejoraba, pero eso no era suficiente. Llegó la primera noche luego del despertar. Sentía buen ánimo y ganas de moverse; al mismo tiempo, gran impaciencia, y esa picazón en las piernas que le daba el clonazepam, pero a la décima potencia. Le habían dicho que la recuperación duraría un par de días más. Brenda entró en la sala. Algo en ella le resultaba familiar, como si alguna vez la hubiese visto. ¿En un sueño? No podría saberlo ahora. Una melodía en sí menor lo estaba siguiendo en sueños, pero no daba con ella estando despierto. Si sos tan buena, vas a volver sola, pensó. El silencio en la habitación era casi perfecto. Casi. Brenda miraba a su paciente con ojos profesionales. El no paraba de mover los dedos y tararear. De pronto, un rumor. —¡Tango! —exclamó ella. —Sí, conozco algo de tango ¿y vos? Brenda dejó por un instante sus tareas. Improvisó unos pasos, tarareando una vieja milonga, luego, lo miró fijo. —¿Instrumento? —Me acompaño con la guitarra y con el piano. De hecho, antes de romperme la cabeza contra el suelo, estaba en el piano, con la guitarra encima. Brenda lo interrumpió. —No se hable más. Mañana voy a traer mi guitarra, ¡a ver si podés seguirme! Vidales sonrió y asintió en silencio. 4. Preparaba sus maletas. Su vuelo a Buenos Aires saldría la noche siguiente. La noticia había llegado y era lo que quería escuchar. Encendió todas las luces de su departamento. Bailó contenta. Amaba hacerlo cantar, bailar..., dar un show sin que nadie la viera. Hasta que una vecina llamó para pedirle que bajará el volumen. No hizo caso. En una de sus vueltas, se detuvo por un instante en un retrato. Su imagen y la de Maríah la miraban desde la pantalla. Montaban a caballo. Las dos sonreían. Cerró los ojos. Fue como si el viento de Nueva Venecia le pegara de nuevo en la cara. —¿Cómo te llamás? —Yukiko. El joven se había acercado con su guitarra e improvisó una canción. Todavía podía recordar cómo se sonrojó. Sin embargo, había extendido su mano y tomado la flor que él había cortado para ella. —Mi nombre es Felipe, pero nadie me dice así. Todos me dicen Felin... Felin Vidales —había agregado él sonriendo. ¿Querés ir a nadar? Entonces, su duda. El desconcierto por aquel comportamiento que tan poco tenía que ver con el modo en que la habían educado. ¿Era eso lo que le llamaba la atención de ese joven arrogante? —Estoy recién llegada y me gustaría conocer la reserva —había arriesgado. Un grito interrumpió su evocación. La vecina se quejaba nuevamente. Era algo habitual. Esta vez, Yukiko accedió a bajar el volumen de la música. No podía dormirse. El recuerdo de Nueva Venecia no la abandonaba. Había soñado conocer aquel lugar desde pequeña. Y cuando por fin llegó, las recompensas superaron sus expectativas. Se abrazó a la almohada y pensó en su primera vez allí. Maríah y aquel tiempo como reportera oficial para la JNC eran algo que siempre evocaba como un paraíso perdido. Ambas se habían conocido investigando los mismos casos. Se convirtieron en amigas instantáneamente. Le había resultado imposible escapar a la personalidad desbordante de esa joven extravertida. Encendió la luz en la mesa de noche y se levantó. Prendió el visor y volvió a mirar las fotos. Ella montando a caballo junto a Maríah. Ella en el Gran Yerbal. Ella con Vidales una y otra vez (entre las plantas, con guitarras). Y una, en particular, junto a Dante D’Arezzo, «el Veneciano», feliz como heredero de un paraíso. Se detuvo en esa última imagen. Durante aquel verano en Nueva Venecia, ella y Maríah preparaban un reporte sobre la reserva. Así estrecharon vínculos con Dante y Felín, que colaboraron con entusiasmo en el reporte. Ambos habían crecido juntos en Nueva Venecia y el lugar era su residencia y su orgullo. Vidales, como ella nombró a Felín desde el primer día, siempre se había sentido un D’Arezzo de sangre. No podía evocar aquel tiempo feliz sin pensar que había sido el comienzo de todo; aun de lo terrible que tal vez estuviera por venir. Habían seguido al Veneciano con entusiasmo. Desde la isla central de Nueva Venecia se extendía un puente que conectaba con la isla Gran Yerbal. Desde niña, Yukiko había aprendido en holomapas de esos inmensos corredores que recorrían las islas con sus estructuras semicirculares, transparentes, que dejaban ver la diversa vegetación de Nueva Venecia en conjunción con sus sofisticadas construcciones. Había soñado que alguna vez recorrería esas construcciones y vería ese mundo tan diferente; sería parte de él. Y de pronto estaba ahí, gracias a su trabajo. Dante fue, en aquella primera visita, el guía ideal: todo lo sabía, todo lo explicaba con sencillez y su entusiasmo era contagioso. En el silencio de su departamento en penumbras, Yukiko evocó nuevamente aquella voz. —En este búnker se almacenan más de 900.000 tipos de semillas diversos, de todo el mundo, con su genética inalterada —decía Dante mientras les mostraba una suerte de silo enorme, con un extraño y vanguardista diseño—. Ahora... quiero que me acompañen a la Isla del Gran Yerbal, es uno de los pocos que quedan en el mundo. En algún momento, recordó, entre las enormes plantas de yerba mate había pensado en sus últimos reportes e investigaciones. Allí, dejaba claro que las anormalidades del tiempo en otros lugares eran más evidentes. Las tensiones entre los dos bloques más poderosos del mundo habían llegado al límite. El bloque del Norte había logrado conquistar el interés de varios países del bloque oriental. El tiempo de cercos comerciales y extorsiones había quedado atrás. Era sólo cuestión de meses y el mundo entraría en guerra. Durante los años cuarenta, el desarrollo de armamento climático había pasado de las manos del Haarp a las del gigantesco MINCO. Desde aquel entonces, el bloque del Norte tenía acceso a la manipulación del clima en casi todo el planeta. La investigación del tema climático la había llevado hasta Shangai, en donde un contacto local le dio un nombre en clave para alojarse en el Hilton. Habiendo pasado dos noches, cansada de esperar la nada misma, escuchó una voz en la puerta que la llamaba por su nombre. Corrió para ver de qué se trataba toda esa burda imitación de un film de James Bond. Nadie. No había nadie en la puerta. Sólo un gran sobre tamaño A5 de papel madera, una verdadera antigüedad. Pero al abrir el sobre, sus perspectivas cambiaron. El contenido la mantuvo despierta toda la noche. Allí se consignaba en detalle el entramado de los acuerdos entre el MINCO y el bloque del Norte. Transcripciones enteras de conversaciones de planificación entre ingenieros y la cúpula de la organización. Fotos y planos de las bases desde donde se manipulaba el clima. Y como si faltara algo más, había también extractos de manuales de procedimiento para provocar tsunamis a gusto y antojo. Era una obviedad, pero no pudo dejar de pensar que esas basuras habían ganado la guerra sin tocar ningún botón todavía. Tiempo después, luego de haber releído y estudiado una y otra vez la información del misterioso sobre, decidió reelaborarlo en un informe y publicarlo. Así se lo comunicó a su editor. Entonces sucedió lo que debería haber previsto: esa misma tarde, el gerente de la JNC, escudado detrás de su escritorio, su traje y su sonrisa profesional, le había exigido la renuncia. El irritante chirrido de los frenos de una grúa la trajo nuevamente al presente. No había pasado tanto tiempo desde todo aquello, y sin embargo...quedaban todavía muchas cosas por desvelar y muchas más por hacer. Pero ahora Vidales la estaba esperando en Buenos Aires y eso era lo primero, lo que necesitaba para estar mejor. Ella podía controlar sus emociones fácilmente, pero esta vez le resultó difícil manejar la situación. Su ciudad en ruinas. La salud de Vidales. Volver a Buenos Aires. Luego, Nueva Venecia. Todo parecía mezclarse en su cabeza. 5. Estimado Dr. Hassler: El directorio ha tomado la decisión de sustentar y acompañar su proyecto. Debe usted saber que su plan fue aprobado por unanimidad en la reunión de esta mañana en El Cairo. Sabemos que trabajó con el doctor Giorgio D’Arezzo y que estuvo junto a él en el equipo de la primera fase de Alquimia. Su performance en Madrid y París, sumada al conocimiento que posee sobre las tierras de Nueva Venecia, lo convierten en el hombre ideal para dirigir y coordinar esta operación y poner Alquimia en nuestras manos. En todas las fases de la operación será acompañado y asesorado por el ingeniero François Cassel, tal como usted solicitó. La logística del armamento climático ha tomado un nuevo rumbo con las innovaciones del ingeniero. En unos pocos días estaremos en Eisenach, junto a M. François, para estrechar su mano y dejar sentada una fecha para iniciar la primera fase. Todo esto en conferencia holográmica ante el directorio. Es preciso, Herr Doktor, que conozca cuanto antes al personal que estará bajo su mando en NV más el arsenal con el que contarán para dicha operación. Saluda a Ud. Atte Matheus Ronnin Secretario General del MINCO *** Una espesa nube de humo flotaba en el salón. Hassler se miró en el espejo imperio que cubría una de las paredes. Su imagen fumando una pipa mostraba satisfacción. ¿Por qué no? Estaba contento con la velada. La cena había estado muy bien; el brandy, aun mejor. Y, como si eso fuera poco, una sinfonía de Mahler invadía su gran mansión. Pero el deber llamaba y tenía que atender sus proyectos. Se levantó y caminó hasta la biblioteca de incunables. Un botón secreto en la moldura reveló varios hologramas que mostraban sendos mapas. Hassler golpeó con el puño sobre el escritorio. 37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance. 37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance. 37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance. 37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance. 37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance... —Enterado —gruñó con furia. Luego, juntó sus manos en una absurda pose de rezo y frunció el entrecejo. El resabio de buen humor provocado por la música y el buen brandy se disipó por completo. —Aguardo instrucciones, Wolfgang. La voz de Ingrid Müller en el software lo irritó aun más. Tenía que cambiarla, se dijo. Pero no bien formuló el deseo, supo también que al día volvería a escoger la voz de ella. La actriz más reconocida de Berlín. Ingrid, piernas largas y el cabello como oro fino. La encantadora musa del doctor Wolfgang Hassler por unos pocos meses. La única que pudo burlar su inteligencia. La que había matado con sus propias manos. La que dibujó un averno en el que habitaría el solo. El sitio en el que vería a Ingrid con Giorgio amándose, a través de una cortina hecha de Alquimia. Cerró los ojos y sacudió su cabeza. ¿Cuántos avernos había dibujado el mismo? ¿Acaso no todos? ¿Cuánto había pasado desde todo aquello? Y, sin embargo, las imágenes aún lo asaltaban como los fantasmas a un oscuro castillo. Ingrid y su intrépida jugada. Ingrid y la resistencia. El viejo deseo volvió a él. Cualquiera de las armas que tenía a su alrededor podría servirle. Inútil. ¿Tres ridículos intentos fallidos no le habían alcanzado? Se llevaría el revólver a la cabeza. Cambiaria el arma de una sien a otra más de una vez. Una voz le rasparía el cráneo desde adentro: «Cobarde. Lo tuyo siempre es huir, escaparte. A ver, ¡dale! Dale! Sabes cómo resolverlo… ¿Lo ves? ¡Cobarde!» Conocía ese estribillo. Demasiado bien. Entonces, crispó los puños. Haber cumplido 70 años y seguir teniendo esos pensamientos habla mal de uno, Wolfgang, se dijo con ironía y supo que el otro Hassler, el cerebro de hielo ante el que se doblegaban los espíritus débiles, los seres inferiores, estaba de nuevo allí. Buscó su imagen en el espejo más allá de la biblioteca corrediza y lo que vio le gustó. Un capitán erguido. De una pieza. Un experimentado piloto de combate. El científico más reconocido de Alemania. El invitado de honor de miles de eventos y convenciones. El que se quedaría con Alquimia, el alma de Giorgio D’Arezzo. Sonrió satisfecho. Mientras pudiera disparar su arma, subir los escalones de dos en dos y engañar a su mujer con cualquier puta similar a Ingrid, no tenía por qué preocuparse. Otra copa de brandy era lo que necesitaba. Le habló a Ingrid: —Mensaje de voz para François Cassel! —Un bip sonó dos veces desde la pantalla múltiple—. «Le estoy enviando un radio de coordenadas que no están siendo captadas por los satélites. Es preciso resolver este problema cuanto antes. El éxito del ataque depende de conocer a la perfección el archipiélago. Espero su respuesta.» Hassler notó que su voz no sonaba bien, le faltaba firmeza. Se dijo que tendría que cambiar de medicación o de médico. También supo que se estaba mintiendo. ¿Acaso importaba? 6. Maríah recuperó la conciencia. Estaba tirada sobre el suelo húmedo. Esposada a la espalda. Sentía que la habían lastimado y sus piernas temblaban. Intentó una y otra vez zafarse. Le llevaría algún tiempo. Intentó enderezar el torso apoyando la espalda contra la pared y miró a su alrededor. Era una pequeña y descuidada oficina. Al ver una vieja Mac, pensó en los archivos, pero de eso se encargaría después. Ahora tenía que pensar cómo salir de esa situación. Planificar fríamente no era lo suyo, pero Yukiko le había enseñado técnicas de concentración para momentos como este. Comenzó a respirar profundamente. ¿Podía soltarse las esposas? Tal vez, intentando la vieja técnica de dislocar los pulgares... Las manos comenzaban a deslizarse. Escuchó voces a lo lejos. Eran dos. Y se acercaban. No le quedaba mucho tiempo. La mano izquierda se soltó. Una de las voces estaba ya del otro lado de la puerta. Faltaba poco. Un hombre. ¡Esto iba a ser fácil! La puerta se abrió. Un hombre de unos 50 años, robusto, de mediana estatura se recortó en la luz que dejaba pasar el marco. Entró y cerró con dificultad. En la mano izquierda llevaba una botella. La cara le resultó familiar. Era uno de los que había participado de su secuestro. —Hijo de puta, hijo de mil putas —gritó en francés. El hombre vaciló con la botella pero pareció no inmutarse. —Perro asqueroso —le dijo entonces en árabe. Vio cómo en la cara aceitunada se pintaba el odio. Ya lo tenía. —Dame de beber —reclamó. El gesto de odio cambió en una mueca lasciva. —Sos prisionera. Los prisioneros no exigen. Los prisioneros no reciben algo por nada. La cara de él ya estaba casi junto a su cara. Olía algún alcohol barato. Cualquier porquería fermentada. —¿Y qué tengo que hacer? —preguntó cargando a su voz de sensualidad. Los ojos de él brillaron. —Nada que no hayas hecho mil veces antes. Lo tenía. —Pero así atada no podré hacer mucho. —¿Me creés lo suficientemente estúpido como para caer en el más viejo de los trucos? Idiota. —No, claro que no. Pero sí muy poco hombre como para no poder conmigo. La mejilla le ardió con el bofetazo. Lo tenía. —Dame de beber, tengo sed. El tipo le tiró del pelo de la nuca obligándola a mirar hacia arriba. Con la otra mano vertió algo que parecía aguardiente en su boca forzándola a tragar. El chorro se detuvo. —Más. Quiero más —dijo manteniendo el mismo tono de antes. No debía dejar de provocarlo. —El próximo trago te va a costar más, puta —dijo él restregándole los labios gruesos y el bigote húmedo por la cara. —¿Y pensás que podés conmigo? El tipo dejó la botella en el suelo y se le echó encima. El peso del cuerpo la sofocó por un momento. Se recuperó. —Te va a costar mucho satisfacerme. El aliento a alcohol (mezclado con qué ¿una muela podrida?) le provocó una arcada. Hubiera sido bueno mantenerse sin poder oler nada, pero fue sólo un momento. El sudor y el tabaco rancio también la ahogaban. Con violencia, él la arrastró de los tobillos hasta dejarla totalmente acostada en el suelo. Luego, su mano peluda y húmeda le desprendió la cintura de sus shorts. Le ardía la espalda por la fricción, pero no tenía que mostrarlo. La provocación debía seguir. —Dale, perro, dale —dijo y separó las piernas gimiendo. El tipo se quitó los pantalones. El olor era aún más fuerte, la estaba asfixiando. Respiraba por la boca y gemía. Él tenía que creerle. Tal vez si lo apuraba entraría más en el juego. —¿Cuánto tiempo creés que te voy a esperar? —lo apremió. Luego, estiró el pie desnudo y tocó con intención el sexo del tipo. El pequeño y maloliente miembro parecía comenzar a responder pese al embotamiento de la bebida. —Callate, tenemos tiempo de sobra. Vas a terminar pidiéndome más. Sintió cómo la penetró rápidamente. Ya estaba hecho. Sabía que lo tenía. Pero aún estaba el problema del otro tipo detrás de la puerta. ¿Qué podía hacer? Comenzó a gritar y a gemir. —Cómo lo disfrutás, puta; sos una puta asquerosa. Gritó más fuerte. ¿La habría escuchado? Gimió como en el mejor holograma porno. Ella era la carnada. —Gozá, infiel. Le dio el gusto. Pero la puerta no se abría. Tendría que ser más directa. —Quiero otra más, quiero otra más; traé a tu compañero —pidió mientras presionaba sus caderas contra la gorda y fofa cintura del tipo. Él sonrió lascivamente debajo del bigote húmedo de saliva y alcohol. —¡Osmán! ¡Osmán! ¡Vení! ¡Rápido! La puerta se abrió. Un hombre joven, más delgado, con una vieja arma de