el comienzo del resto de mi vida

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SEBASTIÁN GARCÍA MARTÍNEZ
EL COMIENZO DEL
RESTO DE MI VIDA
I
Allí estaba, otro día más, en aquella fría y estéril sala de espera.
Después de tanto tiempo, aún no se había llegado a acostumbrar del todo a
esa vida. Ser un enfermo crónico era duro, sí, pero también lo era el hecho de
no querer aceptarlo, sobre todo ahora que se encontraba en esa etapa tan
bonita de la vida y tan deprimente a la vez como era la adolescencia. Esa etapa
inventada por una sociedad donde dar el paso para convertirse en un adulto no
estaba tan claro y llegaba a veces incluso hasta resultar una discusión grave
entre dos partes opuestas del cerebro, entre el niño y el hombre que llevamos
en nuestro interior.
Un adolescente es el ser más cambiante que puedes encontrar, un ser
en evolución y en ebullición y lleno de emociones, sentimientos, inquietudes,
sueños y miedos. Lleno de todo y de nada, y al que a todo le parece un gran
aburrimiento. “¿Para qué quiero ir yo al instituto si no voy a llegar a ser nunca
nada en la vida?”, solía decirse Adrián entre sollozos. “No digas eso hijo, eres
el chico más inteligente que conozco, y lo sabes. Tu enfermedad no podrá
impedirte nunca nada”, solía responderle su madre entre lágrimas. Aquellos
arrebatos eran duros, sobre todo para ella, quien era la única que los sufría, y
había que saber, o al menos intentar aprender, a sobrellevarlos de la mejor
manera posible. ¿A qué madre le gusta ver llorar a su hijo? “No, mamá. Se
reirán de mí, lo sé. ¿Y las chicas, qué me dices de las chicas? Me da
vergüenza tener que salir con este aspecto”.
Siempre se acordaba de aquellos primeros años al mirar su silla de
ruedas ahora aparcada a un lado de la fila de asientos sobre los que se había
dejado caer al llegar. Había pasado cuatro largos años de aquellas angustiosas
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tardes llorando a solas en su habitación y de las que todavía le quedaban
algunos resquicios: de cuando en cuando volvían todos los recuerdos y él
volvía a llorar, por su padre y también por él mismo. “Llorar no es malo”, se
decía, “te ayuda a sacar toda la mierda que vas acumulando en tu interior”.
Su dolor no era otro que el recuerdo. “Si aquel puto coche no se nos
hubiera cruzado, mi padre seguiría aún aquí. ¿Por qué no pude morirme yo,
joder?”
El accidente había sido grave, o al menos eso dijeron los médicos.
Nunca más volvió a ver a su padre. Ese fue el terrible castigo, además de una
paraplejia de por vida y las cicatrices en cabeza, cuello, espalda, brazos,
piernas y manos. Se había convertido en un enfermo, para él la vida ya nunca
sería como antes. Era verdad eso de que ahora pensaba de otra manera, se
sentía más maduro, más adulto, pero había ciertos aspectos en los que su
incertidumbre afloraba, sobre todo en lo referente a su movilidad, a su aspecto
físico y las consiguientes consecuencias a la hora de encontrar una chica a la
que gustar. Todos sus amigos, y amigas, habían tenido ya sus aventurillas, sus
más y sus menos en ese mundillo del desenfreno hormonal adolescente. Pero
él no. Escuchaba y sonreía cuando Román o Javier contaban algunas de sus
batallitas del sábado noche en la discoteca, pero en el fondo se sentía triste por
no poderles seguir el ritmo. Solamente salía los días de fiesta más remarcados,
y aun así, tenía que marcharse pronto porque sus músculos no podían
aguantar más.
“¡Paciente número 58 pase a consulta, por favor!” chilló una voz
procedente del altavoz del techo que alertó a Adrián, absorto en sus
pensamientos. Era su turno. Se colocó como pudo en la silla con ayuda de los
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brazos y entró a la consulta, donde le administrarían su dosis diaria para poder
disminuir los dolores. La misma maniobra mecánica de siempre.
