Coloquio: Declarando independencias: Textos fundamentales. Los laberintos de la libertad. Revolución e independencias en el Río de la Plata. Marcela Ternavasio1 "A medida, amigo querido, que avanzo en el estudio de los monumentos de nuestra Revolución se hace más espeso el círculo de dudas que me ciñe; dudas, Jan Ma., que no es posible satisfacer estudiando los documentos públicos y que sería preciso aclarar escudriñando correspondencias íntimas u oyendo relaciones sinceras de los hombres de aquella época, porque realmente son de inmensa trascendencia, si ha de escribirse con probidad y con deseo de ser útil. ¿Creerá V. que la más grave y más oscura de esas dudas es acerca de las verdaderas intenciones de la Primera Junta revolucionaria? Hablo del cuerpo, no de un hombre. ¿La Junta del 25 de Mayo empezó a marchar determinada a emancipar el país de la tutela peninsular o siguió solamente al principio un impulso igual al que había movido a las Provincias españolas y a Montevideo mismo año y medio antes? Amarguísima duda es ésta; pero he de llegar a aclararla. Y resuelta por el primer estremo en el sentido más honroso ¡cuántas imprudencias no se cometieron!". Florencio Varela a Juan María Gutiérrez, Río de Janeiro, 24 de agosto de 18412 En la escuela argentina circuló siempre una pregunta incómoda que los maestros no lograban (y aún hoy no logran) responder con certeza: ¿por qué existen en el país dos celebraciones patrias – el 25 de mayo y el 9 de julio- y qué es lo que distingue a una festividad de la otra? La primera parte del interrogante es, por lo general, fácilmente resuelto: los educadores –y cualquier persona medianamente culta- saben que la celebración del 25 de mayo conmemora la formación de la primera Junta de gobierno provisional creada en Buenos Aires en 1810 y que la del 9 de julio evoca la firma del Acta de Independencia por parte de los diputados constituyentes reunidos en la ciudad de Tucumán en 1816. Pero el problema se presenta en el segundo enunciado de la pregunta: responder cuáles son los significados que distinguen a ambas efemérides resulta más dificultoso porque, como sabemos, se trata de un proceso histórico complejo que todavía hoy despierta encendidos debates entre especialistas del tema. Deshilvanar la dificultad que impide dar una respuesta rápida a esta pregunta es uno de los objetivos de la presente ponencia. Un objetivo que puede parecer irrelevante si se considera la 1 Universidad Nacional de Rosario- CONICET. Citado en Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis. Conocimiento histórico y representaciones del pasado en el Río de la Plata (1830-1860), Buenos Aires, Teseo, 2008. La cursiva es del original. 2 2 significativa revisión historiográfica que sobre los procesos de independencia se produjo en las dos últimas décadas.3 La existencia de un consenso bastante extendido en torno a ciertos presupuestos – tales como que en el origen de las revoluciones no estaban necesariamente inscriptas las independencias o que las mismas no fueron producto de un espíritu nacional en ciernes ni de proyectos maduros de estados naciones modernos- relegaría a las reflexiones que siguen a un ejercicio banal o redundante. Si el supuesto es que los historiadores estamos trabajando con nuevas hipótesis en torno a la naturaleza de los procesos desatados en 1808, la dificultad para responder a la pregunta inicial estaría resuelta, al menos para los especialistas, persistiendo sólo entre el resto de los mortales, atrapados por las redes de una construcción ideológica muy exitosa que, sin duda, los respectivos gobiernos y medios de comunicación masivos se encargan de reproducir. Pero todos sabemos que esto es parcialmente cierto. Aquella incomodidad persiste y subtiende todavía el debate entre los historiadores, aún cuando nos hayamos despojado de las matrices nacionalistas y estatalistas que forjaron los discursos e interpretaciones canónicas sobre las independencias. Tal situación, que por otro lado no es patrimonio de la historia argentina sino de la mayor parte de los países hispanoamericanos, deriva de los complicados caminos trazados por los actores en el marco de la crisis de la monarquía y de los no menos intrincados laberintos construidos entre historia y memoria a lo largo de casi dos siglos. Regresar, entonces, sobre los textos fundamentales de las independencias nos coloca frente a un desafío inquietante porque obliga a repensar dichos textos a escala continental y a la luz de los nuevos debates historiográficos. Mirados desde ese prisma, se ponen en evidencia distintas variantes revolucionarias dentro del tronco común hispánico y diversos tipos de independencias, desatadas tanto en España como en América. Tal como este encuentro deja exhibido, en las diversas publicaciones de las actas fundacionales de los estados naciones hispanoamericanos no existe, por 3 Dado que sería imposible citar aquí los aportes realizados en esta tarea de revisión, sólo destaco algunas de las contribuciones más relevantes sabiendo que quedan fuera de esta nota autores y trabajos muy valiosos: Tulio Halperín Donghi, Revolución y Guerra, Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, México, Siglo XXI, 1972; Id., Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850, Madrid, Alianza, 1985; José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, estados: orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Tomo 1 de la colección Biblioteca del Pensamiento Argentino, Buenos Aires, Ariel, 1997; Id., Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las independencias, Buenos Aires, Sudamericana, 2004;François X. Guerra, Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. Madrid, MAPFRE, 1992; Antonio Annino, Luis Castro Leiva, François X. Guerra, De los Imperios a las Naciones. Iberoamérica, Zaragoza, IberCaja, 1994; Antonio Annino, (coord), Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1995; Jaime Rodríguez O, La independencia de la América española, México, FCE, 1996; Id. (coord), Revolución, independencia y las nuevas naciones de América, Madrid, MAPFRE, 2005; Manuel Chust, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz, Valencia, Fundación Instituto Historia Social, 1999; Id., Manuel Chust (coord), Doceañismos, constituciones e independencias. La constitución de 1812 y América, Madrid, Fundación Mapfre, 2006; José M. Portillo Valdés, Crisis Atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana, Madrid, Marcial Pons, 2006; Alfredo Ávila, En nombre de la Nación. La formación del gobierno representativo en México, México, Taurus-CIDE, 2002. 3 lo general, un acta en singular que pueda constituirse, en cada caso, en un punto de partida único e indiscutible del proceso de emancipación. A diferencia de los Estados Unidos de Norteamérica, donde el Acta de Independencia de 1776 representa un punto de partida irrebatible, en los países de la región vemos desfilar más de un documento fundamental. Para el caso rioplatense, las variaciones señaladas son elocuentes. En primer lugar, porque del virreinato del Río de la Plata surgieron varias décadas después cuatro estados naciones: Argentina, Bolivia, Uruguay y Paraguay. En segundo lugar, porque las actas de independencia de cada uno de estos estados fueron producto de situaciones muy diferentes. La Argentina, tal como se conformó en la segunda mitad del siglo XIX, no tuvo stricto sensu un acta de independencia, puesto que la del 9 de julio de 1816 declaró independientes a las Provincias Unidas de Sud América. Bolivia lo hizo el 6 de agosto de 1825 en nombre de las provincias del Alto Perú, para ofrendar tributo en su posterior denominación oficial a quien consideraron el protagonista de una independencia que se alcanzaba no sólo frente a España sino también frente a su anterior dependencia de Buenos Aires. En Uruguay, la primera declaración formal de la independencia es de 1825 y estuvo destinada a declarar la emancipación del Imperio del Brasil y la unión a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Sólo tres años después, y producto del tratado de paz que puso fin a la guerra entre las provincias rioplatenses y Brasil, se creó la República Oriental del Uruguay. En Paraguay, si bien el acta de declaración de la independencia es muy tardía –data de 1842- y se elaboró en una coyuntura de conflicto con la Confederación Argentina dominada por la figura de Juan Manuel de Rosas, los mismos diputados paraguayos reunidos aquel año reconocían al suscribir el acta que “nuestra emancipación e independencia es un hecho solemne e incontestable en el espacio de más de treinta años” y “que durante este largo tiempo y desde que la República del Paraguay se segregó con sus esfuerzos de la metrópoli española para siempre; también del mismo modo se separó de hecho de todo poder extranjero”.4 Cabe destacar que, en el horizonte mental de aquellos diputados, dentro de la categoría de “poder extranjero” se incluían no sólo las potencias europeas sino también el gobierno nacido en 1810 con sede en Buenos Aires. Si a esta diversidad de independencias le agregamos las que surgieron dentro de las unidades recién mencionadas –donde el caso emblemático lo representa el territorio que conformó luego la República Argentina, dividido entre 1820 y 1853 en provincias autónomas reunidas bajo un laxo vínculo confederal- el cuadro de situación es, por lo menos, rico en vicisitudes y mutaciones. 4 “Acta de independencia del Paraguay”, 27 de noviembre de 1842, Álbum Gráfico de la República del Paraguay 18111911, Arsenio López Decoud. 