PONENCIA INDEPENDENCIA MÉXICO

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Coloquio:
Declarando independencias: Textos fundamentales.
Los laberintos de la libertad.
Revolución e independencias en el Río de la Plata.
Marcela Ternavasio1
"A medida, amigo querido, que avanzo en el estudio de los monumentos de
nuestra Revolución se hace más espeso el círculo de dudas que me ciñe; dudas,
Jan Ma., que no es posible satisfacer estudiando los documentos públicos y que
sería preciso aclarar escudriñando correspondencias íntimas u oyendo relaciones
sinceras de los hombres de aquella época, porque realmente son de inmensa
trascendencia, si ha de escribirse con probidad y con deseo de ser útil. ¿Creerá V.
que la más grave y más oscura de esas dudas es acerca de las verdaderas
intenciones de la Primera Junta revolucionaria? Hablo del cuerpo, no de un
hombre. ¿La Junta del 25 de Mayo empezó a marchar determinada a emancipar el
país de la tutela peninsular o siguió solamente al principio un impulso igual al que
había movido a las Provincias españolas y a Montevideo mismo año y medio
antes? Amarguísima duda es ésta; pero he de llegar a aclararla. Y resuelta por el
primer estremo en el sentido más honroso ¡cuántas imprudencias no se cometieron!".
Florencio Varela a Juan María Gutiérrez, Río de Janeiro, 24 de agosto de 18412
En la escuela argentina circuló siempre una pregunta incómoda que los maestros no lograban
(y aún hoy no logran) responder con certeza: ¿por qué existen en el país dos celebraciones patrias –
el 25 de mayo y el 9 de julio- y qué es lo que distingue a una festividad de la otra? La primera parte
del interrogante es, por lo general, fácilmente resuelto: los educadores –y cualquier persona
medianamente culta- saben que la celebración del 25 de mayo conmemora la formación de la
primera Junta de gobierno provisional creada en Buenos Aires en 1810 y que la del 9 de julio evoca
la firma del Acta de Independencia por parte de los diputados constituyentes reunidos en la ciudad
de Tucumán en 1816. Pero el problema se presenta en el segundo enunciado de la pregunta:
responder cuáles son los significados que distinguen a ambas efemérides resulta más dificultoso
porque, como sabemos, se trata de un proceso histórico complejo que todavía hoy despierta
encendidos debates entre especialistas del tema.
Deshilvanar la dificultad que impide dar una respuesta rápida a esta pregunta es uno de los
objetivos de la presente ponencia. Un objetivo que puede parecer irrelevante si se considera la
1
Universidad Nacional de Rosario- CONICET.
Citado en Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis. Conocimiento histórico y representaciones del pasado en el Río de
la Plata (1830-1860), Buenos Aires, Teseo, 2008. La cursiva es del original.
2
2
significativa revisión historiográfica que sobre los procesos de independencia se produjo en las dos
últimas décadas.3 La existencia de un consenso bastante extendido en torno a ciertos presupuestos –
tales como que en el origen de las revoluciones no estaban necesariamente inscriptas las
independencias o que las mismas no fueron producto de un espíritu nacional en ciernes ni de
proyectos maduros de estados naciones modernos- relegaría a las reflexiones que siguen a un
ejercicio banal o redundante. Si el supuesto es que los historiadores estamos trabajando con nuevas
hipótesis en torno a la naturaleza de los procesos desatados en 1808, la dificultad para responder a
la pregunta inicial estaría resuelta, al menos para los especialistas, persistiendo sólo entre el resto de
los mortales, atrapados por las redes de una construcción ideológica muy exitosa que, sin duda, los
respectivos gobiernos y medios de comunicación masivos se encargan de reproducir. Pero todos
sabemos que esto es parcialmente cierto. Aquella incomodidad persiste y subtiende todavía el
debate entre los historiadores, aún cuando nos hayamos despojado de las matrices nacionalistas y
estatalistas que forjaron los discursos e interpretaciones canónicas sobre las independencias. Tal
situación, que por otro lado no es patrimonio de la historia argentina sino de la mayor parte de los
países hispanoamericanos, deriva de los complicados caminos trazados por los actores en el marco
de la crisis de la monarquía y de los no menos intrincados laberintos construidos entre historia y
memoria a lo largo de casi dos siglos.
Regresar, entonces, sobre los textos fundamentales de las independencias nos coloca frente a
un desafío inquietante porque obliga a repensar dichos textos a escala continental y a la luz de los
nuevos debates historiográficos. Mirados desde ese prisma, se ponen en evidencia distintas
variantes revolucionarias dentro del tronco común hispánico y diversos tipos de independencias,
desatadas tanto en España como en América. Tal como este encuentro deja exhibido, en las diversas
publicaciones de las actas fundacionales de los estados naciones hispanoamericanos no existe, por
3
Dado que sería imposible citar aquí los aportes realizados en esta tarea de revisión, sólo destaco algunas de las
contribuciones más relevantes sabiendo que quedan fuera de esta nota autores y trabajos muy valiosos: Tulio Halperín
Donghi, Revolución y Guerra, Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, México, Siglo XXI, 1972; Id.,
Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850, Madrid, Alianza, 1985; José Carlos Chiaramonte, Ciudades,
provincias, estados: orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Tomo 1 de la colección Biblioteca del Pensamiento
Argentino, Buenos Aires, Ariel, 1997; Id., Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las
independencias, Buenos Aires, Sudamericana, 2004;François X. Guerra, Modernidad e Independencias. Ensayos sobre
las revoluciones hispánicas. Madrid, MAPFRE, 1992; Antonio Annino, Luis Castro Leiva, François X. Guerra, De los
Imperios a las Naciones. Iberoamérica, Zaragoza, IberCaja, 1994; Antonio Annino, (coord), Historia de las elecciones
en Iberoamérica, siglo XIX, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1995; Jaime Rodríguez O, La independencia
de la América española, México, FCE, 1996; Id. (coord), Revolución, independencia y las nuevas naciones de América,
Madrid, MAPFRE, 2005; Manuel Chust, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz, Valencia, Fundación
Instituto Historia Social, 1999; Id., Manuel Chust (coord), Doceañismos, constituciones e independencias. La
constitución de 1812 y América, Madrid, Fundación Mapfre, 2006; José M. Portillo Valdés, Crisis Atlántica. Autonomía
e independencia en la crisis de la monarquía hispana, Madrid, Marcial Pons, 2006; Alfredo Ávila, En nombre de la
Nación. La formación del gobierno representativo en México, México, Taurus-CIDE, 2002.
3
lo general, un acta en singular que pueda constituirse, en cada caso, en un punto de partida único e
indiscutible del proceso de emancipación. A diferencia de los Estados Unidos de Norteamérica,
donde el Acta de Independencia de 1776 representa un punto de partida irrebatible, en los países de
la región vemos desfilar más de un documento fundamental.
Para el caso rioplatense, las variaciones señaladas son elocuentes. En primer lugar, porque del
virreinato del Río de la Plata surgieron varias décadas después cuatro estados naciones: Argentina,
Bolivia, Uruguay y Paraguay. En segundo lugar, porque las actas de independencia de cada uno de
estos estados fueron producto de situaciones muy diferentes. La Argentina, tal como se conformó en
la segunda mitad del siglo XIX, no tuvo stricto sensu un acta de independencia, puesto que la del 9
de julio de 1816 declaró independientes a las Provincias Unidas de Sud América. Bolivia lo hizo el
6 de agosto de 1825 en nombre de las provincias del Alto Perú, para ofrendar tributo en su posterior
denominación oficial a quien consideraron el protagonista de una independencia que se alcanzaba
no sólo frente a España sino también frente a su anterior dependencia de Buenos Aires. En
Uruguay, la primera declaración formal de la independencia es de 1825 y estuvo destinada a
declarar la emancipación del Imperio del Brasil y la unión a las Provincias Unidas del Río de la
Plata. Sólo tres años después, y producto del tratado de paz que puso fin a la guerra entre las
provincias rioplatenses y Brasil, se creó la República Oriental del Uruguay. En Paraguay, si bien el
acta de declaración de la independencia es muy tardía –data de 1842- y se elaboró en una coyuntura
de conflicto con la Confederación Argentina dominada por la figura de Juan Manuel de Rosas, los
mismos diputados paraguayos reunidos aquel año reconocían al suscribir el acta que “nuestra
emancipación e independencia es un hecho solemne e incontestable en el espacio de más de treinta
años” y “que durante este largo tiempo y desde que la República del Paraguay se segregó con sus
esfuerzos de la metrópoli española para siempre; también del mismo modo se separó de hecho de
todo poder extranjero”.4 Cabe destacar que, en el horizonte mental de aquellos diputados, dentro de
la categoría de “poder extranjero” se incluían no sólo las potencias europeas sino también el
gobierno nacido en 1810 con sede en Buenos Aires. Si a esta diversidad de independencias le
agregamos las que surgieron dentro de las unidades recién mencionadas –donde el caso
emblemático lo representa el territorio que conformó luego la República Argentina, dividido entre
1820 y 1853 en provincias autónomas reunidas bajo un laxo vínculo confederal- el cuadro de
situación es, por lo menos, rico en vicisitudes y mutaciones.
4
“Acta de independencia del Paraguay”, 27 de noviembre de 1842, Álbum Gráfico de la República del Paraguay 18111911, Arsenio López Decoud.
4
De todas las variaciones posibles de ser analizadas me detendré en la tensión que desde el
comienzo se expresó entre revolución e independencia y en algunas derivas de esta tensión en el
Río de la Plata. El destino de los textos fundamentales es, pues, el punto de partida de las siguientes
reflexiones mientras que su contexto de producción y las gramáticas políticas en las que se
inscribieron el punto de llegada. En el arco trazado entre la producción y el uso de los textos
considerados fundacionales se filtra aquella recomendación de Florencio Varela –citada en el
epígrafe- de que no es posible satisfacer el “círculo de dudas” estudiando solamente “los
documentos públicos”. Pero a la vez es preciso tomar distancia de su entusiasta optimismo cuando
consideraba que “escudriñando correspondencias íntimas u oyendo relaciones sinceras de los
hombres de aquella época” se aclararían todos los problemas. Entre las intenciones de los actores, lo
que éstos explicitan –tanto en documentos públicos como privados- y sus lógicas de acción existe,
como sabemos, un camino mucho más laberíntico del que Varela suponía. No obstante, la confesión
hecha a su amigo Juan María Gutiérrez dejaba al desnudo las ambivalencias heredadas de un
proceso histórico que se resistía a ser interpretado con fórmulas definitivas.
