Hablan los escritores en catalán durante las postrimerías

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terior a l’esclat de la Guerra Freda, fou un fenomen mundial que, tot i disminuït, ha arribat als nostres dies i és difícil de dir si no és per quedar-se:
el futur no és cosa dels historiadors, però quan un fenomen resulta tenir
un precedent de més de dues dècades en l’etapa d’entreguerres, en dura
més de quatre i es mostra tan reticent a morir, sembla manifestar el seu
caràcter estructural, amb independència de quina sigui la valoració que
fem de la seva natura.
L’experiència de la LCR i de formacions polítiques similars —si als autors no els ha de molestar l’adjectiu— cal valorar-la en la seva justa mesura; per això calen anàlisis aprofundides, no només des de l’òptica de la
història de partit: quina fou la seva contribució a la difusió de nous valors
i actituds de l’onada de renovació dels anys seixanta (discursos, pràctiques, espais d’influència); quin fou el seu paper en la formació de quadres
d’altres partits i organitzacions —un paper involuntari, naturalment—,
en la formació personal de professionals qualificats i d’inteŀectuals (una
bona colla de trajectòries personals serien interessantíssimes), en l’eclosió dels mal anomenats nous moviments socials —l’obra ja anticipa coses
sobre els espais feminista, pacifista, etc.—, en l’auge del sorgiment de les
anomenades organitzacions no governamentals i, encara, en d’altres fenòmens que fan més comprensible la societat d’entre-segles (xx a xxi).
Com sempre en aquests casos, restarem atents a l’arribada de noves notícies sobre la qüestió, perquè no dubtem que se’n produiran.
Martí Marín Corbera
Universitat Autònoma de Barcelona
Hablan los escritores en catalán durante las postrimerías
del franquismo
Robert Saladrigas. 2014. Paraules d’escriptor. Monòlegs amb creadors catalans dels setanta. Barcelona: Galàxia Gutenberg / Cercle de Lectors, 295 p.
El monólogo, en la práctica periodística de Robert Saladrigas, era una peculiar versión de la entrevista, género cuyo secreto estriba en conocer la
materia, saber escuchar y disolverse, dejándole todo el protagonismo
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al entrevistado. Aquí el monólogo no es tal, aunque al estar elididas las
preguntas pudiera dar esa impresión. Estas 42 conversaciones aparecieron publicadas en castellano en la revista Destino, entre 1968 y 1975, pero
ahora se nos dan traducidas al catalán, lengua usada en los encuentros,
en versión de Josep Alemany. Sin embargo, para los escritores que utilizan el mallorquín supone un doble trasvase, como recuerda el mismo Saladrigas.
Se trata de una de las etapas más fértiles de la revista de Vergés, antes de
que se hicieran con ella los bárbaros y acabaran liquidándola, reencarnados en esta ocasión en Jordi Pujol y su agradecido chevalier servant Baltasar Porcel, a quien —por cierto— le debemos una de las mejores frases
del libro: «la meva noveŀística, que és on de debò, de debò, m’hi jugo els
calés». Saladrigas contaba entonces 28 años y estaba iniciando su trayectoria como narrador, pues aún no había publicado su primera novela notable, Aquell gust agre de l’estel (1977). La elección tanto de los entrevistados, casi todos ellos escritores de ficción, como de los temas que trataron
guardar relación con la actualidad del momento, bien sea por la aparición de un nuevo libro, la concesión de un premio o la anormal situación
de la lengua catalana.
Como resulta imposible detenerse en todo lo sustancial, voy a ocuparme solo de alguna de las respuestas que me han llamado la atención. Pero
quizás antes habría que distinguir entre los escritores que permanecieron aquí tras la guerra; aquellos que optaron por el exilio y los nuevos
nombres. Por otra parte, se singularizan los que utilizaron ambas lenguas, como en el caso de Sebastià Juan Arbó, a quien Saladrigas le da un
tirón de orejas por abandonar tras la guerra el catalán como lengua literaria por motivos económicos (p. 195); y los periféricos mallorquines.
Por ejemplo, Vidal Alcover se queja de que Barcelona siempre le ha negado el pan y la sal y se refiere a la Escola mallorquina como perfectamente
definida; mientras que Francesc Vallverdú defiende la entidad de la poesía de la denominada Escola de Girona. En el mismo sentido, Guillem
Frontera se lamenta de la excesiva dependencia mallorquina de Madrid y
Barcelona.
