hacia una nueva colonización del sureste

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HACIA UNA NUEVA COLONIZACIÓN
DEL SURESTE
Armando Bartra
Pregonado con bombo y platillo hasta hace algunos meses, el Plan Puebla Panamá (PPP) ha pasado a segundo plano en la mercadotecnia gubernamental.
Quizás la pretensión de utilizarlo para compensar los excesos de la publicitada amistad del
presidente Fox con el presidente Bush y presentar al nuestro como adalid del centro y sur del
continente estaba resultando contraproducente
ante el coro de críticas que despertó el proyecto:
cuestionamientos provenientes de las organizaciones sociales, las ONG, los partidos políticos, los
gobiernos municipales, los académicos, los periodistas y los ciudadanos del común, escamados de
antiguo respecto de las promesas gubernamentales y dudosos de una propuesta de ambición multinacional y muy poca sustancia. Y quizás, también, los actores que en verdad le importan al
gobierno —y no me refiero a representantes sociales sino a la banca multilateral, los otros go-
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biernos y los potenciales inversionistas— se percataron de que el tal plan general estaba diseñado sobre las rodillas, y que lo realmente importante eran los megaproyectos como el corredor
transístmico y otros que de todos modos seguirán
adelante sin tanta alharaca y con menos crítica.
Sin embargo, la iniciativa del sur-sureste es
algo más que una ocurrencia gubernamental,
pues en ella se expresa muy claramente la visión
neoliberal del desarrollo reducido a simple crecimiento económico extrovertido. Es, pues, pertinente seguirse ocupando del PPP y de lo que tras
él subyace.
El contexto: los acuerdos y tratados de
integración regional, las intenciones ocultas
Para situarlo en su auténtica proporción, el PPP
debe ser ubicado dentro de un contexto más amplio de acciones y tratados. Porque al gran capital
trasnacional no le interesan tanto los programas
de desarrollo como los acuerdos de libre comercio.
No quiero decir con esto que al gran dinero no le
preocupe el destino del PPP, sino que le interesan
mucho más cuestiones como el Tratado de Libre
Comercio de América del Norte o la ahora emergente área de libre comercio para todo el continente y también los tratados de libre comercio
que ya existen entre México y el llamado Trián-
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gulo del Norte de centroamérica (Honduras, Guatemala y El Salvador), o los tratados de México
con Costa Rica, y también con Nicaragua, o las
relaciones de Mesoamérica con el Mercosur o el
Pacto Andino.
Los tratados de libre comercio —acuerdos internacionales que le conceden al capital todos los
derechos y todas las garantías— son en verdad el
marco y la condición para que avance la nueva colonización con que nos amenaza el PPP. La crítica
y el combate contra un programa de gobierno que
pretende impulsar acciones de carácter regional
es trascendente, pues el PPP es emblemático de
una política general que se está siguiendo en
México, y en el planeta todo, pero su importancia
no debe sobrestimarse sino valorarse en su justa
proporción. Me parece, entonces, que más preocupantes que el PPP, por sus implicaciones y por
su trascendencia, son los términos en los que se
firme el futuro Acuerdo de Libre Comercio de las
Américas.
En segundo lugar, habría que ver si el Plan
Sur-Sureste (PSS), la parte mexicana del PPP, es
realmente un programa integrado y viable. Porque en nuestro país los programas de desarrollo
regional han sido particularmente desafortunados en gran medida debido a una administración
pública en la que es proverbial la balcanización
entre secretarías, la falta de un auténtico federalismo en cuanto a la coordinación del gobierno fe-
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deral con los gobiernos estatales, la nula presencia —en términos de desarrollo— de la enorme
mayoría de los municipios. Hay en nuestra estructura burocrática rutinas, concepciones patrimonialistas y sectorialistas, ineficiencias y otras
perversiones acendradas que hacen muy dudoso
que pueda concertarse entre los diferentes niveles de gobierno algo así como un PSS. Baste recordar que los programas de desarrollo que se han
intentado impulsar para zonas infinitamente más
pequeñas —como el de Regiones Prioritarias gestado en el zedillismo— no fueron nada exitosos. Y
si esto es difícil en los estados sureños de la república lo es mucho más cuando se pretende una
concertación multinacional.
Entonces, hay que ver hasta qué punto se está
pensando seriamente planear, presupuestar, ejecutar y darle seguimiento al programa mediante
una coordinación interinstitucional, y lo que es
aún más infrecuente, concertando democráticamente con los sectores y organizaciones sociales
un desarrollo de carácter regional.
