Descarga - Orden Seglar Carmelitas Descalzos de Colombia

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Fray Juan de la Cruz era un hombre sencillo, reservado y poco amante de hacerse notar.
Pero, cada año, el día de su fiesta litúrgica, está casi obligado a salir de la sombra para
ofrecerse a toda la Iglesia como modelo de vida cristiana y religiosa y como maestro y guía
en los caminos del Espíritu.
Para nosotros, hermanos suyos, que compartimos su misma vocación, esta celebración es
algo todavía más importante: es un toque, una llamada a los valores fundamentales de
nuestra vida, una invitación a retomarlos, a redescubrir en ellos el sentido y la belleza. Y
esto se hace todavía más imperativo aquí en el Teresianum, en el contexto de esta
celebración eucarística, en la que cuatro de nuestros hermanos jóvenes van a pronunciar
su ‘sí' definitivo a la llamada del Señor en el Carmelo de Teresa y de Juan.
Nuestro Colegio Internacional lleva el nombre de san Juan de la Cruz. Esto significa, creo,
que nos reconocemos en Juan, en su vida y en su doctrina, y que a partir de ahí podemos
aprender un programa y un estilo concreto de formación, un camino de crecimiento
humano y espiritual. Quisiera subrayarlo con energía: lo necesitamos todos nosotros,
carmelitas descalzos, no solo los estudiantes en formación, aprender de nuestro santo
Padre Juan, sentarnos a su escuela. Quizá lo hacemos demasiado poco y esto nos
empobrece, nos hace perder lucidez y claridad sobre nuestra vocación, si es verdad, como
dicen nuestras Constituciones (n.12), que «la vocación del Carmelo renovado brilla en su
vida, en sus hechos y en su doctrina».
Pienso que sea sobre todo una cosa, o mejor, una actitud de fondo la que podemos y
debemos aprender de Juan en estos tiempos, y es la esperanza. Sé que Juan de la Cruz ha
sido presentado con mayor frecuencia como «maestro de la fe», pero precisamente por eso
es también, inseparablemente, maestro de esperanza. Esta dimensión hoy es
particularmente importante porque a nuestro mundo le cuesta cada vez más esperar, mirar
al futuro con esperanza, una esperanza amplia, generosa, digna del hombre. Nosotros,
religiosos, no somos una excepción, es más, estamos más expuestos que el resto a este
riesgo del debilitamiento de la esperanza o de reducirla a horizontes de poco alcance, que
son el signo de una crisis también de nuestra capacidad de creer y de amar.
¿Cómo nos enseña Juan la esperanza? Aquí harían falta los mejores especialistas para
responder adecuadamente a esta pregunta (y aprovecho para dirigírosla a vosotros,
queridos hermanos profesores y estudiantes de este benemérito Instituto de espiritualidad
del Teresianum). Por parte mía, lo que puedo decir es que, cuando se lee Juan de la Cruz,
se tiene la neta sensación de encontrarnos ante un hombre que ha entendido no una cosa,
sino lo fundamental: es decir, que Dios es distinto de mí, y precisamente por esto, no estoy
rodeado solo de cosas o de personas que me remitan a la imagen de mí mismo o de mi
finitud. Juan tiene una respuesta a la pregunta contenida en una famosa brevísima poesía
de Ungaretti, que no por casualidad se titula Damnación: «Cerrado entre cosas mortales /
(también el cielo estrellado acabará) / ¿porqué anhelo a Dios?» La respuesta de Juan de la
Cruz podría ser: ¡precisamente por esto! Porque Dios no es nada de todo esto y porque tú,
hombre, eres más y vas más allá del recinto de todo lo que es mortal.
Dios no es la conclusión de un razonamiento humano, ni la condición de posibilidad para
nuestra vida moral, ni objeto de un deseo o de una nostalgia insatisfecha. Dios es Dios, y
entre nosotros y Él hay una distancia, una brecha, una discontinuidad. Pero, precisamente
por esto, Dios es quien puede venir en nuestra ayuda, quien puede liberarnos de
«encerrarnos entre cosas mortales». Dios es la única novedad que puede liberarnos de
nuestra tendencia a repetir, la única plenitud que puede liberar nuestras vidas de tanto
estorbo superfluo.
El hecho de que Dios exista, y que exista precisamente como Dios vivo y verdadero es lo
que nos pone en camino, lo que nos ofrece una meta, un horizonte diverso del que nos
propone el mundo. Ahora, ¡atención! Un horizonte diverso del que plantea el mundo, pero
no «deshumano» o «no humano». Este es el misterio del Dios cristiano: es el misterio de un
Dios «diversamente humano». No es un Dios simplemente diverso, sino diverso en la
semejanza y en el acercamiento a nosotros. Por eso es nuestro Dios, es el Dios de Jesucristo,
es el Dios que -como dijo hace exactamente 50 años el Concilio Vaticano II- «revela el
hombre al hombre» (GS 22), el Dio Esposo del Cántico Espiritual.
En las páginas, a veces largas y arduas, de fray Juan está el pathos, el fuego de esta
experiencia: que el hombre no es como estamos acostumbrados a pensarlo y la vida es
mucho más de lo que vivimos ordinariamente. Y esto no porque existen algunos hombres
extraordinarios, heroicos, a quienes les toca en suerte hacer experiencias admirable, sino
porque existe Dios y por lo tanto el hombre no está solo y no es todo. Gracias a Dios, hay
tanto, tantísimo de verdadero y real que se nos escapa, y esta certeza nos abre un camino.
Es la subida del monte Carmelo, cuyo cartel indicador dice: «para ir a donde no sabes has
de ir por donde no sabes» (1S 13,11).
Queridos hermanos, si ahora estáis a punto de pronunciar vuestros votos solemnes de
castidad, pobreza y obediencia, sabed que lo hacéis esencialmente para recorrer este
camino, para seguir estas directrices. De lo contrario, quizas no valdría la pena. Es para estar
vacíos y al mismo tiempo llenos de esperanza, porque -para concluir con palabras de fray
Juan- «cuanto menos se posee de otras cosas, más capacidad y habilidad se tiene para
esperar lo que se espera y consiguientemente más esperanza» (3S 15,1).
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