Joan Sales, con motivo de la edición completa de Incerta glòria en 1969
(1ª ed., 1956), defiende para la novela una lengua coloquial, viva, en el mismo sentido que Brossa. Y en esa fecha, Joan Oliver, que ya tiene 71 años y
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acaban de concederle el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, afirma
que la juventud actual le parece triste. A Tísner, el pintor realista J.-F. Millet, cuyo Ángelus remedó Dalí, le resulta vacuo; en cambio elogia la perfecta mezcla de realidad y fantasía en Cien años de soledad, novela que
más adelante tradujo al catalán. Espriu se muestra sorprendido porque
le hayan concedido el prestigioso Premio Montaigne, que otorga la Universidad de Tubinga, e ironiza sobre cómo no faltará en Cataluña quien
lo acuse de fascista por aceptar un reconocimiento de la Alemania occidental. También confiesa que su mayor ambición sería escribir una «noveŀa llarga» que se titularía La roda del temps. Un autor completamente
distinto, como Víctor Mora, defiende el cuento frente a la novela, sobre
todo aquellos relatos que tienen inicio y conclusión, la tradición que va
de Chéjov a Hemingway, hoy de nuevo tan de moda. Y se plantea una vez
más el problema de la lengua, en este caso de su trilingüismo. Calders, cuyos autores favoritos confiesa que son Chéjov, Oscar Wilde y Bontempelli,
se lamenta por el estado del cuento literario, excluido de diarios y revistas, y de la inexistencia de una crítica responsable. Pedrolo, quien pronto
se convertiría en el mayor best seller de la historia de la literatura catalana, se quejaba en 1970 de que tenía dificultades para publicar. Y, por cierto, Joaquim Carbó lo consideraba entonces el más profesional y mejor
novelista. Cucurull, por su parte, critica que algunos pontífices de las letras catalanas lo hayan ignorado, por lo que confiesa que incluso ha llegado a pensar en el suicidio… Y Clementina Arderiu, cuenta entonces 83
años, define su poesía como «íntima i intuïtiva i, sobretot, molt catalana,
perquè ho sóc pels meus vuit o deu costats» (p. 229). Y, por último, Teresa
Pàmies y Miquel Ángel Riera nos descubren una primera época como escritores en castellano que yo al menos desconocía.
Saladrigas traza a veces un breve retrato de sus protagonistas, valga
como prueba el arranque del texto que le dedica a Brossa, o el comentario sobre el cambio de imagen, la modernización de Candel, quien —por
cierto— debería haberse incluido en el volumen dedicado a los escritores en castellano, aunque el interés literario de su obra de ficción sea muy
escaso, o la semblanza del poeta Tomás Garcés. Así, por ejemplo, Josep
Vallverdú, en una de las conversaciones más singulares del libro, afirma
no tener vocación literaria e interesarse solo por los encargos concretos
y los premios, y no satisfecho con ello apunta que tanto Barcelona como
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Lérida le producen asco. En fin. Sorprende, a veces, el poco creíble desinterés que dicen sentir por la política, o como ocurre en el caso de MariaAurèlia Capmany, quien afirma no ser una mujer política (p. 217).
Pero el escritor periodista que es entonces Saladrigas también se confiesa, por ejemplo cuando en 1970 nos dice que los dos autores españoles
que disfruta más leyendo y releyendo son Cunqueiro y Perucho, infravalorados entonces por haberse decantado por la estética de lo fantástico,
cuando seguía imperando el realismo, tanto en la literatura en gallego,
como en la escrita en catalán o castellano. Por cierto, en la conversación
que mantiene con el autor de Les històries naturals, una de las más sustanciosas del libro, éste niega que su obra ni la de Cunqueiro formen parte de la literatura fantástica, sino más bien de la maravillosa y poética; explica las diferencias entre su literatura y la del autor de Merlín y familia,
y confiesa que en el fondo sus libros son una reacción contra la falta de
libertad, contra el racionalismo que tiene encadenado al mundo actual,
en la misma línea de lo que pensaba Calders por esas fechas. Tampoco
deja de ser curioso que en 1970 Perucho diera por zanjada su producción,
cuando todavía le quedaban por publicar treinta o cuarenta libros.
El caso es que muchos de estos testimonios destilan, como ha señalado
con perspicacia Ponç Puigdevall (El País, 23 oct. 2014), insatisfacción por
la situación política y lingüística. No en vano, alguno siente la necesidad
de definirse como catalanista (Oliver), católico (Pere Ribot), de derechas
(Oller i Rabassa), republicano (Jordi Coca), ateo (Pedrolo), contrario a la
gauche divine (Vallverdú), demócrata liberal (Capmany) o políticamente
pez (Candel), aunque la respuesta más enrevesada e ininteligible sea la
de Benet y Jornet (p. 223). No son entrevistas a fondo, pero han quedado
como un testimonio de las obsesiones, inquietudes e ilusiones de los escritores y ensayistas catalanes durante la última etapa del franquismo, en
unos años en que los autores se callarían cosas por temor a la censura o a
las represalias del régimen, pero en donde por otra parte, no se había instalado entre nosotros todavía el pensamiento literario políticamente correcto. Este libro se complementa con otros dos, hermanos gemelos, en
los que Saladrigas conversa con los autores hispanoamericanos (Voces del
boom, 2011) y los españoles que escribían en castellano (Rostros escritos.
Monólogos con creadores españoles de los setenta, 2014). En suma, tres volúmenes que reúnen testimonios imprescindibles para entender lo que
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fue la literatura catalana, hispanoamericana y española cuando apenas
empezaba a vislumbrarse el fin de la dictadura franquista.
Fernando Valls
Universitat Autònoma de Barcelona
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