Un ejemplo. En este momento —octubre de
2001— debemos suponer que se está integrando o
que ya está integrado el presupuesto para 2002,
en el que estarán asignados los recursos que se
van a destinar al PPP. Pero, hasta donde yo sé, el
Plan Puebla Panamá no cuenta ni propone nada
relevante en el presupuesto que se está conformando a través de las propuestas que están
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haciendo las diferentes secretarías y que van a
articular los coordinadores a nivel de la Presidencia de la República.. Los responsables del plan no
cuentan a la hora de la presupuestación y mucho
menos se están tomando en cuenta las prioridades y opiniones de la gente del sureste. Entonces,
un PSS sin jerarquía institucional y sin suficientes recursos propios, cuyo presupuesto real será
la sumatoria de lo que piensan ejercer en la región Sagarpa, Semarnat, Sedeso, etc. es una entelequia, no un verdadero plan de desarrollo regional.
Otra cosa es lo que se puede hacer en términos
de infraestructura con los recursos de la banca
multilateral. En ese sentido el PPP, más que un
programa de desarrollo, parece un programa de
construcción de obra pública: carreteras, ferrocarriles, aeropuertos, puertos, generación de energía eléctrica, parques industriales, telecomunicaciones, infraestructura hidroagrícola, etc. Y esto
no debe ser subestimado, pero está muy lejos de
ser desarrollo. Es sabido, y no sólo por la izquierda crítica sino hasta por los organismo multilaterales, que la construcción de infraestructura por
sí misma no genera desarrollo.
Estamos, pues, frente a un proyecto terriblemente limitado. Además de mal intencionado,
muy mal intencionado.
Porque lo más consistente en el PPP, es algo
que embona a la perfección con el perfil mercachi-
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fle de la nueva administración. El proyecto es en
el fondo una venta de garaje de Mesoamérica, un
intento socialmente descomprometido por captar
inversiones. Y todo bajo la premisa de que el país
no puede desarrollarse si no es con “ahorro externo”, es decir inversión extranjera, en la medida
en que la banca multilateral está renunciando
cada vez más al financiamiento de acciones estratégicas y dejándoselas a la iniciativa privada.
Entonces se trataría de captar “ahorro externo”
vendiendo “los tesoros” y “las bellezas” del sureste, a través de seductoras desregulaciones, de
exenciones de impuestos, de simplificaciones administrativas y, sobre todo, de omitir o hacer laxa
la normatividad laboral y ambiental, que es lo
que realmente le importa al gran dinero. Esta
oferta se sintetiza en mano de obra barata y derecho a contaminar, porque si no podemos vender
maquileros y maquileras sobreexplotables y la
posibilidad de tirar la basura en el traspatio, entonces no podemos vender nada.
Otro aspecto del PSS que habría que considerar, y que no es estrictamente económico, es su
utilidad para la negociación política del gobierno
federal con los gobernadores de la zona, que son
mayoritariamente del PRI, que alguna vez constituyeron lo que se llamó el “sindicato de gobernadores del sureste” y que son extremadamente
conflictivos. El gobierno central necesita negociar
con ellos, de ser posible, en ámbito de un plan de
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desarrollo de carácter federal y manejando recursos que faciliten la compra de las voluntades de
los dinosaurios sureños.
Al respecto cabe mencionar que la pseudoconsulta en los estados de la región organizada por el
coordinador del PPP, Florencio Salazar, e impulsada a través de diversas instancias federales —
Sagarpa, INE, Sedeso, Semarnat— no se pudo
hacer en Oaxaca porque el gobernador Murat dijo
que ahí él era quien mandaba y que en “su” entidad la federación no iba a hacer consultitas. Este
tipo de conflictos entre grupos políticos se van a
presentar, son parte del contexto, y hay que tomarlos en cuenta a la hora de actuar frente al
PPP. Hay en el sureste contradicciones entre los
“señores de la guerra” y de éstos con el centro, y
enfrentarlas con capacidad de negociación es parte de las mañas que se esconden tras el plan federal.
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El nuevo modelo de desarrollo:
privatizar la vida, promover la muerte
El otro aspecto que debemos discutir más profundamente es el modelo de desarrollo implícito en el
PPP. He dicho —y no es simplemente una metáfora— que estamos ante una “nueva colonización”
o, si se quiere, frente a una etapa nueva dentro
de un largo proceso de colonización. Recordemos
simplemente que durante la primera colonización, cuando la gente de Cortés se va a las Higueras (Guatemala) lo que persigue es un estrecho
para las especias; concretamente, van a ver si
existe de manera natural un canal interoceánico,
además de oro y otras riquezas saqueables. Este
objetivo reaparece en el siglo XIX y se actualiza
con nuevas modalidades en la presente entrada
al nuevo milenio.
