PROFANACIONES DE TUMBAS EN ISRAEL Si ha habido sobre la

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 PROFANACIONES DE TUMBAS EN ISRAEL
Si ha habido sobre la tierra un pueblo vejado,
perseguido, odiado, ése ha sido, por excelencia, el pueblo judío;
las palabras urdieron puñales de saña contra él hasta arraigar en
las lenguas con la fe del prejuicio. Leo Pinsker lo dejó
magistralmente escrito en 1882, al describir ese “odio como una
aberración hereditaria del espíritu humano” y exponer la
contradicción interna de unos juicios a los que la posición social
del emisor separa y el objeto unifica: “el judío es, para los vivos,
un muerto; para los autóctonos, un extranjero; para los
naturales, un vagabundo; para los hacendados, un mendigo; para
los pobres, un explotador y un millonario; para los patriotas, un
apátrida, y para todas las clases un competidor odiado”.
Territorio habitual en el que el odio religioso ejercita
sus músculos de barbarie es la tumba, un lugar especial en la
vida de toda comunidad hasta hoy, dado que, en su materialidad,
constituye el haz de recuerdos en el que los deudos recuerdan a
su muerto, pero en cuanto lugar simbólico, y según quién sea el
sepultado, llega a ser un lugar de culto, funda o consolida una
identidad o incluso da origen a un proyecto político, convirtiendo
así a la muerte en ese “origen y medio de cultura” del que habla
Jan Assmann. La barbarie, que conoce su significado, se halla por
eso pronta a homenajearse con un nuevo aquelarre, y en este
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Profanaciones de tumbas en Israel.
punto la historia judía es un manual en varios tomos contra la
racionalidad o la bondad humanas.
Quizá por eso ha sorprendido tanto que quienes desde
siempre han sido víctimas hayan segregado en su seno la
serpiente en grado de cometer con otros tan espeluznante crimen.
Pero las profanaciones de tumbas cristianas y musulmanas a
manos de judíos ortodoxos que días atrás tuvieron lugar en Israel
no se deben a ningún providencialismo ciego con su carga de
ironía de la historia y todo, ni se explican fácilmente con un juego
malabar psicoanalítico que en un plis plas convierte a la víctima
en verdugo y que pase el siguiente. Si acaso, dan fe de la
continuidad del espíritu humano al que aludía Pinsker y de la
universal extensión del cáncer. Los autores son, sin duda,
juguetes del odio, instrumentos de un ciego deseo de venganza,
genes ambos inherentes a su condición de profesionales del
fanatismo: pero todo ello es fruto maduro de un proceso colectivo
de deliberación y elección, y no es menester aducir el regodeo con
el que celebran sus triunfos para demostrar su responsabilidad:
su gansterismo religioso-político es ya una consagrada tradición
israelí. Que la profanación de tumbas se haya continuado con la
quema de dos mezquitas no son, pues, sino gajes del oficio.
La cosa ha sorprendido tanto que incluso parece haber
dejado en fuera de juego por un momento al gobierno de B.
Netanyahu, que quizá haya querido usar el caso Shalit como
cortafuegos contra el océano de desprecio brotado en medio de la
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sociedad contra esos necrófagos y del consiguiente incendio de
deslegitimidad que se extiende hacia ese gran aliado político que
es el citado gobierno. Con todo, hablar de sorpresas en este
terreno es hablar de magia; equivale a creer que tras años y años
de connivencia respecto de sus desmanes, tras haber inoculado en
su mente la cultura de la impunidad, habría algún límite
normativo en grado de retener, o de inspirar contención al menos,
a unos zelotes que hacen de su dios de turno cómplice de sus
delirios y tutor de sus acciones, especialmente las violentas, a las
que invisten por tanto en su conciencia con el aura de la
sacralidad.
En cualquier caso, Netanyahu ha reaccionado con
prontitud anunciando castigo para los criminales e intolerancia que es y, sobre todo, ha sido, la de gran parte de la sociedad
israelí en esta materia- contra los intolerantes. Mucho y duro
habrá de batallar en esta contienda, máxime si mira en derredor
y ve los apoyos de que goza en el propio gobierno y en la sociedad,
porque lo fácil en el inframundo religioso no es reaccionar como el
rabino jefe de Tel Aviv, que ha calificado la quema de las
mezquitas de “acto criminal” que daña a todos los israelíes,
opinión secundada por la del Jefe del Estado, Shimon Peres. Lo
fácil, digo, es reaccionar a la manera del ex general gobernador o
el rabino jefe, sefardí, de la zona, esto es: culpar a musulmanes
del incendio de la mezquita.
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Mucho y duro, digo, habrá de batallar el gobierno de
Netanyahu porque hace tiempo que los árabes son ciudadanos de
segunda en Israel, es decir, que no son ciudadanos, aunque sigan
votando en las elecciones y eligiendo a sus representantes en el
parlamento; la crisis de la región producida por la revuelta árabe
en países vecinos, combinados con elementos específicos del
desarrollo de la sociedad israelí y con otros derivados de la
relación con los palestinos, han sacado a la luz el racismo
inherente a la confesionalidad de Israel: a su autoproclamación
como Estado judío (en mi opinión, se trata de un rasgo inmanente
a todo Estado confesional, por lo que se habría producido
igualmente en cualquier otro país). Finalmente, mucho y duro se
habrá de batallar porque la convicción de la impunidad a la que
antes aludí hace que los colonos ya no necesiten motivos para
proseguir su guerra santa por su cuenta: en toda ocasión que
consideren lesionados sus derechos recordarán a los culpables
mediante la destrucción de sus bienes o de sus vidas cuál es el
precio a pagar por haber osado violar la voluntad divina que en
ellos encarna.
Profanar las tumbas es infligir una segunda muerte al
muerto, pero también dar forma a un deseo respecto qué se
quiere hacer a los vivos, así como formular un juicio sobre cuál es
para el perpetrador del delito el valor de la cultura mancillada o
de las personas que la profesan. Mas es asimismo un juicio sobre
el delincuente, y lo que ese juicio nos dice del actor es que se ha
situado fuera de la humanidad. Desde la sociedad israelí y desde
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su gobierno, por ello, se deberán unir fuerzas; no ya para
convencer a los lunáticos de la existencia de otras razones
diferentes de las suyas, ya que la sinrazón no entiende (por
parafrasear libremente a Pascal); ni, menos, para intentar
persuadirles de la falsedad de sus creencias. Pero sí para
impedirles que continúen imponiendo impunemente su visión del
mundo o que articulen sus creencias en una política. De lo
contrario, el monstruo pronto se quedará sin más democracia que
devorar.
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