Las dolencias que sentía eran intensas y es que, a pesar de estar
prácticamente muerto de cintura para abajo, no habían dejado de dolerle las
piernas. E incluso a veces ese dolor se extendía hacia arriba hasta otras partes
del cuerpo. Estaba harto de pruebas, olor a antiséptico, caras agonizantes y
enfermeras sonrientes que caminaban por los pasillos dejando al pasar el olor
de un perfume barato que se habían echado antes de salir de casa. Estaba
harto de todo aquello. Menos mal que ya solo tenía que acudir a ponerse la
inyección, cosa que era un pobre consuelo, pero que a él le bastaba.
Al salir se despidió de Jorge, de Luis, de Berta y de Julia, que esperaban
para entrar a su consulta diaria, igual que había estado haciendo él una hora
antes. Podría decirse también que para Adrián aquella gente era como su
segunda familia. Es cierto eso de que el roce hace el cariño, sin ninguna duda.
El tener que acudir allí diariamente los unía, y qué menos que dirigir un “hola,
¿qué tal va el día?” para ser educado a la persona que tienes al lado. Pues
eso, que al final terminas hasta haciendo amigos en los hospitales. Y no es que
sea nada bueno, pero ayuda a sentirte menos solo al menos. “¡Hasta
mañana!”, dijo Adrián, y se marchó por donde había entrado, por esa puerta
que un día su padre cruzó de ida, pero que nunca llegó a cruzar de vuelta.
II
El día a día en el instituto tampoco iba mal. Adrián sacaba buenas notas
y, a sus diecisiete años, era uno de los alumnos más activos de su centro:
participaba en todo tipo de actividades, le costara más o le costase menos,
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caía bien a gran parte de sus compañeros y su humor era hasta contagioso.
Siempre tan servil, simpático y cariñoso, aunque fuera a él al que tenían que
ayudar a subir por las escaleras la mayoría de las veces. Pero a pocos les
importaba hacerlo, él mismo se lo había ganado. Sin embargo, nadie conocía
realmente al Adrián triste y desolado que se ocultaba en su interior, una mezcla
explosiva que no hacía sino reventar cuando llegaba a casa.
Su madre era su mejor amiga, su compañera, fiel y compresiva, su
confidente, y sus piernas, ahora inamovibles, en los momentos difíciles. Eso sí
era algo que él tenía bien claro. Pero Adrián echaba en falta otra clase de
compañera, alguien a quien contar todo aquello, alguien en quien poder confiar
también y alguien que estuviera en todas, en las duras y en las maduras, para
empujar de la silla cuando a él ya no le quedaran fuerzas. Alguien que le diera
cariño y con la que pudiera sentirse menos solo. “Está bien, deja de soñar, tío”,
se decía así mismo cuando esos pensamientos ocupaban su mente, “no hay
nadie que pueda quererme con todo esto, es difícil, lo sé, ni yo mismo podría
hacerlo”, se consolaba.
El curso acabó a mediados de junio sin ninguna novedad para Adrián:
los resultados académicos habían sido magníficos, como era de esperar en él,
y, como recompensa, su madre le llevó de compras aquella misma tarde.
Todo el mundo suele querer a su propia madre como no se quiere a
nadie más en el mundo, pero Adrián la quería aún más si cabe. No tenía
hermanos, ni abuelos, ni un tío o una tía cercanos a los que visitar de vez en
cuando (podría considerar más familia incluso a sus compañeros del hospital).
Nada. Solo la tenía a ella, y ella lo tenía a él. “Aún me acuerdo de cuando
íbamos juntos a ver el partido de los sábados, mamá, y de cuando me hacía la
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comida los viernes por la noche al salir del trabajo. Y las vacaciones a
Portaventura en mi décimo cumpleaños. ¿Cómo pueden haber pasado ya
cuatro años?”, le recordaba a su madre entre sonrisas llenas de tristeza.
Justo el fin de semana siguiente, los compañeros de Adrián organizaron
una fiesta con motivo de la celebración del transcurso del año escolar.