Obviamente la del PPP es una apuesta por el
desarrollo económico extrovertido, por la creación
en la zona de una economía de enclave que se
asiente ahí seducida por las “ventajas comparativas” del sureste. Y para lograrlo es necesario facilitar el acceso irrestricto del capital a todos los
recursos de la zona, lo que hace del PPP un planteamiento ambientalmente depredador. Y es que
lo peculiar de esta “venta de garage”, de esta
“nueva colonización”, de este pretendido desarro-
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llo capitalista salvaje en el sureste es que está
fincado en la expectativa de rentas más que de
ganancias. Su apuesta es que la valorización del
capital está garantizada no por la eficiencia productiva, no por la competitividad, sino por la
apropiación de ciertos recursos naturales escasos;
no por la creación de ventajas competitivas en
sentido estricto, sino por la privatización de las
ventajas comparativas de la zona. Ventajas que
en la medida en que pueden ser monopolizadas
pueden ser también valorizadas.
Entonces, lo que hace atractivo al sur-sureste
para el gran capital es la posibilidad de captar las
rentas que conlleva la privatización de bienes
preexistentes en regiones privilegiadas: los recursos naturales, los espacios de tránsito, la biodiversidad, los saberes comunitarios, las bellezas
naturales, la tradición cultural...
Proverbialmente el petróleo es disputado por
cuanto su escasez es fuente de renta, y ciertas corrientes de agua potencialmente generadoras de
energía hidroeléctrica son valiosas precisamente
por excepcionales. Incluso la posibilidad de generar electricidad por vía eólica en regiones como
La Ventosa de Oaxaca es una ventaja que, de
privatizarse, implica la apropiación de una renta,
la “renta del aire”. Pero, en perspectiva, las rentas más suculentas, las más importantes y las
más peligrosas para los mexicanos del sureste y
los centroamericanos —de hecho, para los mexi-
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canos todos y para la humanidad— es lo que he
llamado la “renta de la vida”.
Estoy hablando no de la renta de la tierra por
su fertilidad o ubicación y no de la renta que conlleva la privatización de bellezas naturales, de recursos del subsuelo, etc.; estoy hablando de la
renta de la biosfera, apropiable hoy en sus más
recónditos secretos; estoy hablando de la privatización de la clave misma de la vida que se oculta
en los códigos genéticos. La posibilidad de valorizar los recursos biológicos ya no está únicamente
en llevarse plantas y animales para guardarlos
en herbarios y zoológicos de los países norteños ni
en llevarse semillas y otros tejidos de estas plantas para conservarlos fuera (ex situ). Lo que interesa a los bioprospectores son los códigos genéticos, que ahora ya se pueden interpretar y
manipular y que cuentan con eficientes soportes
informáticos y de hecho constituyen un nuevo tipo de informática. Pero finalmente de lo que se
trata, insisto, es de la privatización de la clave
misma de la vida, y no estamos hablando aquí
sólo de animales, vegetales y microorganismos.
Estamos hablando también del genoma del ser
humano.
Lo que quiero resaltar es que no se trata esencialmente de inversiones productivas de capital
que van a generar nueva riqueza aprovechando
un recurso. Por el contrario, estoy hablando de
patentar códigos genéticos impidiendo el acceso a
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ellos a quienes antes los usufructuaban libremente. Y esto es una distorsión del mercado, pues no
se trata de la privatización de mercancías, es decir de bienes creados, sino de recursos naturales,
apropiación que genera rentas y no utilidades.
Las rentas son muy distintas de las utilidades,
y al capital le interesan infinitamente más las
primeras que las segundas. Porque las rentas son
monopolizables, mientras que por las utilidades
hay que competir en el mercado. Si finalmente
alguna virtud tiene el tan socorrido mercado, es
que obliga al capital a desarrollar la tecnología
que reduce costos y a no fijar precios arbitrarios.
Pero cuando se trata de rentas el capital no compite. Y en el sureste la cuestión es precisamente
atraer al capital con la posibilidad de apropiarse
de rentas: desde la posibilidad de quedarse con
una playa bonita para cobrar por bañarse en ella,
hasta el usufructo de ubicaciones y vías de comunicación estratégicas por su condición interoceánica.
