ladrón de niños y otros cuentos

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ricardo chávez castañeda
ladrón de niños
y otros cuentos
CENTZONTLE
RICARDO CHÁVEZ CASTAÑEDA
LADRÓN DE NIÑOS
y otros cuentos
CE NT Z O NT LE
FO NDO DE CU LT U R A E CO NÓ M IC A
Primera edición, 2013
Chávez Castañeda, Ricardo
Ladrón de niños y otros cuentos / Ricardo Chávez Castañeda. —
México : FCE, 2013
135 p. ; 17 × 11 cm — (Colec. Centzontle)
ISBN 978-607-16-1431-5
1. Cuentos mexicanos 2. Literatura mexicana — Siglo XXI. I. Ser.
II. t.
LC PQ7296
Dewey M863 Ch339l
Distribución mundial
Diseño de portada: Francisco Ibarra (π)
D. R. © 2013, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios: [email protected]
www.fondodeculturaeconomica.com
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el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-1431-5
Impreso en México • Printed in Mexico
Índice
•
La infancia rendida de Chávez Castañeda,
por Ignacio Padilla ✥ 7
Ladrón de niños ✥ 13
El final del futbol ✥ 43
La esquina del fin del mundo ✥ 63
La caída del cielo ✥ 91
Sobrevivir ✥ 110
La infancia rendida
de Chávez Castañeda
•
Era habitual hallarle en las antesalas y los podios de algún galardón grande o pequeño, no importa de qué género. Quienes seguíamos sus pasos podíamos apostar
que allí estaría, amable y hermético, con el aura y la
melena de un jovial cantante de baladas, danzante, apenas formal. Y podíamos también estar seguros de que
traía algo entre manos. Sus manuscritos estaban indefectiblemente allí, antes que cualquier otro, impolutos y
espontáneos a un tiempo, antes siquiera de que él mismo los notase o los reconociese. A la hora de los aplausos, se desplazaba con amabilidad y asombro, agradecía el reconocimiento con una dulzura hipnótica. Una
y otra vez, todo aquel fasto parecía nuevo para él, como
si cada reconocimiento y cada libro nuevo lo hubiesen
sorprendido una mañana después de haber perdido la
memoria reciente del oficio de escribir. Como si sólo le
hubiese quedado el tuétano de su infancia, aquél donde
todavía hay espacio para la maravilla. Siempre niño,
siempre perplejo, se movía por esos mundos con la na7
turalidad del pequeño que podría creerlo todo y que
sin embargo no acababa nunca de creer en nada.
Creo que no exagero cuando digo que desde ese
entonces Ricardo podía parecer perfectamente una
rara avis: el ejemplo singular de esa utopía que conocemos como el escritor feliz. Triunfante en casi todo y
resistente como pocos a los giros mínimos de la desdicha que el ambiente con frecuencia ofrece, tenía además la extraña facultad de tener pocos enemigos. Los
críticos le alababan y los espacios se le abrían con el
¡ábrete, Sésamo! de su cordialidad. Mayor que algunos
de nosotros, se veía no obstante más joven, cada vez
más joven, sobrecargado de una energía vital producto
de una existencia en la que el único vicio era bailar.
Por dentro, sin embargo, Ricardo cargaba y carga,
como todos, sus tormentas, un huracán celosamente
guardado bajo su bonhomía. A la facilidad con que se
le reconoce se opone en secreto un escritor obsesivo,
un neurótico del trabajo literario, un analista riguroso
formado acaso en el transcurso de sus estudios de psicología paralelos a los literarios. Pero ante todo está el
ocultamiento: es como si detrás de esa transparencia
se ocultase siempre un secreto enorme, una metamorfosis penosa que exige de él una máscara para que no
lo hieran, para no dejar el alma al descubierto, en carne viva. Todo está controlado en la ficción de Ricardo
porque su alma lleva mucho tiempo, mucho trabajo y
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tal vez muchas lágrimas y líneas aprendiendo a domesticarse y domesticarnos.
A la fecha, cuando leo alguno de sus libros o de sus
artículos, sigo presintiendo que en ellos está no un niño
sino una infancia. La dureza de los temas que aborda y
el vínculo constante que sus personajes tienen con sus
primicias me empujan a creer que Ricardo y su obra
son sobre todo ornamentos, anexos de esa existencia
única que para él es la niñez, una niñez que imagino tan
dichosa como atroz, es decir, como cualquier otra.