repetición, apareció con cara sorprendida. —Acercate —ordenó el gordo. Osmán llevaba un uniforme caqui que le quedaba grande y un puñal en la cintura. Fingiendo retorcerse de placer, Maríah miró cómo estaba agarrado el puñal. Una jugada servida, pero solo una. Osmán apoyó el arma obsoleta contra el escritorio que tenía la vieja Mac y luego comenzó a quitarse la chaqueta y la camisa. No debía permitir que se quitara los pantalones. —Vení. A vos te quiero en la boca, flaquito —dijo. El joven se acercó trastabillando mientras dejaba caer sus pesadas botas. Eran tan dóciles. Sólo tenía que orientarlos. Vio cómo Osmán se arrodillaba a su derecha y apoyaba sobre su boca un miembro de considerables proporciones perfectamente erecto. Mientras el gordo trataba de hacer lo que podía, el joven comenzó a penetrar su boca con brutalidad. El suelo le lastimaba la nuca. Sintió el cabello húmedo. La herida abierta friccionaba la carne viva con la arenilla del piso. El raspar le estaba quemando la nuca. Por un momento tuvo el reflejo de usar sus manos para sentir la herida. Era solo un poco más de dolor. —¡Mirá como lo hace esta puta, Osmán! ¡Mirá qué puta como se mueve! Sí, sí, puta. Ya iba a ver qué puta. Sólo hacía falta un poco más de serpenteo; simios en celo. Repugnantes. Los ojos del gordo se pusieron en blanco. Sintió como su cintura y sus piernas se bañaban de semen. El más viejo se dejó caer a su izquierda jadeando. Sólo quedaba Osmán. Tenía que llevarlo al límite. Terminar con esto. Lo veía masturbarse pegado a sus labios. El puñal se agitaba colgando del cinturón flojo. —Dale, nene, ahora te toca a vos; damela, dale. Podía desprenderlo con dos dedos. Era sólo un manotazo. Terminemos. El líquido, acre y pegajoso, se extendió por su rostro. Ahora Osmán bajaría la guardia. Estiró el brazo derecho y tomó el arma de la cintura. Giró e incrustó con saña el puñal en la yugular del viejo. La sangre surgió a borbotones. Ahora, Osmán. El brazo delgado pero fuerte desvió su cuchillada. Ambos se pararon de un salto. Tiró otra cuchillada. La patada hizo volar el puñal de su mano. Maríah dio un paso atrás y trastabilló con la botella junto al viejo. El ruido de vidrios se mezcló con su grito de frustración. Tenía que alcanzar el arma. Pese a la violencia, todo le parecía más lento, como si estuvieran bailando. A un costado, la sangre borbotando de la garganta del viejo era como una música improbable. Osmán y ella corrieron hacia el escritorio al mismo tiempo. Casi la tenía. Unos dedos fuertes aferraron su pelo y la tiraron para atrás. Otro desengaño. Podía sentir las piernas mojadas, cubiertas de sangre. Una mancha bermellón se iba extendiendo por el suelo. El charco. Amagó ir por Osmán y éste avanzó hacia ella. Pisó la mancha roja. Entonces fue fácil hacerlo trastabillar aprovechando el suelo resbaladizo. Pero él cayó hacia el arma. Maríah también se abalanzó sobre ella. Ambos quedaron abrazados como en un triángulo imposible. Hubo un disparo. Blanco. Maríah sintió como si todo el aire se le fuese del cuerpo. Alivio. Entonces Osmán se desplomó lentamente. Mientras él se estremecía en los últimos espasmos, ella se vistió. Debía pasar inadvertida. Esa cortina podía ser su túnica. La arrancó con precisión y se la ajustó con arte. Lista. Pateó tres veces la cara del más viejo. — ¿Viste que puta que fui? —dijo. Y salió de la oficina. Atravesó un gran hangar y finalmente, encontró la salida. No debía detenerse. Estación Central de El Cairo. 4s23. Tren hacia Alejandría. Volar hacia Torino, conectar a Buenos Aires. Finalmente, Nueva Venecia. La ruta estaba clarísima. 7. Era medianoche de viernes. Brenda avanzaba dejando atrás al ruidoso microcentro. Sus tacos llevaban pulso regular. No era sin razón. Cumpliría con el ritual de todas las noches. Al cruzar lo que quedaba de plaza Miserere, cantaría para gatos y linyeras. ¨Viene del viento del sur, su recuerdo hasta los callejones, y me dice que no te olvidé, se detiene entre mil colores…¨ Era la mejor canción de la tía Ingrid. Sin dudas. Íngrid…estaría feliz de verla acá. Brenda haría todo lo que quedó pendiente. Ahora, lo principal era Felín Vidales. Al llegar a Rivadavia escuchó cuatro disparos a lo lejos. No era algo extraño. Las revueltas por el cambio de gobierno hacían de Buenos Aires una bomba de tiempo. No había tiempo para nada. Chequear el estado de Felín resultaba primordial. Apuró sus pasos y en cuestión de minutos estaba frente al hospital. Los pasillos estaban intransitables. En casos así era conveniente usar las escaleras ¿Seguiría estable como la noche anterior? En un momento lo sabría. Al llegar al pie de las escaleras, una joven residente gritó a lo lejos: «¡Brenda! Brenda, ¿tenés un minuto?». Siguió su camino sin prestar atención. No había tiempo que perder. Miró su Go-d. La señal no era muy buena, pero alcanzaría para una breve comunicación mediante audios. Leyó «311». Finalmente estaba frente a la habitación. Felipe Felín Vidales dormía profundamente. Bastaría con la tenue luz de la sala. No quería despertarlo. Los sedantes habían actuado perfectamente. El reemplazo de morfina por codeína no había sido problema. La codeína más el ketorolac eran suficientes para soportar el dolor. El pulso y la respiración eran normales. Se acercó hasta el monitor de diagnóstico para chequear la temperatura y la presión arterial. Todo estaba bien, Vidales estaría en unos pocos días en Nueva Venecia. La verborragia de Felín por momentos resultaba extrema, pero era algo habitual en pacientes que habían sufrido lesiones en el lóbulo frontal. Él podía mostrarse en dos estados totalmente opuestos: o permanecía callado en un hermetismo inalterable o, por el contrario, la llamaba para charlar durante largo rato. A ella no le importaba. Él estaba bien. Todo lo que decía estaba guardado en su Go-d. Los mensajes que contenían sus sueños, recuerdos de su padre adoptivo, los logros de su hermano Dante en Nueva Venecia, hasta las canciones que había compuesto al despertar. Todo. El médico llegaría en unos minutos. Brenda tomó su Go-d y comenzó a filmar los datos del monitor. Luego, un poco de Felín durmiendo. Detuvo la grabación y agregó una nota de voz: «Vidales ist ein einem einwnadfreien Zustand.In ein oder zwei Tagen wird era us den krankenhaus entlassen. Dante wird bei seinem bruder sein. Er zeigt fremde verhaltensweisen während des schlafes. Er beantwortet fragen sehr deutlich und sogar eloquenter als wenn er wach ist.Ich werde mich diesem tema widmen» («Vidales está en perfectas condiciones. En uno o dos dias tendrá el alta médico. Dante estará con su hermano. Muestra extraños comportamientos durante su sueño. Contesta preguntas con total claridad e inclusive con mayor elocuencia que estando despierto. Voy a ir más allá con este tema.») El Go-d cantó: ¨Done¨. El mensaje se había enviado correctamente. Brenda besó a Vidales en la frente, apagó la luz y lo dejó durmiendo. Buen trabajo. Su Torino la esperaba sobre Callao. Hora de volver a casa. *** «MAADI AIRPORT HOSPITAL», leyó en voz alta. Se acercó a la autopista. Si seguía el sentido norte, estaría en minutos en la estación central de trenes. El tránsito era escaso. A la velocidad que pasaban, pocos podrían reparar en su figura a pie. Amanecía en el Cairo. Mejorar su aspecto era urgente. La falsa túnica pronto estaría totalmente roja. A lo lejos vio una pequeña estación de servicio. Tuvo suerte, el baño estaba desierto. A medida que limpiaba las heridas, organizó en su cabeza los últimos acontecimientos. Había llegado a la ciudad el jueves por la noche. Su contacto era el Dr. Vladimir Kotov. Un ingeniero químico amigo de don Giorgio. Se encontraron en el Anubis Café del centro de El Cairo. Su primera impresión fue que el hombre parecía más viejo de lo que era. Tenía la cara mojada de sudor. Se rascaba la nariz con un gesto nervioso. Ordenaron café. —Sé que don Giorgio y usted fueron grandes amigos —había empezado ella—, y que trabajó en el proyecto Alquimia. Yo… El hombre le tomó las manos. Las tenía heladas. ¿Que sucedía? —No hay tiempo para introducciones —dijo entonces él mientras buscaba algo en un bolsillo de su saco. Sus manos se movían con precisión—. Esto es lo importante. Sacó un Go-d ínfimo y lo puso en manos de Maríah. — ¿Es todo? El hombre asintió. Llegó el café. Ambos lo bebieron rápido. Luego de eso, el viejo había seguido empleando el mismo tono grave: —La situación es crítica. Estos tipos van a ir por el proyecto entero. Dante tiene que sacar todo de ahí, cuanto antes. —Se quedó un instante en silencio. Luego, miró por la ventana. —Tenemos que hacer esto rápido… Maríah recordó cómo garabateaba algo en una servilleta. Parecía un pianista de alta técnica. Sin mover sus hombros escribía con sus manos al ras de la mesa. En la claridad difusa del baño, frente a un espejo más o menos limpio que le devolvía su imagen maltratada, sacudió la cabeza con enojo, no sabía bien si contra su falta de previsión o contra el puto destino. Ella había creído elegir un buen lugar, las mesas contiguas estaban repletas de hombres de negocios, en su mayoría extranjeros y del ambiente bursátil. Apretó los dientes. A la luz de lo que luego sucedió, su error resultaba gigantesco. En algún momento, ciertas señales le llamaron la atención en la calle. No estamos solos acá, había pensado. —Doc… —intentó interrumpirlo. Él no le dio tiempo. Giró la servilleta. Con letra clara, en negro se leía: «Locker 23 T de estación central de trenes. Código: 4s23.» Luego, con la misma eficiencia que había escrito la nota, rompió la servilleta. —Debo irme, Maríah. Conviene que me vaya de acá cuanto antes. Ella extendió su mano, pero él se fue sin saludarla. Cuando se preparaba para pagar el café, sonó un disparo… Luego, gritos. El pago podía esperar. Corrió hacia uno de los ventanales y miró hacia la calle. Una muchedumbre se reunía alrededor de algo o alguien en la vereda de enfrente. ¿Podía ser? Había salido por la puerta diciéndose que no, que el pobre viejo no. Un hueco entre las piernas del gentío le dejó ver el charco de sangre. El rostro crispado parecía haber ahondado más las arrugas. No llegó a ver los ojos, pero aun así comprendió que la vida lo había abandonado. Supo que tenía que huir. A la estación, antes que nada. Y después fuera del país. Se alejó del grupo de mirones buscando un taxi. Pero al girar la esquina, no llegó a cruzar la calle. Una camioneta le frenó el paso. Hombres armados salieron de la parte trasera del vehículo. Las dos vías de escape estaban bloqueadas. Aquello era un comando profesional. Mierda. No tenía cómo huir. Dolor profundo en los riñones. Un culatazo. No se la iban a llevar de arriba. Se había erguido con esfuerzo y golpeado al que había salido por la puerta del conductor. El codo derecho detuvo a un flaquito que se acercaba torpemente. Tenía una posibilidad. Metiéndose por callejones —El Cairo estaba lleno de ellos— la camioneta no podría seguirla. Pero la descarga había llegado como un rayo. Teaser. Luego, todo se volvió oscuridad. Se encontró sonriendo en el espejo. Todo aquello era ahora menos que un trago amargo. Seguramente Yukiko querría escribirlo y convertirlo en un relato u algo así. ¿Qué apostamos? Chequeó su imagen una vez más. Ahora podría pasar inadvertida. A la estación, los archivos. Ya afuera, verificó que no hubiera nada extraño alrededor. Todo parecía estar bien. Aunque era sábado, las calles de El Cairo no dejaban de ser un caos. Sonrió. Su escenario favorito. El antiguo barrio copto sería el atajo ideal. A través de un extenso corredor entre dos viejas iglesias llegó a la gran feria de fin de semana, ahora sí podía apurar el paso. Estaba a unos metros del pasillo que la conduciría a la estación. Tras un puesto de venta de lámparas, un vendedor comenzó a gritar a otro en un dialecto que jamás había escuchado. ¿Acaso la estaban señalando? No mierdas, no me jodan. Mantuvo el paso decidido. No miraría hacia atrás. No es para mí. No es para mí. El griterío se extendía a lo largo de la feria. No podía soportarlo. Miró hacia atrás. El vendedor que gritaba sin detenerse comenzó a correr en un vector directo hacia ella. Las campanas de la iglesia sonaron una y otra vez mezclando su redoblar con las sirenas. Policía militar y ambulancias. ¿Milicos? Unos pibes cruzaron corriendo delante suyo. Eran tres (pelo enrulado, piernas flacas, dos con sandalias, uno con nikes) y llevaban una alfombra enrollada. Vio como uno de ellos caía al suelo herido, mientras el comerciante gritaba hacía los oficiales señalando a los que aún huían. Nunca una escena de delincuencia juvenil le dio tal satisfacción. Hijos de puta, aggghh, muéranse todos, manga de ba-su-ras. Llegó al corredor que conducía a la estación. Sintió que toda una etapa quedaba atrás. La idea de tarea cumplida. Ya estamos nena. Vos lo hiciste. En el atestado hall todo parecía estar dentro de los parámetros normales del lugar. Pero no podía relajarse. Avanzó atenta y con paso tranquilo. Sabía que la buscaban y no podía permitirse ningún exabrupto. —23… T… acá estás… 4s23. Abrió el locker. Una mochila, crédito para los pasajes, ropa de turista (incluida una ridícula gorra con tres chacales caminando y un reloj), y al fondo, la bendita memoria. ¡Viejo, genio! Ya en el tren, miró su reloj. Tenía que ver cómo comunicarse con el Veneciano. El tren estaba por salir en tan sólo unos minutos. La opción de una comunicación por cabina era un riesgo, el MINCO podía tener satélites monitoreando. No iba a exponerse así. A travesó el coche comedor dándole vueltas al asunto. Un joven japonés fotografiaba el ocre paisaje de los suburbios de El Cairo. ¡Qué basura! ¿Para qué esas fotos? Sobre la mesa, junto a él, había una enorme cantidad de gadgets. Maríah vio el comunicador. Extendió la mano mientras pasaba. «Jo de te, maldito voyeur», pensó y se alejó hacia la zona de camarotes. Ya tenía el Go-d. El MINCO no era tan grande como para espiar hasta en el último aparato de algún oriental ignoto viajando por el mundo. Marcó la clave. La imagen del Veneciano la miró con sorna. —Apareciste, borrada. —Sí, sabés que me tomé unos días en un spa islámico, pero ya estoy. Tengo los archivos. —No perdamos más tiempo. ¿Cuándo nos encontramos? —Esta noche estoy llegando a Turin. ¿Venís? Estaré en Porta Nuova, a las 22. Binario 7. Me pareció el mejor lugar teniendo en cuenta lo de... —No —interrumpió el Veneciano. No es el mejor lugar, es el único. Después hablamos, ciao... —La imagen del Veneciano no desapareció todavía—. Ah, algo más: Bravissimo, cara!!!! —dijo sonriendo por primera vez. Y cortó. Todavía feliz, forzó la puerta de un camarote. El cielo del desierto se veía por una enorme ventanilla. Sólo le quedaba esperar el arribo. Miró con más detenimiento el Go-d que había robado. ¿Qué música escucharía un japonés viajero con esa cara de infeliz? Yukiko lo sabría. ¡Yukiko! Seguro estaría preocupada. Todavía le quedaba un llamado por hacer. Marcó la clave. Nada. Sin señal. Qué raro. Por lo menos dejarle un mensaje. «Estoy bien. Quedáte tranquila», tipeó. «Estaré en unos días en Nueva Venecia. ¿Podemos encontrarnos allá?» Ahora sí. A descansar. Buscó entre la música. Intentó relajarse durante el resto del viaje escuchando el último disco de Agnes Yorke. Perfecto. Estaba dejando El Cairo. 