La disputa por la memoria
Desde 1816 hasta nuestros días, la doble celebración cívica del 25 de mayo y del 9 de julio
pasó por muy diversas vicisitudes. Sólo me referiré a algunas de ellas, ocurridas durante la primera
mitad del siglo XIX, para mostrar las más tempranas representaciones configuradas en torno a la
memoria de la revolución y de la independencia. En sus respectivas investigaciones, Fabio
Wasserman y María Lía Munilla Lacasa han destacado desde diferentes registros de análisis el
significativo viraje que en los años ‟30 del siglo XIX imprimió Juan Manuel de Rosas a dichas
celebraciones, al privilegiar las fiestas julias5 de la independencia en detrimento de la tradición
festiva, consolidada en la década de 1820, que centraba su fuerza en el mito de la revolución de
mayo.6 Wasserman analiza, entre otros documentos, la Arenga pronunciada por Rosas para los
festejos del 25 de mayo de 1836, en la que el gobernador de Buenos Aires expresaba lo siguiente:
"¡Qué grande, Señores, y qué plausible deber ser para todo Argentino este día
consagrado por la nación para festejar el primer acto de Soberanía popular que ejerció
este gran pueblo en Mayo el célebre año de 1810! -¡Y cuán glorioso es para los hijos de
Buenos Aires, haber sido los primeros en levantar la voz con un orden y con una
5
Desde aquellos tempranos años se denominaron “fiestas julias” a las que conmemoraban la independencia del 9 de
julio de 1816 y “fiestas mayas” a las destinadas a celebrar la revolución de mayo de 1810.
6
Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis; María Lía Munilla, Celebrar y Gobernar: un estudio de las fiestas cívicas en
Buenos Aires, 1810-1835. Tesis Doctoral, Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 2010.
5
dignidad sin ejemplo! -No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente
constituidas, sino para suplir la falta de las que, acéfala la Nación, habían caducado de
hecho y de derecho. -No para sublevarnos contra nuestro Soberano, sino para
conservarle la posesión de su autoridad de la que había sido despojado por un acto de
perfidia. -No para romper los vínculos que nos ligaba a los Españoles sino para
fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos a disposición de auxiliarlos con
mejor éxito en su desgracia. -No para introducir la anarquía sino para preservarnos de
ella, y no ser arrastrados al abismo en que se hallaba sumida la España.- Estos, Señores,
fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo abierto celebrado en esta
ciudad el 22 de Mayo de 1810, cuyo acto debería grabarse en láminas de oro para honra
y gloria eterna del Pueblo Porteño...pero ah!...¡Quién lo hubiera creído! -Un acto tan
heroico de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y de fidelidad a la
Nación Española y a su desgraciado Monarca; un acto que ejercido en otros pueblos de
España con menos dignidad y nobleza, mereció los mayores elogios, fue interpretado en
nosotros malignamente como una rebelión disfrazada por los mismos que debieron
haber agotado su admiración y gratitud para responderlo dignamente-.”7
A la luz de los nuevos aportes historiográficos bien se podría concluir que Rosas proponía una
interpretación de mayo de 1810 en clave revisionista. Casi todos los componentes que los nuevos
estudios han proporcionado para afirmar que las independencias no estaban inscriptas en el origen
de los movimientos desatados por la crisis monárquica están presentes en la cita precedente. La
alusión al papel fundamental que jugó la acefalía de la corona, a que la acción iniciada en 1810 no
estuvo destinada a romper con España sino a auxiliarla y a evitar la anarquía, a que se trató de un
gesto de fidelidad al rey y no de una “rebelión disfrazada” (palabras que evocaban la imagen de la
“máscara de Fernando VII”), se completa con un cuarto componente en el siguiente pasaje:
“Y he aquí, Señores, otra circunstancia que realza sobremanera la gloria del pueblo
Argentino, pues que ofendidos con tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos de
muerte por el Gobierno Español, perseveramos siete años en aquella noble resolución
hasta que cansados de sufrir males sobre males, sin esperanza de ver el fin; y
profundamente conmovidos del triste espectáculo que presentaba esta tierra de
bendición anegada en nuestra sangre inocente con ferocidad indecible por quienes
debían economizarla aun mas que la suya propia, nos pusimos en manos de la Divina
Providencia, y confiando en su infinita bondad y justicia, tomamos el único partido que
nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres independientes de los Reyes de
España y de toda otra dominación extranjera-. El Cielo, Señores, oyó nuestras súplicasEl Cielo premió aquel constante amor al orden establecido, que había excitado hasta
entonces nuestro valor, avivado nuestra lealtad, y fortalecido nuestra fidelidad para no
separarnos de la dependencia de los Reyes de España, a pesar de la negra ingratitud con
que estaba empeñada la Corte de Madrid en asolar nuestro país.”8
7
8
Gaceta Mercantil, n° 7653, Buenos.Aires., 24 de mayo de 1849.
Ibidem.
6
En la perspectiva de Rosas, la independencia de 1816 fue el camino obligado al que las
autoridades de la península precipitaron a los criollos, al negarse aquéllas a aceptar la nueva
condición de fidelidad propuesta por los americanos y al dejarles a éstos el único camino de la
guerra. Tal interpretación, cristalizada en la Arenga de 1836, se convirtió en versión oficial durante
el largo período en el que Rosas prolongó su hegemonía en la Confederación. Apoyada por la
pluma de Pedro de Angelis, principal publicista del rosismo y encargado de publicar en noviembre
de 1836 su célebre Colección de Documentos -donde dio a luz, por primera vez, las Actas del
Cabildo de Buenos Aires del mes de mayo de 1810- la versión oficial se consolidó a través de la
celebración de las fiestas cívicas.9
Según revelan los estudios de María Lía Munilla Lacasa, Rosas fue desplazando la centralidad
de las fiestas mayas hacia las fiestas julias desde su primera gobernación (1829-1832), al desactivar
gradualmente las celebraciones conmemorativas de la revolución y exaltar a través de nuevas
prácticas simbólicas las correspondientes al 9 de julio.10 Estos virajes se inscribían, sin dudas, en
claros objetivos políticos. Rosas podía así recuperar el legado de la revolución y reencausarlo hacia
su obsesión por la defensa del orden.11 El lema que había acuñado el congreso constituyente de
1816 era, precisamente, “fin a la revolución, principio al orden”.12
Pero no es solamente la
vocación autoritaria del régimen la que explica los desplazamientos señalados, sino también la
sofisticada reelaboración simbólica que Rosas supo hacer de esa temprana disputa por la memoria
de la revolución y de la independencia. Al privilegiar la segunda sobre la primera, se enfatizaba la
gesta colectiva de todos los pueblos que, a esa altura, formaban la Confederación, se exaltaba la
figura de Rosas como líder indiscutido de esa laxa unidad confederal y se despojaba a Buenos Aires
del protagonismo que le otorgaban las fiestas mayas al ser en la capital virreinal donde la revolución
había nacido. Con esta última operación, el régimen rosista no pretendía restarle poder a Buenos
Aires en el contexto interprovincial –base, por otro lado, de su maquinaria política y económicasino despegarse de la tradición festiva precedente, que había convertido a las fiestas mayas en
protagonistas casi exclusivas de la gesta por la libertad. De esta manera Rosas lograba diferenciarse
de sus enemigos declarados, los unitarios.
9
Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis, p. 190.
María Lía Munilla Lacasa, “Celebrar en Buenos Aires: Zucchi y el arte efímero festivo”, en M. L. Munilla Lacasa y
F. Aliata, (comps), Carlo Zucchi y el Neoclasicismo en el Río de la Plata, Buenos Aires, Eudeba, 1998.
11
Véase Jorge Myers, Orden y Virtud. El discurso republicano en el régimen rosista, Universidad Nacional de
Quilmes, 1995; Ricardo Salvatore, Wandering Paysanos, State Order and Subaltern Experience in Buenos Aires during
the Rosas Era, Duke University Press, 2003.
12
“Decreto del Soberano Congreso Constituyente”, El Redactor del Congreso Nacional, sesión del 3 de agosto de 1816,
en Emilio Ravignani, Asambleas Constituyentes argentinas, tomo 1:1813-1833, Buenos Aires, Instituto de
Investigaciones Históricas de la facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1937, p. 242.
10
7
De hecho, las fiestas mayas habían alcanzado su apoteosis en la década de 1820, durante la
experiencia rivadaviana, cuando el poder central había literalmente desaparecido y las provincias se
erigieron en sujetos soberanos autónomos.13 Las celebraciones que conmemoraron la revolución en
la ex capital virreinal durante ese período exaltaron, más que nunca, la centralidad y el
protagonismo de Buenos Aires en el proceso desatado en 1810 en detrimento del resto de las
provincias.14 Las tensiones que esta imagen generó en los territorios provinciales, relegados a ser
actores secundarios de una trama que consideraban compartida, se expresaron muy tempranamente,
incluso antes de la declaración de la independencia. En la primera celebración de la revolución
realizada en Buenos Aires el 25 de mayo de 1811 se pueden observar las dos dimensiones más
relevantes de esas tensiones: la que enfrentó a la capital con el resto de las ciudades y la que
vinculaba a los pueblos rioplatenses con la metrópoli.
El affaire que, analizado en detalle por Munilla Lacasa, rodeó a la erección de la Pirámide
de Mayo en la Plaza de la Victoria (primera manifestación artístico-conmemorativa de la nueva era,
construida especialmente para aquella festividad de 1811) revela el conflicto entre el cabildo de la
capital y la Junta Grande, formada por una mayoría de representantes de las ciudades del interior.15
En esa oportunidad, el cabildo de Buenos Aires dispuso que en las cuatro caras de la pirámide
aparecieran inscripciones alusivas a los hechos de mayo pero también a los ocurridos en 1806 y
1807, cuando los habitantes de la capital protagonizaron la reconquista y defensa de la ciudad frente
a las invasiones británicas. La Junta Grande interpuso su reclamo para que sólo figuraran leyendas
referidas a 1810, ya que las de 1806 y 1807 aludían exclusivamente a la capital. En esta temprana
disputa, Buenos Aires comenzó a representarse como actor principal de una gesta que, para los
porteños, hundía sus raíces en las heroicas jornadas de expulsión de los ingleses. El episodio
culminó con la decisión de limitar la decoración a una sola inscripción: “25 de mayo de 1810”.
El carácter neutro de la leyenda exhibe, además, la segunda tensión señalada. La ambigua
situación jurídica quedó reflejada en la dificultad por nominar oficialmente el cambio ocurrido en
esa fecha. Ignacio Núñez, en aquellos días alcalde de barrio del cuartel nº 3 de la ciudad de Buenos
Aires, ponía de manifiesto dicha dificultad:
13
Por “experiencia rivadaviana” se entiende el ensayo político desplegado en Buenos Aires entre 1821 y 1824, cuando
Bernardino Rivadavia ocupó el cargo de Ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires. En 1825 Rivadavia fue
designado presidente de las Provincias Unidas por el tercer congreso constituyente dominado por el partido unitario,
propulsor de una organización política centralizada.
