El Rol de los Abogados ante los poderes del estado

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El Rol de los Abogados ante los Poderes del Estado
Felipe Osterling Parodi
La habilidad del abogado para resolver problemas complejos, su capacidad de
argumentación analítica y su profunda formación humanista, han convertido al
derecho en una rama indispensable para la sociedad, por encima de otras
profesiones.
En efecto, por su especialización en el manejo de las leyes, el abogado está
destinado a diseñar e interpretar las normas incorporadas en la Constitución
Política, Códigos, Leyes y Reglamentos que regulan la vida de toda la
comunidad. La formación del abogado, además, le permite limitar la posición
dominante de grupos económicos en el mercado, hacer valer los derechos del
oprimido, regular relaciones jurídicas complejas y brindar asesoría de manera
general, así como frenar las ambiciones del tirano que pretendiera perpetuarse
en el poder o ejercitarlo de manera indebida.
En tal sentido, no debe escapar a nuestra comprensión que la abogacía supone
la aptitud para la creación de valores. Quien no haya sido capaz de contribuir a
la instauración de la justicia en nuestro medio; quien no se haya esforzado por
defender la libertad del ser humano; quien carezca de vocación para enriquecer
la estructura moral de la sociedad, difícilmente será capaz de ennoblecer nuestra
profesión, situándose cada vez en una posición más alejada de los atributos y
caracteres propios del abogado.
El estudio oportuno y profundo de un problema, una intervención sagaz o un
consejo ponderado, pueden evitar consecuencias desastrosas para la libertad, el
honor o el patrimonio de las personas, así como garantizar el tráfico fluido y
eficiente de los bienes en el mercado. Por ello un abogado con una sólida
formación académica y moral constituye un valor superlativo para la comunidad,
la cual, como consecuencia de la actividad de distinguidos letrados, le ha
otorgado a la abogacía la categoría de función social.
Una de las actividades más importantes que puede desempeñar un abogado es
la función jurisdiccional. En efecto, existe en cada abogado un embrión de juez.
Abogado litigante y magistrado se complementan en la difícil tarea de
administrar justicia. Es por ello que la misión del juez resulta tan augusta como la
del abogado en la lucha al servicio de la justicia y del derecho.
Pero no se piense que el juez es un simple vocero de la Ley. Del Elogio de los
Jueces de Calamandrei se extrae que “no vale decir que la función de los
magistrados es aplicar la ley y que, por tanto, si cambio de régimen significa
cambio de leyes, el oficio de los magistrados no varía, compendiado como está
de ser fieles a las leyes vigentes. Quien así razona no quiere convencerse de
que las leyes son fórmulas vacías, que el juez en cada caso llena, no sólo con su
lógica, sino también con sus sentimientos. Antes de aplicar una ley, el juez,
como hombre, se ve arrastrado a juzgarla; y según su conciencia moral y su
opinión política la apruebe o la rechace, la aplicará con mayor o menor
convicción, es decir, con mayor o menor fidelidad”.
En consecuencia, la interpretación de las leyes deja al juez cierto margen de
elección y, dentro de ese margen, quien manda no es la ley inexorable, sino la
razón del juez. El juez será celoso intérprete del espíritu de las normas que
tratará de continuar y desarrollar al aplicarlas a los casos prácticos. Por esto el
juez, lejos de ser un vocero, constituye un complemento indispensable de la
norma. El rol que juega en la instauración de la legalidad y del estado de
derecho es, por tanto, preponderante.
Adicionalmente, el Poder Judicial no debe perder de vista su papel de defensor
de la Constitución. En tal sentido, de El Federalista se extrae que “no hay una
tesis que dependa de principios más claros que aquella que dice que cada acto
de una autoridad delegada, contrario al tenor de la comisión bajo la cual se
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ejerce, es nulo. Ningún acto legislativo, entonces, contrario a la Constitución
puede ser válido”. Es aquí donde el Poder Judicial juega un rol preponderante,
por cuanto es su misión mantener a los demás poderes del Estado dentro de los
límites asignados a su autoridad. La defensa de la Constitución se convierte en
labor esencial de los magistrados. A ellos les pertenece decidir el significado y
alcances de las normas. Los abogados magistrados se convierten así en los
guardianes de la ley y protectores de la vigencia de la Constitución.