8. El sol salió por fin. Tokio había permanecido gris por semanas. Su vuelo a Buenos Aires partiría por la noche, tenía todo listo. Decidió dar un paseo para despejar su cabeza. Optó por lentes oscuros, había llorado mucho. Pero ¿quién no había llorado mucho en Tokio esa semana? No importaba. No quería que nadie la viera así. La ciudad había cambiado nuevamente. Las tareas de reconstrucción tardarían un tiempo más, pero estaba mucho mejor que días atrás. Caminaba por veredas conocidas con la alegría sosegada de volver a lugares que eran una parte feliz de su historia. Amaba ese itinerario desde siempre. De chica su padre le decía: —Yukiko, ¿me acompañas al trabajo hoy? Tu madre se nos unirá luego y ¡daremos un paseo juntos! Sonrisas. Alegría incomparable. Con nueve años, visitar Namco era una fiesta. Ella sabía que pasaría horas en aquel edificio de Ota. Veía a los programadores creando los juegos. Ponía toda su atención en cada charla. Había estado presente en más de una reunión. Conocía las discusiones sobre el desarrollo de los juegos preferidos de sus amigos. Todo lo que sabía de sistemas y programación se lo debía a su padre. Nostalgia. Luego de horas en ese edificio, llegaría el momento de volver a casa. Pero nunca sin pasar por el Gomi-Park, una extensión de dos kilómetros repleta de basura electrónica. Con el aeropuerto de Haneda tan cerca, las autoridades habían decidido llevar los aviones en desuso al gran basural. Mientras miraba a lo lejos viejos monitores, recordó como había corrido entre dispositivos de diferentes tamaños pateándolos con alegría. Llegó al basural caminando lentamente. —Acá estoy –se dijo y soltó una lágrima. Gris y blanco. Todo era gris y blanco. Caminó con cuidado entre. «La basura más limpia del mundo», como decía su padre. Se sentó sobre una CPU, frente a la nariz de un Airbus 380 de Skymark Airlines. Comenzó a tararear una melancólica melodía que cantaba años atrás. Cerró sus ojos por un momento. Pensó en Felín. Faltaba muy poco. ¿Cómo estaría él? Pensó en todo lo que había pasado. Todo se estaba conectando. Japón había sido atacado por segunda vez con armamento climático. La firma que estaba detrás de los ataques era el MINCO. Dante seguramente sabría más. Pensó en Maríah. Tomó su Go-d e intentó ponerse en contacto con ella. Imposible. Sin señal. No era momento de preocuparse. Escribiría en cualquier momento. Volvió a cerrar sus ojos y a cantar. Eso era estar en paz. La melodía que cantaban a dúo con su madre llegó al primer coro. Se detuvo y lloró. La sonrisa de Mizuki fue la más cálida expresión que ella pudo sentir. Se paró y caminó hacia el Airbus secándose las lágrimas. Iphones y Go-d’s obsoletos crujían bajo sus pasos. Se detuvo bajo la quieta figura del avión y siguió cantando, sonriendo. Le pareció escuchar la suave voz de su madre, en ese mismo lugar, años atrás, diciéndole: «No importa lo que pase, acá, en medio de toda esta basura, nosotros podemos hacer como en la nieve, podemos hacer angelitos en la basura y divertirnos saltando de la mano entre los aviones. ¿Puedes hacer angelitos, Yukiko?» Claro que podía. Ahora, más que nunca, lo estaba haciendo. *** Felín se agitó en la cama. Esa tarde le darían el alta. No podía esperar más. Sentir el cuerpo abatido, la mente insomne y ansiosa lo estaba volviendo un monstruo. Cada tanto, Kafka venía a su teatro mental. Entonces, se veía las manos y no las veía como sus manos, sentía impulsos de morderlas, picarlas, de buscar algún rastro de basura con algún sabor nuevo. —Voy a extrañarte, Vidales, a vos y tus canciones —la afable voz de Brenda lo sacó de sus pesadillas. Pensó que sonaba como una de esas madres solteras que pueden con todo: seguro cocinaba muy bien y ella misma le hacía el cambio de aceite al auto. —Volveremos a vernos, seguramente, no quiero perderme escuchar ese motor. —¿El Torino? Cuando quieras. Estaré esperando tu llamado. Además, me gustaría conocer Nueva Venecia. Hubo un largo silencio. —Sí… ¿por qué no? No sonaba bien pensar en Yukiko junto a Brenda en Nueva Venecia. Pero… ¿qué sonaría bien en este momento? Claro que lo sabía. La guitarra, junto a los muelles de Nueva Venecia. Los zorzales azules de Nueva Venecia. ¡Eso sí sonaría bien! Brenda preparaba unos cuantos papeles para firmar. Burocracia hospitalaria. Cada tanto lo miraba. Parecía estar esperando algo de él. ¿Podría hacerle el pedido? Ella tenía que aceptar. Él iba a necesitar dormir; mucho. Y más aún: ¡poder dormir! —Brenda..., antes de irme, ¿puedo pedirte algo? Ella lo miró sin contestar. Sonreía. —Dame algo de codeína, para llevar. Vio como la expresión se le tornaba fría y distante. —¿Estás hablando en serio? Vidales caminó hacia ella lentamente y le habló casi al oído. —Sí… quiero descansar como lo hice acá, de la misma manera, bajo las mismas condiciones. Dale, te espero —dijo en un volumen que resultó casi imperceptible. Silencio. Brenda suspiró sonriente y dejó la sala. Felín preparó su ropa. Sólo quedaban unas horas y estaría rumbo a Nueva Venecia. *** Maríah caminaba por el hall de la estación de Torino P.N. Una voz entonó a lo lejos una canción llena de obscenidades. Lo vio venir sonriente. Se abrazaron durante un par de minutos. —Basura —le dijo ella golpeándolo en la espalda—, la pasé mal. — ¿Cuándo te vas a hacer hombre, nena? Ya podemos estar tranquilos, hace mucho tiempo que quería volver a Torino. ¿Sabés?, acá mismo mi viejo operó contra el MINCO de joven. Con Ingrid y los rusos. Ya te lo había contado ¿no? —Sí, lo tengo presente —dijo Maríah, pero ella estaba pensando en otra cosa—. No veo la hora de saber qué hay en esos putos archivos —comento apretando los dientes—; si todo esto valió la pena. —Paciencia no te voy a pedir, pero sé que todo valió la pena —Era noche de sábado, las calles del centro turinés estaban repletas.— Estoy en auto. Nos vamos a Malpensa. Tengo el avión listo para salir. Ella lo frenó. No podía esperar para darle la mala noticia. —Escuchame, mataron a Vladimir. —¿Qué? El Veneciano se detuvo en un punto y se sentó en la vereda. Levantó la cabeza y apuntó su mirada al cielo. Cerró sus ojos un momento. La ciudad se oía cada vez más fuerte. Ella no iba a entender quién había sido Vladimir para los D’Arezzo. Maríah contempló cómo él dejaba ver sus ojos vidriosos por un segundo. Fue una foto que guardaría para siempre: haber visto al Veneciano a punto de lagrimear por única vez. La miró y le habló con tono grave. —Vladimir Kotov había estado años trabajando en el proyecto. Era parte de la gran resistencia. Hombres y mujeres de ciencia, de las artes, decididos a lastimar al MINCO de la forma que sea. Los unía una gran amistad con mi viejo; de hecho, hasta me había hecho un regalo increíble, un helicóptero Blackshark. Nuevo. ¿Entendés? ¡El ruso lo había traído para mí! Mi viejo admiraba su inteligencia —dijo y sonrió. Recordar a su padre siempre lo hacía sonreír, por más grave que fuera el tema. Rumbo al aeropuerto, él fue contándole acerca del cataclismo en Tokio. Ella abrazaba con fuerza la mochila con los archivos. —Fue un terremoto de 9,3. Felín estaba dando unas clases —había contado el Veneciano—. Se golpeó muy fuerte la cabeza y quedó internado. Después habló del desencuentro con Yukiko y de cómo lo habían enviado a Buenos Aires. —Seguramente están dándole a Japón con los nuevos proyectos del MINCO. El Veneciano asintió con bronca: —Sin duda. Son basura y están cada vez más cerca de nosotros. De todas manera —dijo suavizando el tono—, no podemos hacer nada desde acá, tenemos que estudiar los archivos a fondo, Vladimir no hablaba de más, y nunca demostró urgencia por nada… pero esta vez sí. —Sí, y lo dejó muy claro —dijo Maríah. Él hizo una pausa larga. En sus ojos la tristeza por la mala noticia se mezclaba con algo más. —Tenemos que reagruparnos. Pase lo que pase, tenemos que estar unidos —agregó después de un rato el Veneciano. Su voz revelaba la actitud de alguien que no quiere mostrar todas sus cartas—. Cuando Vladimir escribió, dijo que «WH» estaba sobre nosotros. —El Veneciano se detuvo y le habló con voz calma—: Sé de quién habla, y sé que haga lo que haga, no va a conseguir nada de nosotros. Él soltó su mano y le señaló un Mustang 67. Estaba muy tranquilo, más de lo habitual. Maríah eligió no hacer preguntas. Estarían en el aeropuerto en unas horas. 9. Cuando descendió, creyó que estaba en calma. Había tenido un vuelo tranquilo. El puerto aéreo, sus olores, su ritmo, su especial estilo algo rancio, algo retro, le devolvieron la paz que otorga lo que resulta familiar. Le parecía haber estado ayer en Buenos Aires. Sin embargo, entre sus manos apretaba con fuerza el paquete de Supesu de frutilla que había llevado para Vidales, sus preferidos. Si seguía así, iba a destruir el envoltorio. Sería mejor guardarlos. Durante veinte minutos esperó en el hall de Air Fox, que estaba prácticamente vacío, diciéndose que iba a estar todo bien, imaginando la sonrisa de Vidales cuando se encontraran; ese perfume —a cuero y a almizcle— tan característico de él que sentiría al abrazarlo; el sabor, mezcla de menta y hierbas, del beso que le daría. Durante veinte minutos siguió diciéndose que estaba todo bien, que a esas horas, el tránsito en Buenos Aires era siempre el mismísimo infierno. Sin embargo, había comenzado a odiar al transporte de esa ciudad, y al transporte del mundo entero, y a todo lo que dilatara por más tiempo su reencuentro. Sólo quería verlo, correr y abrazarlo durante mil años. Volver a escuchar su voz. Entonces lo vio. ¡Ahí estaba! Caminaba tras una familia que se dirigía a la plataforma de arribos con ridículos carteles de bienvenida. Parecía más flaco; tal vez más encorvado. Traía un bolso de mano. Se desplazaba lentamente, apenas sonreía. De pronto, de una manera incomoda y odiosa, el tiempo pareció detenerse: era como correr sobre una cinta de gimnasio. ¿Acaso nunca llegaría a ese abrazo? Entonces tuvo que admitir que estaba nerviosa, que lo había estado desde el mismo momento que recuperó la conciencia luego del terremoto de Tokio y lo había seguido estando aún después de saber que Vidales estaba vivo, aún después de saber que irían a reencontrarse. Se aferró a él casi con furia, con una fuerza que, pensó, se semejaba a la desesperación. Allí estaba su perfume, allí estaban su manos, ese cuerpo que reconocía como no había conocido a ningún otro. Pero entonces un movimiento imperceptible de él volvió a alertarla, un brusco gesto como de rechazo. Alarmada, lo miró a los ojos. Había algo allí que antes no se encontraba, y no eran sólo la mirada vidriosa, las ojeras propias de quien acaba de salir de una internación. Se dijo que no fuera tonta, que cualquiera que hubiera pasado por lo que él pasó se vería igualmente extraño y lo abrazó nuevamente, con más emoción. Cuánto quería protegerlo. Pero el cuerpo de él permaneció rígido, como aquellos viejos postes de luz que aún podían verse en las películas, o en algún lugar apartado donde la ultramodernidad aún no hubiera llegado. Él susurró su nombre y la apartó otra vez. También su voz sonaba distinta. Sin embargo, era él, era Vidales. ¿No estaría siendo una tonta, ella también sufriendo al fin las consecuencias de tantos días de estrés? No debía desesperarse: Vidales estaba allí. Él volvió a hablar: —Hola, Yu. ¿Eso era todo lo que tenía para decirle? Estaba siendo una tonta, ¿qué se esperaba?, ¿un reencuentro apasionado casi al borde de la ficción más melosa? Y, sin embargo, Vidales habría sido más de ese comportamiento, aunque quizá matizándolo con un ligero dejo de burla, tomándose el pelo por ser tan romántico. Sintió que sus ojos comenzaban a humedecerse. No quería que la viese llorando. —Hola, Vidales —dijo recomponiendo la voz—; de vuelta en casa. —No hasta que estemos allá…en casa —dijo él con esa nueva voz que ella no terminaba de entender y que acaso sólo se debiera a alguna medicación que estaba tomando, o quizá sólo al sufrimiento padecido. ¿Sufriría Vidales todavía? ¿O esta reserva que percibía sería como una nueva valla que a su vez iría levantando otras y otras y otras? Definitivamente, estaba muy cansada, más de lo que había admitido hasta el momento, y quizá su cabeza le estuviera jugando malas pasadas. Caminaron juntos hacia la sala de espera donde aguardarían el horario de salida de su vuelo. Durante todo ese tiempo, Yukiko trató de no mirarlo, de aferrarse más a sus recuerdos para no sacar conclusiones apresuradas sobre lo que pudiera contemplar en él. En algún momento, ya sentados en uno de los enormes sillones azules de Air Fox, él dijo: —Los extrañaba así, a vos y a Buenos Aires juntos. Su voz fue sólo un hilo, pero para Yukiko significó casi un clamor, la confirmación de algo que ella precisaba por sobre todo: en algún lugar, Vidales —el Vidales que ella amaba— permanecía vivo. Prefirió aferrarse con fuerza a esa certeza. —Nuestro vuelo sale en una hora. Dante nos está esperando con Maríah —comentó él luego de un rato, la mirada perdida en los grandes ventanales de la estación aérea. Yukiko pensó que eso también era una promesa de normalidad. Ya habría tiempo para recuperar todo lo otro, entender qué pasaba. Estaban nuevamente juntos. Lo demás vendría. Paso a paso, se dijo. Y por un largo rato se esforzó en convencerse de que no se estaba mintiendo. 10. «OBTENER «ALQUIMIA» - DESTRUCCIÓN DE NUEVA VENECIA» La proyección mostró una serie de organigramas que se ramificaban como un improbable árbol genealógico. MINCO —la corporación más poderosa del mundo, relacionada con el desarrollo y la industria de la robótica armamentística— figuraba en lo alto del cuadro. Más abajo se destacaban dos nombres conocidos para Maríah: DR. W OLFGANG HASSLER e ing. FRANÇOIS CASSEL. Siempre había sospechado que ellos eran parte de la conspiración. El Veneciano desplegó otra imagen. En el margen izquierdo se leía verticalmente «FASE 1». Yukiko leyó rápidamente. Una extensa operación mediática sería desplegada en 75 países. Los titulares de periódicos digitales, noticiarios radiofónicos y drones informativos deberían exaltar los méritos de la Confederación Internacional de Seguridad. Se buscaría reforzar la imagen de una milicia especializada benevolente enviada a Nueva Venecia con el fin de detener lo que ellos tratarían de presentar como «el desarrollo continuo de armamento biotecnológico en toda la región». —Hijos de puta. Van a montar un circo entero para entrar —dijo Maríah, y su tono estaba al punto de la beligerancia. —No van a obtener nada de nosotros —respondió el Veneciano cantando con una sonrisa. Yukiko rió del modo burlón que usó Dante, de su alegría. Las holopantallas daban al lugar un algo encantado que sin embargo le parecía cargado de presagios. De pronto, algo cambió en el rostro del Veneciano. Se acercó a la primera pantalla. —Hassler —dijo mirando el holograma con el entrecejo fruncido—. Recuerdo que mi viejo me habló de él; se habían conocido en Berlín. De hecho, participó en la primera fase de Alquimia. Sé que mi viejo nunca confió en ese tipo. Luego, Yukiko vio como Dante hacía un gesto con el brazo sobre la imagen. Ella apreció en ese movimiento la elegancia de alguien que reunía a la vez el conocimiento y el liderazgo. En el margen derecho de la imagen se desplegó una serie de datos. «MARZO-ABRIL ’72 PARA LA O2» Describía una intensa operación mediática a nivel mundial. «28 DE MAYO ENTRADA EN NUEVA VENECIA» El nombre de la ciudad se abría en diversas subpantallas relacionadas con especificaciones sobre cómo manipular Alquimia. —¡Mierda! —Maríah golpeó la mesa con fuerza, al tiempo que Vidales se llevaba los brazos a la nuca. La mirada del Veneciano era segura. —Calmate —le dijo con tono tranquilo—, vamos a estar bien. Entonces el silencio se impuso por sobre los sonidos de cualquier aparato encendido. Permanecieron así por un tiempo que a Yukiko le resultó imposible mesurar. —Estos tipos saben lo que quieren —retomó Dante con una confianza que a ella le resultó imposible saber hasta dónde era cierta—, pero también saben que Alquimia es una sustancia altamente inestable. Aún no deben de tener idea de cómo sacarla de acá. Y mucho menos de qué manera darle un uso realmente efectivo. Vidales lo miró sin entender. —¿Te parece una ventaja? —En su tono se notaba esa confrontación que Dante siempre había agradecido, porque decía que lo ayudaba a pensar.— ¿Qué se ha hecho en los últimos tiempos en Nueva Venecia como para evitar el contacto directo de estos hijos de puta con Alquimia? Dante lo ignoró sin más. Miró un punto fijo e hizo una larga pausa. Luego se dirigió a Yukiko: —China, ¿te quedás conmigo revisando los archivos? —Ella pareció entender que había algo más—. Los ingenieros y todo el equipo de laboratorios estarán a nuestra disposición. Felín, Maríah, vayan a dormir. Mañana vamos a charlar tranquilos. Va a ser mejor que descansen bien mientras puedan. Empezaremos en algunas horas y probablemente ya no volvamos a tener posibilidades de reposar normalmente nunca más. Nos esperan días difíciles. Yukiko vio cómo todo en el cuerpo de Vidales hablaba de desasosiego cuando se despidió de Dante y de Maríah. Trató de tranquilizarlo diciéndole que no bien pudiera se reuniría con él, pero que no la esperara despierto. El laboratorio, de pronto, pareció más grande, más silencioso. El Veneciano pensó que todo parecía cargado de inminencia. La irritación de Felín todavía permanecía en su cabeza: el tiempo había hecho estragos con él y él había hecho estragos con su tiempo. Así de simple como sonaba. El viejo le pidió que cuidara de él, y así lo haría, pero ya no habría tiempo para estas cosas. Ahora, necesitaba a la china cerca. Y concentrarse. Todo estaba en orden; aunque no lo aparentara, todo estaba en orden. 11. Caminaban por el gran túnel que conducía hacia el bunker central. El Veneciano iba adelante como un hidalgo en sus territorios. Vidales lo seguía con paso lento. Yukiko y Maríah venían detrás conversando por lo bajo. De los búnkeres que se levantaban en la isla central de Nueva Venecia, este era el más grande. Todo parecía realizado en escala para gigantes. La frialdad de algo a mitad de camino entre lo fabril y un laboratorio contrastaba con la vegetación que habían abandonado. Dante avanzaba con la seguridad de quien tiene un propósito. De pronto, se acercó a una sección de la pared y accionó unos controles. El gigantesco panel se desplazó revelando un ámbito enorme, todavía más iluminado que el túnel que dejaban detrás. En el centro, en un cilindro transparente de proporciones abrumadoras, brillaba y latía una materia que parecía casi viva: Alquimia. Vidales se detuvo con expresión de asombro. —Esto realmente cambió —dijo. El Veneciano lo miró pensando si era el momento de retomar la conversación de la noche anterior, pero prefirió simplemente asentir y se dirigió hacia un tablero de comandos. —Ahora hemos aprendido a controlarla —dijo y accionó uno de los botones azules. Se detuvo antes de seguir operando los controles. Era gracioso ver la cara de Felín expectante y a Yukiko tratando de comprender todo. Maríah se hacía la indiferente, pero él sabía que era sólo una pose. Volvió a tocar la pantalla que tenía enfrente y la luz del lugar disminuyó. Un poco de teatralidad no venía mal. Sumémosle música. Ahora. Debussy por Ave Bjørk. La gran columna que era Alquimia comenzó a moverse como si siguiera los compases. Entonces, Maríah también abrió la boca con asombro. Felín se adelantó lentamente, parecía no poder creer lo que estaba viendo. —La tenés totalmente dominada. ¿Eso significa que podemos moverla? —Si es así, ¿por qué no la movemos ya mismo?