Y dentro de estas rentas destaca una relativamente novedosa, la que se obtiene privatizando
los códigos genéticos y, eventualmente, los saberes de los indígenas y campesinos, que al usufructuar y domesticar los reservorios biológicos
han producido conocimientos muy valiosos. Pero
lo más grave es que en la lógica del gran dinero el
negocio no está sólo en privatizar, en guardar ex
situ el código, la muestra de tejido o la planta; lo
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más peligroso es que una vez que las presuntas
fuerzas de la vida han sido extraídas y patentadas el ecosistema sale sobrando y eventualmente
puede ser destruido para sustituirlo por plantaciones homogéneas obtenidas con semillas transgénicas no autorreproducibles y patentadas.
Por desgracia, sólo en los ecosistemas diversos
la vida se reproduce realmente, de modo que la
verdadera perspectiva del capital invertido en la
industria biotecnológica no es el control de la vida
sino la promoción de la muerte.
La teoría del PPP:
no la gente sino las inversiones
Ahora bien, ¿cuál es la teoría en que se sustenta
este proyecto que, como vemos, resulta depredador y socialmente excluyente? Santiago Levy es el
“teórico incómodo” del PSS porque su discurso es
cínico, mientras que los demás son hipócritas,
demagogos que tratan de adornar con palabrería
bonita lo ominoso del proyecto. Santiago Levy en
cambio es crudo, descarnado e intelectualmente
prepotente, pues está plenamente convencido de
los conceptos que maneja. Para entender sus ideas vale la pena citar su estudio El Sur también
existe, con alguna extensión:
“El diagnóstico presentado sugiere que las
políticas públicas han reprimido el desarrollo
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productivo del sureste al anular en gran medida
sus ventajas comparativas —escribe Levy— por
ello argumentamos que existe un amplio espacio
para diseñar una política que libere el potencial
productivo de la región”.
Pero, por lo que leemos a continuación, queda
claro que lo que según él ha “reprimido al desarrollo” no son sólo “políticas públicas” sino normas constitucionales. Veamos cuáles son los
obstáculos que identifica:
1) “Exclusividad del Estado en actividades estratégicas, particularmente en electricidad, gas y
petroquímica.”
2) “El régimen de derechos de propiedad sobre
hidrocarburos y el agua también ha afectado al
sureste, región muy bien dotada de petróleo, gas
natural y cursos de agua.”
3) “La larga duración del reparto agrario representó un desincentivo al desarrollo agrícola en
nuestro país, especialmente en el sureste. Las
restricciones derivadas del 27 constitucional, vigentes hasta 1994, a poseer y a arrendar fueron
distorsionantes”, etc.
Es decir, que la culpa del atraso del sureste
está en el pacto constitucional y en las políticas
de un Estado que, por su propio origen revolucionario, tenía compromisos con la reforma agraria
y con la preservación de la soberanía sobre los recursos naturales.
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Pero lo más fuerte en Levy no es el diagnóstico
sino la propuesta: un proyecto cuya piedra de toque es el planteamiento de que no es lo mismo el
crecimiento que el desarrollo —entendido este
último como calidad de vida y equidad social— y
que el plan que necesita el sureste es de crecimiento económico, pues los problemas de pobreza
son cuestión aparte y ya se están resolviendo con
otras políticas públicas. Vale la pena exponer la
argumentación que, creo, es la parte medular del
PPP.
Respecto a la problemática del sureste, escribe
Levy, hay “dos puntos de vista”: el que enfoca sus
condiciones de “pobreza y marginación” y el que
considera la “producción”. Y entre estos dos —la
pobreza o marginación y la producción— la “conexión dista de ser total”. Porque si en la región
no hay actividades que generen ingreso la gente
se va y con ello emigra la pobreza. Es decir, que
la pobreza no tiene que contrarrestarse en el lugar en donde se genera, pues los pobres tienen
piernas y se van solitos, se van a los EUA, a las
grandes ciudades, a los corredores de maquila.
“El diseño de las políticas públicas para el sureste debe separar los objetivos de combate a la
pobreza de los de desarrollo regional —continúa
Levy— debido a que los instrumentos a utilizar
en cada caso no son los mismos”. Y más adelante
reitera: “Impulsar el desarrollo de Chiapas en el
sureste en general debe separar los objetivos de
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combate a la pobreza de los de desarrollo regional”. Y explica: “Para combatir la pobreza se
cuenta ya con instrumentos de política social. En
cambio el diagnóstico presentado sugiere que las
políticas públicas han reprimido el desarrollo
productivo y entonces deben desarrollarse políticas públicas para el crecimiento económico de la
región”.
Resumiendo: lo que importa es propiciar la inversión, pues para combatir la pobreza ya está el
Progresa —que inspiró el propio Levy aunque lo
haya promulgado Carlos Rojas desde Sedesol—,
es decir los subsidios a las inversiones en lo que
mal llaman “capital humano”.
