MARZO 2013 AMOR FRATERNO Queridos hermanos, nuestra fe nos transporta a ese momento sublime de la última cena del Señor con los apóstoles; o mejor, esa última cena es la que se hace presente, como entonces, aquí y ahora. Las celebraciones cristianas no son una mera repetición de ritos sino un encuentro con Jesucristo que vive y nos hace participar de su misterio. “OS LLAMO AMIGOS…” En la última cena el Señor instituye el Sacerdocio, la Eucaristía y nos da un mandato: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (Jn 15, 12). Bien sabemos que sin sacerdotes que proclamen la Palabra de Dios y hagan presente a Cristo, especialmente a través de la Eucaristía, el amor fraterno sería algo sencillamente imposible para nosotros. El Sacerdocio, la Eucaristía y el amor fraterno son un verdadero don para nosotros: un regalo de este Señor a quien vemos hoy en las horas previas a su muerte y nos quiere dejar lo más precioso: su Presencia. Nos había dicho: ya no os llamo siervos, os llamo amigos (Jn 15, 14-15); y estos regalos de hoy son la prueba más fehaciente de su amistad. A los sacerdotes el Señor nos ha elegido y dado la gracia mediante el sacramento del orden sacerdotal para ser sus servidores y mostrarle a los demás con nuestras palabras, con los sacramentos y con una vida santa, pero hemos sido tomados entre los hombres, pecadores, por tanto, y en tantas ocasiones no estamos a la altura que deberíamos, siendo imagen transparente del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas. Por otro lado, los jóvenes no logran escuchar la Voz del Señor para consagrar la vida a su servicio o les falta generosidad para ello, ante lo cual se resienten todos los hombres que andan en tantas ocasiones como ove- jas sin pastor. Faltan, en consecuencia, más sacerdotes en la Iglesia para cuidar del pueblo de Dios. La necesaria santidad de los sacerdotes y la falta de vocaciones requieren de nuestra parte, como muestra de agradecimiento al Señor, que recemos y ofrezcamos sacrificios sin tregua, en este año de la Fe especialmente, para que florezca de nuevo la vida cristiana de tantos hermanos nuestros que duermen en los bienes de este mundo o no han recibido la dicha de la fe. Esa oración se hace particularmente urgente, nos lo pide el Papa, por los sacerdotes enfermos, solos, desanimados o incluso por aquellos pocos que no han sido o no son buen ejemplo para el pueblo de Dios. A todos nos incumbe esta obligación cristiana por el bien de todos los hombres. AMAR A DIOS Y AL PRÓJIMO La Eucaristía es otro gran don que el Señor nos concede. Hoy y aquí está el Señor, después de XXI siglos, en el sagrario para acompañarnos; de una forma especial en tantos lugares en todo el mundo donde es adorado de forma permanente por tantos fieles. Aquí está el Señor que se hace alimento a diario y cada domingo para nosotros. Sin embargo, este regalo del Señor también se apoya sobre nuestra pobreza y debilidad: en tantas ocasiones encuentra frialdad, acostumbramiento o rutina que nos lleva a prepararnos poco para recibirle o a ser poco generosos en el tiempo que podemos pasar con Él. Sabemos que la Eucaristía es nuestra fortaleza para hacer el bien, pero nos apoyamos demasiado en nues- tras propias fuerzas. Por otro lado, son tantos los hombres y mujeres de nuestros pueblos y ciudades que viven a diario como si el Señor no estuviera realmente presente y viven en la intemperie de unas circunstancias del día a día que son tan cambiantes y están sujetas al mal… Todo ello debería dolernos y movernos a pedirle perdón por nuestra ingratitud y rezar más por nuestros hermanos. El amor fraterno podríamos considerarlo, sin más, como un mandato o una obligación que nos impone el Señor, como señalaba al inicio. Sin embargo, más allá de un imperativo, los cristianos debemos entenderlo como un camino de vida auténtica. Volvamos la mirada sobre nuestra condición: hemos sido creados a imagen de Dios y Él es Amor; así, nosotros llegamos a ser lo que verdaderamente queremos, si lo pensamos bien, cuando amamos de verdad, con todas las de la ley. De esta forma, el mandato del Señor del amor fraterno deviene un gozoso descubrimiento que nos introduce en una senda costosa pero verdaderamente fecunda porque respondemos a nuestro ser más íntimo. En otras palabras: ¿Acaso no recordamos los días de mayor alegría en nuestra vida como aquellos en los cuales nos hemos sabido amados por los nuestros y hemos mostrado a los demás el sincero aprecio que les