—se precipitó a decir Yukiko. El Veneciano sacudió la cabeza. —China, me extraña, tendrías que haberte dado cuenta. —La miró fijamente y agregó—: Perderíamos la ventaja que nos da el ser un territorio no monitoreado por los satélites de esos hijos de puta. Mi viejo hizo un buen trabajo ocultando parte de las islas bajo un escudo reflectante. Además, esta es nuestra tierra, no vamos a dejarla. La música que parecía hacer bailar a Alquimia dio otra emoción a esas palabras, pero Maríah no estaba para sensiblerías. —Todo bien —dijo—, pero según esos datitos que me costaron algo más que algunas ladillas, en tres meses tendremos un ataque con toda la fuerza que Hassler puede descargar. ¿Estamos preparados para eso? No me gustaría para nada dejarle a ese pedazo de mierda la maravilla danzante que tenemos ahí enfrente. Según los trabajos de Rosenberg, bastaría que caigan 50 microgramos de ella sobre el mar para que la vida en la Tierra tal cual la conocemos desapareciera en cuestión de meses. El Veneciano quitó la música y volvió a subir las luces. El pragmatismo de Maríah había deshecho la magia y lo traía de regreso a problemas muy concretos. El silencio, por un momento, pareció encerrar a cada uno en una burbuja diferente de preocupación. Entonces, María volvió a hablar: —Según dice acá —dijo señalando un pequeño Go-d que sostenía en su mano izquierda—, tenemos más de 1.000 hombres entrenados, 100 mq-1, 20 dispositivos acústicos de largo alcance, 2 satélites propios, más de 100 cañones antiaéreos, 4 radares, 100 f16, tu Blackshark... ¿Creés que eso será suficiente? Él todavía no iba a revelarles todo el plan. Levantó la mano con autoridad como pidiendo silencio. —La defensa de Nueva Venecia está preparada —dijo tratando de poner a sus palabras la mayor firmeza que consiguió—. Alquimia estará bien y nosotros también. Miró a cada uno tratando de comprender qué pensaban. Las burbujas de silencio estaban de nuevo allí. En el centro del salón, Alquimia latía indiferente a todo. 12. Yukiko bostezó. Se deslizó entre las sábanas tratando de no hacer ruido alguno. No quería despertar a Vidales. En la penumbra azulada del cuarto, su cara le parecía más allá de cualquier preocupación. Seguramente esa noche no había sido una de ésas. No podía dejar de pensar en lo diferente que lo veía. Los últimos sueños lo habían despertado en un estado del que ella a duras penas había podido sacarlo. Pero esta vez dormía tranquilo. Se vistió rápidamente. Lo miró una vez más y salió. En el pasillo, la luz era más fuerte. Todavía faltaba un poco para que fuera de día. Tenía que apurarse antes de que todos comenzaran la actividad más intensa. Cuando llegó al portal del salón principal, donde la noche anterior habían visto Alquimia terminada, pensaba en Vidales y su descanso profundo. Frente a la enorme puerta, buscó el control que había usado Dante y lo accionó. Sus pensamientos sobre Vidales y sus sueños se mezclaron con Alquimia. En el centro del gran laboratorio, la incomprensible masa de energía parecía dormir. Las luces, más bajas que las del pasillo que había abandonado, igual le permitían ver la actividad de los sofisticados instrumentos. Se acercó hacía el panel donde antes había estado Dante. No toleraba los enigmas desde muy niña, y si había uno en ese momento era la tranquilidad de Dante frente al caos que parecía rodearlos. Mientras recorría la sala, le vino a la cabeza un episodio que días atrás había ocurrido durante un almuerzo. Ella estaba preparando las verduras para la ensalada y escuchaba la conversación de Vidales con Dante. Entre risas, recordaban una partida de ajedrez. Según el relato chicanero de Vidales, Dante iba perdiendo y no lo había aguantado. «Siempre el mismo cabrón, admitilo», le decía tomándole el pelo. «Pateaste el tablero a la mierda y después me querías reventar a patadas.» Desde la cocina, Yukiko había oído la tranquila excusa: «Es que la tanada me puede». El Dante que hablaba tranquilamente de Alquimia la noche anterior contrastaba notablemente con el de la anécdota del almuerzo. Se preguntó cuál de los dos sería más auténtico y también en qué imagen podría confiar más. Caminó junto al enorme ventanal pensando que le quedaba poco antes de que fuera de día. En la pared opuesta a la que ocultaba a Alquimia se veía una puerta que Dante se había empecinado en ignorar durante la visita del día anterior. Allí no podía sino haber un secreto.A un costado se destacaba un dispositivo azul igual al que Dante había manipulado para mostrarles Alquimia. Esos debían ser los controles de apertura. En sus vértices había pequeños puntos color naranja. Extendió la mano. Sólo una pequeña prueba. Colocó sus yemas sobre dos de los vértices. Sonreía expectante. Nada ocurrió. Tocó los puntos anaranjados que se posaban sobre cada vértice. Las luces de todo el salón se encendieron. Volvió a presionar suavemente sus dedos sobre los puntos anaranjados y el salón quedó a oscuras. Probó luego, con ambas manos, diferentes combinaciones. Los colores, comprendió, respondían a un patrón. En algún momento la distrajo el primer canto de los zorzales. El sol empezaba a salir. Zorzales, pensó. Vidales siempre los nombraba como fuente de inspiración para sus melodías. Seguro todavía estaría durmiendo. Apoyó la palma entera sobre el triángulo a ver si esta vez la puerta se abría. ¿Cómo funcionaría eso? La idea de que esa escapada quedara frustrada la enojó. Debía de ser un escáner dactiloscópico o algo por el estilo. Ofuscada, decidió abandonar todo. Retiró la palma y giró para irse. A sus espaldas, un pequeño zumbido la detuvo. Ops, ¿qué había hecho? Giró nuevamente para ver. La pared enfrentada a Alquimia se desplazaba hacia la derecha. Caminó unos pasos, con cierta cautela. Ojalá los zorzales se callaran, el sol diera marcha atrás y pudiera tener más noche por delante. El pasillo que tenía frente a ella era una invitación a seguir. Ahí había algo más que Alquimia, algo que no estaba a la vista. Ahora… ¿algo más que Alquimia? Cruzó esa gran abertura. Del otro lado había un extenso corredor totalmente blanco se extendía por unos veinte metros. Dio algunos pasos mientras miraba las paredes. Líneas grises las cruzaban trazando extraños diseños perpendiculares que se alternaban con las luces. Al final del pasillo había una enorme puerta. ¿Qué podía ser todo eso? Volvió a irritarse. No estaba entendiendo nada. Si había un dios, sólo él sabría cuánto le molesta eso de no entender nada. Y ella no estaba entendiendo nada. Sólo había una posibilidad: mirar qué había del otro lado de esa gran puerta. Atravesó el pasillo pensando que le quedaba poco tiempo. Cuando llegó junto a la puerta, notó a los costados señales que advertían de altas temperaturas y ordenaban mantener distancia. Eso no la iba a detener. Buscó a un lado el omnipresente triángulo azul con los puntos anaranjados. Ahora sabía cómo accionarlo. La puerta se desplazó con gran trabajo, como si estuviera cerrada a presión. Ante sus ojos, todas eran señales de advertencia y extraños protocolos que no tenía tiempo de detenerse a comprender. Debía seguir adelante. No interesaba si el lugar estaba monitoreado —todo en Alquimia estaba monitoreado—, las cámaras no la iban a detener. Fue hacia el extremo derecho de la sala. Un gran holograma pendía sobre una brújula. Comenzó a filmar y tomar fotografías con su Go-d de pulsera. Tres pantallas de notables dimensiones se erguían sobre las mesas de comandos. En el centro, un cartel luminoso se destacaba: FLY ME TO THE MOON. Solamente los italianos pueden hacer esto. Recordó a Dante y sus delirantes duetos con el holograma de Sinatra y soltó una risa. Don Giorgio también había sido un fanático de Frank Sinatra; de hecho, en su tiempo diseñó unos hologramas del gran Ojos Azules y les produjo giras por todo el mundo. ¡En Japón había sido un éxito! Volvió a mirar el panel de comandos. Lo mejor sería estudiar todo tranquila, con detenimiento, en su cuarto. Sólo un poco más. Continuó fotografiando, hasta que se detuvo en dos dispositivos azules… triangulares y azules… Accionó con la palma uno de los controles. Esperó la sorpresa, pero... nada de nada. Decepcionada, decidió marcharse. Al girar, observó una vez más la gran mesa y vio que tenía una entrada para cargar o descargar datos. Esa era una buena oportunidad. Se desprendió uno de los aros. Cada uno ocultaba un dispositivo de almacenamiento con una memoria de 1 petabyte. ¿Debía desprenderse el otro también? No, quizá con uno alcanzaría. Mientras cargaba la información, observó cientos de mapas, planos, archivos relacionados con mecánica, varias tablas de equivalencia entre valores de muchísimos ceros y caracteres totalmente ajenos a su conocimiento. Iba a tener una larga jornada para descifrar todo eso. Un bip sonó varias veces. El aro se había cargado. Yukiko miró su reloj, marcaba las 07:11. Era suficiente por el momento. Hora de irse. Tenía lo que quería. Sonriente, volvió por el corredor. Para salir, repitió los mismos pasos que cuando había entrado. Mientras la última compuerta se cerraba detrás de ella, divisó una silueta al final del salón. Manejando una clark, Dante se acercaba, venía cantando. Yukiko no entendió muy bien qué decía. El inglés de Dante era excelente, pero esta vez no le entendía nada. «Flmglu pfo de mmmm.» Ah, fly me to the moon. Vio la manzana que traía en la mano. Con la boca llena cualquier inglés sonaba imposible. ¿Cómo justificar que estaba allí? Tenía que pensar rápido qué decirle. —¡¡China!! ¡No te hacía tan madrugadora! Sintió que empezaba a ponerse colorada. No tenía que mostrarse nerviosa. —¡Hola, Dante! —dijo tratando de parecer relajada. El seguía masticando su manzana con enorme placer. —En un rato desayunamos juntos en el Gran Yerbal. Va a estar la doctora Rosenberg. Seguro tenés un montón de preguntas para hacerle. ¿Venís o tenés algo que hacer? ¿Por qué no le preguntaba qué estaba haciendo ahí? ¿Estaba jugando con ella? ¿La habría visto por las cámaras? Trató de distinguir algún tono irónico en su voz. Las mejillas le ardían. ¿Se habría dado cuenta de que se puso colorada? Detestaba mentirle, pero ¿acaso él también no estaba ocultándole algo? —Hey, china, ¿una manzana? —dijo él tranquilamente señalando a la bolsa que colgaba del manubrio de la clark—. Son recién cortadas… ¿Te tienta? Pensaba en las cámaras, en cómo Dante la miraba, y no podía mantenerse tranquila. Estaba temblando. —¡Dale! Tirala —le dijo. —¡¡Ahí va!! La manzana voló unos metros y ella misma se sorprendió al atraparla con una sola mano. Todo ese juego la calmó un poco. Aunque todavía sentía sus manos transpirando. —¡¡¡Nos vemos en un rato, chinitaaaa!!! Dante se alejó cantando a los gritos, como solía hacer. Respiró aliviada. Antes del desayuno tendría un tiempo para saber más de aquel lugar. Volvió a su cuarto acariciando su arito izquierdo. Nerviosa…, pero feliz. *** Como le venía ocurriendo en los últimos días, Felín se levantó con una languidez extrema, pero esta vez había sido peor. No vio a Yukiko en el cuarto ni tampoco en el vestidor. Seguramente ya habría salido a desayunar con los demás. ¿Tenía que vestirse y seguirla? El incómodo cansancio con el que despertó todavía estaba ahí. Prefirió quedarse. Tenía una profunda sensación de pérdida. Además, los jirones de sueño que podía recordar no eran claros; eran más bien borrosos o eludían su memoria, no como en sus sueños habituales. Flashbacks difusos, ojos de gato, medusas, luces violetas, voces que susurraban dialectos extraños, náuseas y mareos. Las noches no eran para él lo mismo que para los demás. Y esto no era algo nuevo. Durante años había tratado de llegar al porqué de esos episodios para poder deshacerse de ellos. Entendiendo su razón —o quizá su origen—, creía, podría encontrar una solución. Alguna vez, años atrás, había recurrido a métodos impensados, sometiéndose a hipnosis y regresión consciente, pero siempre terminaba abandonando la búsqueda. El Valium y el Clonazepam, habían ayudado, pero sólo hasta ahora. Hubo un episodio, cuando tenía diez años, que él sentía la piedra sobre la que se levantaba todo el resto de su extraña experiencia: aquella vez, tuvo cuatro sueños en una misma noche. Al despertar, los dibujó y describió en su portátil. Luego, durante el almuerzo, les había contado uno de esos sueños a Don Giorgio, a su novia Ingrid y a Dante: eran los cuartos de final del Mundial de Fútbol del año siguiente y en su sueño Argentina vencía a Alemania por cinco tantos contra cero. Todos se habían reído de su predicción inverosímil. Entonces, él, sin maldad alguna, agregó que también había soñado con Ingrid. Más risas. Que en sus sueños ella desaparecía. Un silencio incómodo se instaló entonces entre los mayores. Después de tantos años, todavía podía sentirlo. Pero de inmediato Don Giorgio largó una gran carcajada y propuso un brindis haciéndoles olvidar todo el asunto de los sueños. Felín recordó con tristeza la imponente figura de Ingrid Müller. Había llegado a sentir un gran afecto por esa valkiria sonriente. Ella le había dado algunas lecciones de canto. En ocasiones, improvisaba funciones de títeres para él y Dante. Ellos dos disfrutaban muchísimo del espectáculo. La habilidad de Ingrid con los títeres y sus voces era fascinante. Don Giorgio le contó una vez que se habían conocido, en Stuttgart, en el ’52, durante una entrega de premios. Él había creado un holograma de Frank Sinatra que recorrió el planeta dando recitales y ganando premios. El mundo de la ciencia y del espectáculo estaba de rodillas ante Giorgio. Ese año le entregaron el Tesla de Oro y la anfitriona del evento fue Ingrid. El papá de Dante regresó a Nueva Venecia con dos trofeos: el Tesla y la hermosa actriz. Evocó la alegría de Don Giorgio, el modo en que le brillaban los ojos cuando miraba a aquella mujer que lo completaba. Seguramente, pensó después, cuando fue más grande, el viejo no había creído nunca que se llegase a ocupar el vacío que dejó la mamá de Dante cuando murió. Aquello, sin duda, había sido para él un regalo inesperado. Algunos meses después, Ingrid regresó a Alemania para cumplir con un contrato: una película absurda sobre una monja que cantaba en los Alpes rodeada de niños también cantores. Entonces, sucedió el partido y todo lo demás. ARGENTINA 5 - ALEMANIA 0. El resultado de su sueño se había cumplido. Pero tuvo que festejarlo él solo. Dante y su padre habían tenido que dejar Nueva Venecia en vuelo hacia Berlín. Ingrid había desaparecido. Más tarde, Felín se enteraría de lo que ocurrió. Don Giorgio había puesto todos sus recursos al servicio de la policía alemana. Durante días, los resultados fueron más y más desalentadores. Al borde del desaliento, hubo que forzar a las autoridades para que no se retiraran de la búsqueda. Finalmente, Ingrid había aparecido muerta bajo un puente en las afueras de Eisenach. Estrangulada y con signos de haber sido violada. Don Giorgio nunca habló con él del tema de los sueños. Ahora, parado frente a un gran ventanal, se preguntó una vez más por qué habría sido ese silencio. ¿Estaría el viejo preservándose del dolor por la memoria de Ingrid? ¿O lo estaría preservando a él de alguna otra cosa? Felín miró a través del enorme vidrio. A lo lejos, Yukiko y Mariah, Dante y la doctora Rosenberg desayunaban junto al muelle. Esbozó una sonrisa. Era lindo ver a Yukiko así, tranquila. No la preocuparía contándole el regreso de sus sueños. Los momentos de paz resultaban algo que había que preservar porque pronto serían sólo recuerdos. Mientras se duchaba, volvió a preguntarse cuándo habían vuelto las premoniciones. Durante su carrera en la Academia de Artes Musicales de Nueva Venecia había tenido en sueños claras señales respecto de lo que estaba componiendo; era… componer soñando. Esto nunca llegó a parecerle un don, simplemente podía recordar las melodías que había escuchado en sueños y las anotaba. Pero durante su adolescencia no había tenido sueños que anticiparan algo o que él hubiera advertido como premonitorios. Fue un tiempo tranquilo: dormía mucho,leía mucho, escuchaba y tocaba música. Había disfrutado aquella época. Los encuentros tenían su lugar en el bar del Hangar 13, en la Isla Central. Iban regularmente profesores de la universidad, médicos, ingenieros y hasta capitanes de navío. Se había formado una orquesta. El bar les pertenecía como si fuera el living de sus casas. Y esto había sido obra de Dante. ¡Y cómo fumaban! En el recuerdo, la voz de de Dante estaba allí, detrás del humo: «Prima la Veneciana, e dopo la Fiorentina». Ése era