El juicio, La prueba. Sección Territorial de Castilla – Leon

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EL JUICIO
LA PRUEBA: Derecho a la prueba
La regulación de la prueba en nuestro proceso penal debe estar presidida
por el derecho constitucional a la presunción de inocencia que, en el plano
procesal implica que cualquier acusado tiene que ser considerado inocente
mientras su participación en el hecho punible no quede acreditada en el juicio a
través de una actividad probatoria de cargo suficiente, practicada con todas las
garantías.
En forma muy sintética ello implica garantizar tres aspectos.
a)
Que la valoración judicial se produzca sobre la prueba practicada «en
el juicio».
b)
Que la actividad probatoria de cargo sea «suficiente».
c)
Que se practique «con todas las garantías», lo que excluye cualquier
valor probatorio de la prueba ilícitamente obtenida o irregularmente
practicada.
A)
La culpabilidad del acusado debe quedar acreditada «en el
juicio», ya que es en dicho acto donde se cumplen las garantías de oralidad,
inmediación, contradicción y publicidad.
Esta garantía básica del enjuiciamiento debe ser respetada y defendida
a ultranza pues su realización práctica –que plantea graves dificultades aún no
suficientemente desbrozadas por la doctrina y la jurisprudencia de los
Tribunales Constitucional y Supremo-, se enfrenta actualmente a dos dserios
peligros: en primer lugar los argumentos defensistas que abogan por la
necesidad de no dejar inerme a la sociedad frente al delito, pretendiendo
justificar una temporal disminución de las garantías, en los derechos de las
víctimas a obtener la «tutela judicial efectiva» y en la autodefensa de la
sociedad, entendiendo que ello permitirá en la situación actual prescindir del
juicio y acudir al sumario para fundamentar la condena, con el fin de evitar dar
patente de inmunidad a la acción delictiva. En segundo lugar los argumentos
productivistas y de eficacia, que exigen incrementar el número de juicios orales
celebrados por cada órgano jurisdiccional, y apoyándose en los derechos
constitucionales de «tutela efectiva» ya un juicio «sin dilaciones indebidas»,
olvidan que el modelo constitucional del proceso penal lo que exige es
sumarios más cortos y juicios más largos , y que la necesidad de que la prueba
se practique efectivamente en el juicio oral impone necesariamente el olvido
definitivo de los «juicios de un cuarto de hora» tan característicos de nuestro
modelo de enjuiciamiento penal durante un siglo. La celeridad y falta de
dilaciones deben predicarse del largo camino hasta que se celebra el juicio y no
de éste.
La necesidad de que la prueba se practique en el juicio oral sólo excluye la
prueba anticipada y la preconstituida, es decir los casos de imposibilidad o gran
dificultad para que la prueba sea reproducida en el juicio. Asimismo, el material
instructoria puede, excepcionalmente, ingresar en el juicio, como prueba de
cargo cuando se reproduce de manera efectiva, y no meramente formularia en
el juicio oral, fórmula que permite contrastar los anteriores contenidos de los
testimonios de un testigo o coimputado o la propia confesión del procesado
ante el Juez Instructor con las manifestaciones vertidas en el juicio, pudiendo el
órgano jurisdiccional atender a una u otra versión valorando la credibilidad d e
las razones que se expongan para justificar las contradicciones. Estos básicos
principios son sobradamente conocidos pero conviene reiterarlos porque es
necesario hacerlos pasar del ámbito de lo teóricamente asumido a de lo
efectivamente realizado. Como sucedió con la batalla de la inmediación en la
práctica de la prueba Civil, y aún si cabe con mayor claridad, se hace necesario
superar realmente por quienes pertenecemos a «Jueces para la Democracia»,
las tentaciones defensistas o eficientistas, que impiden que en la realidad se
practique efectivamente la totalidad de la prueba en el juicio oral, incluidos
dictámenes periciales (falsedades, análisis, huellas dactilares), declaraciones
testificales de los Agentes Judiciales, etc. La realización cotidiana de estos
criterios básicos sobre la prueba que teóricamente asumimos con facilidad, es
mucho más gravosa, conlleva provocar cambios en los hábitos de la acusación,
absoluciones aparentemente «irresponsables» o imposibilidad de demostrar
nuestra magnífica eficiencia alcanzando cifras record de «x» juicios de una
mañana, pero es la única manera d e no conculcar sibilinamente los derechos y
garantías que nuestra Constitución consagra como fundamentales.