Todo esto es sobre todo claro en la obra cuentística
de Ricardo Chávez Castañeda, una obra que en este
volumen tiene algunos de sus más ilustres representantes. Lo que aquí se narra transita siempre entre la
niñez y la muerte, entre lo angélico y lo diabólico, entre lo maravilloso y lo redomadamente cruel. El cuento que encabeza este quinteto, «Ladrón de niños», le
granjeó a Ricardo el Premio Julio Cortázar. En él me
parece identificar una nómina de las obsesiones personales y literarias del autor: los dobles de una misma
vida contada desde todos los tiempos y todos los espacios posibles, la niñez ante el ogro devorador del adulto, la necesidad imperiosa que todos tenemos de enterrar la verdad en la burbuja protectora de la ficción. En
este y en los restantes cuentos del presente volumen
hay una complicidad atroz entre los hombres y sus
monstruos infantiles, como la hay en la fatalidad. En
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«La esquina del fin del mundo», un genealogista miope desentraña la cronología de una epidemia de suicidas revelada como conspiración; en «El final del futbol», un par de jóvenes rinden cuentas, en una cancha
fantasma, con la espeluznante tradición de partidas
jugadas sucesivamente con cabezas cercenadas a trueco de balones; en «Sobrevivir», un memorioso curador
ruso, digno del Funes borgeano, esboza la sonrisa de
quien sale debajo de las ruinas de una Florencia inundada para ahogarse o verse ahogar, en homenaje al Jinete de bronce de Pushkin, entre su memoria, su capacidad para el detalle y su ineptitud para conocer los
universales, particularmente el amor; en «La caída del
cielo», el doctor Mállor, experto en moribundos, accede al conocimiento de que la muerte es sólo una disputa entre lo humano y lo angélico. Ninguno de estos
trágicos personajes alcanza la felicidad, todos ellos padecen una nostalgia casi manriqueña de una infancia
sin embargo terrible, un pasado donde se ha sembrado la única venganza posible: la de resignarnos a que
los ríos de nuestra vida den al mar que es el morir.
Cuentos y novelas, niños y muertos. Libros para niños con personajes infantiles, adultos gregarios con fijaciones en sus primeros años, malabares lingüísticos y
estructurales que recuerdan un juego de mesa, una estrategia submarina, una guerra de resorterazos. No encuentro uno solo de los textos de Ricardo que no me
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remita a mi propio ir y venir por los barrios de mi sur
urbano, por sus azoteas y sus canchas de futbol llanero,
por sus tendederos, por sus incipientes tribus y sus
adultos aterradores.
Los ojos de Ricardo son siempre los de Fanny y
Alexander, a los que Bergman ocultó entre las cortinas
de la casa de la abuela o bajo una mesa desde la cual
miraban el mundo adulto, un mundo que nos causa
aún tanta fascinación como horror, un mundo tan raro
como común, feliz tan sólo cuando crecemos, pero
lleno de secretos y de horrores a los que únicamente
podremos enfrentarnos por medio de un libro, de su
lectura o de su escritura. Se trata de visiones que sólo
pueden nombrarse con lo doméstico: el gato, el ángel, la
paloma, el jardín, la secta y la conspiración. Ricardo, en
cierto modo, siempre estará escribiendo su versión de
Los cachorros o de El señor de las moscas, siempre una
lectura torva de Dos años de vacaciones. Náufrago al fin
en la espesa isla de una niñez que no le abandonará
nunca, Ricardo emprende sonriente sus robinsonadas
personales, desaparece en hundimientos que sólo él conoce y que lo arrastran a costas que sólo a él están reservadas. De estos mares emerge siempre de improviso.
Vuelve un año de tantos, con un cuento o con una novela, con su resuelta vocación por esa balsa que lo salva
y nos salva siempre: sus historias.
Ignacio Padilla
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Ladrón de niños
•
Federico Frey pudo advertir antes la existencia de ese
libro que venía firmado con su nombre pero que él no
escribió. Cuando se acercó a la librería del aeropuerto
tenía la mirada vaga de quien se ha acostumbrado a
vigilar con detalle ya no el mundo sino el continuo
deterioro de su propia cabeza. Paró frente al cristal sin
desencorvar la espalda ni hacer nada por recomponer
su reflejo, extrajo unos lentes oscuros y ocultó así los ojos
también suyos que lo interrogaban desde el escaparate,
y luego prosiguió con su caminar dejando del otro lado
del vidrio las novelas que ociosamente dominaban la
mesa de novedades con un cintillo aparatoso «Para los
que padecen, para los expulsados de su propia alma. La
obra maestra de Frey».