su ranking de hierbas. Sonrió vagamente. Otros tiempos. Salió de la ducha pensando en aquellos sueños que él consideraba la base de todas las demás experiencias extrañas que había tenido. ¿Cuál había sido el tercero? ¿Por qué no podía recordarlo? Ver esos dibujos y los textos en su vieja portátil era algo urgente. Se vistió rápido y fue hacia uno de los depósitos donde Dante había guardado sus cosas. Diez grandes cajas, algunas apiladas, otras no, descansaban allí desde que se había mudado a Tokio. Miró las primeras dos cajas, que estaban apartadas del resto. ¡Etiquetó las cajas! ¡Qué detalle! LES PAUL-TELE-FENDER JB. Leyó esas palabras y su cara se iluminó. Ahí estaban sus primeras guitarras. La telecaster que le había regalado Juárez, uno de los dueños del bar del hangar 13. Pensó en llevárselas consigo esta vez. Total… no había traído equipaje ni sacado un pasaje. Sonrió y se sintió bien por hacer un chiste —el primero— desde lo que había ocurrido en Tokio. La segunda caja apartada también debía de tener material delicado. Miró la etiqueta. GADGETS-DVDs-BASURA EN GENERAL. pensando en Dante. BASURA EN GENERAL. Hijo de puta, jajaja. Sonrió Esta basura podía contener lo que buscaba y dar con la nota tónica que quería escuchar. Abrió con cuidado. Contra un costado estaba su querida Exna. ¡¡Vamos!! Mientras la portátil se cargaba, se sentó en el suelo y la apoyó sobre la caja de las guitarras. Sus manos golpeteaban sobre los costados del cartón. Cuando por fin pudo encenderla no consiguió evitar reírse. El disco estaba repleto ¡y eran más de diez petabytes! ¡Qué exagerado! Sin embargo, todavía podía identificarse con aquel adolescente que fue. ¿Dónde había puesto el archivo? Ah, sí, con la discografía de Luis Alberto Spinetta. El padre de Don Giorgio había sido amigo de Luis Santiago, el papá de Luis Alberto y en casa de los Di Arezzo el Flaco era palabra sagrada. Él también había abrazado esa religión. Abrió el primer documento y leyó: «Argentina mete tres goles en el primer tiempo, y dos –incluido uno de penal– en el segundo. ¡Todos contentos! ¡ ARGENTINA 5 - ALEMANIA 0!» Pasó por alto sus infantiles dibujos del estadio Camp Nou de Barcelona. Llegó al siguiente texto: «Ingrid no está por ninguna parte. No fue de compras a Buenos Aires. Su hermana Ruth no sabe nada de ella, Giorgio la está buscando pero no la encuentra. Y no la va a encontrar más.» El dibujo de este sueño era muy simple y a la vez llamativo. Parecía algo así como un arco de rugby del cual se desprendían pequeños círculos rojos, como gotas de sangre. Llevó su mano derecha hacia el mentón. Miró el dibujo hasta que los ojos ya no lo percibieron. La sensación que tenía era semejante a la que sobreviene después de una mala noticia que llega en plena madrugada. Sintió la quietud del ambiente, el silencio. Su cabeza comenzó a girar. Sería mejor desayunar. Podía ver lo siguiente mientras desayunaba. Llegó sin problemas a la cocina a pesar del mareo. El café de Nueva Venecia siempre fue de lo mejor. Leyó el siguiente texto. Decía: «Nubes negras cubren las dos torres al mismo tiempo. En Madrid, nadie puede correr. Mueren rápidamente. La mayoría son turistas. En París, lo mismo.» No había dibujo para ese texto. Volvió hacia atrás y lo examinó varias veces. ¿Por qué en sus sueños había relacionado esas dos ciudades? No existía ninguna relación geográfica que permitiera que ambas sufran un cataclismo simultáneo. Tipeó Madrid + Paris + Muerte. Leyó el primer link, el más actual. «DOBLE ATENTADO MADRID-PARÍS: 1.131 MUERTOS »La Torre Eiffel, en París, y su réplica de Madrid recientemente inaugurada fueron escenario de simultáneos ataques terroristas con armas químicas. Le llaman «el nuevo gas sarín. - (hace 6 días)» Dejó su café sin terminar. Corrió hacia el búnker principal esperando encontrar a Dante. En la entrada, uno de los centinelas le dijo que el Veneciano había salido a entrenar en el Bosque de los Zorzales Azules. Tendría que esperar un rato para poder contarle todo esto. El sol estaba llegando al cenit. Era un mediodía hermoso en el archipiélago, pero su cabeza apenas lo percibía. Se quedó pensando en los dibujos, en los textos que había escrito de niño, y en todas estas últimas noches, con sueños que no era tales sino imágenes claras que se tornaban difusas rápidamente y daban lugar a una extrema taquicardia y posteriores palpitaciones. Algo que entraba y salía de su mente las veces que quería hacerlo. Ahora era consciente de que volvería a pasar. Se sentó cerca del muelle que tenía vista al Bosque del Laberinto preguntándose si el golpe que lo dejó inconsciente en Tokio podía tener algo que ver. Sintió que era así. Estaba seguro de que había vuelto…lo que sucedía cuando tenía diez años había vuelto. 13. Maríah dejó de dar puñetazos y patadas a la bolsa. Era mediodía y la alarma de su reloj había sonado por cuarta vez. La puntualidad nunca había sido lo suyo. Colgó los guantes y se preparó para salir. Afuera, el sol le sacó una sonrisa. Ese sería un día perfecto para el histórico discurso que iba a escuchar. Día de fiesta, sí. Cruzó el pequeño tramo que había entre su dormitorio y el muelle de la Isla Central. Cuando llegó allí, aún pensaba en el Veneciano. Recordaba lo último que habían hablado esa mañana en su cuarto. Encendió el motor de su lancha. «Vos sabés que para los discursos el viejo era un genio», había dicho él mientras se vestía. «Yo, en cambio, tengo que estar justo en el día, justo en el momento, dependo de setenta millones de cosas para estar justo en el día. Así y todo, voy a hablarles como les hubiera hablado él. Voy a invocarlo….» Sin embargo, ella no lo había visto nervioso. Mientras se abrochaba la camisa, sonreía. Soltó la amarra y pensó que siempre se sorprendía cuando lo escuchaba en plan gran-jefe-deNueva-Venecia. No podía sustraerse a esa presencia de líder nato. La lancha avanzaba velozmente. El sol brillaba en lo alto y el calor era agradable. En la orilla, una vegetación mansa le daba la tranquilidad de lo familiar. Cómo había extrañado eso en El Cairo. ¿Nostalgia, Maríah? ¿Vos con nostalgia? Te estás poniendo blanda, mi vieja. El viento del Sur trajo una música que reconoció rápidamente. —Es en Nueva Veneciaaaa, donde el mejor yerbaaaal... En el modo de tocar reconoció a la banda del hangar 13,sonaban muy bien. Su voz cruzó las plácidas aguas acompañando el ritmo marcial. El Himno de Nueva Venecia siempre la podía. Sabía que estaba dotada para cantar, cada vez que tenía la oportunidad, lo hacía. Encontraba en la música un lugar de descanso a toda su acción. Otros podían hacer yoga o tai chi, ella cantaba. Y a veces hasta se le atrevía al bajo. El Veneciano le había regalado uno diciéndole que ese tenía que ser su instrumento. Después, Felín le dio las nociones básicas. El bajo con fuzz. Deslizar el arco de la mano por el mástil y sentir el fuzz en todo el cuerpo, eso era todo. Caminó hacia la gran llanura tras los yerbales pensando en cómo en el Veneciano y Vidales la música se había convertido en un idioma más desde que eran chicos. Sin ir más lejos, el despertador de Veneciano sonaba con la intro de la canción Sven Uvená, la única que compuso junto a Felín. Ella, con su bajo, apenas podía participar de ese diálogo, pero no se quedaba totalmente afuera. La sorprendía el modo en que Don Giorgio había tenido tiempo para todo, inclusive para instruir a sus muchachos en la música. Era asombrosa esa gente que podía hacer tantas cosas diversas. Pero, bueno, ella podía hablar seis idiomas, manejar cualquier tipo de arma y equipos pesados, había escalado el Aconcagua tres veces y hasta había violado y matado a dos árabes armados. No estaba mal para una chica de Villa de Mayo ¿no? —Es en Nueva Venecia donde el mejor yerbaaaal... Sus gritos repitiendo una y otra vez la tonada marcial espantaron algunos pájaros que estaban en la orilla. A lo lejos, el Veneciano, en el escenario, hablaba frente al micrófono. Apenas podía escuchar lo que decía. Aceleró sus pasos. Más adelante comenzaba la muchedumbre. Hombres y mujeres de uniforme. Muchos guardapolvos de trabajo. Familias enteras vestidas como de fin de semana. Maríah atravesó la multitud tratando de acercarse al escenario. La voz del Veneciano hablaba de la amenaza y del enemigo que se aproximaba. Ella sabía todo eso, pero nunca lo había escuchado en aquel tono. Se acercó al borde de la tarima. El Veneciano brillaba. Llevaba su camisa preferida, «la clarita», un pantalón verde oscuro y zapatos negros. Ningún atril ni papeles enfrente. La muchedumbre oía sus palabras como antes lo había hecho con Don Giorgio. En sus caras había respeto y afecto. —Este es el sueño de nuestros abuelos. Es el sueño con el que todos nosotros crecimos —decía él, y en su voz podía interpretarse el sentido de ese sueño—. Alquimia es el resultado de la unión de nuestras fuerzas, de la gran labor de todos nuestros hombres de ciencia. Acá hizo una pausa y miró hacia un grupo de personas detrás de él. —Quiero pedir una ovación especial, en su cumpleaños, para nuestra gran estrella, la querida doctora Rosenberg. El público rugió. —¡Tenía que hacerlo! —dijo el Veneciano con una sonrisa que mostraba hasta el último de sus dientes blanquísimos. —¡Somos una gran familia! Hubo otra mínima pausa. El tono cambió: —Bien… tendremos por siempre nuestros pies en la tierra y nuestras mentes en el cielo, así tal cual como querían nuestros antepasados. »Año tras año hemos visto crecer lo que nuestros abuelos empezaron, lo que nuestros padres perfeccionaron, y eso, sin duda, converge en Alquimia; converge en nuestra actual Nueva Venecia. Lo que nos rodea en Nueva Venecia es un constante ida y vuelta entre la naturaleza y la ciencia. Y no vamos a permitir que ningún resultado de esta gran unión caiga en manos equivocadas. Las manos equivocadas… que pretenden sacarnos Alquimia para usarla en esta nueva guerra. Porque esto es una guerra con todas las letras y no una acción preventiva, como quieren hacernos creer los medios de divulgación. Y nosotros sabemos muy bien quién es el enemigo. Voces apasionadas se elevaron entre la multitud: «No al MINCO, no al MINCO». MINCO, no al Maríah podía verles las caras, comprender sus sentimientos, su historia no era la de ellos, pero la lucha era la misma. —El MINCO conoce en gran parte las posibilidades de Alquimia —seguía diciendo el Veneciano—, pero no sabría manipularla y causaría el peor desastre en la historia de nuestra civilización. Sabemos que Alquimia en manos del MINCO sería el fin. Sabemos que Alquimia no puede entrar en contacto con el agua de nuestra tierra, sería el fin de todos nosotros, y de todo lo que nos rodea. »Debemos pelear. No les daremos nuestras tecnologías en ciencia, salud, comunicación, agricultura y artes. Ni a ellos ni a nadie. No regalaremos los frutos sembrados y cosechados por la gente de nuestra gran universidad. —La voz del Veneciano era un rugido—. Es también gracias a nuestros científicos, a nuestros ingenieros, que contamos con la tecnología —el tono había bajado a una irónica amenaza— tenemos armamento para hacer frente a cualquier ataque. —La gente aplaudió con entusiasmo—. A lo largo de estos tres meses hemos sumado equipamiento y la construcción de refugios subterráneos para todas las familias de nuestra tierra. El comandante Gurrieri nos ha entrenado, conociendo las habilidades de cada uno —dijo volviendo a un registro más amable—. Tengo la certeza de que Nueva Venecia va a defender y proteger Alquimia con mente y corazón. »¡No van a poder llevarse nada de nuestra tierra! »Todo este paraíso nos pertenece, y Alquimia es nuestro futuro, ¡no el de un par de enfermos energúmenos armados! Maríah vio miles de cabezas asintiendo emocionadas, miles de rostros convencidos. —Alquimia es Nueva Venecia y nosotros somos Nueva Venecia, ¡ahora y para siempre! La voz del Veneciano pareció explotar por toda la isla. El discurso había terminado. La multitud continuaba en ebullición. Había gran euforia y gritos. Mariah sentía temblar el suelo. Las lágrimas no eran lo suyo, pero... El Veneciano se acercó hasta el extremo del escenario y la tomó de las manos para ayudarla a subir. —Estuviste de puta madre —le dijo al oído. —¡Lo hice como el viejo! ¡Mucho tuco y mucho grito! Esto la hizo sonreír sintiéndose una absurda primera dama. Todo le parecía una película de ésas en las que ganan los «buenos» gracias a «El Muchacho». Bien. No estaba nada mal estar tan cerca de «El Muchacho». Él se apartó para saludar a todos los que se le acercaban. Era uno más de ellos. Compartía sus sueños y peleaban las mismas batallas. No podía imaginar al Veneciano lejos de allí. Las islas y su gente eran su vida. Dante entre los suyos. Tendría para rato con eso, así que mejor dejarlo solo en sus funciones de líder carismático. Miró alrededor. Apartada de la multitud, como siempre, Yukiko comía una naranja sentada en el suelo. Fue hasta ella. No hizo falta hablar, apenas una sonrisa. Yukiko se levantó y juntas se alejaron del griterío. Comenzaron a recorrer la ribera de Gran Yerbal. —Acaban de hablarme desde la JNC—dijo Yukiko—: Tokio se partió en dos... 9,6. —No me sorprende. Van a seguir los muy hijos de puta. Este es el tercer ataque en dos años. Se están cumpliendo tus últimas conjeturas: el MINCO está probando sondas climáticas de alto alcance. El Bloque Oriental no puede solo, al menos mientras no se pongan de acuerdo. —No, claro. Al menos mientras los chinos sigan en Rusia. Maríah vio que Felín se acercaba hasta ellas. Parecía estar contento. —Los veo y me siento mejor —dijo él tomando de la mano a Yukiko—. Quieren defender como sea lo que crearon sus padres, sus familias. Podés recorrer sus casas, y lo ves... son cuarteles, trincheras, refugios perfectos. Maríah lo palmeó en la espalda y se rió al ver cómo trastabillaba. Después, poniéndose seria, dijo: —Todo bien, pero a veces me pregunto si alcanza sólo con las ganas y con los ensayos. —Vamos a salir de esto, yo lo sé. Pude verlo —dijo Felín mientras seguía sosteniendo la mano de Yukiko. ¿Verlo? ¿De qué estaba hablando ese proyecto de subdesarrollado? —Ah, ¿sí? ¿Y cómo sabés? —No pudo evitar la ironía en su voz. Dylan —Tuve como… visiones en sueños… me pasaba cuando era pibe. Luego, durante años, nada… Pero desde la internación empecé a sentir que vuelven: imágenes difusas, rápidas, como los fogonazos en una vieja película. Él estaba hablando en serio. ¿Y si había algo de verdad en todo eso? Desde chica había sabido que hay más cosas entre el Cielo y la Tierra de las que su filosofía podía llegar a comprender. Desdibujó la burla de su sonrisa. — ¿Qué viste? —preguntó con tono grave. Habían llegado hasta una zona de grandes rocas. Felín se sentó en una con forma plana. —Mucho fuego —dijo—. Y Alquimia en diferentes estados, como evaporándose en el aire. — ¿Podés ser más especifico? —preguntó sentándose junto a él. —Es todo lo que te puedo decir...: vi mucho, mucho fuego —dijo y atrajo hacia sí a Yukiko—. Son imágenes que veo muy rápido, demasiado rápido. El enemigo estaba ahí nomás. Era difícil pensar en nuevas posibilidades. Pero sería una tonta si descuidaba este dato de Felín. Podía ser una herramienta interesante. Esa noche, después de la cena, lo interrogaría más a fondo. Ahora tenía que regresar a su entrenamiento. Se despidió desmañadamente. A lo lejos, el Himno de Nueva Venecia sonaba como las últimas hilachas del día. 14. Los langostinos cayeron en la cazuela. Yukiko miró el cronómetro. Llevaba dieciséis minutos preparando el barazushi. Quería romper su propio récord de cuarenta y dos minutos. Según Dante, el suyo era el mejor barazushi del mundo. Ese día había sido terrible. Pruebas de fuego antiaéreo. Todo el cordón montañoso plagado de baterías. Cocinar siempre le había servido para meditar y también para divertirse y eso era lo que necesitaba ahora. Había pasado toda la jornada en los comandos de radares y alertas aéreas. Faltaba una semana. Sólo una semana y las fuerzas del MINCO estarían allí. Sacudió su cabeza. No era momento de pensar en todo eso. Maríah, Dante y Felín estaban tomando un aperitivo en el living. El aroma de la comida ya habría llegado hasta ellos. La música que escuchaban sonaba cada vez más fuerte. Un clásico. Los tres amaban el dubstep de Sasha Grey a todo volumen. Le resultó raro que Dante no apareciera para preguntarle: Facciamo l’aperitivo, chiinaaa????? Esto siempre la hacía reír. Giró hacia la heladera y bajó el postre del freezer. Sería una sorpresa para todos: Anmitsu alla Nanao, un anmitsu clásico + salsa de chocolate + salsa de frambuesa del que estaba orgullosa. Sonrió al ver lo impecable que había quedado. El barazushi ya llevaba cuarenta y dos minutos. No superaría el récord. Aceptó su derrota contra el reloj. Mientras bailaba al compás del dubstep, buscó una fuente para servir la comida. Gritos. ¿Qué podría ser? Se escucharon gritos y luego risas. La voz de Maríah se acercaba. Estaba partiéndose de risa. Los efectos del aperitivo, seguro. Yukiko la vio venir hacia donde estaba. ¡Le costaba caminar! Entender lo que Maríah trataba de decirle era imposible. Yukiko sonrió. Luego, sirvió los ingredientes