4 De todas las variaciones posibles de ser analizadas me detendré en la tensión que desde el comienzo se expresó entre revolución e independencia y en algunas derivas de esta tensión en el Río de la Plata. El destino de los textos fundamentales es, pues, el punto de partida de las siguientes reflexiones mientras que su contexto de producción y las gramáticas políticas en las que se inscribieron el punto de llegada. En el arco trazado entre la producción y el uso de los textos considerados fundacionales se filtra aquella recomendación de Florencio Varela –citada en el epígrafe- de que no es posible satisfacer el “círculo de dudas” estudiando solamente “los documentos públicos”. Pero a la vez es preciso tomar distancia de su entusiasta optimismo cuando consideraba que “escudriñando correspondencias íntimas u oyendo relaciones sinceras de los hombres de aquella época” se aclararían todos los problemas. Entre las intenciones de los actores, lo que éstos explicitan –tanto en documentos públicos como privados- y sus lógicas de acción existe, como sabemos, un camino mucho más laberíntico del que Varela suponía. No obstante, la confesión hecha a su amigo Juan María Gutiérrez dejaba al desnudo las ambivalencias heredadas de un proceso histórico que se resistía a ser interpretado con fórmulas definitivas. La disputa por la memoria Desde 1816 hasta nuestros días, la doble celebración cívica del 25 de mayo y del 9 de julio pasó por muy diversas vicisitudes. Sólo me referiré a algunas de ellas, ocurridas durante la primera mitad del siglo XIX, para mostrar las más tempranas representaciones configuradas en torno a la memoria de la revolución y de la independencia. En sus respectivas investigaciones, Fabio Wasserman y María Lía Munilla Lacasa han destacado desde diferentes registros de análisis el significativo viraje que en los años ‟30 del siglo XIX imprimió Juan Manuel de Rosas a dichas celebraciones, al privilegiar las fiestas julias5 de la independencia en detrimento de la tradición festiva, consolidada en la década de 1820, que centraba su fuerza en el mito de la revolución de mayo.6 Wasserman analiza, entre otros documentos, la Arenga pronunciada por Rosas para los festejos del 25 de mayo de 1836, en la que el gobernador de Buenos Aires expresaba lo siguiente: "¡Qué grande, Señores, y qué plausible deber ser para todo Argentino este día consagrado por la nación para festejar el primer acto de Soberanía popular que ejerció este gran pueblo en Mayo el célebre año de 1810! -¡Y cuán glorioso es para los hijos de Buenos Aires, haber sido los primeros en levantar la voz con un orden y con una 5 Desde aquellos tempranos años se denominaron “fiestas julias” a las que conmemoraban la independencia del 9 de julio de 1816 y “fiestas mayas” a las destinadas a celebrar la revolución de mayo de 1810. 6 Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis; María Lía Munilla, Celebrar y Gobernar: un estudio de las fiestas cívicas en Buenos Aires, 1810-1835. Tesis Doctoral, Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 2010. 5 dignidad sin ejemplo! -No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituidas, sino para suplir la falta de las que, acéfala la Nación, habían caducado de hecho y de derecho. -No para sublevarnos contra nuestro Soberano, sino para conservarle la posesión de su autoridad de la que había sido despojado por un acto de perfidia. -No para romper los vínculos que nos ligaba a los Españoles sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos a disposición de auxiliarlos con mejor éxito en su desgracia. -No para introducir la anarquía sino para preservarnos de ella, y no ser arrastrados al abismo en que se hallaba sumida la España.- Estos, Señores, fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo abierto celebrado en esta ciudad el 22 de Mayo de 1810, cuyo acto debería grabarse en láminas de oro para honra y gloria eterna del Pueblo Porteño...pero ah!...¡Quién lo hubiera creído! -Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y de fidelidad a la Nación Española y a su desgraciado Monarca; un acto que ejercido en otros pueblos de España con menos dignidad y nobleza, mereció los mayores elogios, fue interpretado en nosotros malignamente como una rebelión disfrazada por los mismos que debieron haber agotado su admiración y gratitud para responderlo dignamente-.”7 A la luz de los nuevos aportes historiográficos bien se podría concluir que Rosas proponía una interpretación de mayo de 1810 en clave revisionista. Casi todos los componentes que los nuevos estudios han proporcionado para afirmar que las independencias no estaban inscriptas en el origen de los movimientos desatados por la crisis monárquica están presentes en la cita precedente. La alusión al papel fundamental que jugó la acefalía de la corona, a que la acción iniciada en 1810 no estuvo destinada a romper con España sino a auxiliarla y a evitar la anarquía, a que se trató de un gesto de fidelidad al rey y no de una “rebelión disfrazada” (palabras que evocaban la imagen de la “máscara de Fernando VII”), se completa con un cuarto componente en el siguiente pasaje: “Y he aquí, Señores, otra circunstancia que realza sobremanera la gloria del pueblo Argentino, pues que ofendidos con tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos de muerte por el Gobierno Español, perseveramos siete años en aquella noble resolución hasta que cansados de sufrir males sobre males, sin esperanza de ver el fin; y profundamente conmovidos del triste espectáculo que presentaba esta tierra de bendición anegada en nuestra sangre inocente con ferocidad indecible por quienes debían economizarla aun mas que la suya propia, nos pusimos en manos de la Divina Providencia, y confiando en su infinita bondad y justicia, tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres independientes de los Reyes de España y de toda otra dominación extranjera-. El Cielo, Señores, oyó nuestras súplicasEl Cielo premió aquel constante amor al orden establecido, que había excitado hasta entonces nuestro valor, avivado nuestra lealtad, y fortalecido nuestra fidelidad para no separarnos de la dependencia de los Reyes de España, a pesar de la negra ingratitud con que estaba empeñada la Corte de Madrid en asolar nuestro país.”8 7 8 Gaceta Mercantil, n° 7653, Buenos.Aires., 24 de mayo de 1849. Ibidem. 6 En la perspectiva de Rosas, la independencia de 1816 fue el camino obligado al que las autoridades de la península precipitaron a los criollos, al negarse aquéllas a aceptar la nueva condición de fidelidad propuesta por los americanos y al dejarles a éstos el único camino de la guerra. Tal interpretación, cristalizada en la Arenga de 1836, se convirtió en versión oficial durante el largo período en el que Rosas prolongó su hegemonía en la Confederación. Apoyada por la pluma de Pedro de Angelis, principal publicista del rosismo y encargado de publicar en noviembre de 1836 su célebre Colección de Documentos -donde dio a luz, por primera vez, las Actas del Cabildo de Buenos Aires del mes de mayo de 1810- la versión oficial se consolidó a través de la celebración de las fiestas cívicas.9 Según revelan los estudios de María Lía Munilla Lacasa, Rosas fue desplazando la centralidad de las fiestas mayas hacia las fiestas julias desde su primera gobernación (1829-1832), al desactivar gradualmente las celebraciones conmemorativas de la revolución y exaltar a través de nuevas prácticas simbólicas las correspondientes al 9 de julio.10 Estos virajes se inscribían, sin dudas, en claros objetivos políticos. Rosas podía así recuperar el legado de la revolución y reencausarlo hacia su obsesión por la defensa del orden.11 El lema que había acuñado el congreso constituyente de 1816 era, precisamente, “fin a la revolución, principio al orden”.12 Pero no es solamente la vocación autoritaria del régimen la que explica los desplazamientos señalados, sino también la sofisticada reelaboración simbólica que Rosas supo hacer de esa temprana disputa por la memoria de la revolución y de la independencia. Al privilegiar la segunda sobre la primera, se enfatizaba la gesta colectiva de todos los pueblos que, a esa altura, formaban la Confederación, se exaltaba la figura de Rosas como líder indiscutido de esa laxa unidad confederal y se despojaba a Buenos Aires del protagonismo que le otorgaban las fiestas mayas al ser en la capital virreinal donde la revolución había nacido. Con esta última operación, el régimen rosista no pretendía restarle poder a Buenos Aires en el contexto interprovincial –base, por otro lado, de su maquinaria política y económicasino despegarse de la tradición festiva precedente, que había convertido a las fiestas mayas en protagonistas casi exclusivas de la gesta por la libertad. De esta manera Rosas lograba diferenciarse de sus enemigos declarados, los unitarios. 9 Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis, p. 190. María Lía Munilla Lacasa, “Celebrar en Buenos Aires: Zucchi y el arte efímero festivo”, en M. L. Munilla Lacasa y F. Aliata, (comps), Carlo Zucchi y el Neoclasicismo en el Río de la Plata, Buenos Aires, Eudeba, 1998. 11 Véase Jorge Myers, Orden y Virtud. El discurso republicano en el régimen rosista, Universidad Nacional de Quilmes, 1995; Ricardo Salvatore, Wandering Paysanos, State Order and Subaltern Experience in Buenos Aires during the Rosas Era, Duke University Press, 2003. 12 “Decreto del Soberano Congreso Constituyente”, El Redactor del Congreso Nacional, sesión del 3 de agosto de 1816, en Emilio Ravignani, Asambleas Constituyentes argentinas, tomo 1:1813-1833, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas de la facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1937, p. 242. 10 7 De hecho, las fiestas mayas habían alcanzado su apoteosis en la década de 1820, durante la experiencia rivadaviana, cuando el poder central había literalmente desaparecido y las provincias se erigieron en sujetos soberanos autónomos.13 Las celebraciones que conmemoraron la revolución en la ex capital virreinal durante ese período exaltaron, más que nunca, la centralidad y el protagonismo de Buenos Aires en el proceso desatado en 1810 en detrimento del resto de las provincias.14 Las tensiones que esta imagen generó en los territorios provinciales, relegados a ser actores secundarios de una trama que consideraban compartida, se expresaron muy tempranamente, incluso antes de la declaración de la independencia. En la primera celebración de la revolución realizada en Buenos Aires el 25 de mayo de 1811 se pueden observar las dos dimensiones más relevantes de esas tensiones: la que enfrentó a la capital con el resto de las ciudades y la que vinculaba a los pueblos rioplatenses con la metrópoli. El affaire que, analizado en detalle por Munilla Lacasa, rodeó a la erección de la Pirámide de Mayo en la Plaza de la Victoria (primera manifestación artístico-conmemorativa de la nueva era, construida especialmente para aquella festividad de 1811) revela el conflicto entre el cabildo de la capital y la Junta Grande, formada por una mayoría de representantes de las ciudades del interior.15 En esa oportunidad, el cabildo de Buenos Aires dispuso que en las cuatro caras de la pirámide aparecieran inscripciones alusivas a los hechos de mayo pero también a los ocurridos en 1806 y 1807, cuando los habitantes de la capital protagonizaron la reconquista y defensa de la ciudad frente a las invasiones británicas. La Junta Grande interpuso su reclamo para que sólo figuraran leyendas referidas a 1810, ya que las de 1806 y 1807 aludían exclusivamente a la capital. En esta temprana disputa, Buenos Aires comenzó a representarse como actor principal de una gesta que, para los porteños, hundía sus raíces en las heroicas jornadas de expulsión de los ingleses. El episodio culminó con la decisión de limitar la decoración a una sola inscripción: “25 de mayo de 1810”. El carácter neutro de la leyenda exhibe, además, la segunda tensión señalada. La ambigua situación jurídica quedó reflejada en la dificultad por nominar oficialmente el cambio ocurrido en esa fecha. Ignacio Núñez, en aquellos días alcalde de barrio del cuartel nº 3 de la ciudad de Buenos Aires, ponía de manifiesto dicha dificultad: 13 Por “experiencia rivadaviana” se entiende el ensayo político desplegado en Buenos Aires entre 1821 y 1824, cuando Bernardino Rivadavia ocupó el cargo de Ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires. En 1825 Rivadavia fue designado presidente de las Provincias Unidas por el tercer congreso constituyente dominado por el partido unitario, propulsor de una organización política centralizada. 