Creo que es difícil encontrar una formulación
más descarnada y clara de que en el sureste de lo
que se trata no es de calidad de vida, de desarrollo socialmente sustentable, de promoción del
empleo, de retención de la población. Lo que se
requiere es simple y llanamente generar condiciones para la inversión extranjera y para el crecimiento económico extrovertido. Y dado que esto,
como lo reconoce Levy, no va a tener efecto positivo sobre la remisión de la pobreza, aducir este
objetivo es pura y simple demagogia.
Demagogia que le toca a Florencio Salazar,
quien habla insistentemente de desarrollo sustentable y participativo de bienestar social...
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Tras bambalinas:
la contrainsurgencia y las alternativas
Pero detrás de la inversión social, la asistencia, la
infraestructura de servicios para la población,
etc. está también la política de control social, lo
que se ha llamado desarrollo contrainsurgente. El
sureste no es sólo una región privatizable. El sureste mexicano es, además, una región muy conflictiva, como lo son otros países de Centroamérica. Entonces estos planes tienen un componente
de contrainsurgencia, de control social, de prevención de conflictos, de forzada pacificación social. Y es que —los gringos lo dicen muy claramente— lo único más tímido que un dólar son dos
dólares... o tres o cuatro o un millón, pues conforme crece el monto aumenta la timidez y, por
tanto, la exigencia de garantías, de seguridades
para la inversión.
Creo que esta necesidad de “paz social” explica
la apuesta del presidente Fox a que se aprobara
la ley Cocopa en términos aceptables para el
EZLN y las comunidades zapatistas. Algunos
piensan que no hubo tal apuesta y que la postura
del presidente era simplemente maquiavélica: lo
que buscaba —suponen— es que se rechazara el
proyecto de ley convenido, pero que se les pudiera
echar la culpa a los legisladores. Yo creo que no.
Yo creo que Fox estaba apostando a una ley aceptable para los zapatistas aunque ésta reconociera
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una serie de derechos a los pueblos indios con tal
de que desmontara la amenaza de guerra en
Chiapas, además de fortalecer la imagen política
del presidente. Yo creo que esa era la tirada, que
no era un plan con maña. Fox sí necesitaba que
se aprobara una ley de derechos de los pueblos
indios aceptable, y posiblemente pensaba que no
iba a tener más peso que el papel donde estaba
inscrita, pero le iba a permitir iniciar el proceso
de negociaciones de paz, lo que es condición importante para que lleguen inversiones al sureste.
Paralelamente a esto, el presidente veta la Ley
de Desarrollo Rural, que no es gran cosa pero establece una serie de compromisos del Estado con
el campo y los campesinos. Compromisos que hoy
podrían estar demandando, con la ley en la mano,
los productores de maíz, de caña, de café que reclaman sin éxito políticas públicas que los saquen
del atolladero. Fox vetó la Ley de Desarrollo Rural, pero necesitaba una Ley indígena aceptable
para el CNI y el EZLN, pues la condición de éxito
del PPP es la estabilidad, y ésta no se logrará si
previamente no se firma la paz.
Hay, pues, en el PPP elementos de contrainsurgencia e intenciones de control social, pero el
problema de fondo es el paradigma, el modelo, el
concepto de desarrollo depredador y excluyente
que lo inspira. Y frente a esto no basta denunciar,
desenmascarar intelectualmente las mentiras
que se están diciendo. Es necesario también po-
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ner en cuestión los conceptos básicos que lo sustentan.
En el PPP encarna una visión norteada del
planeta, una visión desde arriba, desde los países
fríos, desde las metrópolis, desde los supuestos
centros generadores de la civilización. Y resulta
que nosotros estamos en el Sur, en el trópico,
abajo, en los países atrasados; sucede que somos
los receptores —a través de las múltiples conquistas y colonizaciones— de las presuntas bondades de la civilización que otros crean. Pues
bien, si no rompemos este molde intelectual profundamente interiorizado no hay mucho que
hacer.
En pleno tercer milenio no podemos seguir
manejando la imagen centro-periferia. ¿Centroperiferia de qué? Estamos en un mundo globalizado desde hace mucho rato, estamos en una esfera. ¿Dónde está la periferia y dónde está el centro, o en dónde termina una periferia y en dónde
empieza el otro centro? Esta visión —que metafóricamente se ilustra bastante bien pensando que
la historia de la civilización es como las ondas
concéntricas que va generando una piedra al caer
en un estanque— es un esquema que no funciona
para pensar la realidad actual, que se representa
mejor como un estanque acribillado por múltiples
piedras generadoras de incontables ondas que se
entrecruzan.