Alquilaron un local de grandes dimensiones, compraron bebidas y montaron las
luces y el equipo de sonido en un par de días. Javi era un experto en esos
temas y los aparatos eran propiedad del ayuntamiento, así que no resultó una
tarea demasiado ardua de realizar. “Tienes que venir a la fiesta, Adri, será el
sábado. Ya sé que no sueles salir, pero va a ir un montón de gente. Lo
pasaremos bien”, insistió Román. Al final Adrián cedió y dijo que iría, aunque
solo fuese un rato. Eso de no poder bailar mientras todos lo pasaban en grande
lo desanimaba. Además, no podía beber alcohol debido a su medicación y
tampoco era aconsejable que fumara, aunque él detestaba ambas cosas. Su
madre nunca había hecho hincapié en dedicarle la charla que todos los padres
dedicaban a sus hijos, pues conocía muy bien a Adrián y sabía lo maduro que
era. Eso que se ahorraron los dos. En cuanto a Román, podría considerarse
como un buen amigo: iba a visitarle siempre que podía, charlaban y jugaban a
la consola. Nada del otro mundo, pero era un amigo.
Llegó el sábado y Adrián se vistió de acuerdo para la ocasión: vaqueros,
camisa blanca y americana. Todo un pincel, excepto por esa cicatriz que le
cruzaba la cara y estropeaba su rostro. Se daban señales de lo que parecía ser
una gran fiesta. Facebook, Instagram, Twitter. Estaba anunciada por todos
sitios y todos hablaban de ella como “la gran fiesta”, la que daría comienzo a un
verano mágico, el mejor de todas sus vidas. Pamplinas. Todos los años la
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misma historia, las mismas frases, las mismas cosas y la misma mierda. Ir a la
piscina, ir de vacaciones, ahora aquí, ahora allí. Tonterías. Parece que con esto
de las redes sociales la gente se agolpa en una línea de meta imaginaria en un
intento de “ver quien la tiene más grande”, de competir por ver quién iba a
pasar el mejor verano de sus vidas. ¿Y para qué? Para seguir un tópico
impuesto por la modernidad, vacío y vulgar, pero paradójicamente tan aceptado
que serás tú el único ser anómalo de todo el universo y alrededores de no
seguirlo. Porque lo normal manda, y la norma quema tanto que al final
acabamos imponiéndola nosotros mismos.
La fiesta estuvo bien, Adrián acabó divirtiéndose pese a la negativa de
no querer ir en un principio. Conoció a una chica, Alejandra se llamaba, que
estaba un curso por debajo del suyo. Nunca había hablado con ella, aunque sí
recordaba haberla visto algunas veces en el patio o en la cantina, pero poco
más. Tampoco se hubiera fijado en él de no haber sido porque Alicia, una
amiga de Adrián, estaba hablando con ella en el momento en que él apareció.
No era muy alta, morena, eso sí, de ojos verdes y con un pelo rizado que le
caía libremente por los hombros. Sus labios parecían carnosos, suaves, y su
figura, llena de curvas que despertaban ilusiones, quedaba resaltada por aquel
vestido negro repleto de pequeñas lentejuelas que brillaban al reflejo de
aquellas luces parpadeantes. Se había quedado embobado, a medio camino,
parado en un abismo de apenas unos centímetros que al le pareció inmenso.
“¡Pero bueno, Adrián, que guapo vas hoy! ¿Cómo lo estás pasando? Ah, hola,
por cierto, se me olvidaba saludarte. Te presento a una amiga. Ésta es
Alejandra”, dijo Alicia nada más verlo. “Ho… hola, Alejandra. Encantado de
conocerte”, respondió él entrecortado. “Demasiado sensual para mí”, pensó
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para sí al darse cuenta de lo atractiva que le parecía. La cosa no fue a mayores
y, cuando Alicia los dejó solos, intercambiaron unas cuantas palabras y ella se
marchó a casa. Él se marchó a casa al poco tiempo también, desanimado y
desconcertado, pues no sabía por qué narices no dejaba de pensar en aquella
chica a la que acababa de conocer.