14 Además de los trabajos citados de María Lía Munilla Lacasa, véase para este tema Fernando Aliata, La ciudad regular. Arquitectura, programas e instituciones en el Buenos Aires posrevolucionario, 1821-1835. Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2006. 15 María Lía Munilla Lacasa, “Siglo XIX: 1810-1870”, en José Emilio Burucúa (Dir), Arte, Sociedad y Política, Nueva Historia Argentina, Arte, Vol. 1, Buenos Aires, Sudamericana, 1999. 8 “Esta gran fiesta hubiera producido inmensos beneficios para la paz interior, si el gobierno de diputados [de la Junta Grande] lo hubiera deseado, o hubiera tenido habilidad para conducirse: en ella no se habían permitido los vivas a la libertad, y los mueras a la tiranía, que habían subrogado a la exclamación de viva el Rey. Cuando el presidente [Saavedra] tuvo noticia que la comparsa del cuartel No. 3 preparaba una escena cuyo desenlace se anunciaría al público al grito de ¡viva la libertad!, ordenó al alcalde del cuartel que se omitiese esta exclamación, o que se dijese ¡viva la libertad civil!, como para excluir toda idea de independencia.”16 Si bien el testimonio fue narrado y publicado varios años después de los acontecimientos de 1811 y procede de un testigo fuertemente identificado con el grupo porteño centralista, pone a la vez en evidencia el hecho de que el curso de acción iniciado en 1810 estaba lejos de encarnar un proyecto independentista. Más allá de la presencia de grupos más radicales que alentaban esta alternativa –entre los que se encontraba Núñez-, la exigencia del presidente de la Junta de agregar el término “civil” al de “libertad” a secas refleja la prevención de la máxima autoridad frente a cualquier opción que implicara desviarse del camino autonomista emprendido un año antes. En este sentido, la celebración de las fiestas mayas de 1811 no hace más que confirmar las incertidumbres, ambigüedades y alternativas abiertas con la crisis. Las disputas en torno a los diversos niveles de autonomía, tanto frente a las autoridades sustitutas del rey como al interior de la jurisdicción virreinal, revelan que el consenso en torno a la fecha fundacional de un nuevo orden que proclamaba la “libertad” encerraba sentidos polivalentes. Tales polivalencias, que emergieron una y otra vez en el período aquí tratado, derivaban, en gran parte, de los desacuerdos existentes en torno a la naturaleza de los hechos de 1810. No obstante, el dato tal vez más relevante para nuestro tema -siguiendo las hipótesis de Fabio Wasserman- es que lo planteado por Rosas en los años ‟30 era, en realidad, una versión más contundente y provocativa de un consenso bastante extendido que lo precedía y que consideraba a los sucesos revolucionarios como producto de una combinación de azar y providencia –expresada en la descomposición del poder español- y en menor medida de incidencia de la voluntad y conciencia de los protagonistas. Tal combinación distinguía, según el autor, dos momentos del proceso: el primero signado por la crisis de la monarquía que habría dado lugar al sentido de oportunidad aprovechado por la elite local y el segundo marcado por la acción de quienes promovieron la libertad e independencia tras tres siglos de opresión. Este segundo momento tendría 16 Ignacio Núñez, Noticias históricas de la República Argentina, en Biblioteca de Mayo. Colección de obras y documentos para la historia argentina, Senado de la Nación, Buenos Aires, 1960, vol. I, p. 483. 9 como punto de llegada la declaración de la independencia en 1816, pero no se inscribía necesariamente en el punto de partida de 1810.17 El consenso aludido, dominante durante toda la primera mitad del siglo XIX, sufrió un giro significativo cuando Bartolomé Mitre dio forma definitiva a un relato histórico –por cierto muy exitoso- que colocó a la revolución como un “movimiento maduramente preparado”, protagonizado por una comunidad conciente de sus derechos y de sus propósitos y destinada a constituirse en una nación republicana y democrática. Mitre no sólo inscribía a la independencia de 1816 en el punto de partida abierto en 1810 sino aún más atrás, en tiempos coloniales, dándole especial relevancia a las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Al cerrar los capítulos dedicados al período 1806-1810 en su Historia de Belgrano, Mitre afirmaba: “Los sucesos que hemos narrado y los trabajos perseverantes de los patriotas en el sentido de la independencia y de la libertad, prueban que era un hecho que venía preparándose fatalmente, como la marea que sube impulsada por una fuerza invisible y misteriosa, obedeciendo a las eternas leyes de la atracción”18 Las fechas clave de la cronología propuesta por Mitre no eran novedosas. Lo nuevo, en realidad, fue el intento de imponer una interpretación hegemónica que tenía por marco el proceso de construcción del estado nación y que buscaba borrar las ambivalencias e incertidumbres experimentadas entre 1810 y 1816, desplazadas luego de la declaración de la independencia a las representaciones que los propios protagonistas elaboraron de ese pasado inmediato. Pero se quedó, sin embargo, el problema de las cronologías. La secuencia 1806-1808-1810-1816 representó siempre un arco complejo por todo lo que se ponía –y se pone- en juego al dar significado a cada una de esas fechas. Privilegiar 1806-1807 implicaba reforzar la imagen de una gesta heroica criolla a la vez que encendía las disputas entre la capital y el resto de los pueblos; detenerse en 1808 quitaba heroicidad a 1810 pero explicaba mejor las alternativas hasta 1816; colocar a 1810 como la fecha más emblemática permitía minimizar la dosis de contingencia que la hacía derivar de la crisis de 1808 pero devaluaba el acontecimiento que representaba la dimensión colectiva y deliberada de los pueblos al declarar la independencia. El listado de los sentidos que fueron adoptando las distintas periodizaciones podría continuar hasta el presente. Pero llegados a este punto, cabe preguntarse qué nos dicen los textos fundamentales para explorar estas cronologías. La pregunta inicial sobre el significado de las dos fechas patrias más emblemáticas nos remite, pues, a los textos canónicos en los que se apoyan: el Acta de instalación de la primera Junta Provisional del 25 de mayo de 1810 y el Acta de 17 Fabio Wasserman, véanse los capítulos 8, 9 y 10 de su obra ya citada. Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y la independencia Argentina, Buenos Aires, Estrada, 1947 (la 1º edición es de 1857 y la 4º y definitiva de 1887), tomo 1, p. 349. 18 10 Declaración de la Independencia de 1816. Pero como se verá más adelante, es oportuno explorar un tercer texto, más olvidado, para arrojar luz sobre ciertos silencios y sobre la disputa por la memoria hasta aquí reseñada. El “Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles, y motivado la declaración de su independencia”, publicado el 25 de octubre de 1817, completa el análisis de los textos seleccionados. La doble fidelidad El Acta del 25 de mayo de 1810 que consagró la formación de la primera Junta provisional nació en un contexto de gran agitación en Buenos Aires. Tal agitación había estado precedida por la crisis generada con las invasiones inglesas y, por supuesto, por la acefalía de 1808. La ocupación británica había dejado como legado la deposición del virrey Sobremonte por una junta de guerra que había asumido la forma de un cabildo abierto y el ascenso al cargo -en calidad de interino- por parte de Santiago de Liniers, héroe de la reconquista y defensa de la capital, consagrado tanto por la “aclamación popular” –según el testimonio del acta capitular- como por los nuevos criterios de reemplazo para dicho cargo impuesto en esos meses por la Corona. La crisis de 1808 tomó, pues, al virreinato en una situación de disputa entre los principales poderes coloniales: el virrey interino, el cabildo de la capital, la Audiencia de Buenos Aires y las autoridades de Montevideo. Frente a los acontecimientos peninsulares, las alternativas abiertas en el Río de la Plata se encuadraron en ese clima de disputa y de provisionalidad experimentado desde la deposición del virrey. La formación de una junta en Montevideo en septiembre de 1808 y el intento de formar una junta por parte del cabildo de Buenos Aires el 1 de enero de 1809 -declarándose ambas subalternas de la de Sevilla pero con la voluntad explícita de deponer al virrey Liniers- son claros ejemplos de esa disputa interna. Por otro lado, la alternativa carlotista que encontró apoyo en algunos grupos criollos, como asimismo la formación de juntas en Chuquisaca y La Paz en 1809, cuestionando estas últimas tanto la opción carlotista como la continuidad de Liniers al frente del virreinato, expresaban la complicada trama tejida en la región a partir de los hechos de Bayona. En todos los casos se ponían de manifiesto diversas opciones autonomistas que, sin cuestionar la lealtad al rey Fernando VII, mostraban distintas alternativas dentro del marco de la fidelidad monárquica y una temprana desconfianza –incluida las propias autoridades coloniales- hacia las autoridades sustitutas del rey en la península.19 19 Para un análisis más detallado de este proceso puede consultarse Marcela Ternavasio, Historia de la Argentina, 18061852, colección Biblioteca Básica de Historia, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009. 