14
Además de los trabajos citados de María Lía Munilla Lacasa, véase para este tema Fernando Aliata, La ciudad
regular. Arquitectura, programas e instituciones en el Buenos Aires posrevolucionario, 1821-1835. Buenos Aires,
Universidad Nacional de Quilmes, 2006.
15
María Lía Munilla Lacasa, “Siglo XIX: 1810-1870”, en José Emilio Burucúa (Dir), Arte, Sociedad y Política, Nueva
Historia Argentina, Arte, Vol. 1, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.
8
“Esta gran fiesta hubiera producido inmensos beneficios para la paz interior, si el gobierno
de diputados [de la Junta Grande] lo hubiera deseado, o hubiera tenido habilidad para
conducirse: en ella no se habían permitido los vivas a la libertad, y los mueras a la tiranía,
que habían subrogado a la exclamación de viva el Rey. Cuando el presidente [Saavedra]
tuvo noticia que la comparsa del cuartel No. 3 preparaba una escena cuyo desenlace se
anunciaría al público al grito de ¡viva la libertad!, ordenó al alcalde del cuartel que se
omitiese esta exclamación, o que se dijese ¡viva la libertad civil!, como para excluir toda
idea de independencia.”16
Si bien el testimonio fue narrado y publicado varios años después de los acontecimientos de
1811 y procede de un testigo fuertemente identificado con el grupo porteño centralista, pone a la
vez en evidencia el hecho de que el curso de acción iniciado en 1810 estaba lejos de encarnar un
proyecto independentista. Más allá de la presencia de grupos más radicales que alentaban esta
alternativa –entre los que se encontraba Núñez-, la exigencia del presidente de la Junta de agregar
el término “civil” al de “libertad” a secas refleja la prevención de la máxima autoridad frente a
cualquier opción que implicara desviarse del camino autonomista emprendido un año antes. En este
sentido, la celebración de las fiestas mayas de 1811 no hace más que confirmar las incertidumbres,
ambigüedades y alternativas abiertas con la crisis. Las disputas en torno a los diversos niveles de
autonomía, tanto frente a las autoridades sustitutas del rey como al interior de la jurisdicción
virreinal, revelan que el consenso en torno a la fecha fundacional de un nuevo orden que
proclamaba la “libertad” encerraba sentidos polivalentes.
Tales polivalencias, que emergieron una y otra vez en el período aquí tratado, derivaban, en
gran parte, de los desacuerdos existentes en torno a la naturaleza de los hechos de 1810. No
obstante, el dato tal vez más relevante para nuestro tema -siguiendo las hipótesis de Fabio
Wasserman- es que lo planteado por Rosas en los años ‟30 era, en realidad, una versión más
contundente y provocativa de un consenso bastante extendido que lo precedía y que consideraba a
los sucesos revolucionarios como producto de una combinación de azar y providencia –expresada
en la descomposición del poder español- y en menor medida de incidencia de la voluntad y
conciencia de los protagonistas. Tal combinación distinguía, según el autor, dos momentos del
proceso: el primero signado por la crisis de la monarquía que habría dado lugar al sentido de
oportunidad aprovechado por la elite local y el segundo marcado por la acción de quienes
promovieron la libertad e independencia tras tres siglos de opresión. Este segundo momento tendría
16
Ignacio Núñez, Noticias históricas de la República Argentina, en Biblioteca de Mayo. Colección de obras y documentos
para la historia argentina, Senado de la Nación, Buenos Aires, 1960, vol. I, p. 483.
9
como punto de llegada la declaración de la independencia en 1816, pero no se inscribía
necesariamente en el punto de partida de 1810.17
El consenso aludido, dominante durante toda la primera mitad del siglo XIX, sufrió un giro
significativo cuando Bartolomé Mitre dio forma definitiva a un relato histórico –por cierto muy
exitoso- que colocó a la revolución como un “movimiento maduramente preparado”, protagonizado
por una comunidad conciente de sus derechos y de sus propósitos y destinada a constituirse en una
nación republicana y democrática. Mitre no sólo inscribía a la independencia de 1816 en el punto de
partida abierto en 1810 sino aún más atrás, en tiempos coloniales, dándole especial relevancia a las
invasiones inglesas de 1806 y 1807. Al cerrar los capítulos dedicados al período 1806-1810 en su
Historia de Belgrano, Mitre afirmaba: “Los sucesos que hemos narrado y los trabajos perseverantes
de los patriotas en el sentido de la independencia y de la libertad, prueban que era un hecho que
venía preparándose fatalmente, como la marea que sube impulsada por una fuerza invisible y
misteriosa, obedeciendo a las eternas leyes de la atracción”18
Las fechas clave de la cronología propuesta por Mitre no eran novedosas. Lo nuevo, en
realidad, fue el intento de imponer una interpretación hegemónica que tenía por marco el proceso
de construcción del estado nación y que buscaba borrar las ambivalencias e incertidumbres
experimentadas entre 1810 y 1816, desplazadas luego de la declaración de la independencia a las
representaciones que los propios protagonistas elaboraron de ese pasado inmediato. Pero se quedó,
sin embargo, el problema de las cronologías. La secuencia 1806-1808-1810-1816 representó
siempre un arco complejo por todo lo que se ponía –y se pone- en juego al dar significado a cada
una de esas fechas. Privilegiar 1806-1807 implicaba reforzar la imagen de una gesta heroica criolla
a la vez que encendía las disputas entre la capital y el resto de los pueblos; detenerse en 1808
quitaba heroicidad a 1810 pero explicaba mejor las alternativas hasta 1816; colocar a 1810 como la
fecha más emblemática permitía minimizar la dosis de contingencia que la hacía derivar de la crisis
de 1808 pero devaluaba el acontecimiento que representaba la dimensión colectiva y deliberada de
los pueblos al declarar la independencia.
El listado de los sentidos que fueron adoptando las distintas periodizaciones podría continuar
hasta el presente. Pero llegados a este punto, cabe preguntarse qué nos dicen los textos
fundamentales para explorar estas cronologías. La pregunta inicial sobre el significado de las dos
fechas patrias más emblemáticas nos remite, pues, a los textos canónicos en los que se apoyan: el
Acta de instalación de la primera Junta Provisional del 25 de mayo de 1810 y el Acta de
17
Fabio Wasserman, véanse los capítulos 8, 9 y 10 de su obra ya citada.
Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y la independencia Argentina, Buenos Aires, Estrada, 1947 (la 1º edición es
de 1857 y la 4º y definitiva de 1887), tomo 1, p. 349.
18
10
Declaración de la Independencia de 1816. Pero como se verá más adelante, es oportuno explorar un
tercer texto, más olvidado, para arrojar luz sobre ciertos silencios y sobre la disputa por la memoria
hasta aquí reseñada. El “Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de
las provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los
españoles, y motivado la declaración de su independencia”, publicado el 25 de octubre de 1817,
completa el análisis de los textos seleccionados.
La doble fidelidad
El Acta del 25 de mayo de 1810 que consagró la formación de la primera Junta provisional
nació en un contexto de gran agitación en Buenos Aires. Tal agitación había estado precedida por la
crisis generada con las invasiones inglesas y, por supuesto, por la acefalía de 1808. La ocupación
británica había dejado como legado la deposición del virrey Sobremonte por una junta de guerra
que había asumido la forma de un cabildo abierto y el ascenso al cargo -en calidad de interino- por
parte de Santiago de Liniers, héroe de la reconquista y defensa de la capital, consagrado tanto por la
“aclamación popular” –según el testimonio del acta capitular- como por los nuevos criterios de
reemplazo para dicho cargo impuesto en esos meses por la Corona. La crisis de 1808 tomó, pues, al
virreinato en una situación de disputa entre los principales poderes coloniales: el virrey interino, el
cabildo de la capital, la Audiencia de Buenos Aires y las autoridades de Montevideo. Frente a los
acontecimientos peninsulares, las alternativas abiertas en el Río de la Plata se encuadraron en ese
clima de disputa y de provisionalidad experimentado desde la deposición del virrey. La formación
de una junta en Montevideo en septiembre de 1808 y el intento de formar una junta por parte del
cabildo de Buenos Aires el 1 de enero de 1809 -declarándose ambas subalternas de la de Sevilla
pero con la voluntad explícita de deponer al virrey Liniers- son claros ejemplos de esa disputa
interna. Por otro lado, la alternativa carlotista que encontró apoyo en algunos grupos criollos, como
asimismo la formación de juntas en Chuquisaca y La Paz en 1809, cuestionando estas últimas tanto
la opción carlotista como la continuidad de Liniers al frente del virreinato, expresaban la
complicada trama tejida en la región a partir de los hechos de Bayona. En todos los casos se ponían
de manifiesto diversas opciones autonomistas que, sin cuestionar la lealtad al rey Fernando VII,
mostraban distintas alternativas dentro del marco de la fidelidad monárquica y una temprana
desconfianza –incluida las propias autoridades coloniales- hacia las autoridades sustitutas del rey en
la península.19
19
Para un análisis más detallado de este proceso puede consultarse Marcela Ternavasio, Historia de la Argentina, 18061852, colección Biblioteca Básica de Historia, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.
11
En ese escenario, la llegada de la noticia de la disolución de la Junta Central movilizó a los
grupos criollos más involucrados en los asuntos públicos desde las invasiones inglesas –
especialmente a las milicias nacidas de ese acontecimiento- desatando los hechos conocidos como
la “semana de mayo”. El virrey Cisneros –que desde mediados de 1809 había reemplazado al
interino virrey Liniers- se vio forzado a convocar a un cabildo abierto el 22 de mayo, al que fueron
invitados por esquela 450 vecinos de la ciudad capital pero al que sólo asistieron poco más de 250.