Estando ya en la cama, mientras leía como solía hacer antes de dormir,
su móvil vibró. Era un mensaje de un número que no conocía. “Hola, Adrián,
soy Alejandra. Alicia me ha dado tu número y he pensado hablarte antes de
que estuvieras dormido. Supongo que habrás vuelto ya de la fiesta. ¿Lo has
pasado bien? Yo sí. Bueno, solo quería decirte que estoy encantada de haberte
conocido, aunque no lo haya parecido antes. Lo que pasa es que soy muy
tímida y, no sé, me daba muchísima vergüenza. Por eso me he ido tan rápido
[…]. “Vaya, esto sí que no me lo esperaba”, se dijo, todavía sorprendido.
No sabía por qué, pero Adrián le habló de todo lo que sentía, del
accidente de moto, de su padre y de él mismo, abriendo su corazón destrozado
a una persona que parecía dispuesta a escucharlo. “Pero si no la conozco de
nada…” Daba igual. Era lo que más necesitaba en el mundo. Y lo más curioso
es que ella hizo lo mismo. Adrián escuchó cosas sorprendentes y
estremecedoras al mismo tiempo; historias de un pasado oscuro, muy oscuro,
que amenazaba con volver a ser una realidad. Que gran verdad eso de que
cada persona es un mundo muy alejado de lo que aparenta.
Dos corazones rotos acababan de encontrarse, ocultos tras una
máscara exterior, y acababan de unirse y de encajar a la perfección. Sólo en su
cama, Adrián lloró, rio y se abrazó a la almohada lamentándose de que ella no
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estuviese ahí, como esperando un consuelo que se encontraba al otro lado de
la pantalla. Fue la noche más mágica de toda su vida.
III
Los meses siguientes pasaron rápidos para Adrián. Fue un verano
diferente, un tanto extraño. Después de aquello Alejandra y él comenzaron a
verse por las tardes, no todas, pero sí muchas de ellas. Las horas volaban
mientras hablaban y, al final de la tarde, Alejandra lo acompañaba hasta su
casa mientras empujaba la silla de ruedas.
Adrián se encontraba perdido, cojo, en un terreno inexplorado que a él le
quedaba demasiado grande. “Esa chica me gusta mucho, mamá, siento que
escucha cuando le hablo, que se interesa por lo que digo. Es inteligente,
guapa, cariñosa y leal. Y, por si fuera poco, comparte mis aficiones. Nunca me
ha juzgado por ser como soy, ni tampoco ha huido de mí. Pero yo no sé lo que
siente, ahí está el problema. ¿Cómo va a querer estar con un parapléjico? Es
absurdo”, le contaba a su madre a veces con aire triste. Ella escuchaba atenta,
pero no solía responder, tan solo resoplaba y se marchaba a hacer otra cosa,
quien sabe si porque no quería o porque no sabía cómo hacerlo.
Una tarde, mientras volvían a casa, Alejandra paró de repente la silla y
se posó frente a Adrián en medio del camino. Estaba rara, nerviosa y seria, al
contrario que los demás días. “Tengo que decirte una cosa, Adri”, le dijo. Él se
puso rígido y, en un momento, miles de imágenes le rondaron la cabeza.
Imágenes de ellos juntos, sonriendo. Imágenes de pura felicidad que
desaparecían de un plumazo, al instante. “Se acabó, se ha cansado de mí. No
volveremos a quedar ni un solo día más”, pensó entre lágrimas que consiguió
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contener antes de que se derramaran por sus mejillas. Planteó la alternativa de
huir antes de que le dijese nada, de salir corriendo y esconderse en su
habitación. “¿Correr? Venga ya, no digas tonterías. Tus piernas llevan cuatro
años sin funcionar, Adrián”, se recordó. Pues nada, ahí estaba, dispuesto a
recibir una dolorosa bofetada en toda la cara. “Después de tanto tiempo…
yo…”, titubeó Alejandra, “creo que me he enamorado de ti”. Y lo besó, sin ni
siquiera preguntar, sin ni siquiera esperar respuesta. Un beso de verdad: tierno,
cálido y dulce, que caló hasta lo más profundo de su ser. Su primer beso. “Te
quiero”, se apresuró a decir Adrián, entre lágrimas, mientras aquellos labios se
separaban lentamente de los suyos.