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Otra idea caduca es la visión de una presunta
coexistencia de presente y pasado según la cual
ciertas personas, conceptos y relaciones sociales
son actuales, contemporáneas, mientras que
otras personas, modos de pensar y relaciones pertenecen al pasado. Según esto, pertenecen al pasado los indios del sureste, los derechos colectivos
y la agricultura campesina. En esta perspectiva,
la diversidad cultural pertenece al pasado, es
prehistoria conviviendo con el presente. Desde este enfoque, los indios no sólo están fuera de lugar
sino incluso de tiempo.
Hay también una visión unilineal de la historia según la cual existe una suerte de destino
manifiesto, de fatalidad. Este determinismo impregna también el pensamiento utópico cuando
éste postula una Arcadia única y que debiéramos
compartir unánimemente, cuando en verdad lo
más viable —y deseable— es proyectar un porvenir múltiple y diverso de utopías entreveradas,
sucesivas, alternadas. Un futuro que vamos a
construir todos y cada uno desde diferentes lugares y en diferentes condiciones.
¿Pero qué tiene que ver esto con el PPP? ¿Es
posible aterrizar estos paradigmas alternos o son
simples sueños guajiros? A mi modo de ver, la batalla por el Sur es también la batalla por el paradigma del desarrollo y en última instancia la batalla por la utopía.
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Y en este combate no basta con denunciar, con
criticar, con anunciarles a los del sur la nueva
maldición que se cierne sobre ellos. Es necesario
pasar de la simple oposición a la resistencia y de
la resistencia a la propuesta, a la alternativa.
Porque en Mesoamérica no hay mucho que defender en lo que toca al orden social. Decir que
los pueblos del sureste van a preservar, a conservar, a resistir, a frenar; pensar que van a pintar
la raya y van a decir aquí no pasa la bioprospección, no pasa la maquila, no pasan las grandes
obras de infraestructura, es suponer que hay mucho que defender. Y en el terreno de lo material
los surianos tienen muy poco que defender. Si
hubiera algo que defender se quedarían. Pero no,
los del sur se van, emigran. Hay, pues, un proceso de despoblamiento, de desintegración, de
pérdida de culturas y de saberes, de pérdida de
recursos. Y todo esto porque tienen poco que defender que no sean sus cadenas, para emplear
una metáfora añeja.
En ese sentido, no basta decir no a los planes
ominosos; es necesario proponer. No vamos a preservar el paraíso indígena del sureste de la amenaza de la globalización. Tenemos que inventar
un desarrollo alterno. Tenemos, por ejemplo, que
revirar en términos metodológicos: no aceptamos
los programas de escritorio o generados en las
cúpulas del poder. Exigimos una planeación de-
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mocrática e informada, y esto supone someter el
PPP a una consulta.
Otra cuestión en la que hay que contraponer
es el destino de los recursos de la banca multilateral. Estos bancos tienen normatividades que
hay que cumplir: deben ser transparentes, deben
informar qué van a hacer con el dinero, deben
permitir evaluaciones externas, deben demostrar
que se realizaron estudios de impacto social y de
impacto ambiental, deben atender la posible oposición social. Entonces, vamos a esgrimir estos
instrumentos hasta donde den o hasta donde sirvan; y donde ya no funcionen habrá que buscar
otros caminos para que la gente sea tomada en
cuenta.
También hay que exigir que el concepto de
sustentabilidad del que se habla en todos estos
documentos se asuma en todas sus implicaciones.
No sólo hay que insistir en que los proyectos sean
económicamente viables y ambientalmente sanos,
sino también que sean socialmente equitativos,
socialmente justos. Hay que decir que queremos
integración de las cadenas productivas en un sentido nacional, que queremos un crecimiento también hacia el mercado interno; pero sobre todo
que queremos desarrollo y no simple crecimiento
económico.
Pero el problema mayor no es la propuesta
metodológica o el concepto de desarrollo. La cuestión decisiva es la correlación de fuerzas. ¿Con
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quién vamos a parar el PPP? ¿Los que estamos
aquí y cuántos más?
Al respecto creo que afortunadamente hay
utopías en curso en el sur; creo que Mesoamérica
no es sólo territorio de despoblamiento y ámbito
de desintegración social y destrucción de la biodiversidad, sino que es también laboratorio de propuestas alternativas, de utopías hechas a mano.