11 En ese escenario, la llegada de la noticia de la disolución de la Junta Central movilizó a los grupos criollos más involucrados en los asuntos públicos desde las invasiones inglesas – especialmente a las milicias nacidas de ese acontecimiento- desatando los hechos conocidos como la “semana de mayo”. El virrey Cisneros –que desde mediados de 1809 había reemplazado al interino virrey Liniers- se vio forzado a convocar a un cabildo abierto el 22 de mayo, al que fueron invitados por esquela 450 vecinos de la ciudad capital pero al que sólo asistieron poco más de 250. Entre los presentes se encontraban funcionarios, magistrados, sacerdotes, oficiales del ejército y milicias y vecinos distinguidos de la ciudad. Los participantes del cabildo abierto votaron ese día una decisión crucial: deponer al virrey de su cargo por haber caducado la autoridad que lo había designado. Por cierto que la votación no fue unánime: sesenta y nueve asistentes fueron partidarios de la permanencia del virrey, mientras que la gran mayoría apoyó la posición de poner fin a la autoridad virreinal.20 Además de deponer al virrey, ese 22 de mayo se decidió que el cabildo de la capital asumiera el mando como gobernador y que en tal calidad se encargara inmediatamente de formar una Junta de gobierno para tutelar los derechos del Rey Fernando VII. Al día siguiente, el cabildo hizo un intento de integrar a Cisneros en esa Junta, pese a lo acordado en el cabildo abierto. Se trataba, no obstante, de una inclusión sui-generis: se lo hizo abdicar previamente de su cargo para designarlo como presidente de la Junta sin la calidad de virrey. Tal resolución desató la “agitación popular” –según indican las actas del 24 de mayo- y la redefinición de la Junta formada el día anterior.21 Finalmente, el 25 de mayo, y como producto de un petitorio elevado por los sectores movilizados en la plaza mayor –liderado por el regimiento de Patricios- quedó conformada la primera Junta provisional de nueve miembros.22 El Acta de constitución de la junta establecía once artículos de los cuales se desprenden cuatro cuestiones básicas.23 La primera es que los miembros de la Junta debían prestar juramento comprometiéndose a “conservar la integridad de esta parte de los dominios de América a nuestro amado Soberano, el Sr. D. Fernando VII y sus legítimos sucesores”. La segunda es que al ser reconocidos “por depositarios de la autoridad superior del virreinato” y estar obligados a “observar 20 “Acta del Cabildo Abierto”, Buenos 22 de mayo de 1810”, en Biblioteca de Mayo. Colección de Obras y Documentos para la Historia Argentina, Tomo XVIII, Buenos Aires, Senado de la Nación, 1966, pp.16071-16092. 21 “Acuerdo del Cabildo”, 23 de mayo, “Acuerdo del Cabildo”, 24 de mayo, “Segundo Acuerdo del Cabildo”, 24 de mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16093-16101. 22 “Petición del pueblo elevada al Cabildo”, 25 de mayo de 1810, y “Acuerdo del Cabildo”, 25 de mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16103-16114. La Junta estuvo presidida por Cornelio Saavedra, a quien se le confirió el supremo mando militar; sus secretarios fueron Mariano Moreno y Juan José Paso, y el resto de los vocales Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti, Domingo Matheu y Juan Larrea. 23 “Segundo Acuerdo del Cabildo”, Buenos Aires 25 de mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp.1611516117. 12 puntualmente las leyes del reino”, quedaban limitados a conservar el orden vigente. Tal limitación se observa, además, en la estrecha dependencia bajo la cual permaneció la Junta respecto del cabildo de la capital al establecer el acta que, en caso de que los miembros de la Junta faltasen a sus deberes, aquél podía “proceder a la deposición con causa bastante y justificada, reasumiendo el Exmo. Cabildo, para este solo caso, la autoridad que le ha conferido el pueblo”. De esta manera se hacía explícito que el depositario de la soberanía vacante era el ayuntamiento capitalino y que a través de su conducto –dada la autoridad conferida por el pueblo- se le delegaba a la Junta tal depósito. La tercera cuestión es que el Acta estipulaba que los miembros de la Junta debían “quedar excluidos de ejercer el poder judiciario, el cual se refundirá en la Real Audiencia, a quien se pasarán todas las causas contenciosas que no sean de gobierno”. El artículo citado circunscribía las atribuciones de la Junta pero al mismo tiempo restringía a la Audiencia. Lo novedoso era que el alto tribunal ya no podría tratar los asuntos de gobierno como lo había hecho en el período precedente. Se le quitaba así a la Audiencia el poder de gobernar –atributo que ésta había utilizado recientemente en Buenos Aires en ocasión de las invasiones inglesas de 1806 y 1807- mientras la Junta debía limitarse en el ejercicio de la justicia en la medida en que sus miembros no asumían el carácter de magistrados. Finalmente, el cuarto punto a subrayar es que si bien el cabildo capitalino se erigía en el cuerpo a partir del cual emanaba la autoridad de la Junta. –siguiendo el poder jurisdiccional que le era propio, según la legalidad heredada-, había un reconocimiento implícito al principio de retroversión de la soberanía a los pueblos al establecerse en el acta que, sin pérdida de tiempo, se les encargase a los cabildos del resto del virreinato la convocatoria de “la parte principal y más sana del vecindario, para que, formado un Congreso de solos los que en aquella forma hubiesen sido llamados, elijan sus Representantes, y estos hayan de reunirse a la mayor brevedad en esta Capital para establecer la forma de gobierno que se considere más conveniente”.24 Tal reconocimiento, sin embargo, estaba acompañado por la siguiente cláusula: “instalada la Junta, se ha de publicar en el término de quince días una expedición de 500 hombres para auxiliar las provincias interiores del reino; la cual haya de marchar a la mayor brevedad”.25 La invitación, entonces, a elegir representantes a la Junta se inscribía en la clara voluntad de exigir a los pueblos una explícita obediencia a la nueva autoridad. Para ello, desde su sede en Buenos Aires, la Junta intentó transformar sus milicias en ejércitos destinados a garantizar la fidelidad de los territorios dependientes y con ellos se lanzó a conquistar su propio virreinato. El primer foco de resistencia a la Junta tuvo su epicentro en Córdoba y el mismo fue duramente reprimido en agosto de 1810, al 24 25 Ibidem. Ibidem. 13 ordenar aquélla pasar por las armas a sus responsables, entre los que se encontraba el gobernador intendente de la jurisdicción, Gutiérrez de la Concha, y el héroe de la reconquista, Santiago de Liniers. Un escarmiento ejemplar que no fue necesario repetir: la mayoría de las ciudades, luego de ciertos vaivenes y cavilaciones, fueron aceptando obedecer a la Junta. En las ciudades dependientes de la intendencia de Córdoba, los cabildos de San Luis y San Juan adhirieron al nuevo gobierno, mientras que en Mendoza dicha adhesión se consiguió con la llegada de refuerzos de Buenos Aires, frente a la oposición que en un principio exhibió el comandante de armas de la región. En la intendencia de Salta, el cabildo expresó inmediatamente su apoyo al nuevo orden mientras que el gobernador intendente, Nicolás Severo de Isasmendi, luego de reconocer a la Junta, se pronunció contra los “enemigos de la causa del rey”. Nuevamente fueron las fuerzas expedicionarias llegadas desde Buenos Aires las que volcaron la suerte a favor de la Junta. Las ciudades dependientes de Salta fueron adhiriendo en diversos momentos: mientras el cabildo de Jujuy prestó su obediencia luego de la derrota y reemplazo del gobernador intendente, los cabildos de Tucumán y Santiago del Estero lo hicieron antes de dicho reemplazo y Catamarca prestó su adhesión sin reticencias. En el litoral, las ciudades dependientes de Buenos Aires no tenían, como las otras, la autoridad intermedia del gobernador intendente, puesto que poco después de creado el virreinato, la autoridad del virrey reunió en sus manos la de la gobernación intendencia. La situación se presentó, así, menos problemática para Buenos Aires ya que Santa Fe, Corrientes y las Misiones manifestaron su inmediata lealtad, mientras que en Entre Ríos se complicó por la intervención de la flota realista de Montevideo. En todos los casos, lo fundamental era obtener el apoyo de los cabildos, en la medida en que el principio de retroversión de la soberanía a los pueblos involucraba directamente a los ayuntamientos como cuerpos representativos de esos pueblos. Los gobernadores intendentes, en cambio, eran delegados directos del monarca y en tal carácter fácilmente reemplazables en caso de no mostrase leales a los mandatos de la capital. De hecho así se hizo: Isasmendi fue reemplazado en Salta por Chiclana; en Córdoba, luego de la represión de los disidentes, fue designado Pueyrredón. En las jurisdicciones dependientes de Salta y Córdoba se reemplazaron muchos de los comandantes de armas por personajes leales al nuevo orden, mientras que en Misiones, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe se nombraron gobernadores militares en relevo de los tenientes gobernadores. Pero no en todas las jurisdicciones Buenos Aires lograría tener éxito. Fue precisamente en aquellas intendencias más lejanas y menos integradas a esa suerte de tardía invención que fue el virreinato del Río de la Plata donde se expresaron las mayores resistencias –Paraguay y el Alto Perú- y en la más cercana pero siempre conflictiva gobernación militar de la Banda Oriental. En la 14 provincia del Paraguay, un cabildo abierto celebrado el 24 de julio en Asunción reconoció al Consejo de Regencia. La expedición militar enviada allí al mando de Manuel Belgrano fue derrotada y la autonomía proclamada por Paraguay respecto de Buenos Aires se constituyó en un punto de no retorno. El Alto Perú, si bien fue liberado del dominio español por las fuerzas militares dirigidas desde Buenos Aires a fines de 1810, ese avance se revelaría efímero a muy corto andar. Y Montevideo, tradicional competidora comercial y política de Buenos Aires donde estaban apostadas las fuerzas navales españolas, constituyó durante varios años el foco realista más preocupante para el gobierno asentado en Buenos Aires. En el marco de ese inexorable avance militar se fueron desarrollando las elecciones para designar representantes a la Junta. Estas elecciones, realizadas en gran parte bajo el formato establecido para la elección de diputados a la Junta Central de 1809, se hicieron en cabildos abiertos –y por lo tanto en poblados que tenían la calidad de ciudad- con los vecinos más respetables convocados a tal efecto.26 Los diputados electos fueron llegando a Buenos Aires y en diciembre de 1810, ya todos reunidos, se reveló el primer conflicto abierto dentro del nuevo gobierno. El conflicto dejaba al desnudo las diferencias entre sus miembros respecto al rumbo que pretendían darle al curso de acción emprendido en mayo. Tales diferencias se expresaron en términos jurídicos: o los diputados electos en las ciudades se incorporaban en calidad de miembros de la Junta o con ellos se formaba un congreso constituyente. Pero lo que cabe destacar, vinculado al texto fundamental, es que ambas posiciones podían legitimarse y argumentarse a partir de las ambigüedades y contradicciones que presentaban el Acta del 25 de mayo y las circulares posteriores que convocaron a elegir diputados. La expresión “establecer forma de gobierno” que figuraba en la primera y la de elegir diputados para integrarse a la junta que figuraba en las segundas promovió no sólo una gran confusión producto de la incertidumbre jurídica vivida en aquella coyuntura y de la escasa o casi nula experiencia de los nuevos líderes políticos en asuntos de esta naturaleza- sino también la oportunidad de ser utilizadas ambas expresiones como instrumentos de disputa política entre dos grupos que, dentro de la Junta, habían comenzado ya a distinguirse.27 El secretario Mariano Moreno lideró uno de esos grupos y la posición de que los diputados debían formar un congreso destinado a dictar una constitución y a establecer una forma de gobierno. Por su parte, el presidente, Cornelio Saavedra, junto a los nueve representantes del interior, apoyaron la moción de formar una junta ampliada. La primera posición planteaba una estrategia 26 Marcela Ternavasio, La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1852. Buenos Aires, Siglo XXI, 2002. 