Es lo perturbador en ese tiempo verbal propio de
lo que no sucedió, el «hubiera», la conjugación de la
irrealidad. Si Federico Frey hubiera reparado entonces
en el libro, ¿qué habría acontecido? ¿Habría cambiado
el hecho fundamental de que él no lo escribió? ¿Cuál
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es la esencia de un episodio: su secuencia o su desenlace? Quizás este desvarío pueda resumirse en una
pregunta: ¿el pluscuamperfecto «hubiera» multiplica
de verdad las direcciones de un evento o sólo ofrece
atajos para llegar a la misma mesa fría, a la venda tensa sobre los ojos y al tarareo cada vez más audible de
alguien que se aproxima?
Federico Frey tuvo una segunda oportunidad al
llegar a su casa. Desde la ventanilla del Mercedes vio
docenas de periódicos en el jardín que exageraban una
ausencia ni siquiera de quince días. Ignoró los periódicos de fechas recientes al atravesar la verja y levantó
uno amarilleado por el sol, el que parecía más viejo y
por tanto inofensivo ya, lo puso bajo el brazo y así entró en la casa antigua de dos plantas, piso de duela y
muros gélidos como las paredes de un ataúd. Dejó la
maleta junto al perchero y fue a descorrer las cortinas.
No había allí dentro ningún indicio para identificar la
residencia de un escritor. La austeridad tenía algo de
pueril, como esos dibujos infantiles que reducen una
casa a un par de ventanas y una puerta; sucedía similar
con la estancia, se hallaba contraída a sus elementos
mínimos: la mesa y cuatro sillas, el sofá y la lámpara
de pie. Federico Frey encendió la lámpara, se dejó caer
en el sofá y cuando iba a hojear el periódico, cuando
inevitablemente iba a topar con el anuncio escandaloso que ocupaba completa una de las páginas centrales
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exhibiendo la portada del libro y debajo, en letras gruesas y abusivas, la patética leyenda «¡Se acabó el silencio de Frey!», él metió la mano en el bolsillo del abrigo
y en lugar de extraer los bifocales encontró la hoja plegada que olvidó haber guardado ahí.
Veinte minutos permaneció Federico Frey contemplando el dibujo de su nieto. La escena representada
ofrecía pocos detalles: una escalera, la balaustrada y,
entre los barrotes, las piernas de alguien que descendía.
Al pie de la hoja estaba escrita una rima tonta: «Abre
los ojos, sigue bajando. Cierra los ojos, sigue bajando».
Pasados los veinte minutos, a las tres de la tarde, sonó
la alarma del reloj pulsera y él volvió de su ensimismamiento, se levantó sin abrir el diario y salió de la casa.
Federico Frey es escritor. Un escritor contagia a
otros como él. Es una lepra. Descarnándose, cayéndose a pedazos, los leprosos se persiguen entre sí. Las
manos de Federico Frey descendieron y se quedaron
inmóviles sobre la mesa rectangular del Centro Literario. Él vio sus propias manos, pero sus manos también
fueron vistas por todos los ojos que nunca lo dejan en
paz. Él es el maestro; él ocupa la cabecera.
Cuando llegó, ya estaban los becarios, silenciosos,
respetuosos, y también ya estaba el libro en el otro extremo de la mesa. Pero él miró sus manos y escuchó el
primer cuento sin levantar la vista.
No eran infrecuentes los largos silencios después
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de la lectura, así que nadie se sorprendió mientras el
silencio no se dobló como una cuchara. La joven de
pelo artificialmente rojo había leído más de veinte
cuartillas, demorándose adrede en algunos pasajes, satisfecha y aliviada ella al llegar al punto final con el
suicidio de su protagonista, pero el mutismo de Federico Frey fue destiñéndola, palideciendo ella de una
manera idiota, como si este silencio absurdo estuviera
drenándola a cucharazos. Los otros becarios fingían
releer el cuento de la joven, hacer anotaciones, y de sesgo miraban también confusos a Federico Frey, veían el
cuerpo largo y flaco y viejo de su maestro que, inclinado sobre la mesa, parecía oscilar ante un sitio que se
corta y se hunde.
Él tenía la boca levemente abierta y por entre los
mechones de cabello blanco que le caían sobre la cara
podían verse sus ojos cerrados, apretados incluso. No
dormía. El malestar había llegado sin aviso, transparente y sólido como un rollo de papel celofán envolviéndole la cabeza. A través de las capas de dolor pudo ver la
mano temblorosa de la joven que leía, pudo ver a los
otros escuchándola, pero la máscara adherida lo desfiguraba, era capaz de sentir el torcimiento de su nariz y
el ensanchamiento de sus labios por la opresión que iba
separándolo del mundo. Cuando cedió la asfixia de manera ordinaria, igual que si metieran una navaja entre
su nuca y aquello que le ponía aparte, vio el libro.