Esta función permite advertir que, dada su condición de controladores, la
independencia de los jueces es un requisito indispensable para proteger la
Constitución y los derechos de las personas contra los embates de la corrupción
y los apetitos de poder de los integrantes de los demás poderes del Estado.
La firmeza del Poder Judicial permite, asimismo, mitigar la gravedad y limitar los
efectos nocivos de las normas contrarias a la Constitución. Sirve no solo para
moderar los males inmediatos de este tipo de normas, sino que, adicionalmente,
opera como control sobre el legislativo para que no las emita.
Tal es la importancia de la función que desempeña la judicatura en una
sociedad. Es por ello que nunca ha sido más urgente la revisión de las bases
sobre las que reposa la preparación moral y jurídica de los jueces.
Cotidianamente se clama por una reforma absoluta del Poder Judicial. No
obstante, esta reforma no puede perder de vista que son los hombres y no la
estructura quienes deben ser reformados. La reforma del Poder Judicial, en mi
opinión, debe atacar la raíz misma del problema, lo cual implica incidir en la
formación ética y académica de los abogados que lo integran, ya sea que actúen
como jueces o litigantes.
De otro lado, una rápida revisión de la historia política de nuestro país nos
permite advertir que el Congreso de la República ha estado siempre formado, en
parte
considerable, por abogados. En efecto, el destino del jurista, por su
conocimiento del derecho, apunta como consecuencia natural hacia la política, lo
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cual determina, dada su participación en las diversas instancias del Congreso,
que las Leyes, Reglamentos y Códigos de influencia preponderante para la vida
de la nación lleven siempre impresa la huella de un abogado. Se puede advertir,
entonces, que ya sea como asesor externo, consejero, especialista convocado o,
inclusive, como legislador, la presencia del abogado en el Congreso es
insoslayable.
Sin
embargo,
esta
participación
entraña
una
enorme
responsabilidad, por cuanto es preciso evitar que las normas contrarias a la
Constitución Política y violatorias de los derechos humanos provengan,
precisamente, de las mentes que han estudiado derecho.
Pero la expedición de preceptos justos no depende exclusivamente de las
personas que los elaboran, sino también son producto del sistema. Es por ello
que considero pertinente referir brevemente algunas razones por las que, en el
caso del Congreso, debería adoptarse un sistema bicameral.
La Constitución Política de 1993 dispone en la primera parte de su artículo 90°
que el Poder Legislativo reside en el Congreso, el cual consta de Cámara Unica.
Esta opción se aparta de la tradición bicameral adoptada por nuestro país desde
los inicios de su vida republicana. En efecto, de las doce cartas políticas que ha
tenido el Perú, diez han optado por un Congreso Bicameral, compuesto por una
Cámara de Diputados y por una Cámara de Senadores; mientras que solamente
dos se decidieron por un régimen unicameral: la Constitución de 1867, que
prácticamente no rigió y que prescribía en su artículo 45° que “el Poder
Legislativo se ejerce por el Congreso por una sola Cámara en la forma que esta
Constitución establece”. El segundo caso de unicameralidad es la Constitución
vigente según se ha dispuesto en su artículo 90° anteriormente citado.