Entre los presentes se encontraban funcionarios, magistrados, sacerdotes, oficiales del ejército y
milicias y vecinos distinguidos de la ciudad. Los participantes del cabildo abierto votaron ese día
una decisión crucial: deponer al virrey de su cargo por haber caducado la autoridad que lo había
designado. Por cierto que la votación no fue unánime: sesenta y nueve asistentes fueron partidarios
de la permanencia del virrey, mientras que la gran mayoría apoyó la posición de poner fin a la
autoridad virreinal.20
Además de deponer al virrey, ese 22 de mayo se decidió que el cabildo de la capital
asumiera el mando como gobernador y que en tal calidad se encargara inmediatamente de formar
una Junta de gobierno para tutelar los derechos del Rey Fernando VII. Al día siguiente, el cabildo
hizo un intento de integrar a Cisneros en esa Junta, pese a lo acordado en el cabildo abierto. Se
trataba, no obstante, de una inclusión sui-generis: se lo hizo abdicar previamente de su cargo para
designarlo como presidente de la Junta sin la calidad de virrey. Tal resolución desató la “agitación
popular” –según indican las actas del 24 de mayo- y la redefinición de la Junta formada el día
anterior.21 Finalmente, el 25 de mayo, y como producto de un petitorio elevado por los sectores
movilizados en la plaza mayor –liderado por el regimiento de Patricios- quedó conformada la
primera Junta provisional de nueve miembros.22
El Acta de constitución de la junta establecía once artículos de los cuales se desprenden cuatro
cuestiones básicas.23 La primera es que los miembros de la Junta debían prestar juramento
comprometiéndose a “conservar la integridad de esta parte de los dominios de América a nuestro
amado Soberano, el Sr. D. Fernando VII y sus legítimos sucesores”. La segunda es que al ser
reconocidos “por depositarios de la autoridad superior del virreinato” y estar obligados a “observar
20
“Acta del Cabildo Abierto”, Buenos 22 de mayo de 1810”, en Biblioteca de Mayo. Colección de Obras y
Documentos para la Historia Argentina, Tomo XVIII, Buenos Aires, Senado de la Nación, 1966, pp.16071-16092.
21
“Acuerdo del Cabildo”, 23 de mayo, “Acuerdo del Cabildo”, 24 de mayo, “Segundo Acuerdo del Cabildo”, 24 de
mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16093-16101.
22
“Petición del pueblo elevada al Cabildo”, 25 de mayo de 1810, y “Acuerdo del Cabildo”, 25 de mayo de 1810, en
Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16103-16114. La Junta estuvo presidida por Cornelio Saavedra, a quien se le
confirió el supremo mando militar; sus secretarios fueron Mariano Moreno y Juan José Paso, y el resto de los vocales
Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti, Domingo Matheu y Juan Larrea.
23
“Segundo Acuerdo del Cabildo”, Buenos Aires 25 de mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp.1611516117.
12
puntualmente las leyes del reino”, quedaban limitados a conservar el orden vigente. Tal limitación
se observa, además, en la estrecha dependencia bajo la cual permaneció la Junta respecto del
cabildo de la capital al establecer el acta que, en caso de que los miembros de la Junta faltasen a sus
deberes, aquél podía “proceder a la deposición con causa bastante y justificada, reasumiendo el
Exmo. Cabildo, para este solo caso, la autoridad que le ha conferido el pueblo”. De esta manera se
hacía explícito que el depositario de la soberanía vacante era el ayuntamiento capitalino y que a
través de su conducto –dada la autoridad conferida por el pueblo- se le delegaba a la Junta tal
depósito. La tercera cuestión es que el Acta estipulaba que los miembros de la Junta debían “quedar
excluidos de ejercer el poder judiciario, el cual se refundirá en la Real Audiencia, a quien se pasarán
todas las causas contenciosas que no sean de gobierno”. El artículo citado circunscribía las
atribuciones de la Junta pero al mismo tiempo restringía a la Audiencia. Lo novedoso era que el alto
tribunal ya no podría tratar los asuntos de gobierno como lo había hecho en el período precedente.
Se le quitaba así a la Audiencia el poder de gobernar –atributo que ésta había utilizado
recientemente en Buenos Aires en ocasión de las invasiones inglesas de 1806 y 1807- mientras la
Junta debía limitarse en el ejercicio de la justicia en la medida en que sus miembros no asumían el
carácter de magistrados. Finalmente, el cuarto punto a subrayar es que si bien el cabildo capitalino
se erigía en el cuerpo a partir del cual emanaba la autoridad de la Junta. –siguiendo el poder
jurisdiccional que le era propio, según la legalidad heredada-, había un reconocimiento implícito al
principio de retroversión de la soberanía a los pueblos al establecerse en el acta que, sin pérdida de
tiempo, se les encargase a los cabildos del resto del virreinato la convocatoria de “la parte principal
y más sana del vecindario, para que, formado un Congreso de solos los que en aquella forma
hubiesen sido llamados, elijan sus Representantes, y estos hayan de reunirse a la mayor brevedad en
esta Capital para establecer la forma de gobierno que se considere más conveniente”.24
Tal reconocimiento, sin embargo, estaba acompañado por la siguiente cláusula: “instalada la
Junta, se ha de publicar en el término de quince días una expedición de 500 hombres para auxiliar
las provincias interiores del reino; la cual haya de marchar a la mayor brevedad”.25 La invitación,
entonces, a elegir representantes a la Junta se inscribía en la clara voluntad de exigir a los pueblos
una explícita obediencia a la nueva autoridad. Para ello, desde su sede en Buenos Aires, la Junta
intentó transformar sus milicias en ejércitos destinados a garantizar la fidelidad de los territorios
dependientes y con ellos se lanzó a conquistar su propio virreinato. El primer foco de resistencia a
la Junta tuvo su epicentro en Córdoba y el mismo fue duramente reprimido en agosto de 1810, al
24
25
Ibidem.
Ibidem.
13
ordenar aquélla pasar por las armas a sus responsables, entre los que se encontraba el gobernador
intendente de la jurisdicción, Gutiérrez de la Concha, y el héroe de la reconquista, Santiago de
Liniers. Un escarmiento ejemplar que no fue necesario repetir: la mayoría de las ciudades, luego de
ciertos vaivenes y cavilaciones, fueron aceptando obedecer a la Junta.
En las ciudades dependientes de la intendencia de Córdoba, los cabildos de San Luis y San
Juan adhirieron al nuevo gobierno, mientras que en Mendoza dicha adhesión se consiguió con la
llegada de refuerzos de Buenos Aires, frente a la oposición que en un principio exhibió el
comandante de armas de la región. En la intendencia de Salta, el cabildo expresó inmediatamente su
apoyo al nuevo orden mientras que el gobernador intendente, Nicolás Severo de Isasmendi, luego
de reconocer a la Junta, se pronunció contra los “enemigos de la causa del rey”. Nuevamente fueron
las fuerzas expedicionarias llegadas desde Buenos Aires las que volcaron la suerte a favor de la
Junta. Las ciudades dependientes de Salta fueron adhiriendo en diversos momentos: mientras el
cabildo de Jujuy prestó su obediencia luego de la derrota y reemplazo del gobernador intendente,
los cabildos de Tucumán y Santiago del Estero lo hicieron antes de dicho reemplazo y Catamarca
prestó su adhesión sin reticencias. En el litoral, las ciudades dependientes de Buenos Aires no
tenían, como las otras, la autoridad intermedia del gobernador intendente, puesto que poco después
de creado el virreinato, la autoridad del virrey reunió en sus manos la de la gobernación intendencia.
La situación se presentó, así, menos problemática para Buenos Aires ya que Santa Fe, Corrientes y
las Misiones manifestaron su inmediata lealtad, mientras que en Entre Ríos se complicó por la
intervención de la flota realista de Montevideo.
En todos los casos, lo fundamental era obtener el apoyo de los cabildos, en la medida en que
el principio de retroversión de la soberanía a los pueblos involucraba directamente a los
ayuntamientos como cuerpos representativos de esos pueblos. Los gobernadores intendentes, en
cambio, eran delegados directos del monarca y en tal carácter fácilmente reemplazables en caso de
no mostrase leales a los mandatos de la capital. De hecho así se hizo: Isasmendi fue reemplazado en
Salta por Chiclana; en Córdoba, luego de la represión de los disidentes, fue designado Pueyrredón.
En las jurisdicciones dependientes de Salta y Córdoba se reemplazaron muchos de los comandantes
de armas por personajes leales al nuevo orden, mientras que en Misiones, Corrientes, Entre Ríos y
Santa Fe se nombraron gobernadores militares en relevo de los tenientes gobernadores.
Pero no en todas las jurisdicciones Buenos Aires lograría tener éxito. Fue precisamente en
aquellas intendencias más lejanas y menos integradas a esa suerte de tardía invención que fue el
virreinato del Río de la Plata donde se expresaron las mayores resistencias –Paraguay y el Alto
Perú- y en la más cercana pero siempre conflictiva gobernación militar de la Banda Oriental. En la
14
provincia del Paraguay, un cabildo abierto celebrado el 24 de julio en Asunción reconoció al
Consejo de Regencia. La expedición militar enviada allí al mando de Manuel Belgrano fue
derrotada y la autonomía proclamada por Paraguay respecto de Buenos Aires se constituyó en un
punto de no retorno. El Alto Perú, si bien fue liberado del dominio español por las fuerzas militares
dirigidas desde Buenos Aires a fines de 1810, ese avance se revelaría efímero a muy corto andar. Y
Montevideo, tradicional competidora comercial y política de Buenos Aires donde estaban apostadas
las fuerzas navales españolas, constituyó durante varios años el foco realista más preocupante para
el gobierno asentado en Buenos Aires.
En el marco de ese inexorable avance militar se fueron desarrollando las elecciones para
designar representantes a la Junta. Estas elecciones, realizadas en gran parte bajo el formato establecido
para la elección de diputados a la Junta Central de 1809, se hicieron en cabildos abiertos –y por lo tanto
en poblados que tenían la calidad de ciudad- con los vecinos más respetables convocados a tal efecto.26
Los diputados electos fueron llegando a Buenos Aires y en diciembre de 1810, ya todos reunidos, se
reveló el primer conflicto abierto dentro del nuevo gobierno. El conflicto dejaba al desnudo las
diferencias entre sus miembros respecto al rumbo que pretendían darle al curso de acción
emprendido en mayo. Tales diferencias se expresaron en términos jurídicos: o los diputados electos
en las ciudades se incorporaban en calidad de miembros de la Junta o con ellos se formaba un
congreso constituyente. Pero lo que cabe destacar, vinculado al texto fundamental, es que ambas
posiciones podían legitimarse y argumentarse a partir de las ambigüedades y contradicciones que
presentaban el Acta del 25 de mayo y las circulares posteriores que convocaron a elegir diputados.
La expresión “establecer forma de gobierno” que figuraba en la primera y la de elegir diputados
para integrarse a la junta que figuraba en las segundas promovió no sólo una gran confusión producto de la incertidumbre jurídica vivida en aquella coyuntura y de la escasa o casi nula
experiencia de los nuevos líderes políticos en asuntos de esta naturaleza- sino también
la
oportunidad de ser utilizadas ambas expresiones como instrumentos de disputa política entre dos
grupos que, dentro de la Junta, habían comenzado ya a distinguirse.27
El secretario Mariano Moreno lideró uno de esos grupos y la posición de que los diputados
debían formar un congreso destinado a dictar una constitución y a establecer una forma de gobierno.