B)
La prueba de cargo debe ser «suficiente» es decir, apta en sí
misma para obtener racionalmente la convicción acerca de la culpabilidad del
acusado. Es necesario advertir de los riesgos de una desafortunada
interpretación que, a partir de la doctrina del Tribunal Constitucional acerca de
sus propias facultades para intervenir en el juicio penal, estima que es
suficiente para justificar la condena que se haya practicado en el juicio una
actividad de cargo «mínima».
«PRUEBAS ILICITAS» EN EL PROCESO PENAL
En el marco del denominado «derecho a la utilización de las pruebas
pertinentes», surge la interesante cuestión de las «pruebas ilícitas» o «pruebas
ilícitamente obtenidas»m para referirse tanto a su admisión o no en el proceso
en general, o en el penal especialmente, como el valor o eficacia que pueda
darse a tales pruebas en el caso que se hubieren practicado en o incorporado a
un proceso concreto.
Más propiamente, en el proceso penal, se habla de «pruebas ilícitas» para
referirse a las practicadas por la acusación o cuya incorporación al elenco de
pruebas incriminatorias se solicita o bien a la validez, valor o eficacia que haya
que dar a las que, teniendo tal carácter, figuren ya incorporadas al proceso
penal.
Por «prueba lícita» se entiende, en general, bien por sí misma, bien por la
forma de obtenerse, viola una norma jurídica o es contraria a Derecho. Esta
norma infringida puede ser una norma constitucional u ordinaria, procesal o de
otra naturaleza. Lógicamente, puede hablarse entonces de una «teoría general
de la ilicitud de las pruebas», aplicable a cualquier tipo de proceso. Aquí sin
embargo, nos interesa el problema en el proceso penal. Y vamos a ver cómo,
en este último, dicho problema adquiere distinta dimensión.
En efecto, en el proceso civil o en otro tipo de proceso no penal, la ilicitud
de la pruebas puede plantearse, al menos en la concepción más clásica de
tales procesos hoy en trance de superación, sólo en términos de nulidad de la
prueba como lógica consecuencia del principio de que los actos contarios a la
Ley son nulos. Aunque ello es verdad también en el proceso penal, sin
embargo en éste la primacía, siempre predicada, de la búsqueda de la verdad
real o material (admitimos que sea discutible hablar de una verdad “formal”
frente o distinta de la verdad “material”) nos conduce al problema del valor que
haya que dar a una prueba ilícita en los términos antedichos, cuando el
resultado de dicha prueba revela parte de esa verdad material o real.
Ante este último problema planteado, se han distinguido dos posturas
contrapuestas. En primer lugar la de aquellos que entienden que, pese a la
ilicitud de la prueba, el respeto a la verdad revelada por dicha prueba hace que
la misma de admitirse y tenerse en cuenta en la sentencia, sin perjuicio de
juzgar, en proceso aparte, la conducta, posiblemente delictiva, de quien obtuvo
la prueba ilícitamente. Frente a dicha postura, se alza la de los que entienden
que la prueba ilícita en ningún caso puede admitirse ni ser tenida en cuenta,
postura de la que, en parte, se desmarcan aquellos otros que dicen que tal
efecto solo se producirá necesariamente cuando la prueba ilícita lo sea por
contravenir normas constitucionales o violar derechos fundamentales, no en los
demás casos. Además, también se halla la distinción, frecuentemente en
ciertos países anglosajones (EE.UU. principalmente) donde el sistema de
derechos constitucionales surge y se mantiene como cuadro de garantías
frente al poder estatal, entre actos de prueba que conculcan libertades o
derechos fundamentales realizados por Agente público o Autoridad, frente a
dichos mismos actos ejecutados por un particular o ciudadano privado;
mientras los primeros carecerían de validez, los segundos se admitirían (al
menos su resultado probatorio). También existe un matiz, mucho más sutil, a
esta segunda postura que niega valor a la prueba ilícita, y es la de quienes
entienden que solución tan drástica de negar validez total a la prueba no se
daría cuando el resultado probatorio de la prueba ilícita podría haberse
obtenido o se ha obtenido realmente por otros medios de prueba ilícitos.