27 "Circular de la Junta provisional gubernativa a los pueblos del Virreinato anunciándoles su instalación e invitándolos a enviar diputados vocales”, Buenos Aires 27 de mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16139-16141. 15 más radicalizada, en la medida en que un congreso destinado a dictar una constitución implicaba abandonar el simple depósito de la soberanía para transformar el orden vigente y abrir, en consecuencia, el camino a la emancipación definitiva. La segunda era más conservadora en el literal sentido del término: formar una junta de ciudades implicaba mantenerse dentro del orden jurídico hispánico, pero también dentro de la autonomía lograda en mayo de 1810 asumiendo el depósito de la soberanía del monarca, ahora en manos de un cuerpo que representaba ya no sólo a la capital sino al conjunto de ciudades que habían aceptado reasumir parte de esa soberanía. De manera que, en este caso, el término conservador no significaba sumisión a la metrópoli sino mantener un rumbo político prudente, muy atento a los acontecimientos de la península, pero a la vez renuente a participar del experimento constitucional que se llevaba a cabo en Cádiz. El triunfo en ese momento de la segunda postura, si bien no hizo torcer el rumbo del unánime rechazo a la experiencia gaditana, consolidó el consagrado en el Acta del 25 de mayo, cuando en el artículo undécimo se estipuló que a los diputados se los dotase de poderes e instrucciones “jurando en dicho poder no reconocer otro soberano que al Sr. D. Fernando VII y sus legítimos sucesores según el orden establecido por las leyes, y estar subordinado al gobierno que legítimamente les represente”. Una doble fidelidad se exigía entonces: al rey cautivo y a la nueva Junta con sede en Buenos Aires que lo representaba en su ausencia. Como sabemos, sobre la matriz de esta doble fidelidad inicial se desarrollaron las ambivalencias y disputas experimentadas por los actores entre 1810 y 1816, cuando navegaron entre la autonomía y la independencia. Disputas en las que no me voy a detener sino para decir que sus modulaciones se dieron al ritmo de sucesivos cambios de gobierno que exhibieron posiciones cambiantes respecto al vínculo con la península y de una guerra civil entre defensores y detractores del nuevo orden que gradualmente fue convirtiéndose en una guerra de independencia.28 Tal desplazamiento se advierte con la sanción de la carta gaditana, que mostró el rechazo de los liberales españoles a negociar un estatus de autonomía para América, y luego con la restauración monárquica que reveló la voluntad de la corona de regresar al sistema de coloniaje diseñado por las reformas borbónicas. En ese arco temporal, el enemigo fue asumiendo un rostro de mayor alteridad definiéndose cada vez más claramente un partido americano versus un partido español. 28 Sobre los avatares experimentados entre 1810 y 1816 en el Río de la Plata puede consultarse: Marcela Ternavasio, Gobernar la revolución. Poderes en disputa en el Río de la Plata, 1810-1816, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007. 16 La independencia y sus silencios En 1815, la situación se presentaba crítica para los rioplatenses. El avance de las fuerzas realistas en casi toda la América hispana insurgente parecía aplastante. Fernando VII volvía al trono con la firme voluntad de recuperar sus dominios y de castigar ya no sólo a las colonias rebeldes sino también a los diputados de las Cortes que habían sancionado la Constitución de 1812. Por otro lado, el ejército del norte prácticamente se autogobernaba con el apoyo de las provincias del Noroeste, el Alto Perú estaba definitivamente perdido y el norte quedaba bajo la defensa de Martín de Güemes. En ese escenario, el primer congreso constituyente reunido en el Río de la Plata entre 1813 y 1815 era disuelto por una revolución armada. Si bien dicho congreso representó en sus primeros tramos el momento más radical de la revolución iniciada en 1810, no alcanzó a declarar la independencia ni a dictar constitución alguna. Acusado de despótico y centralista, y en plena disputa armada con los grupos federales liderados por José Gervasio Artigas de la Banda Oriental, el gobierno directorial fue reemplazado por el Cabildo de Buenos Aires, el cual formó un gobierno provisorio que quedó a cargo de Álvarez Thomas como Director Supremo y de una Junta de Observación de cinco miembros. Dicha junta tenía el encargo de dictar un Estatuto Provisorio para reglar la conducta y facultades de las nuevas autoridades. El Estatuto estuvo listo a comienzos de mayo de 1815 y en él se asumió el compromiso de convocar a un nuevo congreso constituyente a realizarse en la ciudad de Tucumán. Tres novedades fundamentales estableció el estatuto bajo el cual se realizaron las elecciones de diputados al congreso de 1816. La primera fue, a diferencia de los reglamentos anteriores que habilitaban a votar sólo a las ciudades con cabildo y a sus vecinos, incorporar a la campaña en el régimen representativo. La segunda consistió en abandonar las jerarquías territoriales que fijaban el número de representantes según la calidad de ciudad –capital, cabecera o subalterna- para adoptar el principio que adecuaba el número de diputados de cada sección electoral a su cantidad de habitantes. La tercera innovó respecto de las calidades de electores y elegidos. Hasta esa fecha, no se disponía de estatutos que fijaran claramente tales calidades: a la condición de vecino se había sumado luego la de “hombre libre” y la de haber demostrado lealtad al nuevo orden, quedando indefinidas cuestiones clave como, por ejemplo, la edad mínima para acceder al sufragio. Las disposiciones del estatuto fijaron no sólo una edad mínima de 25 años y el requisito de que el votante “haya nacido y resida en el territorio del Estado", sino que además se excluía a los “domésticos asalariados” y a los que no tenían “propiedad u oficio lucrativo y útil al país".29 29 “Estatuto Provisorio de 1815”, en Estatutos, Reglamentos y Constituciones Argentinas (1811-1898), Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1956, pp. 33 y sgtes. 17 El congreso abrió sus sesiones el 24 de marzo de 1816. En él no estaban representadas todas las provincias pertenecientes al Virreinato del Río de la Plata creado en 1776. Las ausencias obedecieron a distintas razones: algunas provincias estaban dominadas por las fuerzas leales a la península (tales los casos de las ubicadas en el Alto Perú); otras, como las del litoral y la Banda Oriental, expresaban su disidencia frente a la política centralista que Buenos Aires había procurado imponer desde 1810; y Paraguay había iniciado un camino autónomo tanto respecto de la metrópoli como de los gobiernos revolucionarios instalados en la capital rioplatense. En el momento de apertura del congreso se hallaban en Tucumán los diputados por Buenos Aires (cinco), Tucumán (dos), San Luis (uno), Catamarca (dos), La Rioja (uno), Mendoza (dos), San Juan (dos), Charcas (dos), Chichas (uno), Córdoba (dos) y Mizque (uno). En sus primeros tramos, el congreso debió atender informes sobre disensiones internas en ciertas provincias, activadas tanto por la elección de diputados como por la situación bélica que se vivía, y hacerse cargo de asuntos menores que impedían a sus diputados dedicarse a debatir las cuestiones para las cuales habían sido llamados: definir el estatus jurídico del nuevo orden político y dictar una constitución. Finalmente, una comisión de tres miembros surgida del seno del congreso presentó una “Nota de las materias de primera y preferente atención para las discusiones y deliberaciones del Soberano Congreso” donde figuraba como prioritaria la declaración solemne de la independencia y del manifiesto de dicha declaración. Se estipulaba, además, la celebración de pactos generales con las provincias y pueblos de la unión preliminares a la constitución, la discusión de la forma de gobierno más conveniente, la elaboración de un proyecto de constitución y la necesidad de establecer un plan para sostener la guerra.30 El 9 de julio se procedió entonces a dar cumplimiento al primer objeto de la nota y se declaró la independencia por unanimidad de votos “sin discrepancia de uno solo”. En el Acta, luego de observarse que “era universal, constante y decidido el clamor del territorio entero por su emancipación solemne del poder despótico de los reyes de España”, los diputados declararon en nombre de los pueblos y como representantes de las Provincias Unidas de Sud América, “romper los violentos vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos que fueron despojadas, e investirse del alto carácter de una Nación libre e independiente del Rey Fernando VII sus sucesores y Metrópoli”.31 A los pocos días, el Acta de Declaración sufrió una modificación, al 30 El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 213-215. El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 216-217. El Acta de la declaración de independencia fue obra del diputado José Mariano Serrano, representante por Charcas. 31 18 elaborarse el Acta de Juramento y agregársele a ésta que la independencia se declaraba también frente “a toda otra dominación extranjera”32. El Acta de Juramento mereció una discusión considerable. En primer lugar surgió el interrogante de si las provincias debían jurar la independencia. Mientras algunos diputados consideraban innecesario este gesto, en la medida en que mediante el juramento de reconocimiento y obediencia al congreso efectuado previamente por las provincias quedaba implícita la obediencia a todas sus disposiciones, otros adujeron –exhibiendo la frágil situación del momento- que eran necesarias todas las exteriorizaciones posibles de adhesión a la independencia. Triunfó esta segunda posición, acordándose que el juramento debían hacerlo los propios miembros del congreso, todas las corporaciones civiles y eclesiásticas de cada provincia y que debía publicarse por la prensa y hacer imprimir 3000 ejemplares del acta de declaración de la independencia para “difundir en todos los puntos del país”. De esos 3000 ejemplares se estipuló que 1500 se imprimieran en castellano, 1000 en quichua y 500 en aymará.33 Cabe destacar que esta tarea de impresión no le demandaría al gobierno una gran inversión en papel, puesto que el Acta de julio era sumamente escueta. En realidad, de su texto es muy poco lo que puede decirse como es limitado lo que puede extraerse del debate dado que, al igual que las actas públicas de las sesiones del congreso de 1813-1815, las correspondientes al congreso que declaró la independencia han desaparecido. La principal fuente para acceder a los resúmenes comentados de dichas sesiones –que debieron exponerse en varios tomos manuscritos- es El Redactor del Congreso Nacional 1816-1819, publicación semanal redactada por fray Cayetano Rodríguez. En este contexto de escasez testimonial, el punto tal vez más relevante a destacar es el referido al vocablo utilizado para proclamar la nueva condición jurídica de la región. La grandilocuentre expresión Sud América, a la vez que mostraba la afirmación de una identidad americana alentada por las guerras de independencia, reflejaba las ambigüedades del momento y la profunda incertidumbre respecto a cuál sería la geografía que finalmente quedaría incluida en el nuevo orden político liderado desde Buenos Aires.34 En este sentido, aún cuando el congreso inició sus sesiones con una estrategia pacificadora al hacer jurar a sus diputados en nombre de “los pueblos” (y no de una “nación” única e indivisible como lo hizo el congreso precedente, desatando disidencias y conflictos que culminaron con su disolución en 1815), es preciso subrayar que el 32 El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 217-218. La modificación fue propuesta por el diputado Pedro Medrano, representante por Buenos Aires, y aprobada el 19 de julio de 1816. 