en la fuente principal. La comida estaba lista. Con los ojos llorosos por la risa, María la miraba desde la puerta de la cocina. Finalmente, cansada de reír, pudo hablarle: —¡Nena, tenés que venir a ver esto! —Su risa amagó con instalarse nuevamente, pero pudo contenerla—. ¡Dale, ya, vení, deja eso y vení! Era imposible que le explicara de qué se trataba, estaba riendo otra vez. Así que tomó la bandeja con la comida y la siguió hasta el living. Dante y Felín la miraron sonriendo. —Chiiiinaaaaa, Facciamo l’aperitivo? ¡¡¡Ahí estaba!!! Tenía que decirlo; caso contrario, no sería él. —Bueno, ¿qué pasa? Cuéntenme —dijo Yukiko. La intriga había comenzado a inquietarla. Maríah se acercó hasta la proyección del holograma frente a la mesa. —¿Te acordás de las notas que hicimos con la egipcia? ¿Cómo era que se llamaba? Yukiko cerró sus ojos. —Mmmmmm... ¡Anissa! Maríah se sentó en su silla parodiando una caída. —Eeeeeeeesa misma. Con la que hicimos el intercambio Cairo-Buenos Aires. —¡Sí, claro! Estuvimos viviendo con ella casi un mes. Con el tema de las frutas de las formas raras. —Yukiko la miró, mientras acomodaba la mesa. Luego, hizo una larga pausa—. ¡Nena, imposible olvidarme de eso! —¡Cómo no me habían mostrado esto antes! —dijo El Veneciano, que estaba sentado frente a la imagen del viejo archivo—. El tipo no se puede creer, habla tan pero tan mal español que alguien le agregó subtítulos. —Esa fui yo —asintió Yukiko con una sonrisa. —¡Genial! —Dante señaló hacia la proyección—. ¡Acá está! ¡Mirá, mirá! La imagen mostraba a Yukiko entrevistando a un hombre maduro, que vestía traje y turbante. Felín se aproximó hasta quedar junto a las figuras que se movían en un Cairo irreal. Estaba fumando un tabaco. Ella comenzó a sentir el calor de la vergüenza. —¡Ahí empieza! —dijo Dante. HOMBRE: Mucha jjjente eeehhh... llegannn para ver la feria de putaslocas... eeeehhh... la grrandes más, digoo… la más grrandes ideas, grrande atrracccción de nuevo Caiiro, sií, feria de putaslocas. (El hombre ve que Yukiko esta riendo y la mira confundido). YUKIKO: He… (risas) He visto muchísimos taxis llegando… Es realmente un éxito, así y todo no podemos dejar de consultarlo por las manifestaciones de grupos proteccio... (pequeñas risas) grupos proteccionistas que se acercaron a la feria para mostrar su repud... (carcajadas)… ¡¡No puedo!!! MARÍAH (riendo tras de cámara): ¡¡Cortá!! ¡¡¡¡Cortá!!!! Todos rieron a carcajadas. No se podía tolerar. Ella por fin se dejó llevar y terminó con dolor de panza al recordar ese momento. Había sido hacía mucho tiempo; de todas maneras, en la actualidad tampoco hubiese podido suprimir las ganas de reír escuchando esas palabras. Depositó por fin la bandeja sobre la mesa. El Veneciano se le acercó. Olía a fernet. —China, genia. ¡Después de meses logré que lo prepararas! —Miró hacia el centro de la bandeja—. ¡Y huele de puta madre! ¡Quiero probar! Yukiko buscó a Felín con la mirada. Estaba terminando su cigarro del otro lado de la sala. —¡Hey, dale! ¡¡¡A comer!!! Por un rato, el único ruido fue el de masticar y algún gruñido de placer. Estaba delicioso. Felín le sonrió y le dijo que bailarían toda la noche en las terrazas. Cuando el Veneciano los escuchó, no dudó un segundo: —Nosotros también vamos. Además… como en los viejos tiempooooos. —Extrajo algo del bolsillo de su saco. Maríah aplaudió y golpeó la mesa: —¡¡¡Era hoooooraaaa era hoooraaaa!!! ¡¡Hace mil que no lo hacemos!!! Vidales la miró y le habló en un tono suave: —¿Estás segura, Yukiko? Pero Dante ya estaba frente a ella, con una semisonrisa y los ojos entrecerrados. —A veeer, china, ¿cuántas horas estuviste desaparecida? —dijo en tono de broma—. Diez ¡¡¡O más!!! ¡No podíamos creerlo! Todos rieron esta vez. Ese era Dante: podía contar algo en pleno funeral y hacer que uno riera delante del cadáver. —Sí, exactamente fueron quince horas —dijo Yukiko—. Yo pensé que era hierba común, no tomé en serio tus palabras. —Ahora imitaba a Dante con voz alta y pose histriónica—. Sólo una pitada, ¿entendieron? Por que así se fuma la Blue Velvet. ¡Así y sólo así! ¡Sólo una pitada! El Veneciano sonreía y la miraba haciendo un no con la cabeza. —Ay, chiiiina, chiiiinnnna, ahora ya sabés cómo es. Bueno, esto será por los viejos tiempos. Ya lo hacemos poco y nada, pero hoy es una noche ideal. Estamos a una semana. Terminaron las prácticas… ¡Estamos, gente! —Luego, sonriendo, levantó su vaso cargado de fernet.— Acá estamos y así vamos a estar, bien vivos y bien locos! Después que Vidales hubo retirado hasta el último plato y dejado todo en la lavadora, Yukiko se acercó hasta la mesa con la gran bandeja: —¡Anmitsu alla Nanao! Feliz, Maríah se puso pie y la ayudó con los pequeños platos de postre y la espátula. Había estado atenta en todos los detalles. Sobre cada porción de crema helada había dibujado con las salsas un kanji para cada uno. —China brava, te pasaste. Hoy, ¡te pasaste! Ella sonrió mientras veía cómo Dante preparaba el gran cigarro azul. La miró, amable: —China, contame qué quiere decir lo que está escrito sobre el helado. Ella señaló el kanji que estaba frente a él. —Este es el tuyo. Quiere decir... El Go-d de Dante sonó. Él se levantó interrumpiéndola. —Dame un segundo, chinita —dijo y se alejó ágilmente de la sala. Maríah la miró sin entender. Más allá, Dante gesticulaba nervioso. Felín también se levantó y se acercó hasta él. ¿Qué podría ser? El día había transcurrido normalmente. Las prácticas habían sido agotadoras, pero los resultados, óptimos. Vio cómo Felín se llevaba las manos a la cabeza. Entonces, Dante volvió junto a ellas. —Era el comandante Gurrieri —dijo. No podían ser buenas noticias. Mientras volvía a la mesa, Felín reprodujo el mensaje en altavoz: «EL MINCO ESTÁ CRUZANDO LA FRONTERA. EN DIEZ MINUTOS LO TENEMOS ACÁ.» Dante tomó rápidamente su Go-d, su Archie y miró a Felín: —Encendé las alarmas centrales. No hay tiempo. —Luego se dirigió a ellas—: Ustedes dos, al búnker central, a coordinar las bases… Estos hijos de mil putas se adelantaron. La noche se partió en pedazos. 15. Anochecía. Augusto y Carla estaban tomando un café. Habían estado hablando sobre qué había sido de sus proyectos desde que llegaron a Nueva Venecia, pero ahora los rodeaba el silencio. —¿Por qué estás tan callado? —preguntó ella. —Sabés lo que pasa, no puedo dejar de pensar en todo esto — respondió desanimado. Ella le tomó las manos. La amaba más cuando hacía eso. Ella era la fuente de su fuerza. Por ella había emprendido esta nueva etapa en un país diferente, en una cultura diferente. Por ella y por Beli. —Viste cómo está preparada la defensa… Estuviste ahí, amor, vamos a estar bien —dijo Carla animándolo. —No recuerdo dónde guardé el mapa de refugios —señaló él preocupado—. Tenemos que memorizarlo. Ella le besó las manos. —Lo vamos a hacer, tranquilo —dijo con voz suave y comprensiva. Y después agregó cambiando de tema—: Voy a preparar la cena. ¿Llamás a Belinda? Necesito su ayuda. Es cierto, hacía rato que no veía a Beli. La última vez estaba jugando en el patio trasero. Seguro seguía ahí. La iba a traer a caballito, como a ella le gustaba. Amaba la risa de su hija y ella siempre se reía cuando la subía a sus hombros y la hacía saltar. Cuando estaba llegando a la puerta del fondo, escuchó un sonido inconfundible: las alarmas centrales de Nueva Venecia habían comenzado a sonar. Miró a Carla con horror y vio en su rostro la misma mirada. Ambos salieron corriendo al jardín. —¡¡Beli!! ¡¡Beeeeeliiii!!, ¿dónde estás? Carla recorría el jardín gritando desesperada. No había señales de Belinda por ningún lado. Augusto sintió que se le estrechaba el corazón. No había tiempo que perder. La alarmas seguían sonando. No podía estar muy lejos. No tenía que estar muy lejos. Buscaron en todo el jardín. Nada. *** Le mostró a Yukiko los radares y comparó con ella algunas proyecciones. Ambas sabían que quedaba poco tiempo y estaban tratando de ofrecerle al Veneciano opciones para la ubicación de las primeras líneas de la defensa. —Cuando lleguen aquí, estaremos listos —había dicho Yukiko, con un tono que estaba entre el deseo y la promesa. Entonces, las alarmas externas comenzaron a sonar. Maríah apretó los dientes. —Listo, nena, ya están acá —dijo con furia—. Se acabó la espera. La cara de Yukiko, iluminada por las intermitencias de los radares y las pantallas que estaba mirando, parecía asustada, pero se recompuso y dijo: —Fuego en el Bosque Laberinto. Las cámaras del sector noreste muestran fuego constante. Mariah no dudó: tomó un micrófono y comenzó a tratar de comunicarse con las bases del lugar. Nadie respondía. Buscó enlazar una comunicación satelital. Tenía que informarse el estado de las cosas. Desde su lugar, Yukiko le señaló una de las pantallas. —Hey…, Maríah. ¡La pantalla 14, la pantalla 14! ¡Mirá! –dijo señalando una de las imágens. Dejó de atender a su portátil para ver la imagen que le señalaba. Apenas dibujada en la penumbra creciente, una nenita lloraba en un claro del Bosque Laberinto. — ¡Mierda, está sola! —dijo con rabia. Buscó comunicarse con las bases del lugar para ver si alguien podía hacerse cargo de la situación. No tuvo respuestas. —Tenemos que hacer algo ya, no podemos dejarla ahí —exclamó poniéndose de pie. —Pero tampoco podemos salir de comunicaciones entre las bases? —dijo Yukiko. acá, ¿quién enlazaría las En la pantalla, la nena se había encogido contra un árbol y se agitaba como si estuviera llorando. Alguna imagen de infancia saltó en su cabeza. —No puedo soportarlo —dijo. Tomó un arma y salió. A sus espaldas, sintió como Yukiko saltaba de la banqueta y la seguía. *** Augusto caminaba desesperado hacia el Bosque Laberinto. El terreno irregular de la entrada iba a dificultarle la búsqueda. —Debe estar por acá. ¡Vamos, ¡vamos! A sus espaldas, Carla gritó. Miró hacia donde provenía la voz. Su mujer estaba caída entre troncos y piedras. Corrió a socorrerla. Cuando llegó junto a ella, mientras la ayudaba a reincorporarse, vio cómo en su rostro, apenas visible por la luz del crepúsculo, se dibujaba la angustia. —Siempre juega en los nogales. ¡Tenemos que entrar en el bosque! —le dijo agitada—. Pero no sé si voy a poder moverme con la pierna así. La alarma sonaba estridente desde algún lugar incierto: «10 MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS. 10 MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS.» *** La lancha avanzaba en un susurro hacia el sector noreste. En la penumbra creciente, Maríah trataba de consultar la pantalla que le mostraba un mapa del bosque Laberinto. Las explosiones sonaban cada vez más cerca. —Debe de estar por ese sector —dijo—. No creo que se haya movido. —No, pobrecita. Estará congelada del miedo. —La voz de Yukiko sonaba a sus oídos con la angustia que tendría la nena. Atracaron en una zona más o menos despejada. Saltó de la lancha sin preocuparse por amarrar. —Vamos —gritó mientras corría— No hay tiempo que perder. «6 MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS. 6 MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS.» *** Augusto gritaba el nombre de Belinda entre los nogales. Sabía que su voz sonaba rota. Unos pasos más atrás, Carla se quejó: —No puedo más. No puedo seguir… No siento mis piernas. Tendría que continuar solo. En esas circunstancias ella no sería más que un peso. —Quedate acá —dijo tratando de que la dulzura se escuchara por sobre la angustia—. Yo sigo solo. ¡No tiene que estar lejos! En ese momento, el bosque se iluminó por completo. Una gran explosión sacudió el suelo. Se acercó hasta Carla y la abrazó. En algún lugar comenzaron a oírse aviones que se aproximaban. Se separó de ella y la miró a los ojos: —Voy a buscar en la zona de claros. Acá vas a estar más segura. No te muevas. Cuando encuentre a Beli, venimos a buscarte. Los aviones ya estaban sobre el Bosque Laberinto. Se alejó de ella desesperado. Un dron, a unos 30 metros de altura, replicaba el mensaje de los altoparlantes: «4 MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS. 4 MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS.» La noche ya se había instalado en el lugar. Augusto llegó hasta la zona de claros gritando sin dejar de correr. Pero allí su andar se volvió más vacilante. El suelo se había tornado más rocoso. Correr era prácticamente imposible. Avanzó con cautela. Las altas copas de los pinos madereros que dividían los claros no dejaban atravesar el fulgor de la luna. Belinda tenía que estar en algún lado. Gritó más fuerte. Sólo escuchándola gritar podría encontrarla. —¡¡¡BELLIIIIII!!! Una explosión tapó su grito. En el Este, un Hércules de la resistencia veneciana se había estrellado contra el cordón montañoso. Cuando el eco del desastre fue más débil, Augusto escuchó un llanto que venía de su derecha. Se precipitó hacia la voz familiar. Sí, aquella que estaba allá tenía que ser Belinda. ¿Pero quién era esa otra silueta que corría a agarrarla? Atravesó el espacio que los separaba gritando: —Alejate. ¡¡¡Soltá a mi hija, basura!!! Entonces vio otra figura más pequeña —claramente una mujer— que también se acercaba. —Aléjense. Belinda no dejaba de llorar. La primera figura la tomó en brazos. Ahora podía notar que esa también era una mujer. —Tranquilo, tranquilo, somos de acá. Vinimos a ayudar —dijo la más pequeña. El tono amistoso lo calmó. La mujer más alta le tendió a Belinda. De cerca, su rostro le pareció conocido. Abrazó a la pequeña con todas sus fuerzas y dio las gracias a las dos mujeres. —No pueden estar acá —dijo la que tenía aspecto más decidido. En su voz había algo marcial y volvió a pensar que la había escuchado en otro lado. Ella consultó una pequeña pantalla que llevaba en su casaca.— Deben ir hacia el Sur unos cuatrocientos metros, por el sendero que corta el cuarto claro contando desde acá. Allí tienen la entrada a un refugio. —Dejé a mi mujer herida a la entrada del Bosque, pero sé llegar desde ahí. Gracias le agradezc… —Rápido, muévanse carajo! —gritó la mujer y en ese momento reconoció de quién se trataba. Murmuró un último agradecimiento, aferró a Belinda y salió corriendo. Quizá no las volviera a ver más, pero jamás las olvidaría. *** Maríah vio cómo se alejaba el hombre con la pequeña en brazos. Yukiko hizo algún comentario en su voz imperceptible. El fuego antiaéreo había comenzado a aturdir. Era imposible saber qué decía. «2 MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS. 2 MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS.» Mariah observó el rostro de Yukiko. Se había iluminado por un brillo que no provenía de la explosiones ni de la luna que ya estaba visible. Entre los estallidos percibió el ruido de varios motores se acercaban. No podían arriesgarse. —Corramos —dijo. Los Jeeps surgieron de los claros entre los árboles y las rodearon. Era tarde. Varios hombres armados bajaron de los vehículos con celeridad y les apuntaron. Maríah llevó la mano a su cartuchera. La luz cruzada de los potentes faros la enceguecía. No podía distinguir dónde estaba Yukiko. —Manos arriba. Arroje su arma. —La voz era la de alguien viejo y sonaba con autoridad. Su acento era extraño. De todas maneras, Mariah entendió. Una oscura figura surgió en medio del furioso brillo. Tenía el pelo blanco y un uniforme que parecía de otra época. El tipo sonrío de un modo asqueroso. Maríah pudo ver que conservaba sus dientes originales, enteros y amarillentos. No iba a quedarse a argumentar. Buscó hacia dónde correr. Pero estaba totalmente rodeada. Dos hombres la esposaron. —¡Hijos de puta! —gritó ella agitándose con furia. —Quieta, Frau Días —dijo el uniformado—. Usted viene conmigo. ¿Quién carajo era ese tipo? ¿Y cómo conocía su nombre? Por un momento, pensó en correr igual. Pero no abandonaría a Yukiko. ¿Dónde estaba la japonesa? El tipo de negro dio órdenes para que la subieran a uno de los Jeeps y subió él también. —Cuadrante veintidós, laboratorio central, rápido —ordenó al que conducía. A su lado, Maríah se agitó rabiosa. —No me importa quién sos, pero la vas a pagar, pedazo de mierda — pronunció entre dientes—. Ni piensen que van a poder con nosotros. El hombre al mando la ignoró por completo. Tocó el dispositivo sobre su oído derecho. —Done… we have the girl, we’ll be there in a minute. Over. Maríah pudo escuchar la voz que del otro lado respondió inmediatamente: —Okay, Hassler, Over. ¿Hassler? ¿Ese mamarracho en uniforme era Hassler? En su cabeza, varias cosas se agolpaban al mismo tiempo: la suerte del Veneciano y de Felín, qué habría pasado con Yukiko, cómo se estaría organizando la resistencia, pero sobre todo un pensamiento se repetía una y otra vez: «Está acá. Él mismo vino por Alquimia.» 