Es interesante también hacer referencia al procedimiento de inadmisibilidad
de la prueba ilícita y al tema de la legitimación para solicitar la exclusión de la
prueba. En el primer aspecto, se dice que la inadmisión de la prueba puede
hacerse bien al ser propuesta o al presentarse o tratar de incorporarla al
proceso; pero también, si la Perusa ilícita fue admitida, se practicó o se
incorporó al proceso, puede el Juez, al final del mismo, rechazarla sin
necesidad de entrar en su valoración, Naturalmente, ello es de gran dificultad
en la práctica; es evidente que, aunque el Juez no entre a valorarla, el solo
hecho de su examen puede dejar huella en el subconsciente de dicho Juez y el
resultado de la prueba ilícita, pese a considerarse que no puede ser tenido en
cuenta (es «fruto del árbol emponzoñado»), influir de alguna manera en la
decisión a tomar en la sentencia definitiva. Para evitar tener que adoptar
recursos de nulidad contra dicha sentencia, se habla de la posibilidad de otras
medidas como la nulidad de todo el proceso y el apartamiento o recusación del
Juez de la causa y sustitución del mismo por otro distinto. En el segundo
aspecto, además de la evidente posibilidad de que el Juez pueda y deba
rechazar o repeler de oficio la prueba ilícita, surge la necesidad de que sea la
parte la que solicite su no admisión, incluso aquella que no ha sido víctima u
objeto de la violación o infracción jurídica que ha supuesto la prueba
ilícitamente obtenida; puede también que dicha víctima de la prueba ilícita no
sea ni siquiera parte en el proceso.
Es hora de analizar el problema en el proceso penal español. Como
estableció la sentencia del Tribunal Constitucional (Sala 2ª, Ponente señor Díez
Picazo) de fecha 29 de noviembre de 1984, que supone el pilar básico de la
doctrina constitucional el respecto, no existía en nuestro ordenamiento jurídico
(ahora existe el artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1 de julio
de 1985, posterior a dicha sentencia) una norma expresa que impusiese la no
consideración como prueba de aquellas propuestas por las partes y obtenidas
antijurídicamente, ni en el proceso penal ni en cualquier otro proceso. El único
precepto que pudiera ser aprovechado al respecto era el artículo 659 de la Ley
de Enjuiciamiento Criminal que concede al tribunal la facultad de admitir sólo
las pruebas pertinentes, paro ello en una interpretación que debía ser muy
forzada. No existía, ni existe tampoco, en opinión del Alto Tribunal, un derecho
constitucional a la desestimación de la prueba ilícita; si la ilicitud en la
obtención de la prueba fuese cierta, y si fuese posible inferir de nuestro
ordenamiento una regla que imponga su ineficacia procesal, habría que
concluir que la decisión jurisdiccional basada en tal material probatorio puede
afectar a los derechos fundamentales e un proceso con todas las garantías que
consagra el artículo 24.2 de la Constitución española. Por otra parte, afirma el
Tribunal que de la posición preferente de los derechos fundamentales, de su
afirmada condición de «inviolables» se deriva la imposibilidad de admitir en el
proceso, en cualquier proceso, una prueba obtenida violentando un derecho o
libertad fundamental, pese a que se reconoce que el problema de la
admisibilidad de la prueba ilícitamente obtenida se perfila siempre en una
encrucijada de intereses, debiendo optarse por la necesaria procuración de la
verdad en el proceso o por la garantía de las situaciones jurídicas subjetivas de
los ciudadanos; éstas últimas acaso puedan ceder ante la primera exigencia
cuando su base sea estrictamente infraconstitucional, pero no cuando se trata
de derechos fundamentales que traen su causa, directa o inmediata, de la
norma primera del ordenamiento.
Esta importantísima doctrina jurisprudencial, aunque recogida en un recurso
de amparo motivado por actuaciones no penales sino de un proceso laboral,
pero de clara aplicación al proceso penal, se completa con otras dos
afirmaciones de la sentencia, a nuestro juicio, también de gran importancia.
Una de la que pueden no coincidir la persona cuyo derecho se conculca extra
procesalmente para obtener la prueba y aquella otra frente a la cual pretende
hacerse valer la prueba en el proceso, esta segunda, parte en el mismo. La
otra afirmación es que la valoración de los distintos instrumentos probatorios se
producirá siempre con el juez de modo sintético, una vez admitidos, con la
consecuencia de que la garantía a la no utilización de pruebas ilícitas resultará
lesionada desde el momento en que pasase a formar parte de ese elenco de
medios probatorios el que aparece viciado de inconstitucionalidad en su
formación misma; con ello, el Alto Tribunal rechaza claramente la posibilidad de
dar valor a tal prueba como complemento de otras practicadas ilícitamente.