teníamos? Así es, porque amar al Señor y al prójimo es lo que más ennoblece nuestra condición de criaturas y lo que nos hace realmente felices. Todo ello nos hace participar del Amor de Dios, ahí ha estado y está nuestro gozo. UN AMOR VERDADERAMENTE CRISTIANO Pero el amor fraterno, la comunión entre nosotros, también se apoya en vasijas de barro, en nuestra fragilidad propia de pecadores. Experimentamos muchas veces las mismas inclinaciones y limitaciones que los apóstoles nos muestran, a lo largo de los Santos Evangelios en su convivencia mutua y con el Señor. Ellos eran hombres como nosotros, los primeros que escucharon estas palabras del Señor que les confiaba la misión de poner en marcha la Iglesia. Ellos discutían por el camino quien iba a ser el más grande en el reino de los cielos (Mc 9, 34-35); también nosotros tenemos en tantas ocasiones ese afán de ser más y tener más que nos separa de los demás y hace que surjan discordias y conflictos fruto de la vanidad, el protagonismo o la arrogancia de nuestro criterio o juicio. La muerte del Señor fue comprada por treinta monedas que ganó un apóstol; del mismo modo, el dinero y los bienes tan pasajeros nos deslumbran los ojos para acabar separando nuestras familias o matrimonios; los apóstoles vieron a otros que echaban demonios en nombre de Jesús y se lo impidieron por no ser de los nuestros (Mc 9, 38): así a veces vemos a los demás como rivales, competidores o simplemente ideológicamente distintos, lo cual nos lleva a crear grupos y nos impide verles verdaderamente hermanos, amados también por el Señor. No quiero dejar de mencionar con mucha brevedad otras manifestaciones de verdadero amor cristiano sobre las cuales debemos estar especialmente vigilantes para vivir como personas e hijos de Dios: la educación tenaz y responsable de los hijos y nietos, la atención esmerada a nuestros familiares enfermos, una sexualidad verdaderamente humana basada en el respeto de la persona y en el bien del prójimo y, por último, la atención a los más pobres, que hoy resulta más acuciante debido a la grave crisis económica que padecemos. ACUDAMOS AL PADRE Queridos hermanos, el amor fraterno no es un mero sentimiento o una muestra de supuesta buena voluntad. En el amor fraterno nos jugamos el que nuestra vida esté llena o sea simplemente gris. De ahí la importancia de una vivencia intensa de la Semana Santa con una participación fructuosa en todas las celebraciones de estos días, así como un redescubrimiento de la misericordia divina en el Sacramento de la Confesión, verdadero tesoro entregado a la Iglesia por el mismo Señor. Hemos sido creados para llevar dentro el amor más puro y más bello no sólo para nuestro bien, sino también para el de los que nos rodean todos los días; y ese amor está aquí, en el Sacramento del Altar, en la Eucaristía, el Amor de los Amores. Este es el manantial edificado por Cristo para nosotros peregrinos y pecadores que queremos vivir en plenitud esta vida en la tierra para alcanzar la bienaventuranza definitiva. Con la gracia de Dios hemos podido comprender mejor lo que supone amar a la luz del ejemplo del Señor: cada vez que participamos en la Santa Misa asistimos a la realidad de su Cuerpo entregado y su Sangre derramada, verdadero sacrificio, para poder también hacer nosotros lo mismo a diario con los nuestros. Digámosle ahora al Señor que no nos queremos separar de Él, puesto que sólo junto a su Persona estamos realmente bien; digámosle ahora al Señor que queremos amar al prójimo como Él nos ha amado, pero que nos cuesta y a veces mucho; presentemos al Señor nuestro deseo diario de no vivir para nosotros mismos sino para Él y para los demás haciendo de nuestra vida un don constante a través del sano olvido de nosotros mismos. Manifestemos ante Él tantas veces como hagan falta nuestras faltas de amor, para que nos cure, nos sane de nuestras dolencias y podamos volver a querer a los demás como debíamos. Así experimentaremos el perdón del Señor, que es la otra cara su Amor verdadero por nosotros; de este modo podremos perdonar también nosotros a los que nos ofenden con mayor facilidad, después de habernos metido en el Corazón de Cristo. Este es el camino que nos propone el Señor a través de la Iglesia, una vez más, para que podamos acogerlo con nuestra libertad y formar todos los cristianos con mayor intensidad una verdadera familia y mostremos lo que es en realidad la Iglesia: el hogar del Amor de Dios en la tierra. D. Luís Oliver Xuclà