IV
“¡Vamos, llegaremos tarde otra vez!”, dijo Alejandra en la puerta del
recibidor, “eres un lento”. “¿Qué más te da? Si luego nos pasamos media hora
esperando antes de entrar”, contestó Adrián entre risas al salir del cuarto de
baño. “Ya estoy listo, vamos, anda, no te quejes más”, dijo de nuevo en tono
burlón. Alejandra sonrió y le dio un suave beso en los labios antes de salir
empujando la silla de ruedas.
Aquel chico era genial en todos los aspectos. Es verdad que no era el
más guapo, ni el que mejor sonrisa tenía, pero a cada palabra que decía
conseguía que le quisiera un poquito más. Y es que resultaba difícil no hacerlo
después de todo lo que había hecho por ella. Había conseguido que olvidara
casi del todo su pasado, y en nada se pareciera ya a la que había sido dos
años atrás. Había vuelto a nacer. Tampoco le importaban sus problemas físicos
ni lo que pensaran de su elección los demás.
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“Con lo guapa que eres, podrías haberte ido con cualquiera. No sé por
qué elegiste a ese”, solían repetirle. Siempre la misma frase, tan absurda que
cansaba. Pero qué más daba. Nunca le había importado la opinión de los
demás y mucho menos le iba a importar ahora. Ella sabía muy bien lo que
había elegido, más que ninguna otra persona en el mundo. Al fin y al cabo, el
prejuzgar era la ley de vida universal de todo corrillo de vecinos, agazapado en
cada esquina como depredador que espera silencioso a la llegada de su presa,
relamiéndose incluso antes de tenerla entre sus garras. Así era la sociedad, tan
artificial y engañosa que resultaba difícil hasta distinguir entre lo que era verdad
y lo que no, entre ficción y el mundo real.
Había pasado un año de todo aquello. Adrián estaba feliz, su vida
marchaba sobre ruedas (y es verdad que puede resultar hasta gracioso
interpretar el sentido literal de la frase, pues vivía con el culo pegado a esa silla
realmente. Pero no, no era a eso a lo que me refería), era ella quien lo había
hecho plantearse la vida de otra manera. Alejandra había aprendido a querer
todos y cada uno de los rincones de su ser, a abrazar cada uno de sus
defectos y a encajar todas sus piezas rotas como si se tratasen las de un
rompecabezas difícil y enrevesado. Ahora todo le resultaba un poquito más
fácil y su ánimo había mejorado considerablemente: Alejandra lo acompañaba
todas las tardes a su consulta diaria a la que antes solía acudir solo. La verdad
es que no se podía quejar de su comportamiento, siempre estaba ahí.
Los días siguieron pasando. Los meses e incluso algunos años también
lo hicieron. Los chicos crecieron, maduraron y aprendieron juntos. La vida les
había sonreído en ese aspecto y estaban felices el uno con el otro. Sin
embargo, nunca sabremos lo que llegaría a ser de ellos, porque este relato
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llega a su fin, pero no su historia. Su historia no acaba aquí, ni mucho menos.
La verdad es que nadie puede llegar a saber cuándo lo hará. Porque las cosas
no duran lo que nosotros queremos, nada lo hace, ni siquiera estas tantas
líneas. Las cosas acaban cuando tienen que acabar, porque sí, porque cada
ser humano tiene el poder de escribir su propia historia, pero no el decidir
cuándo acaba. Lo que hagamos hoy decidirá quienes vayamos a ser mañana.
Y no hay nada más importante que eso, el mañana, ¿verdad? No hacemos otra
cosa en la vida que prepararnos para un futuro que ni siquiera existe, un futuro
que llega hasta al presente sin darnos cuenta y desaparece. Y se va. Y
nosotros nos vamos con él.
EPÍLOGO
“¿A dónde vamos, papá?”, preguntó Adrián a su padre antes de arrancar
la moto. “No lo sé, lo decidiremos por el camino, hijo”. Y partió hacia ninguna
parte en el que iba a ser su último viaje. Un viaje de ida, pero sin vuelta.
3.338 palabras
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