Por su parte, el presidente, Cornelio Saavedra, junto a los nueve representantes del interior,
apoyaron la moción de formar una junta ampliada. La primera posición planteaba una estrategia
26
Marcela Ternavasio, La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1852. Buenos Aires, Siglo
XXI, 2002.
27
"Circular de la Junta provisional gubernativa a los pueblos del Virreinato anunciándoles su instalación e invitándolos a
enviar diputados vocales”, Buenos Aires 27 de mayo de 1810, en Biblioteca de Mayo, Tomo XVIII, pp. 16139-16141.
15
más radicalizada, en la medida en que un congreso destinado a dictar una constitución implicaba
abandonar el simple depósito de la soberanía para transformar el orden vigente y abrir, en
consecuencia, el camino a la emancipación definitiva. La segunda era más conservadora en el literal
sentido del término: formar una junta de ciudades implicaba mantenerse dentro del orden jurídico
hispánico, pero también dentro de la autonomía lograda en mayo de 1810 asumiendo el depósito de
la soberanía del monarca, ahora en manos de un cuerpo que representaba ya no sólo a la capital sino
al conjunto de ciudades que habían aceptado reasumir parte de esa soberanía. De manera que, en
este caso, el término conservador no significaba sumisión a la metrópoli sino mantener un rumbo
político prudente, muy atento a los acontecimientos de la península, pero a la vez renuente a
participar del experimento constitucional que se llevaba a cabo en Cádiz. El triunfo en ese momento
de la segunda postura, si bien no hizo torcer el rumbo del unánime rechazo a la experiencia
gaditana, consolidó el consagrado en el Acta del 25 de mayo, cuando en el artículo undécimo se
estipuló que a los diputados se los dotase de poderes e instrucciones “jurando en dicho poder no
reconocer otro soberano que al Sr. D. Fernando VII y sus legítimos sucesores según el orden
establecido por las leyes, y estar subordinado al gobierno que legítimamente les represente”.
Una doble fidelidad se exigía entonces: al rey cautivo y a la nueva Junta con sede en Buenos
Aires que lo representaba en su ausencia. Como sabemos, sobre la matriz de esta doble fidelidad
inicial se desarrollaron las ambivalencias y disputas experimentadas por los actores entre 1810 y
1816, cuando navegaron entre la autonomía y la independencia. Disputas en las que no me voy a
detener sino para decir que sus modulaciones se dieron al ritmo de sucesivos cambios de gobierno
que exhibieron posiciones cambiantes respecto al vínculo con la península y de una guerra civil
entre defensores y detractores del nuevo orden que gradualmente fue convirtiéndose en una guerra
de independencia.28 Tal desplazamiento se advierte con la sanción de la carta gaditana, que mostró
el rechazo de los liberales españoles a negociar un estatus de autonomía para América, y luego con
la restauración monárquica que reveló la voluntad de la corona de regresar al sistema de coloniaje
diseñado por las reformas borbónicas. En ese arco temporal, el enemigo fue asumiendo un rostro de
mayor alteridad definiéndose cada vez más claramente un partido americano versus un partido
español.
28
Sobre los avatares experimentados entre 1810 y 1816 en el Río de la Plata puede consultarse: Marcela Ternavasio,
Gobernar la revolución. Poderes en disputa en el Río de la Plata, 1810-1816, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.
16
La independencia y sus silencios
En 1815, la situación se presentaba crítica para los rioplatenses. El avance de las fuerzas
realistas en casi toda la América hispana insurgente parecía aplastante. Fernando VII volvía al trono
con la firme voluntad de recuperar sus dominios y de castigar ya no sólo a las colonias rebeldes sino
también a los diputados de las Cortes que habían sancionado la Constitución de 1812. Por otro lado,
el ejército del norte prácticamente se autogobernaba con el apoyo de las provincias del Noroeste, el
Alto Perú estaba definitivamente perdido y el norte quedaba bajo la defensa de Martín de Güemes.
En ese escenario, el primer congreso constituyente reunido en el Río de la Plata entre 1813 y 1815
era disuelto por una revolución armada. Si bien dicho congreso representó en sus primeros tramos el
momento más radical de la revolución iniciada en 1810, no alcanzó a declarar la independencia ni a
dictar constitución alguna. Acusado de despótico y centralista, y en plena disputa armada con los
grupos federales liderados por José Gervasio Artigas de la Banda Oriental, el gobierno directorial
fue reemplazado por el Cabildo de Buenos Aires, el cual formó un gobierno provisorio que quedó a
cargo de Álvarez Thomas como Director Supremo y de una Junta de Observación de cinco
miembros. Dicha junta tenía el encargo de dictar un Estatuto Provisorio para reglar la conducta y
facultades de las nuevas autoridades. El Estatuto estuvo listo a comienzos de mayo de 1815 y en él
se asumió el compromiso de convocar a un nuevo congreso constituyente a realizarse en la ciudad
de Tucumán.
Tres novedades fundamentales estableció el estatuto bajo el cual se realizaron las elecciones de
diputados al congreso de 1816. La primera fue, a diferencia de los reglamentos anteriores que
habilitaban a votar sólo a las ciudades con cabildo y a sus vecinos, incorporar a la campaña en el
régimen representativo. La segunda consistió en abandonar las jerarquías territoriales que fijaban el
número de representantes según la calidad de ciudad –capital, cabecera o subalterna- para adoptar el
principio que adecuaba el número de diputados de cada sección electoral a su cantidad de habitantes.
La tercera innovó respecto de las calidades de electores y elegidos. Hasta esa fecha, no se disponía de
estatutos que fijaran claramente tales calidades: a la condición de vecino se había sumado luego la de
“hombre libre” y la de haber demostrado lealtad al nuevo orden, quedando indefinidas cuestiones clave
como, por ejemplo, la edad mínima para acceder al sufragio. Las disposiciones del estatuto fijaron no
sólo una edad mínima de 25 años y el requisito de que el votante “haya nacido y resida en el territorio
del Estado", sino que además se excluía a los “domésticos asalariados” y a los que no tenían
“propiedad u oficio lucrativo y útil al país".29
29
“Estatuto Provisorio de 1815”, en Estatutos, Reglamentos y Constituciones Argentinas (1811-1898), Buenos Aires,
Universidad de Buenos Aires, 1956, pp. 33 y sgtes.
17
El congreso abrió sus sesiones el 24 de marzo de 1816. En él no estaban representadas todas
las provincias pertenecientes al Virreinato del Río de la Plata creado en 1776. Las ausencias
obedecieron a distintas razones: algunas provincias estaban dominadas por las fuerzas leales a la
península (tales los casos de las ubicadas en el Alto Perú); otras, como las del litoral y la Banda
Oriental, expresaban su disidencia frente a la política centralista que Buenos Aires había procurado
imponer desde 1810; y Paraguay había iniciado un camino autónomo tanto respecto de la metrópoli
como de los gobiernos revolucionarios instalados en la capital rioplatense. En el momento de
apertura del congreso se hallaban en Tucumán los diputados por Buenos Aires (cinco), Tucumán
(dos), San Luis (uno), Catamarca (dos), La Rioja (uno), Mendoza (dos), San Juan (dos), Charcas
(dos), Chichas (uno), Córdoba (dos) y Mizque (uno). En sus primeros tramos, el congreso debió
atender informes sobre disensiones internas en ciertas provincias, activadas tanto por la elección de
diputados como por la situación bélica que se vivía, y hacerse cargo de asuntos menores que
impedían a sus diputados dedicarse a debatir las cuestiones para las cuales habían sido llamados:
definir el estatus jurídico del nuevo orden político y dictar una constitución. Finalmente, una
comisión de tres miembros surgida del seno del congreso presentó una “Nota de las materias de
primera y preferente atención para las discusiones y deliberaciones del Soberano Congreso” donde
figuraba como prioritaria la declaración solemne de la independencia y del manifiesto de dicha
declaración. Se estipulaba, además, la celebración de pactos generales con las provincias y pueblos
de la unión preliminares a la constitución, la discusión de la forma de gobierno más conveniente, la
elaboración de un proyecto de constitución y la necesidad de establecer un plan para sostener la
guerra.30
El 9 de julio se procedió entonces a dar cumplimiento al primer objeto de la nota y se declaró
la independencia por unanimidad de votos “sin discrepancia de uno solo”. En el Acta, luego de
observarse que “era universal, constante y decidido el clamor del territorio entero por su
emancipación solemne del poder despótico de los reyes de España”, los diputados declararon en
nombre de los pueblos y como representantes de las Provincias Unidas de Sud América, “romper
los violentos vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos que fueron
despojadas, e investirse del alto carácter de una Nación libre e independiente del Rey Fernando VII
sus sucesores y Metrópoli”.31 A los pocos días, el Acta de Declaración sufrió una modificación, al
30
El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 213-215.
El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 216-217. El Acta de la declaración de
independencia fue obra del diputado José Mariano Serrano, representante por Charcas.
31
18
elaborarse el Acta de Juramento y agregársele a ésta que la independencia se declaraba también
frente “a toda otra dominación extranjera”32.
El Acta de Juramento mereció una discusión considerable. En primer lugar surgió el
interrogante de si las provincias debían jurar la independencia. Mientras algunos diputados
consideraban innecesario este gesto, en la medida en que mediante el juramento de reconocimiento
y obediencia al congreso efectuado previamente por las provincias quedaba implícita la obediencia
a todas sus disposiciones, otros adujeron –exhibiendo la frágil situación del momento- que eran
necesarias todas las exteriorizaciones posibles de adhesión a la independencia. Triunfó esta segunda
posición, acordándose que el juramento debían hacerlo los propios miembros del congreso, todas
las corporaciones civiles y eclesiásticas de cada provincia y que debía publicarse por la prensa y
hacer imprimir 3000 ejemplares del acta de declaración de la independencia para “difundir en todos
los puntos del país”. De esos 3000 ejemplares se estipuló que 1500 se imprimieran en castellano,
1000 en quichua y 500 en aymará.33
Cabe destacar que esta tarea de impresión no le demandaría al gobierno una gran inversión en
papel, puesto que el Acta de julio era sumamente escueta. En realidad, de su texto es muy poco lo
que puede decirse como es limitado lo que puede extraerse del debate dado que, al igual que las
actas públicas de las sesiones del congreso de 1813-1815, las correspondientes al congreso que
declaró la independencia han desaparecido. La principal fuente para acceder a los resúmenes
comentados de dichas sesiones –que debieron exponerse en varios tomos manuscritos- es El
Redactor del Congreso Nacional 1816-1819, publicación semanal redactada por fray Cayetano
Rodríguez. En este contexto de escasez testimonial, el punto tal vez más relevante a destacar es el
referido al vocablo utilizado para proclamar la nueva condición jurídica de la región. La
grandilocuentre expresión Sud América, a la vez que mostraba la afirmación de una identidad
americana alentada por las guerras de independencia, reflejaba las ambigüedades del momento y la
profunda incertidumbre respecto a cuál sería la geografía que finalmente quedaría incluida en el
nuevo orden político liderado desde Buenos Aires.34 En este sentido, aún cuando el congreso inició
sus sesiones con una estrategia pacificadora al hacer jurar a sus diputados en nombre de “los
pueblos” (y no de una “nación” única e indivisible como lo hizo el congreso precedente, desatando
disidencias y conflictos que culminaron con su disolución en 1815), es preciso subrayar que el
32
El Redactor del Congreso Nacional, 23 de agosto de 1816, nº 6, pp. 217-218. La modificación fue propuesta por el
diputado Pedro Medrano, representante por Buenos Aires, y aprobada el 19 de julio de 1816.