16. Felín se ocultó entre dos grandes rocas. Los invasores ocupaban el Gran Yerbal. Habían improvisado una base en la planicie del centro de la isla. Las columnas de humo negro ocupaban todo el cielo. El conector transparente que unía Isla Central con Gran Yerbal se incendiaba; pronto colapsaría. Las casas y las aldeas comerciales cercanas a los yerbales se estaban quemando. Las construcciones entre la rivera y la planicie central estaban destruidas o por derrumbarse. Sintió un dolor agudo y punzante en su pierna derecha. Su cabeza latía y acompasaba un dolor horrible. En su cabeza todo era fuego. Como en los sueños que había tenido noches atrás. Sabía que esto era posible. Sabía que podían adelantarse. Era También estaba SEGURO SEGURO que iban a adelantarse. de que podrían haber sido veinticuatro horas antes y no siete días antes. No era momento de pensar. Miró su Archie. Sin señal. Tenía que comunicarse con Dante. Él volaría el ka-50, Blackshark. ¿Habría sido una buena idea separarse? Opinaba que no. Pero Dante así lo quiso y, como siempre sucedía, él terminó acatando esa decisión. En el puesto usaría el Archie de emergencia. Si es que llegaba. A unos cien metros frente a él contó ocho helicópteros VH 71 Kestrel en tierra. También vio despegar dos Apaches hacia el bosque Karos. —Y esto seguro no es todo —se dijo en voz alta. Miró a su alrededor tanto como pudo. El humo dificultaba ver. El humo dificultaba respirar. La tierra comenzó a temblar. ¿Ahora qué? La intensidad del temblor creció notablemente. Detrás de él, hubo una secuencia de estruendos. Toda la rivera del Gran Yerbal estaba siendo bombardeada. El aire era de polvo y piedra, podía sentirlo en los pulmones. Metió la cabeza entre las dos rocas y aguantó sin respirar. ¿Cuando terminaría todo eso? Ya habían sido más de dos minutos. —¡Daaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhh! —exhaló con fuerza y recuperó el aliento. El aire había vuelto a ser respirable. El viento corría muy fuerte. ¿De qué sirven los entrenamientos?, pensó. Deberíamos replantearlo. Agregar vientos, aire con piedra y mugre. Miró hacia atrás. El aire se esclarecía. Cruzando el río, Isla Central estaba intacta; sus búnkeres se iluminaban. Volvió su vista sobre el grupo de artillería: se habían dividido en grupos de seis y de tres hombres. La mayoría portaba máscaras antigás y visión infrarroja. Habían comenzado a dispersarse en la zona. Debía esperar que el lugar se despejara, al menos parcialmente. Los VH 71 comenzaron a elevarse. Uno tras otro, los ocho helicópteros despegaron dividiéndose en dos grupos. El primer grupo en separarse tomó dirección noroeste, hacia Isla Central. Los otros cuatro ganaron altura y rumbearon hacia el sur, al Rincón de las Nubes. *** Dante sobrevoló el Bosque Laberinto. Un Apache lo estaba siguiendo. El controlador aéreo no podía solo. El tipo estaba en una guardia normal de rutina. Una semana adelante hubieran sido más de cincuenta controladores. Mierda. El Apache ya lo tendría en la mira. Debía maniobrar cuanto antes. Dejó al helicóptero en caída libre unos quinientos metros. La potencia ahora era la única alternativa para no caer. La nariz se inclinó levemente. Estaba a trescientos metros de tierra. Las alarmas comenzaron a sonar: TERRAIN. TERRAIN. Dante maniobró para levantar aun más la nariz del tiburón. Lo estaba logrando. En el horizonte vio el monte Laberinto. Ascendió dos mil metros. Miró el radar. Lo había perdido. *** Un grito a la derecha. A unos cuarenta metros, tres uniformados rodeaban un centro de información al turista. Los binoculares ayudarían. Miró. Los tres del MINCO portaban armas tubulares. ¿Lanzallamas? Gritaban constantemente. Sin duda esperaban que alguien saliera. ¿Qué otra cosa podrían esperar? Otro grito. El más alto de los tres pareció ladrar unas órdenes. Se acomodaron estratégicamente frente al edificio. Entonces el alto rió y abrió fuego. Sí, eran lanzallamas. Las otras dos basuras gritaron sumándose al ataque. El centro se incendiaba. La puerta principal se abrió y una figura humana salió gritando. Se estaba quemando viva. El tipo más alto volcó un enorme chorro de fuego sobre su cabeza. Luego, se unieron los otros dos. Formaban tres cordones líquidos que convergían en una cabeza humana. Se detuvieron. ¿Podía un ser humano llegar a sentir placer con algo así? Felín golpeó su frente contra una roca. No quería ver todo eso. Luego, volvió a asomarse. ¿Explotó? ¿El tipo había explotado? Allí no había nadie. Sólo el centro turístico quemándose. Apretando los dientes sorbió las lágrimas. Esos tipos estaban divirtiéndose. Había que moverse rápido. La meta era alcanzar el puesto 70. Una Kord CP50-1 y un visor infrarrojo era todo lo que necesitaba. Estaba a sólo setenta metros. Miró el panorama. En un radio de dos kilómetros quedaba más de una veintena de hombres quemando todo lo que encontraban. No tardarían demasiado en volver. *** Giró lentamente hacia el Este manteniendo la velocidad del tiburón negro en 350 km/h. La alarma comenzó a sonar. El Apache lo había encontrado. ¿Estaría dañado el perturbador? Era un AL-157. Antiguo, tal vez, pero era el mejor para confundir cualquier radar. No podía estar fallando justo ahora. Mierda. Miró hacia tierra. El fuego se comía Nueva Venecia. Pensó en Felín. No se había comunicado. Su Archie no debía de estar funcionando. ¿Habría alcanzado el puesto 70 en Gran Yerbal? Tenía que encontrarlo. Tardaría solo unos minutos en llegar, pero llegaría. Llegaría y lo encontraría. El Apache se acercaba en el radar. Era momento de pelear. Había que anticiparse y hacerlos mierda. Viró hacia el Sur aumentando potencia. Al mismo tiempo, no dejaba de intentar comunicarse con Felín. Pero no había respuesta. Vio más actividad en las pantallas. El sistema mostró el detalle. El Apache ya estaba ahí. A los bifes. Se dejó caer nuevamente. Mil metros hacia tierra. Estabilizó el tiburón y lo mantuvo en el mismo lugar. Debería esperar a que pasara por arriba suyo. —¿Dónde estoy? ¿Me ves, marica? —gritó desaforado. La alarma comenzó a sonar. Dos misiles llegaban. Aumento la potencia para poder virar. Un impacto sacudió todo. Las alarmas sonaron al mismo tiempo. El rotor de cola había muerto. La cola del tiburón se partió. Estaba en caída libre. No había opciones. Activó el eyector. Una vez en el aire, accionó el paracaídas. No funcionó. La cuerda estaba trabada. Vio girar un mundo de fuego abajo suyo. No podía ser. Vamos, vamos. Cerró los ojos. Vamos, vamos. Consiguió abrir el paracaídas. Sobre el pie del monte Laberinto, el tiburón negro explotó ante sus ojos. Preparó las piernas para el impacto. Cayó sobre un gran pino maderero. El pie derecho había quedado atado en las ramas y su cuerpo colgaba boca abajo a unos diez metros del suelo. —Vamos, más abajo —gritó tratando de soltarse. Su nariz sangraba. Buscó en el cinturón su cuchillo de caza y se izó para cortar las cuerdas del paracaídas. El nudo era imposible. Tenía que zafarse. Un desgarro abdominal podía dejarlo colgando para siempre. La presión de la sangre en la cabeza era insoportable. Apenas podía pensar. NECESITABA encontrar una solución. Sentía las venas de las sienes latiendo. Llegar a la Isla Central era lo único importante. Pero cómo. Todo estaba destruido. Se desvanecía. Todo quedó en blanco. Escuchó. ¿Qué había sido eso? Una baba espesa le recorría la comisura de los labios. Agrio. ¿Había vomitado? Un ruido parecía haberlo despertado. Giró el torso hacia atrás. Escuchó. Unos motores se acercaban por tierra. Volvió a desvanecerse. El árbol comenzó a se sacudirse. Abrió los ojos nuevamente. Dos hombres estaban subiendo por el tronco. Abajo, un convoy entero parecía estar esperándolo. Un hombre con el uniforme del MINCO bajó de uno de los Jeeps. —¡Heredaste la mano de tu padre para volar! Un fiasco igual que él… — gritó por un megáfono que tenía en la mano. ¿Y quién carajo era ese que hablaba así de su viejo? No podría verle la cara desde ahí. No importaba. En ese momento las caras ya no importaban. —Bájenlo rápido —ladró una voz de mando—. Ya hemos hecho nuestra parte. Herr Hassler estará feliz de hacerse cargo de lo que sigue. Las caras no importaban. Los nombres sí. *** Un NH90 descendió frente a Felín, justo en el centro de la gran planicie. Las hélices comenzaron a detenerse. Un hombre bajó del helicóptero y se detuvo a un costado. No llevaba máscara. Desde allí, sus rasgos parecían germanos. Pero tal vez sólo lo estuviera imaginando. Vio cómo el tipo se ponía a fumar un cigarrillo. Parecía estar esperando a los soldados que se habían dispersado con los lanzallamas. Con esa luna era más lo que adivinaba que otra cosa. Necesitaba esa máscara infrarroja. Miró hacia el puesto 70. Estaba a unos sesenta metros. Sabía que ese era el momento. El centro de información turística aún ardía. Estaba pronto a derrumbarse. Si reptaba hasta allí, podría cruzarlo lateralmente y eso lo ocultaría del piloto. Desde ese lugar, sólo serían cincuenta metros más hasta el puesto 70. El humo y la oscuridad podían ocultarlo. Los bombardeos aéreos se detuvieron. Quedaba poco tiempo. Vio que el piloto encendía otro cigarrillo y se reclinaba sobre el helicóptero. Parecía muy tranquilo. Felín comenzó a reptar. Muy tranquilo. Quedate así, muy tranquilo. Ahí, quieto quietito… tranquilo… basura. En su estómago, sentía cómo la tierra temblaba sin parar. Los bombardeos continuaron. Él siguió moviéndose. El terreno era muy irregular. No podía ver mas allá mientras reptaba, pero conocía el terreno. En su cabeza, la ruta estaba clara. Unos quinientos metros al frente, una hilera de casas desaparecía una tras otra. Se hundían de pronto. Era algo que nunca había visto antes. ¿Cómo lo hacían? La tierra temblaba de una forma distinta, como si el viejo subterráneo estuviera pasando bajo sus pies. Debía continuar avanzando, no tendría mucho tiempo más. Miró a la izquierda. Entre las columnas de humo vislumbró al piloto. Seguía fumando. Avanzó algunos metros más. Vio restos de un cartel que todavía se quemaba. Ahora el centro turístico lo estaría ocultando del piloto. Tuvo la sensación de haber calculado bien. Las cosas parecían estar saliendo como esperaba. Llegó hasta el final de lo que quedaba de pared. Los ojos le picaban por el humo. Oculto por las ruinas del centro turístico, miró hacia el helicóptero. El piloto no estaba. Mierda. Agudizó su oído tanto como pudo. No se escuchaba nada más que el sonido del fuego quemando las casas y los árboles. Moverse no era buena idea. No hasta que supiera dónde se encontraba ese pedazo de basura. Se dio cuenta que apretaba los dientes con furia. Sus muelas parecían a punto de estallar. Volvió sobre su izquierda. Ahí estaba. Lo vio subirse al helicóptero. Comprendió que dependía de cuánto tiempo permaneciera esa basura dentro de la nave. No era momento para cálculo. Tenía que moverse rápido. Comenzó a correr sin pensar en ocultarse. No iba a verlo. No iba a verlo. El puesto 70 estaba frente a él. Se entraba por una abertura de cincuenta por cincuenta camuflada en la roca. El mismo había supervisado la construcción junto a Dante. Tenía dos ametralladoras listas para disparar y un Archie para comunicaciones de emergencia con la base central. Se lanzó dentro del refugio. Caída terrible. —Años de yudo ¿no? —se dijo con bronca. Cuando se levantó, sólo un pensamiento lo ocupaba: dispararle al basura cuando se asomara y volar hacia Isla Central. Entonces, una voz ronca sonó a sus espaldas: —Quieto. Quedáte quieto. No te muevas. Hijos de mil putas, lo había agarrado. Ellos lo habían agarrado. No alcanzó a darse vuelta y sus manos ya estaban esposadas. Eran siempre las mismas putas trampas del destino. Podía pasar. Era SEGURO que eso pasaría. Un picanazo. Todo oscuro. 17. Maríah estaba atada de manos sobre una de las mesas del laboratorio mayor. Cuatro uniformados la vigilaban. —Hijos de mil putas, ninguno de ustedes se la bancaría conmigo. Basuras —dijo e intentó escupir a alguno sin éxito. Uno de los hombres, el más corpulento, se le acercó. —Cállate. Tienen a tu novio y a tu amigo —Miró hacía la puerta—. Están por llegar. —En su voz, ella notó el acento de quien ha aprendido el idioma en muchos lugares distintos. Otro de los oficiales usó ese mismo acento indefinido para leer en voz alta de un holorreproductor portátil: —«Maríah Días, 21 de junio de 2047. Graduada con honores en Ciencias de la Comunicación.» También, aunque parezca incongruente, tiene dos títulos en la liga mundial de Kick Boxing femenino. —Se acercó hasta ella sin mostrar expresión alguna en el rostro—. Nosotros conocemos bien su trabajo; hemos seguido sus pasos todo este tiempo. Maríah acertó esta vez escupiendo al hombre. —Conocemos bien su trabajo, repito —dijo mientras se limpiaba el bigote—; la hemos visto en acción. —Hablaba como si mordiera y en su voz parecía agazaparse una fría amenaza. Esos payasitos en uniforme le daban asco. —Ustedes no saben dónde están parados —los provocó—. Ni siquiera piensan por sí mismos; son basura cumpliendo órdenes. Mírense. El hombre se acercó y la tomó del cuello. —Usted no comprende la grav... —Oficial Bremen, suéltela. —La voz de Hassler se oyó claramente en toda la sala. Maríah no pudo sino apreciar la autoridad que emanaba del tono que empleó. Luego, el viejo pronunció algunas frases en un alemán imperativo. Bremen salió de la sala al instante. Maríah vio como Hassler se acercó hacia donde estaban ellos fumando una gran pipa negra. De pronto, giró hacia atrás con algo de muñeco mecánico. —¡Rápido! ¡Traigan a esos dos! —ladró. Seis esbirros del MINCO entraron arrastrando a Vidales y al Veneciano maniatados y los ubicaron junto a Maríah. Felín estaba golpeado y parecía inconsciente. El Veneciano permanecía tranquilo. —Bueno, joven D’Arezzo, podemos hacer esto en cuestión de segundos —dijo Hassler—. Nuestros hombres ya cargaron todos los archivos, absolutamente todos… sólo falta que nos diga dónde está. El Veneciano lo miraba en silencio. El viejo se acercó lentamente. —¿Dónde está Alquimia? —repitió, y su voz condensaba todas las amenazas del mundo. El Veneciano sonreía. Entendía esa sonrisa. Si había una salida, él tenía que permanecer calmo para verla. Maríah admiraba ese control. —Vos me necesitas, como necesitaste de mi viejo —dijo él con tono neutro. La expresión de Hassler cambió por completo. —Oh, su padre… Dios lo tenga en la más alta de las glorias. —Callate, viejo hijo de puta, le querés robar el mérito metiéndote con lo que no conoces. —Bueno, el admirable tono neutro se había ido a la mierda—. Nunca le llegaste a los talones en nada a mi viejo. —No le da viejo, no le da —le dijo ella desde su lugar abriendo de par en par los ojos. —¡Usted! —Hassler la miró con desprecio. —Su opinión nos merece la mayor consideración. La admiramos. —La sonrisa del viejo era como una cuchillada.— En nuestras oficinas es una gran estrella porno. —Se dirigió al resto de sus hombres—: ¿No es cierto? ¿De qué carajo estaba hablando esa mierda de geriátrico? Vio cómo el Veneciano se tensaba. Luego, su mirada se detuvo en el rostro de Hassler. Por primera vez sintió el deseo de aplastarle la cabeza con alguna herramienta industrial. ¿Una morsa quizá? No era momento de planear nada. No contaba con elementos... Bueno, ni siquiera con sus manos libres. Había que esperar. Era lo único que podía hacer. Hassler se acercó hasta sus camaradas gritando: —¡UNA GRAAAN ESTRELLA PORNO! Debo decir… ¿la mejor de todas? Todos ellos rieron. Todas esas basuras rieron. El Veneciano vio como Hassler se alejaba por un momento hacía la entrada del laboratorio. Intentó una vez más deshacerse de las esposas. Imposible. El viejo de mierda estaba disfrutando de todo eso. ¿Cómo detenerlo? Pensó en su gente. En el comandante Gurrieri y sus hombres. ¿Qué habría sido de todos ellos? El ataque del MINCO no les había dado tiempo ni espacio para preparar la defensa. Felín groggy también era un problema. Maríah, no. Maríah siempre era Maríah y podía contar con sus habilidades. Pero ¿y la china? ¿Dónde estaría la china? Temía especialmente por ella. Era inteligente, pero muy frágil, y los bombardeos no se habían detenido por más de una hora. Chinita ojalá estés escapando… Ojalá estés ahí, en algún lado. Hassler se acercó sonriendo. Sus hombres hablaban entre sí por lo bajo, como si supieran lo que se traía entre manos. —Tenemos algo que les puede gustar. Miren. —Hizo un gesto al oficial que sostenía una portátil. —¿La pasó bien en El Cairo? —preguntó a Maríah. Maríah estaba en silencio. Miraba a Hassler con asco. Una imagen se proyectó en el techo: Maríah, tirada en el piso, boca arriba, bajo un gordo sudoroso que tenía los pantalones del uniforme enredándole las piernas. El Veneciano apretó los dientes ante las risotadas que surgieron. —Lo volvería a hacer si fuera necesario —dijo entonces ella con desprecio—. Vos, en cambio, no podrías hacer nada. No creo que ni las píldoras puedan ayudarte ya, viejo rancio. Hassler se le acercó y la tomó de la nuca con violencia. El Veneciano sabía que no podía hacer nada. Sabía, también, que María podía con eso. Pero aun así se desesperó. El viejo ahora apoyaba su palma entera sobre la cara de Maríah. Dante entendió que no debía cerrar los ojos. Sólo resistir. Hassler le clavó la vista mientras zarandeaba la cabeza de Maríah bajo su palma. Sus ojos, de un azul acerado, lo miraban provocándolo. No iba a entrar en su juego. No iba darle el gusto a esa basura. Comprendía que eso era lo que el viejo estaba buscando. Por eso lo miraba constantemente. Pero no iba a darle el gusto. El audio de la proyección llenó el salón de gritos y gemidos que se mezclaban con las risas