A mi juicio, la diferencia fundamental entre ambos sistemas se aprecia en la
calidad de normas que emite el Congreso. En efecto, lo importante para un país
no es tener abundancia de leyes, sino tener buenas leyes. Este objetivo se ve
entorpecido por la tendencia de la Cámara única a la superabundancia
legislativa, lo que facilita que se dicte improvisadamente una ley, ya sea
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exonerándola del trámite regular o aprobándola con sospechosa prontitud. La
celeridad del procedimiento no debe sacrificar la bondad de la ley. Así, su
revisión por un ente colegislador da tiempo a la opinión pública y particularmente
a las fuerzas vivas para que se expresen sobre el proyecto de ley o decisión a
aprobarse. Es aquí donde el Senado, como segunda cámara, actúa de barrera y
de dique. La Cámara Unica, en cambio, es una invitación a la ligereza y a la
imprudencia, aun en pueblos de temperamento reflexivo, porque, citando a
Sièyes para el caso de Francia durante la Revolución, “una asamblea sin el
contrapeso de otra asamblea, respira un ambiente psicológico de omnipotencia y
de irresponsabilidad”.
Un claro ejemplo de los beneficios de la labor de control que ejerce la llamada
Cámara Alta lo constituye el debate que se suscitó en nuestro país entre
mediados de 1987 y comienzos de 1988, respecto al Proyecto de Ley del Poder
Ejecutivo que pretendía estatizar el Sistema Bancario, Financiero y de Seguros.
Dicho proyecto fue aprobado en pocas horas por la Cámara de Diputados. Sin
embargo, el Senado de la República, en largos y reflexivos debates, logró que se
aprobara un proyecto de ley que, en el fondo y en la forma, resultaba inaplicable,
frustrando de esta manera los descabellados propósitos del gobierno de turno.
No debe perderse de vista, por lo demás, la necesidad de control que requiere el
Congreso. De lo contrario, una Cámara Unica que durante cinco años de periodo
parlamentario pueda censurar ministros, dictar toda clase de leyes, declarar en
ciertos supuestos la vacancia de la Presidencia de la República, disponer del
presupuesto del Estado, etc.; tiende a desviar la misión encargada por el pueblo
hacia peligrosos excesos. Como antecedente de estos efectos tenemos el
despotismo que implantó la Convención Nacional en Francia durante la
Revolución Francesa, bajo la égida de Maximiliano de Robespierre. Debe
recordarse que a esta etapa se le conoce como la época del terror, puesto que a
través de la Cámara Unica se implantó un sistema de asamblea incontrolable,
con poderes despóticos.
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La experiencia peruana no es ajena a estos abusos. No están lejanos los días en
que la presencia de la mayoría absoluta oficialista en el Congreso –la cual no
necesariamente reflejaba la voluntad popular- no solo determinó su hegemonía
parlamentaria, sino que importó el rechazo a cualquier intento de discusión y
concertación con los grupos minoritarios. Esto determinó que los peruanos
quedáramos librados a las decisiones de un Congreso sin rumbo, el cual, al ser
controlado por el Poder Ejecutivo, configuraba la tenencia de poder ilimitado en
manos de una sola agrupación o, inclusive, de una sola persona.
A partir de estas consideraciones, resulta sensato recoger las enseñanzas de la
historia. En el gobierno de Alberto Fujimori, en la corriente que consideraba que
el Perú aún no estaba preparado para vivir en democracia, y que, hasta
entonces, requería de un gobierno duro e inclusive dictatorial, se puso de
manifiesto la casi instintiva tendencia del Ejecutivo para controlar los demás
poderes del Estado. Cabe recordar que ante dicha tendencia, la presencia de
una sola Cámara representó presa fácil para los propósitos autocráticos del
gobierno. Un sistema bicameral, en cambio, habría tenido la virtud de contribuir
al equilibrio de los poderes del Estado, generando con ello un ambiente más
propicio para el desarrollo de la democracia.
En todas partes se oyen quejas en el sentido de que el actual gobierno y, por
extensión, todos los gobiernos que ha tenido el Perú, son demasiado inestables
y que las decisiones políticas no se toman según las reglas de la justicia y las
prioridades del país, sino basadas en intereses personales.
Ante este panorama, es nuestro deber como abogados evitar que el derecho,
cuya esencia es la libertad, se convierta en instrumento de opresión en la mente
del abogado convertido en político. No obstante esta intención, en la práctica
estos defectos obedecen al descenso general de la ética colectiva, así como a la
deficiencia, cada vez más latente, de los estudios jurídicos en las facultades de
derecho de nuestro país.