33 El Redactor del Congreso Nacional, Sesión del 29 de julio de 1816, p. 239. 34 Cabe aclarar que la fórmula adoptada en el Acta de Independencia del 9 de julio de “Provincias Unidas de Sud América” fue modificada en el Acta de Juramento del 19 de julio por “Provincias Unidas en Sudamérica”. Véase Emilio Breda, Proclamación y jura de la independencia en Buenos Aires y las provincias, Buenos Aires, Casa Pardo, 1966. 19 incierto contorno que habría de adquirir la nueva entidad política proclamada en 1816 no dependía solamente del futuro derrotero de la guerra de independencia sino también de la capacidad de negociación de las elites para alcanzar un acuerdo estable bajo una forma de gobierno consensuada con las regiones disidentes que reclamaban sus derechos a la autonomía y autogobierno. A esa altura, la disputa entre posiciones centralistas y confederacionistas nacida poco después de 1810 había alcanzado su climax con el avance de las fuerzas artiguistas en el litoral. Ahora bien, dicho esto, ¿cuánto más se puede extraer de un acta tan concisa? Si la historiografía se ha detenido siempre más en el conflictivo contexto –externo e interno- en el que dicha declaración se produjo es, en gran parte, porque el texto no amerita mayores reflexiones. Pero si nos detenemos en algunos de sus silencios, tal vez podamos hacer algunas inferencias respecto de las polivalencias señaladas al comienzo. El silencio más llamativo es el referido a las razones que llevaron a la declaración de la independencia. El acta no expresa ninguna razón ni justificación de los motivos que condujeron a los congresales a romper definitivamente los vínculos con la Corona española. Un silencio que sólo puede naturalizarse desde las perspectivas canónicas que interpretaron a la independencia como el corolario inevitable de lo ocurrido en 1810 o atendiendo a la casi desesperante situación bélica y política en la que se encontraba sesionando ese congreso, prácticamente aislado en medio de los distintos frentes de batalla. La declaración se hacía entonces necesaria para transformar la guerra civil en una guerra reglada y deslegitimar así la calificación de insurgentes con la que las autoridades de la metrópoli habían condenado a los movimientos surgidos en 1810. José de San Martín tenía muy claro este propósito, cuando en abril de 1816, a cargo de la gobernación intendencia de Cuyo y en pleno proceso de formación del Ejército de los Andes, presionaba al congreso por intermedio del diputado por Mendoza, Godoy Cruz, a acelerar tal declaración: “Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté usted seguro que nadie nos auxiliará en tal situación”35. No obstante, cuando la declaración de la independencia se hizo efectiva, el mismo San Martín se mostró sorprendido por el silencio aludido: “Ha dado el Congreso el golpe magistral en la declaración de la independencia; sólo hubiera deseado que al mismo tiempo hubiera hecho una pequeña exposición de los justos motivos que tenemos los americanos para tal proceder”.36 Pero los justos motivos no aparecían en el lacónico 35 Carta de José de San Martín a T. Godoy Cruz, Mendoza 12 de abril de 1816, citada en Ricardo Caillet-Bois, “El directorio, las provincias de la Unión y el Congreso de Tucumán (1816-1819), en Ricardo Levene, Historia de la Nación Argentina, vol. 6, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, El Ateneo, 1962, p. 541. 36 José de San Martín, 16 de julio de 1816, ibidem, p. 541. 20 texto de julio, ni éste estaba acompañado de ningún manifiesto como había estipulado la “Nota” que los congresales aprobaron antes de la declaración. Si comparamos el Acta de 1816 con la extensa declaración de independencia del Congreso Continental de los Estados Unidos del 4 de julio de 1776, los contrastes no pueden ser mayores. El Acta de 1776 –como es de sobra conocido- comenzaba con una justificación de carácter doctrinario al invocar las leyes de la naturaleza y los derechos que de ellas se derivan: “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”. 37 Sólo después de haber presentado tales principios, el Acta de 1776 se detenía a enumerar el catálogo de hechos que, luego de “una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo”, dejaba demostrado “el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto” y, en consecuencia, el “derecho” y el “deber” de ese pueblo de “derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad”.38 En ese catálogo, como se ha siempre subrayado, figuraba en primer plano la negativa de la Corona británica a conceder representación a sus colonias. Si bien el doble registro en el que se inscribió el Acta de los Estados Unidos para justificar su ruptura con la metrópoli –el de los derechos y el de los hechos- es un tema que hoy sigue mereciendo atención y debate,39 no puede dejar de señalarse que ese doble registro estuvo prácticamente ausente –o escasamente presente- en las distintas actas de independencia de las revoluciones hispanoamericanas. Una salvedad a esta última afirmación es la primera declaración de independencia de Venezuela. Tal vez por ser pionera en asumir la posición más radical en Hispanoamérica (o por la siempre destacada “influencia” que en ella habría jugado la declaración de las colonias del norte de 1776) , el Acta de Independencia de la Confederación Americana de Venezuela del 5 de julio de 1811 incluyó una dilatada explicitación de las razones que llevaron a los pueblos firmantes a erigirse en “Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de 37 “Declaración de independencia de los Estados Unidos de América”, 4 de julio de 1776. Ibidem. 39 Véase al respecto la ponencia presentada en este coloquio por Pauline Maier, “Political Independence, Cultural Continuity: the American Declaration of Independence in a Britsh Context”. 38 21 toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeren sus apoderados o representantes”.40 No obstante, a diferencia del Acta de los Estados Unidos, tales razones se concentraron -y comenzaron a ser enunciadas- dentro del registro de los hechos y no de los derechos. Así lo exponían los constituyentes venezolanos en el primer párrafo al declarar que deseaban “patentizar al universo las razones que han emanado de estos mismos acontecimientos y autorizan el libre uso que vamos a hacer de nuestra soberanía”, aclarando a continuación que “no queremos, sin embargo, empezar alegando los derechos que tiene todo país conquistado, para recuperar su estado de propiedad e independencia”. Los acontecimientos se enumeran en orden cronológico. Si la formación de la primera junta provisional del 19 de abril de 1810 constituyó el punto de partida, es preciso destacar que la misma fue presentada como una “consecuencia de la jornada de Bayona y la ocupación del trono sin nuestro consentimiento”. Las abdicaciones de Bayona eran consideradas ilegítimas, no por la acción de Napoleón sino por la renuncia a la Corona por parte de los Borbones, quienes “abandonando el territorio español, contra la voluntad de los pueblos, faltaron, despreciaron y hollaron el deber sagrado que contrajeron con los españoles de ambos mundos, cuando, con su sangre y sus tesoros, los colocaron en el trono a despechos de la Casa de Austria”. Proseguía el acta destacando que las autoridades sustitutas del rey humillaron a los americanos, fieles a ellas, al adjudicar una representación mayoritaria a la península y al declarar luego rebeldes e insurrectos a quienes, siguiendo el ejemplo de España, formaron sus propias juntas leales al monarca cautivo, para añadir que las Cortes de Cádiz no hicieron más que disponer “arbitrariamente de nuestros intereses bajo el influjo y la fuerza de nuestros enemigos”. Una vez establecidos los hechos que condujeron a permanecer por “tres años en una indecisión y ambigüedad política”, el Acta venezolana se cierra con la invocación al “uso de los imprescriptibles derechos que tienen los pueblos para destruir todo pacto, convenio o asociación que no llenan los fines para que fueron instituidos los gobiernos” y al deber de “proveer a nuestra conservación, seguridad y felicidad, variando esencialmente todas las formas de nuestra anterior constitución”.41 Más allá de que en el caso venezolano la relación entre principios y orden acontecimental esté invertido respecto del norteamericano, es oportuno subrayar la presencia de ambos registros, aún cuando el segundo predomine sobre el primero. En el Acta de Independencia de las Provincias Unidas de Sud América no aparece, en cambio, justificación alguna, tal como se lamentaba San Martín. No sólo eso; hubo que esperar más de quince meses para que los constituyentes cumplieran 40 “Acta de independencia de Venezuela”, 5 de julio de 1811, en Pensamiento político de la emancipación (1790-1825), Biblioteca de Ayacucho, Barcelona, 1985, pp. 105-109. 41 Ibidem. 