burlonas de los uniformados del MINCO. Buscó controlar su respiración. Evaluó. ¿Era aquello más de lo que podía tolerar? Su corazón debía latir más lentamente. Así. Ordenó a su rostro ser una máscara. Sí, aún, podía con todo eso. Entonces Hassler, de un tirón, le arrancó a Maríah parte de su remera. Luego volvió a taparle la cara con la palma de la mano. Vio como ella intentaba morderlo, pero el viejo zorro sacó la mano justo a tiempo. —Hijo de puta. Ni vos ni tu gente podrían conmigo mano a mano —gritó ella. No parecía, sin embargo, desesperada. Seguramente, en su cabeza, seguía evaluando posibilidades de ataque y evasión. Esa era Maríah. Hassler no prestó atención al desafío; en cambio, miraba la proyección sonriendo. Festejaba las imágenes a los gritos, desquiciado. —¡Pero miren qué movimientos! Indiscutible. Es una lástima que muera hoy, con tanto talento… Jajajaja… Suficiente, suficiente. Saquen eso. —La voz del viejo cambió súbitamente—: Vamos al punto, ya. El Veneciano vio como Hassler ataba un dispositivo a la pierna de Maríah y se alejaba unos pasos con algo que parecía un control remoto en la mano. —¿Dígame dónde está Alquimia, joven D’Arezzo? —le dijo. Silencio. Maríah se estremeció ligeramente. Una descarga la había golpeado. Su grito fue más de furia que de dolor. Felín volvió en sí sobresaltado. —No vas a poder llevarte nada, Wolfgang, nunca —dijo Dante manteniendo la voz calma. —Tenemos todo el tiempo del mundo. Y, además, voy a mostrarle un poco de lo que hemos traído aquí. Hassler accionó una serie de hologramas que exhibían diferentes puntos de Nueva Venecia. —Gran Yerbal. Empecemos por ésa. —Tomó su portátil de comunicación—. Comandante Bremen, Gran Yerbal. Fuego continuo y suelten cinco gusanos más. —¿Gusanos? ¿Qué mierda es eso? —dijo Maríah recuperándose del shock eléctrico. —¡SILENCIO! —dijo el alemán. Otra descarga, mucho más fuerte, la dejó con espasmos. — Gracias. Verás, amiguita, los gusanos son estructuras metálicas de quince metros de longitud que actúan bajo tierra. Tienen en sus cabezas taladros como los que se utilizan en las grandes minas —explicó teatralmente mientras extraía un pequeño dispositivo de su bolsillo—. Por supuesto, son controlados a distancia mediante uno de éstos. —Miró a cada uno alternadamente—. Magia, ¿no es así? —dijo al Veneciano—. Ahora bien —acomodó el cuello de su camisa—, no quiero distraerlos más. Con esto ya es suficiente. —Buscó su pipa y la encendió. Caminaba en círculos alrededor de ellos. —Nuestra intención es llevarnos Alquimia y sus archivos. Ya tenemos los archivos, ahora queremos lo que tienen de Alquimia. —El Veneciano pudo sentir su olor a limpieza extrema, tabaco fino y ese dejo agrio que se desprende a los ancianos—. Hasta que se decida a hablar, joven D’Arezzo, vamos a seguir destruyendo toda tu tierra. Y si no hablas... —señaló a Maríah— vamos a cortarla parte por parte…, una pierna, la otra; y si sigues sin hablar, vamos a cortarle un brazo, el otro, y así; hasta que hables y digas dónde está el corazón de Alquimia. En el holograma se veían inmensas columnas de fuego sobre el Gran Yerbal. —Uh, uh, mira, mira —dijo señalando con un puntero láser el extremo derecho de la proyección, por alguna razón, había pasado al tuteo, como si eso fuera más amenazante—: eso, es lo que hacen los gusanos. ¿Lo ves? Míralo bien. ¿Quién está haciendo todo esto? No soy yo. Eres tú, Dante —dijo mirándolo con ojos de demente y señaló el extremo superior izquierda del holograma de Nueva Venecia. —¡Ahora, Santa María! La central energética de la isla Santa María había desaparecido; también la universidad. El bombardeo era constante otra vez. —Voy a darte una última oportunidad para hablar. Vamos… es simple. Por cierto, tenemos mercurio listo para echar sobre vuestro río; y si les interesan los gusanos, les voy a contar para qué los trajimos aquí. El Veneciano vio como se acercó hasta quedar cara a cara con él. Trató de concentrase en ese olor, en la furia que le despertaba y eliminarlos; sólo estando calmo podría pensar algún plan de evasión... si eso era aún posible. —Sé que aquí tienen refugios bajo tierra. Tu padre había empezado a construirlos en tiempos en que aún nos unía una estrecha camaradería. Entonces, mientras veo esas viviendas abandonadas que están incendiándose, yo me pregunto —el tono de Hassler era ya una parodia de sí mismo—: ¿dónde se hallan las familias?, ¿dónde los niños? Es una pena que estén perdiéndose tan caluroso espectáculo. La respuesta es bajo tierra ¿no? Entonces, allí donde haya un apretado público, allí estarán los gusanos. Mierda. —¿Dónde está Alquimia? El Veneciano vio que el grito había despertado por fin a Felín. Se miraron. Pudo ver en sus ojos una angustia que tapaba cualquier otro sentimiento. Seguro pensaba en la china, en los niños y las familias en los refugios, en el sueño que habían compartido. El corazón de Felín y el recuerdo de su padre. Por esas cosas tenía que resistir. No hablaría. No importaba hasta dónde pudiera llegar. No le diría nada. Hassler tomó su Go-d. ¿Ahora qué? —Comandante, suelten el mercurio. ¿Mercurio? ¿Con qué iba a salir ahora esta basura? Dos hombres se acercaron por delante a Maríah y a Felín. El viejo se sentó y volvió a encender su pipa. Miró hacia el techo y activó un holotransmisor. Más imágenes de destrucción. Sonreía mostrando sus humeantes dientes amarillos. Dante estaba cansado de verlo sonreír, de tenerlo cerca. En la proyección una lluvia grisácea se esparció sobre el río de Nueva Venecia, entre Gran Yerbal y la Isla Central. No podía creer lo que estaba viendo. ¿Un Boeing 747? Eso era un Evergreen 947, y estaba apoyado por dos cl-415. Mierda. No era momento para cálculos, pero la capacidad entre los tres aviones rondaría los cien mil litros. Algo se movía a su costado. Sintió un golpe en su brazo derecho. Era Felín, que intentaba friccionar el precinto con el que lo sujetaron contra el extremo metálico de la mesa. Impensado. Casi lo había conseguido, pero su mano ahora estaba atascada de modo tal que no podía moverse en ningún sentido. El viejo se estaba acercando; había olvidado su asquerosa sonrisa. —Tienes 5 minutos —dijo mientras tomaba de los pelos a Maríah inconsciente—... Menos de 5 minutos... y empiezo a cortarlos en pedazos. Felín miró a Dante. Desde hacía muy poco, algo había comenzado a llamar su atención casi imperceptiblemente: un rumor grave de origen impreciso —¿tal vez debajo de ellos?— iba creciendo como un presagio inexorable. ¿Lo habría escuchado también él? Las paredes temblaban. El sistema eléctrico comenzó a fallar. Felín se preguntó si esos gusanos infernales estarían provocando eso. Entonces vio cómo el alemán se dirigía precipitadamente hacia la puerta. —Pero... ¿qué carajo? Comandante, ¿ha ordenado fuego sobre la isla central? ¿O soltaron los gusanos? —gritó Hassler furioso. Parecía tan desconcertado como él. Por un momento pareció perder el control absoluto. Después, su máscara se recompuso en una parodia de eficiencia: ladraba órdenes, trataba de informarse. El temblor seguía aumentando. Un zumbido de tono grave hizo estallar las ventanas. Siguió intentando liberar sus manos; lo que estuviera sucediendo no iba a darle más tiempo. La mampostería comenzó a caer desde el techo. Las paredes se estaban agrietando a una velocidad asombrosa. El suelo se sacudía cada vez más fuerte. ¿Cuánto tardaría en derrumbarse todo? El grave zumbido aumentaba su intensidad. Como atendiendo a una orden no dada, los soldados del MINCO comenzaron a abandonar el laboratorio sistemáticamente. Parecían piezas que se quitaban de ese tablero para ser puestas en otro. Sólo quedaban dos uniformados en la sala. Una columna se resquebraja delante suyo. Entonces, Hassler dio la orden: —Nuestra misión es más importante que ellos. Abandonémoslos a su suerte. Felín vio como salían mientras las últimas pantallas se desprendían de las paredes y las luces se estrellaban contra el piso. No le importó. Las ligaduras estaban a punto de soltarse. Miró a Dante buscando coordinar algo. ¿Sonreía? —Es Enheduanna—dijo con entusiasmo—. ¡La china pudo hacerlo! ¿De qué hablaba? Recién entonces se dio cuenta de que no había vuelto a pensar en Yukiko. Pero tenía una enorme confianza en sus capacidades y ya tendría tiempo de preocuparse. —Yukiko , ella lo hizo —estaba diciendo Dante exaltado—. Vamos. ¡Dale, dale! Sólo entendía una cosa de todo aquello: había que correr. Felín se había librado del precinto. —¡Vamos! —lo apuró Dante—. No queda más tiempo. Terminó de desligar a Maríah. Aunque semiconsciente, ella podía mantenerse en pie. Dante, que ya había podido soltarse, la cargo en sus espaldas. —Al salón del búnker central, rápido —lo apremió. El techo comenzó a caer. Felín abrió la puerta de una sola patada y cubrió la salida del Veneciano. Allí no quedaba nadie, Hassler y sus hombres estarían afuera. Finalmente, abandonaron el laboratorio. 18. A unos metros, apenas ocultos por la parte trasera del sector de hidropónicos, podía ver a los oficiales del MINCO junto a Hassler. El Veneciano supo que era imposible que no los descubrieran. Sin embargo, la tierra estaba temblando. Apretó los puños. Había entonces una única y última jugada. Les iban a tirar con todo, pero él sabía que podían llegar. La violencia del fuego del MINCO y los temblores harían imposible correr con normalidad,pero a ellos también se les complicaría hacerlo. Felín y Maríah lo miraron esperando su señal. Hora de hacerlo. Les habló con firmeza: —Existe una posibilidad. No tengo tiempo de explicarles. Síganme. Podemos salir de ésta. ¡Vamos a salir! Entonces fue sólo correr. A los pocos metros de carrera escuchó: —Fuego. La orden Hassler le pareció una locura en medio de esa confusión. Él, como oficial, habría puesto a la seguridad de sus hombres por encima de una vendetta inútil. Los hombres del MINCO dispararon una y otra vez. Sentía como si todas sus extremidades estuvieran hirviendo, casi por estallar. Los tres corrían en una misma línea, alcanzaron la última curva que precedía el corredor del búnker central. Perdieron al MINCO. Sabía que sólo eran unos segundos. El corredor estaba a unos pasos. Felín ahora lo seguía enérgico. ¿De dónde había sacado fuerza semejante en ese momento? Los cristales del corredor estallaron sobre ellos. Giró la cabeza. Felín y Maríah estaban casi a la par. —DAAAAAAAAAAAAAAAAALEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE. Hassler junto a sus hombres casi los habían alcanzado. Faltaba tan poco. Apenas diez metros. Tenían que llegar hasta el acceso. Debían hacerlo. Uno de los hombres de Hassler estaba justo detrás de Maríah y Felin. Adivinó, más que vio, cómo se acomodaban para ejecutar a cualquiera de los tres. La tierra temblaba más que nunca. Mantener el equilibrio era cada vez más difícil. Para todos. Los disparos pegaban contra el metal de la puerta de acceso. El acceso ya casi estaba allí. Giró buscando a los otros. En ese momento, Maríah quedó paralizada frente a sus ojos. Vio cómo el hombro izquierdo comenzaba a teñírsele de rojo. Luego, ella cayó de rodillas. El tiempo se había terminado. Cargó a Maríah con agilidad mientras marcaba el código de acceso. Felín llegó junto a él rojo y sudoroso. Hubo más disparos mientras la puerta se abría. Los del MINCO estaban a menos de veinte metros de distancia. Casi los tenían. —¡Yukiko! —gritó como invocando. La enorme puerta se desplazó por completo y luego se cerró recibiendo más disparos. Estaban adentro. *** El Veneciano dejó a Maríah en el suelo y la cubrió con su campera. Luego le señaló a Felín dónde colgaban los trajes especiales. —Quedáte con ella, tengo que ir a los controles. Ponete uno de esos y ponele otro a ella —en su voz se oía el tono de quien sabe exactamente qué está haciendo. Atravesó el angosto corredor hasta la sala central poniéndose el suyo. Yukiko, sobre el tablero de comandos, se veía concentrada pero tranquila. —Despegamos en veinte segundos –dijo ella. El Veneciano se sentó a su lado. —¡Sabía que eras vos! ¡Sabía que eras vos! Un fuerte golpe hizo temblar la puerta de acceso. No se preocupó por eso. Enheduanna era única. La nave estaba construida con aleaciones desconocidas para Hassler. Un último regalo de su padre. Felín vio desaparecer a Dante tras un mamparo y volvió a concentrarse en el hombro de Maríah. La voz del Veneciano le llegó entonces desde más allá con alguna otra también querida. Exhaló con alivio. ¡Ella estaba bien! —Acomódense en sus lugares rápido. ¡Diez segundos! —invitó Yukiko desde parlantes ocultos quién sabe dónde. Ya iría a besarla. Pero ahora la prioridad era del hombro de Maríah. La sangre brotaba sin parar. Él había improvisado un torniquete con su camisa. El pulso era bajísimo. Soltó una plegaria desesperada. No sabía si ella lo lograría. Dante reapareció y se acercó a ellos. —¿Cómo está? —preguntó mientras cerraba su traje. —Perdió mucha sangre, pero está respirando. El Veneciano asintió con preocupación y se dirigió a los comandos nuevamente. Los bloques del techo comenzaron a deslizarse. El cielo de Nueva Venecia nunca le pareció tan azul. Iniciaron el despegue. El Veneciano pilotaba con tranquilidad. Estaban arriba de los mil metros de altura. El radar mostró como el perturbador de la nave estaba desviando los misiles del MINCO con efectividad. De todas maneras, permanecía atento. No olvidaba que ese mismo modelo había fallado esa misma noche en el Blackshark. —Máxima potencia, china —ordenó. —Máxima potencia —replicó Yukiko, manipulando los controles con total soltura. El Veneciano no podía creerlo. —¿Pudiste con todo el manual en un mes? Yukiko asintió sin mirarlo. —Escaneé el software del simulador. Pero eso vos lo sabías. Siempre pensé que me dejaste escabullir en la sala de control a propósito. Y esta noche, desde que llegué, tuve una gran ayuda. —¿De que estás hablando? —preguntó el Veneciano. Yukiko miró hacia una compuerta ubicada en el techo. Elevó su voz tanto como pudo: —¡Verónica! ¿Estás ahí? El Veneciano parecía no entender. ¿Verónica? Ver la figura de la doctora Rosenberg acercarse era lo mejor que podía pasar. Yukiko lo golpeó suavemente en el hombro llamando su atención. —Ella tiene todos los manuales de procedimiento en su cabeza, trajo los repuestos más importantes y, por lo que veo, es la única que tiene un Go-D. Él se acercó para saludar a la madrina de Alquimia. —Hola Dante, no tenemos tiempo para nada. Empecemos a configurar la ruta del destino —lo saludó ella. El Veneciano afirmó con seriedad. La frialdad de esa mujer siempre lo había perturbado. Tenía una única tarea por delante: armar la ruta de Enheduanna para ubicar su órbita por sobre las de las dos nuevas estaciones internacionales. La doctora Verónica Rosenberg permanecía en silencio observando fijamente el tablero que mostraba el comportamiento de Alquimia. Yukiko miró a través de una de las ventanillas. Nueva Venecia se veía consumida por el fuego. El río parecía hecho de metal. El altímetro ya marcaba diez mil kilómetros y en ascenso. Felín se acercó al tablero de comandos y la besó largamente. Tenía las manos y el traje especial manchados de sangre, pero parecía tranquilo. Lo miró con preocupación. —Maríah va a estar bien, ahora vuelvo con ella. Decime, ¿qué hay del MINCO? ¿Qué hay de sus misiles? —Estamos fuera de radares. Estamos bien —trató de tranquilizarlo Dante. Felín golpeó fuertemente la mesa de comandos y lo miró: —¿Estamos bien? Mierda, nuestra gente, Dante, ¿qué estamos haciendo? Les dejamos todo a esas basuras. Van a encontrar a Alquimia de un momento a otro. ¿Y qué te hace pensar que esos hijos de puta no van a hacer lo peor con ella? La mano del Veneciano se levantó con autoridad haciéndolo callar. —Está con nosotros —dijo suavizando su rostro con una sonrisa—. Alquimia viaja con nosotros. Esta nave... está volando gracias a ella. Hubo un silencio que pareció durar una eternidad. Después, Verónica Rosenberg lo quebró: —Pero ellos ahora tienen la fórmula. Es todo cuestión de tiempo. En unos minutos, orbitarían la Tierra a más de cuatrocientos mil metros de altura. Epílogo Subió a la terraza del edificio más alto de Buenos Aires. Desde allí, no habría interferencias. Miró su Go-D y se preparó para hablar. Escucharían su voz en simultáneo en Berlín, en Torino y en Florencia. Nadie podía interceptar la señal a partir de las doce. La ciudad dormía. La terraza era suya en ese momento, cuando todo parecía suspenderse como en PAUSA. Un bip. Las doce. Elevó su voz acentuando fuerte cada una de sus palabras: —Rosenberg cumplió y escribió. Están orbitando por sobre la estación Luxor. La mala noticia es que Nueva Venecia está destruida, y Hassler… él sobrevivió y tiene la fórmula de Alquimia. En estos momentos está en el Cairo con la cúpula del MINCO. Su voz se quebró. Terminó la comunicación. Lo importante estaba dicho. Nadie podía acusarla de floja. El mundo era el que estaba por matarse. Lo sabía. Pero la resistencia daría batalla siempre. Ella se encargaría de eso. Pensó en los otros, allá arriba. No lo sabían, pero eran aliados. Lo impidieron una vez, ¿podrían impedirlo dos veces? Brenda Müller pensó que sí. Podemos. FIN