Con posterioridad a la referida sentencia, y como ya anticipábamos, la Ley
Orgánica del Poder Judicial ha establecido en su artículo 11,1 que «no surtirán
efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los
derechos o libertades fundamentales». Dicho precepto supone la consagración,
en parte de la doctrina del Tribunal Constitucional ya referida en el plano
legislativo. Se refiere, al hablar de derechos o libertades fundamentales, a los
recogidos en la sección primera, capítulo segundo, título I de la Constitución, y
aunque puede parecer insuficiente, en cuanto consagra, como era de esperar,
expresamente la no admisión de tales pruebas y su nulidad, si pensamos que
las pruebas que no pueden surtir efecto son no pertinentes, hay que considerar
a las mismas no admisibles, lo que es llegar, por una vía indirecta, al mismo
resultado. Lógicamente, la operatividad de dicho artículo dependerá de la
interpretación abierta y progresista o restrictiva y cerrada que hagan los
Tribunales de Justicia.
INTERVENCIONES CORPORALES
Una posible forma de prueba ilícita, por vulnerar los derechos
constitucionales a la intimidad y a la dignidad de la persona, la constituyen las
intervenciones corporales, y más concretadamente las inspecciones de las
«cavidades naturales del cuerpo» puestos de moda recientemente por la
instrucción de la Fiscalía General del Estado de 12 de diciembre de 1988, que
recogía un informe de la Fiscalía Especial para la Prevención y Represión del
Tráfico ilegal de Drogas Tóxicas; estupefacientes, y que dio origen a una
interesante –y fructífera- polémica.
La instrucción analiza el problema de la calificación jurídica de la conducta
de aquellas personas que se niegan a someterse a un reconocimiento médico,
ordenado judicialmente, de sus «cavidades naturales» (recto o vagina), parta
determinar si ocultaba droga en las mismas, llegando a la conclusión –en
contra del criterio sostenido por la Audiencia de Cádiz- de que incurren en un
delito de desobediencia, por estimar que constituyen una negativa injustificada
al acatamiento de un mandato legítimo.
Con independencia de lo desafortunado de la argumentación empleada,
acertadamente criticada por la declaración del Secretariado de «Jueces para la
Democracia» (revista nº 5, pág. 73), al pretender descartar el obstáculo que
representa el carácter degradante de la intervención apoyándose en una
doctrina referida a las penas y no a los medios de investigación, es lo cierto
que a realidad cotidiana va mucho más allá de la Instrucción. Esta parte en
todo momento de que tales intervenciones se han de practicar con autorización
judicial, mientras que es constatable en la práctica que se han venido
realizando policialmente o en otros ámbitos (comunicaciones «vis a vis» en los
centros penitenciarios) prescindiendo absolutamente de cualquier mandato
judicial.
El Tribunal Constitucional coincide, obviamente, en este criterio contrario a
que cualquier intervención corporal que afecte a la intimidad pueda practicarse
a iniciativa exclusivamente policial. En una interesante y algo ambigua
sentencia («El País» del 18 de febrero de 1989, tituló la noticia «El
Constitucional impide inspeccionar una vagina en la investigación de un
aborto», mientras que el titular de «ABC» decía «El Tribunal Constitucional
confirma la legitimidad de los registros corporales»), el Tribunal Constitucional
deja claro que «Tal afectación del ámbito de la intimidad, es posible sólo por
decisión judicial, que habrá que prever que su ejecución sea respetuosa de la
dignidad de la persona y no constitutiva, atendidas las circunstancias del caso,
de trato degradante alguno» (fundamento jurídico 7.º, sentencia de la Sala 1ª
de 15 de febrero de 1989), decisión que deberá ser, en todo caso, motivada,
para que pueda ser controlada la observancia de la regla de proporcionalidad
del sacrificio, al tratarse de un limitación a un derecho fundamental
(fundamento jurídico 8. ºÑ).
Con independencia de la crítica que pueda merecer esta resolución, que en
este momento representa nuestra doctrina constitucional, lo cierto es que hacer
realidad cotidiana una doctrina que impida cualquier afectación al ámbito de la
intimidad corporal (que la sentencia limita a aquellas zonas del cuerpo donde,
conforme al criterio dominante en nuestra cultura, reside el «recato corporal»)
sin autorización judicial, puede significar un importante recorte de prácticas
habituales que incluyen cacheos, registros en los portales, registros con
«desnudo integral» en las comunicaciones «vis a vis» o incluso en as
Operaciones Primavera, etc. Si al menos la polémica suscitada nos sirviera de
acicate a los Jueces para eliminar totalmente esas prácticas incontroladas,
bienvenida sea la famosa Instrucción.
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