22 con lo estipulado en la “Nota” que jerarquizaba las materias a tratar por el congreso y se decidieran a publicar el “Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles, y motivado la declaración de su independencia”. Este documento representa entonces un texto fundamental no sólo porque viene a llenar el silencio del Acta que declaró la independencia, sino también por el orden argumental en el que se inscribe y por lo que tiene para decirnos respecto de las tensiones y ambivalencias que habrían de heredar los contemporáneos en sus intentos de construcción de una memoria en torno a la revolución y la independencia. Una tardía justificación El congreso constituyente reunido en Tucumán, una vez declarada la independencia debió plantearse las dificultades derivadas de su lejanía del centro de poder porteño hasta decidirse su traslado a Buenos Aires en marzo de 1817. El desafío era ahora organizar y fijar una forma de gobierno y los mecanismos que habrían de materializar los principios en los que se fundaba la nueva lengua constitucional. La futura constitución, además de adoptar una forma de gobierno monárquica o republicana, centralista o federal, debía seleccionar y especificar mecanismos representativos y de distribución del poder, tanto a nivel funcional como territorial.42 La prensa periódica se hizo eco de los debates desarrollados en el congreso, plagándose sus páginas de polémicas en torno a los modelos constitucionales. Entre tales modelos, el de Cádiz, aunque considerado por muchos en diversos aspectos, no podía ser invocado por su propio nombre sin correr el riesgo de ser denostado públicamente. La primera experiencia liberal española había quedado como símbolo del despotismo de la península. Una imagen apenas atenuada luego del absolutismo instaurado por Fernando VII a su regreso al trono. Las experiencias desarrolladas en Estados Unidos, Inglaterra y Francia, fueron reinterpretadas a la luz de la restauración monárquica y del nuevo clima político que impregnó al congreso reunido entre 1816 y 1819. En ese clima, por cierto más conservador que el dominante en el congreso precedente, las alternativas monárquicas alcanzaron consenso entre muchos congresistas, postulándose incluso la posibilidad de instaurar una monarquía constitucional bajo la dinastía de los incas y sus legítimos sucesores. Pero más allá del 42 Los debates alrededor de la forma de gobierno han sido ampliamente tratados por la historiografìa, como asimismo las vicisitudes sufridas por la Constitución sancionada en 1819, de carácter centralista y de existencia efímera. La derrota del gobierno directorial en enero de 1820 frente a las fuerzas federales del litoral terminó de sellar el fracaso del congreso y del Directorio y la muerte del ensayo constitucional de 1819. Véase Noemí Goldman “El concepto de „Constitución‟ en el Río de la Plata (1750-1850)”, en Javier Fernández Sebastián y Noemí Goldman (eds), Dossier El léxico de la política: el laboratorio conceptual iberoamericano, 1750-1850, Araucaria, nº 17, 1º semestre de 2007; Rubén Darío Salas, Lenguaje, Estado y Poder en el Río de la Plata (1816-1827. Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1998. 23 formato monárquico o republicano, el mayor dilema que afectaba la discusión sobre la forma de gobierno era definir la distribución del poder en su dimensión territorial. En ese contexto, en el que las disputas en torno a la forma de gobierno se libraban tanto en el plano retórico como en el de las armas –a la guerra contra los ejércitos realistas se sumaba la guerra entre defensores y enemigos de un orden centralizado con base en la capital-, los diputados se dispusieron a elaborar el tardío Manifiesto antes citado en el que se expresaron las justificaciones que llevaron a la declaración de la independencia.43 Sobre la autoría del Manifiesto –que abandonó la más ambiciosa expresión de Provincias Unidas de Sud América para regresar a la utilizada entre 1810 y 1816 de Provincias Unidas del Río de la Plata- se ha discutido si quienes lo firmaban –Pedro Ignacio de Castro Barros y José Eugenio de Elías, presidente y secretario del congreso en esa fechafueron sus verdaderos redactores, o si fue factura de los diputados Antonio Saénz o José Mariano Serrano (autor del acta de independencia).44 Más allá de los fragmentarios testimonios que abonan las distintas hipótesis, lo cierto es que el asunto fue objeto de debate en el interior del congreso si nos atenemos a los dichos de fray Cayetano Rodríguez (encargado de El Redactor del Congreso) en una carta enviada al obispo Molina, fechada el 10 de diciembre de 1817: “El manifiesto de la independencia se trabajó por Medrano; lo presentó aquí y se despreció. Es porque el estilo era práctico y demasiado sublime. Se mandó hacer otro a Paso y también se reprobó con frente serena, porque dicen que había hecho un papel jurídico y no un manifiesto… y luego sale Saénz con el suyo de puros hechos, y algunos falsos, y ni un derecho que abone nuestra causa; pero éste se aprueba, porque audaces fortuna juvat. Es el que corre; para mi y otros indecentes. Pero silenctium menú mihi et tibi etiam”. 45 El testimonio de Rodríguez es relevante no sólo por revelar las dificultades para alcanzar un consenso en el seno del congreso, sino por señalar el registro en el que se mantuvo el orden argumental del Manifiesto –los “puros hechos”- y la ausencia a la invocación de “derechos” que abonaran la causa independentista. Dicho registro era enunciado en el segundo párrafo del Manifiesto: 43 “Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles, y motivado la declaración de su independencia”, Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1817. 44 Victor Tau Anzoátegui, “Notas sobre la revolución por la independencia en el Río de la Plata y su justificación ante las demás naciones”, en Academia Nacional de la Historia, Tercer Congreso internacional de Historia de América, Buenos Aires, 1961; Enrique de Gandía, “El Manifiesto a las Naciones del Congreso General Constituyente, Boletín Americanista, nº 7-9, 1961. 45 Citado en E. de Gandía, p. 103. La cursiva es nuestra. 24 “Prescindimos de investigaciones acerca del derecho de conquista, de concesiones pontificias, y de otros títulos, en que los españoles han apoyado su dominación: no necesitamos acudir a unos principios, que pudieran suscitar contestaciones problemáticas y hacer revivir cuestiones, que han tenido defensores por una y otra parte. Nosotros apelamos a los hechos, que forman un contraste lastimoso de nuestro sufrimiento con la opresión y sevicia de los españoles”.46 El punto de partida marca una notable diferencia con los ejemplos antes citados de Estados Unidos y Venezuela. En el caso venezolano, además, al Acta de declaración de independencia se le sumó pocos días después (30 de julio de 1811) el “Manifiesto al mundo de la Confederación de Venezuela” cuya redacción es atribuida a Juan Germán Roscio. Aunque el documento de Roscio no es objeto de estas reflexiones, es oportuno subrayar que en ese extenso texto los argumentos seguían en gran parte los delineados en el Acta del 5 de julio y que se incluía una larga disquisición en torno a los “justos títulos” que se iniciaba con la siguiente frase: “Que la América no pertenece al territorio español es un principio de derecho natural y una ley de derecho positivo”.47 El primer vocablo, en cambio, que invocaba el Manifiesto rioplatense era el “honor”. En lugar de apelar a leyes de la naturaleza o a derechos imprescriptibles, los constituyentes organizaron el texto sobre la matriz del “honor ultrajado” por haber sido acusados de “rebelión” por el gobierno español. Sobre la demostración de la injusticia de tal acusación se montó la justificación de la independencia, a la que se la presentaba como producto de las circunstancias y como el “único partido que quedaba”. En esa matriz, la denuncia de tres siglos de dominación apuntaba a destacar que las crueldades, destrucción, explotación, degradación y exclusivismo (según los términos utilizados en el texto) no habían conducido a los americanos a rebelarse, como ocurrió en otras regiones dominadas. Los ejemplos de Holanda, Portugal y Estados Unidos eran citados con miras a reforzar el anterior argumento: “hemos dado el ejemplo singular de haber sido pacientes entre tanta degradación, permaneciendo obedientes”. Esta obediencia había sido plenamente demostrada durante la Guerra de Sucesión, “una ocasión oportuna para redimirse de tantas vejaciones”, y a posteriori del cambio de dinastía, cuando los americanos fueron perdiendo las esperanzas de “suavizar” y “moderar” el sistema imperante. La denuncia de que, en ese sistema, los americanos carecían de representación es tal vez el tópico más cercano al registro de los derechos, aunque expuesto dentro del orden de los hechos: 46 “Manifiesto…”. “Manifiesto al mundo de la Confederación de Venezuela”, 30 de julio de 1811, en Pensamiento político de la emancipación (1790-1825), Biblioteca de Ayacucho, Barcelona, 1985, pp. 110-118 47 25 “Nosotros no teníamos influencia alguna directa ni indirecta en nuestra legislación: ella se formaba en España, sin que se nos concediese el derecho de enviar procuradores para asistir a su formación, y representar lo conveniente como los tenían las Ciudades de España. Nosotros no la teníamos tampoco en los gobiernos, que podían templar mucho el rigor de la ejecución.”48 A la descripción de un orden colonial que, pese a sus injusticias, exhibió la “paciencia” de los americanos al mantener incólume su lealtad a la metrópoli, le sucede una narración mucho más detallada de los acontecimientos ocurridos a partir de 1806 en la capital del virreinato. Las invasiones inglesas constituyen un tópico central en el texto, no sólo porque marcan el momento de inflexión entre el largo plazo y la corta duración, sino por las representaciones que emanan de ellas. El abandono de la metrópoli aparece aquí en primer plano, reforzado por la figura de un virrey (Sobremonte) caracterizado por su “imbecilidad e impericia” y, en contraste, por la defensa local de los dominios españoles. El triunfo de las armas protagonizado por milicias locales, formadas al calor de la ocupación británica, era presentado en el texto como una ocasión que había brindado “la fortuna” para separarse de España y como un hecho que exhibía la deliberada decisión de seguir siendo leales a la Corona. Los constituyentes señalaron que la victoria frente a los ingleses les había dado la esperanza de que “se mudaría los principios de la Corte”. Esperanzas rápidamente desvanecidas al comprobar que “la América continuó regida con la misma tirantez”. La crisis de 1808 se inscribía, entonces, en el marco de las agitaciones y frustraciones desatadas por las invasiones inglesas. Las abdicaciones de Bayona no eran interpretadas como ilegítimas por las razones aducidas por los venezolanos en su Acta de 1811, sino por la usurpación de Napoleón. Se sigue en este punto la línea argumental de la revolución española, a la que el Manifiesto ilustraba como una agitación civil, con la plebe amotinada, en la que se “levantaban gobiernos” que “titulándose Supremo cada uno se consideraba con derecho para mandar soberanamente a las Américas”. Pese a tal desgobierno, el virreinato había permanecido fiel a la Junta Central hasta que su disolución y la formación de una Regencia les hizo temer quedar “envueltos en las mismas desgracias de la metrópoli”. La denuncia de españoles traidores que se habían “pasado a los Franceses” los hacía dudar del nuevo gobierno de la Regencia y los impulsó a “tomar a nuestro cargo el cuidado de nuestra seguridad, mientras adquiríamos mejores conocimientos del estado de España”. De manera que la formación de la Junta de mayo de 1810 era exhibida como “puramente provisoria”, frente a la “orfandad” y “dispersión” del gobierno, a “imitación de las de España” y “a 48 Ibidem. 