33
El Redactor del Congreso Nacional, Sesión del 29 de julio de 1816, p. 239.
34
Cabe aclarar que la fórmula adoptada en el Acta de Independencia del 9 de julio de “Provincias Unidas de Sud
América” fue modificada en el Acta de Juramento del 19 de julio por “Provincias Unidas en Sudamérica”. Véase Emilio
Breda, Proclamación y jura de la independencia en Buenos Aires y las provincias, Buenos Aires, Casa Pardo, 1966.
19
incierto contorno que habría de adquirir la nueva entidad política proclamada en 1816 no dependía
solamente del futuro derrotero de la guerra de independencia sino también de la capacidad de
negociación de las elites para alcanzar un acuerdo estable bajo una forma de gobierno consensuada
con las regiones disidentes que reclamaban sus derechos a la autonomía y autogobierno. A esa
altura, la disputa entre posiciones centralistas y confederacionistas nacida poco después de 1810
había alcanzado su climax con el avance de las fuerzas artiguistas en el litoral.
Ahora bien, dicho esto, ¿cuánto más se puede extraer de un acta tan concisa? Si la
historiografía se ha detenido siempre más en el conflictivo contexto –externo e interno- en el que
dicha declaración se produjo es, en gran parte, porque el texto no amerita mayores reflexiones. Pero
si nos detenemos en algunos de sus silencios, tal vez podamos hacer algunas inferencias respecto de
las polivalencias señaladas al comienzo.
El silencio más llamativo es el referido a las razones que llevaron a la declaración de la
independencia. El acta no expresa ninguna razón ni justificación de los motivos que condujeron a
los congresales a romper definitivamente los vínculos con la Corona española. Un silencio que sólo
puede naturalizarse desde las perspectivas canónicas que interpretaron a la independencia como el
corolario inevitable de lo ocurrido en 1810 o atendiendo a la casi desesperante situación bélica y
política en la que se encontraba sesionando ese congreso, prácticamente aislado en medio de los
distintos frentes de batalla. La declaración se hacía entonces necesaria para transformar la guerra
civil en una guerra reglada y deslegitimar así la calificación de insurgentes con la que las
autoridades de la metrópoli habían condenado a los movimientos surgidos en 1810. José de San
Martín tenía muy claro este propósito, cuando en abril de 1816, a cargo de la gobernación
intendencia de Cuyo y en pleno proceso de formación del Ejército de los Andes, presionaba al
congreso por intermedio del diputado por Mendoza, Godoy Cruz, a acelerar tal declaración: “Los
enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté usted
seguro que nadie nos auxiliará en tal situación”35. No obstante, cuando la declaración de la
independencia se hizo efectiva, el mismo San Martín se mostró sorprendido por el silencio aludido:
“Ha dado el Congreso el golpe magistral en la declaración de la independencia; sólo hubiera
deseado que al mismo tiempo hubiera hecho una pequeña exposición de los justos motivos que
tenemos los americanos para tal proceder”.36 Pero los justos motivos no aparecían en el lacónico
35
Carta de José de San Martín a T. Godoy Cruz, Mendoza 12 de abril de 1816, citada en Ricardo Caillet-Bois, “El
directorio, las provincias de la Unión y el Congreso de Tucumán (1816-1819), en Ricardo Levene, Historia de la
Nación Argentina, vol. 6, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, El Ateneo, 1962, p. 541.
36
José de San Martín, 16 de julio de 1816, ibidem, p. 541.
20
texto de julio, ni éste estaba acompañado de ningún manifiesto como había estipulado la “Nota” que
los congresales aprobaron antes de la declaración.
Si comparamos el Acta de 1816 con la extensa declaración de independencia del Congreso
Continental de los Estados Unidos del 4 de julio de 1776, los contrastes no pueden ser mayores. El
Acta de 1776 –como es de sobra conocido- comenzaba con una justificación de carácter doctrinario
al invocar las leyes de la naturaleza y los derechos que de ellas se derivan:
“que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos
derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los
gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que
cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el
pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se
funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio
ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”. 37
Sólo después de haber presentado tales principios, el Acta de 1776 se detenía a enumerar el
catálogo de hechos que, luego de “una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida
invariablemente al mismo objetivo”, dejaba demostrado “el designio de someter al pueblo a un
despotismo absoluto” y, en consecuencia, el “derecho” y el “deber” de ese pueblo de “derrocar ese
gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad”.38 En ese catálogo, como se ha
siempre subrayado, figuraba en primer plano la negativa de la Corona británica a conceder
representación a sus colonias.
Si bien el doble registro en el que se inscribió el Acta de los Estados Unidos para justificar su
ruptura con la metrópoli –el de los derechos y el de los hechos- es un tema que hoy sigue
mereciendo atención y debate,39 no puede dejar de señalarse que ese doble registro estuvo
prácticamente ausente –o escasamente presente- en las distintas actas de independencia de las
revoluciones hispanoamericanas. Una salvedad a esta última afirmación es la primera declaración
de independencia de Venezuela. Tal vez por ser pionera en asumir la posición más radical en
Hispanoamérica (o por la siempre destacada “influencia” que en ella habría jugado la declaración de
las colonias del norte de 1776) , el Acta de Independencia de la Confederación Americana de
Venezuela del 5 de julio de 1811 incluyó una dilatada explicitación de las razones que llevaron a los
pueblos firmantes a erigirse en “Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de
37
“Declaración de independencia de los Estados Unidos de América”, 4 de julio de 1776.
Ibidem.
39
Véase al respecto la ponencia presentada en este coloquio por Pauline Maier, “Political Independence, Cultural
Continuity: the American Declaration of Independence in a Britsh Context”.
38
21
toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeren sus apoderados
o representantes”.40 No obstante, a diferencia del Acta de los Estados Unidos, tales razones se
concentraron -y comenzaron a ser enunciadas- dentro del registro de los hechos y no de los
derechos. Así lo exponían los constituyentes venezolanos en el primer párrafo al declarar que
deseaban “patentizar al universo las razones que han emanado de estos mismos acontecimientos y
autorizan el libre uso que vamos a hacer de nuestra soberanía”, aclarando a continuación que “no
queremos, sin embargo, empezar alegando los derechos que tiene todo país conquistado, para
recuperar su estado de propiedad e independencia”.
Los acontecimientos se enumeran en orden cronológico. Si la formación de la primera junta
provisional del 19 de abril de 1810 constituyó el punto de partida, es preciso destacar que la misma
fue presentada como una “consecuencia de la jornada de Bayona y la ocupación del trono sin
nuestro consentimiento”. Las abdicaciones de Bayona eran consideradas ilegítimas, no por la acción
de Napoleón sino por la renuncia a la Corona por parte de los Borbones, quienes “abandonando el
territorio español, contra la voluntad de los pueblos, faltaron, despreciaron y hollaron el deber
sagrado que contrajeron con los españoles de ambos mundos, cuando, con su sangre y sus tesoros,
los colocaron en el trono a despechos de la Casa de Austria”. Proseguía el acta destacando que las
autoridades sustitutas del rey humillaron a los americanos, fieles a ellas, al adjudicar una
representación mayoritaria a la península y al declarar luego rebeldes e insurrectos a quienes,
siguiendo el ejemplo de España, formaron sus propias juntas leales al monarca cautivo, para añadir
que las Cortes de Cádiz no hicieron más que disponer “arbitrariamente de nuestros intereses bajo el
influjo y la fuerza de nuestros enemigos”. Una vez establecidos los hechos que condujeron a
permanecer por “tres años en una indecisión y ambigüedad política”, el Acta venezolana se cierra
con la invocación al “uso de los imprescriptibles derechos que tienen los pueblos para destruir todo
pacto, convenio o asociación que no llenan los fines para que fueron instituidos los gobiernos” y al
deber de “proveer a nuestra conservación, seguridad y felicidad, variando esencialmente todas las
formas de nuestra anterior constitución”.41
Más allá de que en el caso venezolano la relación entre principios y orden acontecimental esté
invertido respecto del norteamericano, es oportuno subrayar la presencia de ambos registros, aún
cuando el segundo predomine sobre el primero. En el Acta de Independencia de las Provincias
Unidas de Sud América no aparece, en cambio, justificación alguna, tal como se lamentaba San
Martín. No sólo eso; hubo que esperar más de quince meses para que los constituyentes cumplieran
40
“Acta de independencia de Venezuela”, 5 de julio de 1811, en Pensamiento político de la emancipación (1790-1825),
Biblioteca de Ayacucho, Barcelona, 1985, pp. 105-109.
41
Ibidem.
22
con lo estipulado en la “Nota” que jerarquizaba las materias a tratar por el congreso y se decidieran
a publicar el “Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las
provincias Unidas del Río de la Plata, sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los
españoles, y motivado la declaración de su independencia”. Este documento representa entonces un
texto fundamental no sólo porque viene a llenar el silencio del Acta que declaró la independencia,
sino también por el orden argumental en el que se inscribe y por lo que tiene para decirnos respecto
de las tensiones y ambivalencias que habrían de heredar los contemporáneos en sus intentos de
construcción de una memoria en torno a la revolución y la independencia.