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Dada la trascendencia de este último aspecto, deseo referirme brevemente a la
formación de los futuros abogados en el Perú, las características de la
enseñanza universitaria y el rol preponderante que juegan los principios éticos
en la conducta de un hombre de leyes.
En principio, el derecho es una carrera que debe escogerse con cuidado para
evitar frustraciones. No debemos perder de vista que la profesión que
abracemos nos facilita la solución de los problemas que presenta la vida o por lo
menos nos ayuda a llevarlos con hidalguía, desvaneciendo los escollos que a
menudo se le presentan al profesional sin vocación y poniéndonos a buen
recaudo de los embates de la corrupción y la inmoralidad.
No obstante, sin afán de menoscabar las cualidades de nuestra profesión,
precisa reconocerse que el ejercicio del derecho no está exento de dificultades.
Uno de los graves problemas que confrontamos es la creación de excesivas
facultades de derecho que carecen de estructura académica. Sucede cada vez
con mayor frecuencia que para dictarse una clase de derecho solo se requiere
de un aula y un abogado mínimamente preparado –o lo que es peor, con una
formación distorsionada-, lo que conduce a la indebida convicción de que así
puede formarse a un abogado.
De allí la también indebida proliferación de
facultades de derecho en nuestro país.
Sin embargo, los promotores de todo centro de enseñanza del derecho deben
ser conscientes de que un estudiante de leyes requiere ser formado para adquirir
las herramientas mínimas que le permitan desenvolverse en el exigente mercado
nacional, imprimiendo al alumno una vocación por lo que deberá convertirse en
hábito vital: la ética profesional, el estudio y el constante perfeccionamiento.
Asimismo, dicha formación deberá ser lo suficientemente sólida de modo que
cuando el futuro letrado se encuentre ante un conflicto entre la legalidad y sus
intereses personales, abrace, sin titubear, la primera.
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Las facultades de derecho, por ello, deben tener especial cuidado en la
formación de los futuros abogados, asegurándose de proveerlos de instrumentos
que les permitan mantenerse alejados de la mediocridad profesional, tan
atrevida en nuestros días.
En cuanto a la formación en el mundo del derecho, parece existir consenso en
que la metodología debe ser activa, nutriendo a los alumnos de conocimientos
teóricos que los formarán en la técnica jurídica. Sin embargo, estos
conocimientos deberán contrastarse necesariamente con la práctica. De allí que
las prácticas pre-profesionales resulten altamente recomendables, puesto que
además de enriquecer los conocimientos teóricos, permiten al futuro abogado
iniciar su inserción en el mercado laboral.
De otro lado, es por todos conocido que el mercado para el ejercicio profesional
se encuentra saturado. Las estadísticas no dejan de ser alarmantes. A los más
de 70 mil abogados que existen en el país se suman aproximadamente 40 mil
estudiantes de derecho, lo cual, según refieren las cifras, ha convertido al
derecho en una de las profesiones con mayor índice de desempleo y subempleo
en nuestro país.
Afortunadamente, la velocidad de los cambios nos presentan nuevos horizontes
en el enfoque de la profesión. Y es que el derecho está obligado a seguir los
pasos –si no adelantarse- de las modificaciones económicas y tecnológicas en la
sociedad. Ello permite el surgimiento de nuevas ramas para el ejercicio
profesional. De este modo, la especialización en otra actividad, con el agregado
de una sólida formación jurídica, se presenta como una alternativa alentadora
para mitigar el problema de desempleo que afecta a nuestra profesión.
No debe perderse de vista, sin embargo, que los bienes materiales que como
consecuencia de su trabajo pueda obtener un abogado son solo accesorios. El
derecho, más que por el lucro que pueda aportar, vale por sí mismo, pues
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finalmente la profesión de abogado no es sino uno de los caminos para
desempeñar la profesión de ser un hombre de bien.
Lima, noviembre de 2004.
Revista La Toga.nov 04
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