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Federico Frey empujó la butaca y se levantó con
torpeza, rodeó la mesa sosteniéndose de los respaldos
y de la expectación de sus becarios. Lo que había visto y
había leído en forma invertida desde su butaca, no era
un error. «Ladrón de niños» —impreso con gruesos
caracteres en la portada —y, arriba, en la parte superior de ese libro que jamás había visto, su nombre:
«Federico Frey».
—Quería un autógrafo, maestro… que me escribiera algo— balbuceó uno de los muchachos.
Él arrancó la fajilla del volumen y, desde la portada, el rostro de un niño cuyos ojos habían sido cubiertos con una venda le encaró inocentemente. Frey encontró, en la contraportada, una fotografía suya que
no recordó haberse tomado nunca: de espaldas, torciendo la cabeza para mirar al foco de la cámara.
—Lo siento —fue lo único que alcanzó a decir para
concluir la sesión y salió del recinto llevándose la novela, su novela.
Es aquí donde se da el cruzamiento, la primera
coincidencia entre lo que sucedió y lo que pudo haber
sucedido.
Que Federico Frey hubiera acudido al Centro Literario intentando modelar a los jóvenes que veía llegar
año con año —como decía él, «enfermos, dolorosamente enfermos, y yo resistiéndome a ellos sólo para
verlos marcharse después con sus enfermedades más
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espesas y eficaces»— resultó ser una posibilidad que
está acabando por ablandarse como una figura de cera
abandonada al sol.
El principio fue otro… pudo ser otro:
Luego de una difícil visita a su única hija, Federico
Frey bajó del avión, llegó por accidente a la librería del
aeropuerto y allí supo que acababa de publicar una novela que nunca escribió. Fue una reacción extraña. Comenzó a recoger los libros que ociosamente dominaban
la mesa de novedades como si se sintiera avergonzado.
(En otro de los ramajes del pluscuamperfecto no hubo
tal vergüenza sino novelas cayendo al suelo; a veces el
rostro del niño de los ojos fuertemente vendados portada arriba; a veces él mismo mirándose desde la contratapa, y su voz en un ronco y humillado murmullo: «Y el
título, Dios mío, el título».)
Es posible que otros cauces del «hubiera» desembocaran también —y por eso no tiene caso recrearlos— en la planta alta de la casa de Federico Frey, en
su estudio de largas paredes tapiadas con cientos de
volúmenes, enfilados éstos con un cuidado excesivo,
inhumano, una escenografía inverosímil, al igual que
los diplomas y las placas honoríficas que se iban extendiendo ostentosamente a un costado de la puerta
sin el deterioro del polvo, del sol, de la humedad, de
las miradas repetidas. Hasta allí llegó Federico Frey
para rendirse a la idiotez de la duda, de la demencia,
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de buscar entre los manuscritos extraídos del archivero uno que, «Dios mío», tuviera ese título infame.
El teléfono timbró seis ocasiones antes de que lo
escuchara. No pudo entender nada de lo dicho desde
el otro lado de la línea, ni siquiera fue capaz de identificar la voz mientras aquél, posiblemente también
escritor por la familiaridad con que le hablaba, lo celebró.
—¿Por qué te lo guardaste? Es soberbio, Federico,
deslumbrante.
Después de colgar, Federico Frey permaneció largo
rato mirando el libro que seguía en el escritorio, real,
inexplicable. «Ladrón de niños», releyó con una sensación sombría, una mezcla de indignidad y desdicha, y
lo abrió.
Al día siguiente despertó tendido en la alfombra
con un punzante dolor de ojos. Por un momento no
recordó lo sucedido la noche anterior. Desde los últimos meses un mal incierto, evasivo como un pez, brotaba durante unos segundos de las aguas profundas de
su inconsciencia. De pronto era asaltado por un abatimiento y él yacía inmóvil sin poder pensar, ahogándose, como si tuviera una mordaza en el cerebro. En ese
desvalido estupor lo sorprendía a veces la noche. Entonces recogía las quejas de su cabeza como se recobran los restos de un naufragio y aceptaba que se había
quedado solo, sin puentes para hacer transitar a nadie
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LADRÓN DE NIÑOS
Y OTROS CUENTOS
Habitados por personajes solitarios y abatidos, casi fantasmales,
estos relatos sitúan al lector en el umbral entre lo humano y lo
sobrenatural, empujándolo poco a poco hacia terrenos cada vez
más inhóspitos, donde, como una sombra, se desplaza la muerte. Unida por el hilo del asombro —recurso que en Chávez Castañeda toma un tinte a la vez terrible y sublime—, esta selección
de cuentos ofrece una muestra de la fecunda imaginación y gran
capacidad narrativa de su autor, las cuales le valieron el Premio
Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2012, por aquel que
da título a la presente edición.
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
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