Dos aspectos promisorios son los que quisiera
destacar: uno es la construcción de la autonomía
entendida como libre determinación, como autogobierno regional y local, como democracia participativa radical o extendida, con transparencia y
rendición de cuentas, como gobierno desde abajo.
Algunos dirían “mandar obedeciendo”. Pónganle
los nombres que quieran, pero me refiero a la
cuestión de las libertades políticas y el ejercicio
del poder político desde los ciudadanos, a nivel
local y regional pero también en las organizaciones sociales y en los gremios. Los ciudadanos rasos están tratando de ejercer el poder de otra
manera y en el sureste la vanguardia de esta lucha son los indios.
Ahora bien, en el sur mexicano y Centroamérica los indios son algo así como 20% de la población, de modo que son importantes en términos
demográficos, en términos numéricos, pero más lo
son en términos cualitativos. Y es que por el camino abierto por quienes reivindican las autonomías indígenas todos debiéramos abrirnos paso
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hacia el gobierno democrático y participativo. No
se necesita ser un municipio indígena para exigir
un tipo diferente de gobierno, para demandar
participación en la planeación, ejecución y valoración de los proyectos.
La autonomía, y en especial la de los pueblos
indios, es una de las utopías del Sur que están en
curso. La otra es la autogestión económica. Y me
refiero a la autogestión entendida como resistencia a la lógica depredadora del mercado y la racionalidad explotadora del capital, pero también
como apropiación y revolución del proceso productivo, esto último cuando la ejercen los pequeños productores rurales.
Aunque en verdad dentro de los ámbitos urbanos también existe la producción por cuenta propia, habitualmente identificada como “economía
informal”. Pero sean minifundios rurales o changarros urbanos, lo importante es que hay una
economía popular, una generación de bienes y
servicios que se intercambian o que se lanzan al
mercado pero tienen como sentido no tanto la ganancia como el bienestar del productor y el consumidor. Y esta es precisamente la experiencia
más poderosa de las organizaciones campesinas
del sureste: agrupamientos multitudinarios que
están impulsando tecnologías sustentables a
través de empresas familiares o asociativas que
persiguen finalidades sociales.
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Y en lo tocante la autogestión económica me
parece indispensable exigirle al PPP —que presume de ser un proyecto de desarrollo social—
respuestas concretas a la emergencia que vive el
sector de productores de café. Con qué cara
podrán hablar de desarrollo justiciero en el sureste los promotores del PPP si el plan no da respuesta a la catástrofe del grano aromático, sector
agroindustrial del que depende la sobrevivencia
de tres millones de familias y con una derrama de
recursos en las regiones cafetaleras que llega a
muchos más. En cuanto a Centroamérica, los dependientes de la cafeticultura son quizás dos o
tres millones de familias, de modo que estamos
hablando de casi seis millones de familias; decenas de millones de personas que están atenidas
al café. Y el café está en una crisis profundísima.
Pero si se derrumba el café se acaba el sureste.
No es metáfora. Socialmente Mesoamérica se va
a acabar, es decir se van a ir todos los pobladores
que quedaban. De hecho se están yendo ya. En
Tapachula y Motozintla hasta hace poco no había
anuncios para viajar a Reynosa, Ciudad Juárez o
Mexicali; la gente no emigraba a Estados Unidos.
Había café y esto representaba una modesta posibilidad de sobrevivir en la región. Hoy prolifera
la propaganda de compañías que te llevan “al
otro lado”.
La gente está emigrando ya de las zonas cafetaleras. Los que murieron en el desierto de Ari-
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zona hace poco eran del centro de Veracruz, de
una de las zonas cafetaleras campesinas más ricas del país.
Resumiendo: si se derrumba el café como opción productiva para los campesinos y ha esto
agregamos las otras crisis agrícolas acumuladas
(de la caña, la copra, la piña, los granos básicos...)
el sureste va a enfrentar una crisis terminal.
Es una estupidez estar diciendo que con el PPP
va a haber desarrollo con calidad de vida, con
sustentabilidad, y no colocar en el centro una estrategia para el café. Porque el café es la prueba
de fuego del PPP: “Hic Rodhus, hic salta”, decía
San Pablo y repetía Marx.
Pero no es únicamente el problema del café. La
crisis agrícola es absolutamente generalizada.
Los maiceros están tronando. Los más sensibles
son los de altos rendimientos, los maiceros netamente comerciales y de riego de Sinaloa. Pero el
descontrol es de todos, incluyendo a los milperos
comerciales y de autoconsumo del sureste.
Entonces, si el PPP no tiene una propuesta para reanimar a la agricultura mexicana garantizando la soberanía alimentaria y la soberanía laboral ¿a qué se refieren sus promotores cuando
hablan de desarrollar el sureste?