Una tardía justificación
El congreso constituyente reunido en Tucumán, una vez declarada la independencia debió
plantearse las dificultades derivadas de su lejanía del centro de poder porteño hasta decidirse su
traslado a Buenos Aires en marzo de 1817. El desafío era ahora organizar y fijar una forma de
gobierno y los mecanismos que habrían de materializar los principios en los que se fundaba la
nueva lengua constitucional. La futura constitución, además de adoptar una forma de gobierno
monárquica o republicana, centralista o federal, debía seleccionar y especificar mecanismos
representativos y de distribución del poder, tanto a nivel funcional como territorial.42 La prensa
periódica se hizo eco de los debates desarrollados en el congreso, plagándose sus páginas de
polémicas en torno a los modelos constitucionales. Entre tales modelos, el de Cádiz, aunque
considerado por muchos en diversos aspectos, no podía ser invocado por su propio nombre sin
correr el riesgo de ser denostado públicamente. La primera experiencia liberal española había
quedado como símbolo del despotismo de la península. Una imagen apenas atenuada luego del
absolutismo instaurado por Fernando VII a su regreso al trono. Las experiencias desarrolladas en
Estados Unidos, Inglaterra y Francia, fueron reinterpretadas a la luz de la restauración monárquica y
del nuevo clima político que impregnó al congreso reunido entre 1816 y 1819. En ese clima, por
cierto más conservador que el dominante en el congreso precedente, las alternativas monárquicas
alcanzaron consenso entre muchos congresistas, postulándose incluso la posibilidad de instaurar una
monarquía constitucional bajo la dinastía de los incas y sus legítimos sucesores. Pero más allá del
42
Los debates alrededor de la forma de gobierno han sido ampliamente tratados por la historiografìa, como asimismo
las vicisitudes sufridas por la Constitución sancionada en 1819, de carácter centralista y de existencia efímera. La
derrota del gobierno directorial en enero de 1820 frente a las fuerzas federales del litoral terminó de sellar el fracaso del
congreso y del Directorio y la muerte del ensayo constitucional de 1819. Véase Noemí Goldman “El concepto de
„Constitución‟ en el Río de la Plata (1750-1850)”, en Javier Fernández Sebastián y Noemí Goldman (eds), Dossier El
léxico de la política: el laboratorio conceptual iberoamericano, 1750-1850, Araucaria, nº 17, 1º semestre de 2007;
Rubén Darío Salas, Lenguaje, Estado y Poder en el Río de la Plata (1816-1827. Buenos Aires, Instituto de
Investigaciones de Historia del Derecho, 1998.
23
formato monárquico o republicano, el mayor dilema que afectaba la discusión sobre la forma de
gobierno era definir la distribución del poder en su dimensión territorial.
En ese contexto, en el que las disputas en torno a la forma de gobierno se libraban tanto en el
plano retórico como en el de las armas –a la guerra contra los ejércitos realistas se sumaba la guerra
entre defensores y enemigos de un orden centralizado con base en la capital-, los diputados se
dispusieron a elaborar el tardío Manifiesto antes citado en el que se expresaron las justificaciones
que llevaron a la declaración de la independencia.43 Sobre la autoría del Manifiesto –que abandonó
la más ambiciosa expresión de Provincias Unidas de Sud América para regresar a la utilizada entre
1810 y 1816 de Provincias Unidas del Río de la Plata- se ha discutido si quienes lo firmaban –Pedro
Ignacio de Castro Barros y José Eugenio de Elías, presidente y secretario del congreso en esa fechafueron sus verdaderos redactores, o si fue factura de los diputados Antonio Saénz o José Mariano
Serrano (autor del acta de independencia).44 Más allá de los fragmentarios testimonios que abonan
las distintas hipótesis, lo cierto es que el asunto fue objeto de debate en el interior del congreso si
nos atenemos a los dichos de fray Cayetano Rodríguez (encargado de El Redactor del Congreso)
en una carta enviada al obispo Molina, fechada el 10 de diciembre de 1817:
“El manifiesto de la independencia se trabajó por Medrano; lo presentó aquí y se
despreció. Es porque el estilo era práctico y demasiado sublime. Se mandó hacer otro a
Paso y también se reprobó con frente serena, porque dicen que había hecho un papel
jurídico y no un manifiesto… y luego sale Saénz con el suyo de puros hechos, y algunos
falsos, y ni un derecho que abone nuestra causa; pero éste se aprueba, porque audaces
fortuna juvat. Es el que corre; para mi y otros indecentes. Pero silenctium menú mihi et
tibi etiam”. 45
El testimonio de Rodríguez es relevante no sólo por revelar las dificultades para alcanzar un
consenso en el seno del congreso, sino por señalar el registro en el que se mantuvo el orden
argumental del Manifiesto –los “puros hechos”- y la ausencia a la invocación de “derechos” que
abonaran la causa independentista. Dicho registro era enunciado en el segundo párrafo del
Manifiesto:
43
“Manifiesto que hace a las naciones el Congreso General Constituyente de las provincias Unidas del Río de la Plata,
sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles, y motivado la declaración de su independencia”,
Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1817.
44
Victor Tau Anzoátegui, “Notas sobre la revolución por la independencia en el Río de la Plata y su justificación ante
las demás naciones”, en Academia Nacional de la Historia, Tercer Congreso internacional de Historia de América,
Buenos Aires, 1961; Enrique de Gandía, “El Manifiesto a las Naciones del Congreso General Constituyente, Boletín
Americanista, nº 7-9, 1961.
45
Citado en E. de Gandía, p. 103. La cursiva es nuestra.
24
“Prescindimos de investigaciones acerca del derecho de conquista, de concesiones
pontificias, y de otros títulos, en que los españoles han apoyado su dominación: no
necesitamos acudir a unos principios, que pudieran suscitar contestaciones
problemáticas y hacer revivir cuestiones, que han tenido defensores por una y otra parte.
Nosotros apelamos a los hechos, que forman un contraste lastimoso de nuestro
sufrimiento con la opresión y sevicia de los españoles”.46
El punto de partida marca una notable diferencia con los ejemplos antes citados de Estados
Unidos y Venezuela. En el caso venezolano, además, al Acta de declaración de independencia se le
sumó pocos días después (30 de julio de 1811) el “Manifiesto al mundo de la Confederación de
Venezuela” cuya redacción es atribuida a Juan Germán Roscio. Aunque el documento de Roscio no
es objeto de estas reflexiones, es oportuno subrayar que en ese extenso texto los argumentos seguían
en gran parte los delineados en el Acta del 5 de julio y que se incluía una larga disquisición en torno
a los “justos títulos” que se iniciaba con la siguiente frase: “Que la América no pertenece al
territorio español es un principio de derecho natural y una ley de derecho positivo”.47
El primer vocablo, en cambio, que invocaba el Manifiesto rioplatense era el “honor”. En lugar
de apelar a leyes de la naturaleza o a derechos imprescriptibles, los constituyentes organizaron el
texto sobre la matriz del “honor ultrajado” por haber sido acusados de “rebelión” por el gobierno
español. Sobre la demostración de la injusticia de tal acusación se montó la justificación de la
independencia, a la que se la presentaba como producto de las circunstancias y como el “único
partido que quedaba”. En esa matriz, la denuncia de tres siglos de dominación apuntaba a destacar
que las crueldades, destrucción, explotación, degradación y exclusivismo (según los términos
utilizados en el texto) no habían conducido a los americanos a rebelarse, como ocurrió en otras
regiones dominadas. Los ejemplos de Holanda, Portugal y Estados Unidos eran citados con miras a
reforzar el anterior argumento: “hemos dado el ejemplo singular de haber sido pacientes entre tanta
degradación, permaneciendo obedientes”. Esta obediencia había sido plenamente demostrada
durante la Guerra de Sucesión, “una ocasión oportuna para redimirse de tantas vejaciones”, y a
posteriori del cambio de dinastía, cuando los americanos fueron perdiendo las esperanzas de
“suavizar” y “moderar” el sistema imperante. La denuncia de que, en ese sistema, los americanos
carecían de representación es tal vez el tópico más cercano al registro de los derechos, aunque
expuesto dentro del orden de los hechos:
46
“Manifiesto…”.
“Manifiesto al mundo de la Confederación de Venezuela”, 30 de julio de 1811, en Pensamiento político de la
emancipación (1790-1825), Biblioteca de Ayacucho, Barcelona, 1985, pp. 110-118
47
25
“Nosotros no teníamos influencia alguna directa ni indirecta en nuestra legislación: ella
se formaba en España, sin que se nos concediese el derecho de enviar procuradores para
asistir a su formación, y representar lo conveniente como los tenían las Ciudades de
España. Nosotros no la teníamos tampoco en los gobiernos, que podían templar mucho
el rigor de la ejecución.”48
A la descripción de un orden colonial que, pese a sus injusticias, exhibió la “paciencia” de los
americanos al mantener incólume su lealtad a la metrópoli, le sucede una narración mucho más
detallada de los acontecimientos ocurridos a partir de 1806 en la capital del virreinato. Las
invasiones inglesas constituyen un tópico central en el texto, no sólo porque marcan el momento de
inflexión entre el largo plazo y la corta duración, sino por las representaciones que emanan de ellas.
El abandono de la metrópoli aparece aquí en primer plano, reforzado por la figura de un virrey
(Sobremonte) caracterizado por su “imbecilidad e impericia” y, en contraste, por la defensa local de
los dominios españoles. El triunfo de las armas protagonizado por milicias locales, formadas al
calor de la ocupación británica, era presentado en el texto como una ocasión que había brindado “la
fortuna” para separarse de España y como un hecho que exhibía la deliberada decisión de seguir
siendo leales a la Corona. Los constituyentes señalaron que la victoria frente a los ingleses les había
dado la esperanza de que “se mudaría los principios de la Corte”. Esperanzas rápidamente
desvanecidas al comprobar que “la América continuó regida con la misma tirantez”.
La crisis de 1808 se inscribía, entonces, en el marco de las agitaciones y frustraciones
desatadas por las invasiones inglesas. Las abdicaciones de Bayona no eran interpretadas como
ilegítimas por las razones aducidas por los venezolanos en su Acta de 1811, sino por la usurpación
de Napoleón. Se sigue en este punto la línea argumental de la revolución española, a la que el
Manifiesto ilustraba como una agitación civil, con la plebe amotinada, en la que se “levantaban
gobiernos” que “titulándose Supremo cada uno se consideraba con derecho para mandar
soberanamente a las Américas”. Pese a tal desgobierno, el virreinato había permanecido fiel a la
Junta Central hasta que su disolución y la formación de una Regencia les hizo temer quedar
“envueltos en las mismas desgracias de la metrópoli”. La denuncia de españoles traidores que se
habían “pasado a los Franceses” los hacía dudar del nuevo gobierno de la Regencia y los impulsó a
“tomar a nuestro cargo el cuidado de nuestra seguridad, mientras adquiríamos mejores
conocimientos del estado de España”.