26 nombre del cautivo Rey Fernando” a quien se le rindió los “sellos indelebles de fidelidad y amor”. La imagen del rey “amado” contrastaba, entonces, con la “ferocidad” de las autoridades sustitutas que declararon “rebeldes” a sus fieles vasallos. Tal contraposición buscaba hacer evidente el argumento inicial del “honor ultrajado”. Un ultraje que ya no derivaba de 300 años de despotismo sino de la actitud engañosa de las autoridades que habían declarado “a la América parte integrante de la Monarquía” y se negaban a aceptar su nuevo estatus e incluso la mediación británica interpuesta en esa coyuntura. La consecuencia de tal actitud fue la guerra, entendida claramente en el texto como “guerra civil”: “Ellos procuraron desde entonces dividirnos por cuantos medios han estado a sus alcances, para hacernos exterminar mutuamente. Nos han suscitado calumnias atroces atribuyéndonos designios de destruir nuestra sagrada Religión, abolir toda moralidad, y establecer la licenciosidad de costumbres. Nos hacen una guerra religiosa, maquinando de mil modos la turbación y alarma de conciencias, haciendo dar decretos de censuras eclesiásticas á los Obispos Españoles, publicar excomuniones, y sembrar por medio de algunos confesores ignorantes doctrinas fanáticas en el tribunal de la penitencia. Con estas discordias religiosas han dividido las familias entre sí; han hecho desafectos a los padres con los hijos; han roto los dulces vínculos que unen al marido con la esposa: han sembrado rencores, y odios implacables entre los hermanos más queridos, y han pretendido poner toda la naturaleza en discordia”.49 Las autoridades españolas –no los americanos- eran los iniciadores y culpables de una guerra fraticida –no de independencia- y de haber aplicado todas las crueldades y violado el derecho de gentes. Los cuatro años que mediaron entre la formación de la primera junta en 1810 (fecha que nunca fue calificada en el texto como el inicio de una revolución) y la restauración monárquica aparecían inscriptos en un detallado relato de la guerra y sus injusticias. Ni una palabra sobre los gobiernos que se sucedieron en el Río de la Plata en ese período ni sobre las Cortes de Cádiz. Antes bien, el brusco salto que el documento exhibe entre el relato de la guerra y la restitución al trono de Fernando VII parece erigirse en un instrumento retórico destinado a subrayar tanto una inflexión como una continuidad. La inflexión estaba referida a la supuesta esperanza de los criollos de que el amado rey vendría a poner “término a tantos desastres”; la continuidad estaba marcada, en cambio, por la repetición de la actitud precedente de declarar “amotinados” a los americanos. En esa repetición se advertía, sin embargo, una transformación substancial: la guerra civil devendría ahora en guerra reglada al obstinarse el rey en “levantar grandes armamentos” y “transportar a estos países ejércitos numerosos”. 49 Ibidem. 27 En el marco de ese escenario –más bélico que político y más contingente que ajustado a derechos- los constituyentes concluyeron su Manifiesto declarando que la independencia fue “el único partido que quedaba” y que “impelidos por los españoles y su rey nos hemos constituido independientes”. En suma, no sólo la independencia no estaba inscripta en los acontecimientos de mayo de 1810 sino que además podría haber sido absolutamente evitable de haber mediado una actitud diferente de parte de los españoles. Conclusión La exposición publicada en 1817 estaba, por cierto, en las antípodas de las versiones canónicas sobre la revolución y la independencia consagradas por Bartolomé Mitre en la segunda mitad del siglo XIX y vigentes en gran parte del siglo XX. Tal vez por esta razón, la historiografía tradicional mantuvo un prudente silencio respecto del Manifiesto aquí analizado. Enrique de Gandía destacó dicho silencio en 1961, cuando al examinar el texto de 1817 se formuló la siguiente pregunta: “¿Por qué nunca se ha analizado a fondo este manifiesto?”. Si bien las repuestas que ofrece Gandía están impregnadas de un encendido posicionamiento ideológico prohispanista, no dejan de exhibir una cierta dosis de revisionismo al reconocer que “los historiadores han mantenido oculta o en silencio la palabra de los hombres que declararon la independencia porque sus verdades no coincidían con sus teorías”. 50 Es decir, no coincidían con la versión más heroica de un plan maduro preconcebido de independencia, dirigido por agentes concientes y destinados a la conquista de la libertad y la democracia. Sin embargo, según el análisis realizado al comienzo de estas páginas, el Manifiesto expresa una gran sintonía con las interpretaciones más extendidas de la primera mitad del siglo XIX. Las resignificaciones, apropiaciones y variantes que revelan las disputas por la memoria de la revolución y la independencia en ese período se asientan en una matriz común que, como destaca Wasserman, consideraba a los sucesos revolucionarios como producto de una combinación de azar y providencia y en menor medida de incidencia de la voluntad y conciencia de los protagonistas.51 De manera que sobre el silencio historiográfico subrayado por Gandía se solapa el silencio de los propios protagonistas del proceso histórico al diferir durante más de un año la publicación del Manifiesto destinado a justificar la declaración de la independencia y al no inscribir en una semántica de los derechos los cambios ocurridos sino en una lógica historicista jalonada por acontecimientos pasibles de ser valorados de maneras muy variadas. 50 51 Enrique de Gandía, “Manifiesto…”. Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis. 28 Como sabemos, los silencios pueden ser interpretados como acciones pasivas, pero también como producto de gestos activos y deliberados.52 En este sentido, si bien todo hace sospechar que los textos fundamentales aquí considerados presentan una combinación de ambos silencios, resulta difícil determinar en qué dosis se dio tal combinación y cuáles fueron las razones que condujeron a seleccionar determinados argumentos en detrimento de otros. De cualquier manera, lo que estos textos dejan en evidencia –como muchos otros expuestos en este coloquio- son dos cuestiones que habría que seguir explorando. La primera es que la declaración de independencia de los Estados Unidos de 1776 no se erigió –como se ha afirmado recientemente-53 en un “modelo” de declaraciones posteriores sino más bien en el punto de partida de una experiencia política que fue más valorada –al menos para el caso rioplatense- como ejemplo exitoso de organización constitucional que como gramática destinada a legitimar la nueva condición jurídica alcanzada en 1816.54 La segunda es que las revoluciones hispanoamericanas expresan en sus múltiples textos fundamentales los laberintos que debieron transitar los actores para conquistar la libertad política. Una vocación de conquista que no estaba inscripta en los orígenes pero que sin embargo fue el punto de llegada. Desde esta perspectiva, si regresamos a la pregunta inicial de estas páginas en torno al significado de cada una de las dos celebraciones patrias de la actual República Argentina, queda claro que la incomodidad para responderla estaba ya presente entre los propios protagonistas del proceso, cuando esa república aún no existía, y que la disputa por la memoria de las celebraciones es un dato común a casi todos los países de la región, según revelan estudios recientes. Si comparamos, por ejemplo, el caso rioplatense con el de Centroamérica, desarrollado por Jordana Dym, es oportuno advertir que detrás de una única fecha patria para celebrar la independencia de los estados centroamericanos (el 15 de septiembre de 1821) se esconden problemas similares a los exhibidos en el Río de la Plata, con sus dos fechas celebratorias. 55 Los conflictos en torno al sujeto de imputación de la soberanía muestran la compleja herencia de las reformas borbónicas en ambas regiones –al crear un nuevo mapa político que dejó conflictos jurisdiccionales irresueltos- y la presencia de distintas revoluciones e independencias en el interior de esas nuevas criaturas a partir de la crisis monárquica. Por otro lado, si contrastamos el Río de la Plata con el caso mexicano, las 52 Véase al respecto de Cecilia Méndez, “Memorias Ausentes: guerra interna, formación del estado e imaginario nacional. El Perú en perspectiva comparada”, ponencia presentada en el 21st International Congress of Historical Sciences, Amsterdam University, 22 al 28 de agosto de 2010. 53 David Armitage, The Declaration of Independence: a Global History, Cambridge, Harvard University Press, 2007. 54 Sobre las percepciones de la experiencia norteamericana en el Río de la Plata puede consultarse: Marcela Ternavasio, “Division of powers & divided sovereignty: the US experience in the River Plate periodical press during independence”, Seminar of Atlantic History: Soundings. Harvard University, del 8 al 13 de agosto de 2005. 55 Jordana Dym, “Declarando independencia: la evolución de la independencia centroamericana, 1821-1864”. 29 oscilaciones en la construcción de la memoria en torno a las dos fechas patrias argentinas (1810 y 1816) y las que presenta México (al celebrar el “grito de Hidalgo” de 1810 y el acta de independencia de 1821) reflejan problemas comunes, aún cuando en el primer caso se trata de dos fechas triunfantes, por cuanto el nuevo orden erigido en la capital virreinal en 1810 no habría sido nunca desbancado por fuerzas que respondieran a la metrópoli, mientras que en el segundo sólo la fecha de 1821 sería triunfante, si es que en México puede admitirse tal calificación.56 Sin duda que los ejemplos podrían continuar en pos de una reflexión comparativa a escala continental que articule las disputas por la memoria con los debates historiográficos actuales en torno a las cronologías de las revoluciones e independencias. Un esfuerzo que venimos realizando pero que aún resulta incompleto. No obstante, la constatación de que existe más de un texto fundamental para explicar los procesos de emancipación de las cambiantes jurisdicciones hispanoamericanas a lo largo del siglo XIX refleja lo que tienen de común y diverso a la vez dichos procesos. Descubrir los circuitos de esa diversidad, sin dejarnos tentar por la vocación de excepcionalidad, es entonces un desafío pendiente que nos involucra no sólo como especialistas sino también como parte interesada en el debate público abierto por los múltiples y prolongados bicentenarios. 56 Véanse Verónica Zárate Toscazo, “La conformación de un calendario festivo en Mèxico en el siglo XIX”, en Erika Pani y Alkicia Salmerón (coord), Conceptualizar lo que se ve. François Xavier Guerra historiador. Homenaje, México, Instituto Mora, 2004; Antonio Annino y Rafael Rojas, La independencia. Serie Herramientas para la Historia, México, Fondo de Cultura Económica/CIDE, 2008.