Porque los problemas de Mesoamérica tienen
solución. No tanto por lo que se pueda esperar de
los planes de gobierno como porque existen en la
región sujetos sociales emergentes impulsores de
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estrategias de desarrollo. Los cafetaleros, por
ejemplo, han construido organizaciones en todos
los países de la zona, y recientemente crearon
una Coordinadora para Centroamérica y el Caribe. Además, los mesoamericanos compartimos
historia. En todos los países de la región han
habido luchas por la tierra y reformas agrarias, y
más recientemente movimientos indígenas por el
autogobierno.
Y es que Mesoamérica es la cuna de la civilización maya, una zona que comparte conquista y
colonia, luchas de independencia, experiencias
guerrilleras, combates por la tierra y movimientos étnicos. Mesoamérica es espacio propicio para
una convergencia social que confronte al norteado
Plan Puebla Panamá con base en un Plan Panamá México de los pobres, que a un proyecto
desde arriba contraponga un proyecto desde abajo.
Pensar la globalización desde el Sur
Estamos entrando al tercer milenio y seguimos
hablando de “marchar” al Sur, de redimir a los
indios, de la nueva colonización. Pareciera que
seguimos dentro de un paradigma imperial. Yo
creo que, entre otras cosas, necesitamos cuestionar ese modelo, el modo de pensar, sus clichés.
En el pasado los procesos civilizatorios fueron
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concebidos básicamente desde las metrópolis,
desde los focos de la colonización, desde Europa.
Pero hoy la colonización viene de regreso y hay
que rastrear el curso de los paradigmas que se
originan en el Sur. Y aunque nos digan que empieza en Puebla, en verdad el Sur empieza en el
río Bravo. O a lo mejor empieza en California, o
ya llegó hasta Chicago.
La vieja teoría acerca del sistema mundial del
capitalismo, formulada en una perspectiva ya no
del siglo pasado sino del antepasado, tiene que
ser actualizada, puesta al día a la luz de una enésima colonización imperial, de una oleada más
del capitalismo, siempre yendo del centro a la periferia, de norte a sur.
Por ejemplo, hoy el interés del capital está en
la renta de la vida más que en la renta de la tierra. Los recursos de los que las transnacionales
se van a apropiar son otros, ya no el palo de tinte,
ya no la gran cochinilla, ya no la caoba, sino los
códigos genéticos.
Entonces necesitamos repensar el proceso, y
repensarlo es replantear la dialéctica metrópolicolonia, la dialéctica centro-periferia, atendiendo
también al movimiento centrípeto, a los flujos de
mercancías y gente, pero también de culturas,
ideas y paradigmas que vienen de las orillas.
¿Por qué? Porque las revoluciones del siglo pasado fueron desde la periferia, porque en ellas los
campesinos tuvieron un papel protagónico, por-
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que hoy los indígenas siguen siendo actores destacados no sólo como fuerza de resistencia sino
como generadores de utopías, porque, en fin, hoy
el Sur se mueve hacia el Norte y estamos viviendo un proceso de colonización al revés, un proceso
no sólo de globalización imperial sino también de
mundialización. Y éste es un proceso de abajo a
arriba, de la periferia al centro, de los “excluidos”
a los “incluidos”, del campo a la ciudad, de la colonia a la metrópoli.
Porque, repito, hoy el Sur está en Chicago, en
California, en los Ángeles, en Nueva York. Y hay
más salvadoreños en Washington que en San
Salvador. El Sur ya no está en el sur; también
está en el Norte. Ahora hay enclaves del Sur en el
Norte. Si en el siglo pasado y el antepasado los
administradores alemanes manejaban las fincas
cafetaleras del Soconusco en perspectiva extrovertida y con los ojos puestos en Bremen, hoy los
indios del sureste están en los campos de California, en los restaurantes de Nueva York, en las
fábricas de Chicago, pero sin perder de vista la
Mixteca o El Petén.
Y entonces tenemos que revisar esta visión. No
podemos seguir pensándolo todo desde “arriba”,
desde el “centro”.
No estoy tampoco planteando un paradigma
inverso. No creo que ahora haya que hacer la apología de los campesinos, de los indios, de la utopía
agrícola, de la comuna rural, del mundo que no
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fue absorbido por “Occidente” y ha resistido todas
las colonizaciones. Esto me parece ilusorio. Esos
sí son sueños guajiros.
Hay que repensar el conjunto, la globalidad
como un todo. Pero por razones geográficas, por
razones históricas, nos toca repensarla desde el
Sur.
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