De manera que la formación de la Junta de mayo de 1810 era exhibida como “puramente
provisoria”, frente a la “orfandad” y “dispersión” del gobierno, a “imitación de las de España” y “a
48
Ibidem.
26
nombre del cautivo Rey Fernando” a quien se le rindió los “sellos indelebles de fidelidad y amor”.
La imagen del rey “amado” contrastaba, entonces, con la “ferocidad” de las autoridades sustitutas
que declararon “rebeldes” a sus fieles vasallos. Tal contraposición buscaba hacer evidente el
argumento inicial del “honor ultrajado”. Un ultraje que ya no derivaba de 300 años de despotismo
sino de la actitud engañosa de las autoridades que habían declarado “a la América parte integrante
de la Monarquía” y se negaban a aceptar su nuevo estatus e incluso la mediación británica
interpuesta en esa coyuntura. La consecuencia de tal actitud fue la guerra, entendida claramente en
el texto como “guerra civil”:
“Ellos procuraron desde entonces dividirnos por cuantos medios han estado a sus
alcances, para hacernos exterminar mutuamente. Nos han suscitado calumnias atroces
atribuyéndonos designios de destruir nuestra sagrada Religión, abolir toda moralidad, y
establecer la licenciosidad de costumbres. Nos hacen una guerra religiosa, maquinando
de mil modos la turbación y alarma de conciencias, haciendo dar decretos de censuras
eclesiásticas á los Obispos Españoles, publicar excomuniones, y sembrar por medio de
algunos confesores ignorantes doctrinas fanáticas en el tribunal de la penitencia. Con
estas discordias religiosas han dividido las familias entre sí; han hecho desafectos a los
padres con los hijos; han roto los dulces vínculos que unen al marido con la esposa: han
sembrado rencores, y odios implacables entre los hermanos más queridos, y han
pretendido poner toda la naturaleza en discordia”.49
Las autoridades españolas –no los americanos- eran los iniciadores y culpables de una guerra
fraticida –no de independencia- y de haber aplicado todas las crueldades y violado el derecho de
gentes. Los cuatro años que mediaron entre la formación de la primera junta en 1810 (fecha que
nunca fue calificada en el texto como el inicio de una revolución) y la restauración monárquica
aparecían inscriptos en un detallado relato de la guerra y sus injusticias. Ni una palabra sobre los
gobiernos que se sucedieron en el Río de la Plata en ese período ni sobre las Cortes de Cádiz. Antes
bien, el brusco salto que el documento exhibe entre el relato de la guerra y la restitución al trono de
Fernando VII parece erigirse en un instrumento retórico destinado a subrayar tanto una inflexión
como una continuidad. La inflexión estaba referida a la supuesta esperanza de los criollos de que el
amado rey vendría a poner “término a tantos desastres”; la continuidad estaba marcada, en cambio,
por la repetición de la actitud precedente de declarar “amotinados” a los americanos. En esa
repetición se advertía, sin embargo, una transformación substancial: la guerra civil devendría ahora
en guerra reglada al obstinarse el rey en “levantar grandes armamentos” y “transportar a estos
países ejércitos numerosos”.
49
Ibidem.
27
En el marco de ese escenario –más bélico que político y más contingente que ajustado a
derechos- los constituyentes concluyeron su Manifiesto declarando que la independencia fue “el
único partido que quedaba” y que “impelidos por los españoles y su rey nos hemos constituido
independientes”. En suma, no sólo la independencia no estaba inscripta en los acontecimientos de
mayo de 1810 sino que además podría haber sido absolutamente evitable de haber mediado una
actitud diferente de parte de los españoles.
Conclusión
La exposición publicada en 1817 estaba, por cierto, en las antípodas de las versiones
canónicas sobre la revolución y la independencia consagradas por Bartolomé Mitre en la segunda
mitad del siglo XIX y vigentes en gran parte del siglo XX. Tal vez por esta razón, la historiografía
tradicional mantuvo un prudente silencio respecto del Manifiesto aquí analizado. Enrique de Gandía
destacó dicho silencio en 1961, cuando al examinar el texto de 1817 se formuló la siguiente
pregunta: “¿Por qué nunca se ha analizado a fondo este manifiesto?”. Si bien las repuestas que
ofrece Gandía están impregnadas de un encendido posicionamiento ideológico prohispanista, no
dejan de exhibir una cierta dosis de revisionismo al reconocer que “los historiadores han mantenido
oculta o en silencio la palabra de los hombres que declararon la independencia porque sus verdades
no coincidían con sus teorías”.
50
Es decir, no coincidían con la versión más heroica de un plan
maduro preconcebido de independencia, dirigido por agentes concientes y destinados a la conquista
de la libertad y la democracia.
Sin embargo, según el análisis realizado al comienzo de estas páginas, el Manifiesto expresa
una gran sintonía con las interpretaciones más extendidas de la primera mitad del siglo XIX. Las
resignificaciones, apropiaciones y variantes que revelan las disputas por la memoria de la
revolución y la independencia en ese período se asientan en una matriz común que, como destaca
Wasserman, consideraba a los sucesos revolucionarios como producto de una combinación de azar
y providencia y en menor medida de incidencia de la voluntad y conciencia de los protagonistas.51
De manera que sobre el silencio historiográfico subrayado por Gandía se solapa el silencio de los
propios protagonistas del proceso histórico al diferir durante más de un año la publicación del
Manifiesto destinado a justificar la declaración de la independencia y al no inscribir en una
semántica de los derechos los cambios ocurridos sino en una lógica historicista jalonada por
acontecimientos pasibles de ser valorados de maneras muy variadas.
50
51
Enrique de Gandía, “Manifiesto…”.
Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis.
28
Como sabemos, los silencios pueden ser interpretados como acciones pasivas, pero también
como producto de gestos activos y deliberados.52 En este sentido, si bien todo hace sospechar que
los textos fundamentales aquí considerados presentan una combinación de ambos silencios, resulta
difícil determinar en qué dosis se dio tal combinación y cuáles fueron las razones que condujeron a
seleccionar determinados argumentos en detrimento de otros. De cualquier manera, lo que estos
textos dejan en evidencia –como muchos otros expuestos en este coloquio- son dos cuestiones que
habría que seguir explorando. La primera es que la declaración de independencia de los Estados
Unidos de 1776 no se erigió –como se ha afirmado recientemente-53 en un “modelo” de
declaraciones posteriores sino más bien en el punto de partida de una experiencia política que fue
más valorada –al menos para el caso rioplatense- como ejemplo exitoso de organización
constitucional que como gramática destinada a legitimar la nueva condición jurídica alcanzada en
1816.54 La segunda es que las revoluciones hispanoamericanas expresan en sus múltiples textos
fundamentales los laberintos que debieron transitar los actores para conquistar la libertad política.
Una vocación de conquista que no estaba inscripta en los orígenes pero que sin embargo fue el
punto de llegada.
Desde esta perspectiva, si regresamos a la pregunta inicial de estas páginas en torno al
significado de cada una de las dos celebraciones patrias de la actual República Argentina, queda
claro que la incomodidad para responderla estaba ya presente entre los propios protagonistas del
proceso, cuando esa república aún no existía, y que la disputa por la memoria de las celebraciones
es un dato común a casi todos los países de la región, según revelan estudios recientes. Si
comparamos, por ejemplo, el caso rioplatense con el de Centroamérica, desarrollado por Jordana
Dym, es oportuno advertir que detrás de una única fecha patria para celebrar la independencia de
los estados centroamericanos (el 15 de septiembre de 1821) se esconden problemas similares a los
exhibidos en el Río de la Plata, con sus dos fechas celebratorias. 55 Los conflictos en torno al sujeto
de imputación de la soberanía muestran la compleja herencia de las reformas borbónicas en ambas
regiones –al crear un nuevo mapa político que dejó conflictos jurisdiccionales irresueltos- y la
presencia de distintas revoluciones e independencias en el interior de esas nuevas criaturas a partir
de la crisis monárquica. Por otro lado, si contrastamos el Río de la Plata con el caso mexicano, las
52
Véase al respecto de Cecilia Méndez, “Memorias Ausentes: guerra interna, formación del estado e imaginario
nacional. El Perú en perspectiva comparada”, ponencia presentada en el 21st International Congress of Historical
Sciences, Amsterdam University, 22 al 28 de agosto de 2010.
53
David Armitage, The Declaration of Independence: a Global History, Cambridge, Harvard University Press, 2007.
54
Sobre las percepciones de la experiencia norteamericana en el Río de la Plata puede consultarse: Marcela Ternavasio,
“Division of powers & divided sovereignty: the US experience in the River Plate periodical press during
independence”, Seminar of Atlantic History: Soundings. Harvard University, del 8 al 13 de agosto de 2005.
55
Jordana Dym, “Declarando independencia: la evolución de la independencia centroamericana, 1821-1864”.
29
oscilaciones en la construcción de la memoria en torno a las dos fechas patrias argentinas (1810 y
1816) y las que presenta México (al celebrar el “grito de Hidalgo” de 1810 y el acta de
independencia de 1821) reflejan problemas comunes, aún cuando en el primer caso se trata de dos
fechas triunfantes, por cuanto el nuevo orden erigido en la capital virreinal en 1810 no habría sido
nunca desbancado por fuerzas que respondieran a la metrópoli, mientras que en el segundo sólo la
fecha de 1821 sería triunfante, si es que en México puede admitirse tal calificación.56
Sin duda que los ejemplos podrían continuar en pos de una reflexión comparativa a escala
continental que articule las disputas por la memoria con los debates historiográficos actuales en
torno a las cronologías de las revoluciones e independencias. Un esfuerzo que venimos realizando
pero que aún resulta incompleto. No obstante, la constatación de que existe más de un texto
fundamental para explicar los procesos de emancipación de las cambiantes jurisdicciones
hispanoamericanas a lo largo del siglo XIX refleja lo que tienen de común y diverso a la vez dichos
procesos. Descubrir los circuitos de esa diversidad, sin dejarnos tentar por la vocación de
excepcionalidad, es entonces un desafío pendiente que nos involucra no sólo como especialistas
sino también como parte interesada en el debate público abierto por los múltiples y prolongados
bicentenarios.
56
Véanse Verónica Zárate Toscazo, “La conformación de un calendario festivo en Mèxico en el siglo XIX”, en Erika
Pani y Alkicia Salmerón (coord), Conceptualizar lo que se ve. François Xavier Guerra historiador. Homenaje, México,
Instituto Mora, 2004; Antonio Annino y Rafael Rojas, La independencia. Serie Herramientas para la Historia, México,
Fondo de Cultura Económica/CIDE, 2008.
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