ANDRE-MARIE DUBARLE NOTAS SOBRE EL PECADO ORIGINAL Quelques questions sur le péché originel, La Vie Spirituelle, 118 (1968) 61-69 La narración del paraíso terrenal ¿es un mito o es histórica?, ¿no está en contradicción con lo que la ciencia dice sobre el origen del hombre? Planteada la cuestión en estos términos parece que es necesario escoger entre mito e historia y que a tales calificativos se les atribuye el valor de algo imaginario o irreal, por un lado, y de real y verdadero, por otro. Pero tal oposición es falsa. En un mito pueden existir valores verdaderos. El mito es una forma de pensamiento que se encuentra en todos los pueblos, especialmente entre los primitivos. Es la exposición, bajo una forma concreta, de una concepción de la naturaleza humana y de las leyes fundamentales de su condición. Es, a la vez, una constatación de lo que existe junto con su interpretación en función de creencias religiosas. El Génesis (cc 1-11) contiene una serie de narraciones a las que se puede llamar mitos. No los podemos interpretar al pie de la letra sino que debemos captar la verdad humana y religiosa que contienen. La ciencia moderna, aportándonos datos sobre los orígenes de la humanidad, nos puede ayudar a discernir lo que es enseñanza religiosa válida de lo que es imagen infantil de la naturaleza. No posee la clave para decir "esto es verdadero o falso en el Génesis", pero nos purifica de una interpretación ingenua del texto. La ciencia nos impele a reconsiderar si el pecado original no consiste más bien en una herencia social, que en una transmisión biológica; si el pecado atribuido a Adán no es más bien una larga historia de faltas que se remontan a un pasado lejano, que una transgresión única e instantánea; si el paraíso terrenal no consiste en un lugar de paz con Dios más bien que en ese país de Jauja que hemos imaginado, desorbitando las indicaciones del Génesis. Nuestra solidaridad en el bien y en el mal ¿es una realidad o una ilusión? Los israelitas sentían muy agudamente los lazos de solidaridad que unen a los individuos, ya sea en un mismo período de tiempo, ya de una generación a otra. La Biblia refleja esta convicción. Una sociedad reducida, una familia o una tribu, se presta fácilmente a la experiencia psicológica de la solidaridad. En una gran ciudad el individuo puede sentirse más aislado e independiente. Pero esta impresión es ilusoria. La vida psíquica de un ser humano no puede despertarse ni mantenerse sin el contacto con el otro Toda nuestra conducta está condicionada por el ambiente en que vivimos. La misma ciencia es una manifestación de solidaridad en la búsqueda de la verdad. Estos lazos de solidaridad y dependencia no suprimen la libertad individual pero determinan las condiciones en que se ejerce. La fe bíblica y cristiana en el pecado original y en la salvación en Cristo no introduce en nuestra concepción del mundo una noción totalmente heterogénea. El dogma del pecado original afirma que el destino religioso de cada hombre está perturbado y como ANDRE-MARIE DUBARLE sufriendo el "handicap" de unas consecuencias del pecado de otro, y que esto acontece desde los orígenes de la humanidad. Y, en correlación con esta afirmación, enseña que no podemos salir de esa situación sino por la gracia de Cristo. Existe, pues, una doble solidaridad en el mal y en el bien. Esta última afirmación no tiene sentido más que en el marco de la fe y no es constatable por la experiencia. La solidaridad en el mal no significa que seamos responsables delante de Dios de un pecado que no hemos cometido personalmente. Quiere decir, simplemente, que estamos en una situación en que pesan sobre nosotros las consecuencias nefastas del pecado. Nuestra libertad no se ve anulada, pero obra en unas condiciones falseadas. La idea del pecado original ¿es una simple especulación teológica o tiene importancia práctica para nue stra vida cristiana? Es una explicación teológica del mal en el mundo. El mal, el sufrimiento o la perversidad, son el producto de una larga historia de pecados, que se empujan unos a otros. La humanidad es la responsable de su suerte miserable, y no Dios, que ha creado con bondad todas las cosas. Por otra parte, la idea del pecado original tiene un valor práctico para nuestra vida cristiana. Nos hace ver la necesidad de salvación y el papel insustituible de la fe cristiana para todos los hombres. Pero previene también nuestro orgullo, ya que nos enseña que todos, también los que nos llamamos justos, estamos contaminados por la influencia del pecado. La vanidad del fariseo, que pretende ser diferente de los otros hombres (Lc 18, 9-14), cae por su base. Antes de emprender algo ya estoy tocado por el pecado. En el mundo no hay dos campos, justos y pecadores. Existe solamente una lucha entre Cristo y el poder de las tinieblas, y esta lucha se desarrolla tanto en mi corazón como en el de cualquier hombre pecador, tanto en el mundo como en la Iglesia. Por ello, todos tenemos necesidad de una continua conversión y a nadie se le puede creer completamente malvado. Nadie inventa totalmente el pecado que comete. La doctrina del pecado original puede inspirar algunas actitudes netamente evangélicas: no juzgar a los otros porque yo no puedo medir la proporción de su culpabilidad y de las influencias perniciosas que han sufrido. No juzgar, porque esto supondría olvidar la viga de mi ojo (Mt 7, 1-5). Se dice que Cristo vino a salvarnos. Entonces, ¿por qué, a pesar del bautismo, nos vemos empujados al mal? La venida de Cristo no suprimió con un golpe mágico las condiciones de nuestra vida humana. Acogida en la fe, cambia la significación de nuestra existencia ante Dios y ante nuestra conciencia. Pero deja subsistir la base objetiva de nuestra manera de ser, que hemos de cambiar por un esfuerzo paciente. Diciendo "bienaventurados los pobres". Cristo no transformó la miseria en felicidad. Nos entregó una esperanza. Es verdad que alimentó a la multitud con las provisiones de un muchacho, como un anticipo de una sociedad justa y próspera. Pero el trabajo de transformación de la sociedad es cosa nuestra. ANDRE-MARIE DUBARLE De igual forma, la reparación del pecado original es un trabajo largo. El bautismo es el signo de una conversión, una ruptura con el ambiente de pecado en que el hombre está inserto. Pero el bautizado no metamorfosea instantáneamente su psicología concreta, ni puede evitar seguir recibiendo influencias pecaminosas. A esta situación, que subsiste en el cristiano tras el bautismo, la llama el Concilio de Trento "concupiscencia": "no es en sí misma un pecado, aunque proviene del pecado y nos inclina a él" (D 1515/792). Somos solidarios con el mundo y espontáneamente hacemos nuestras sus disposiciones y tendencias. Esta inclinación a ponernos en armonía con nuestro medio ambiente es una cosa buena. Pero el cristiano debe discernir en ese ambiente lo que es bueno y lo que es malo, promover lo uno y combatir lo otro. La gracia de Cristo que le hace renacer a una vida nueva no le dispensa de esta tarea sino que le capacita para llevarla a cabo. Hemos de deshacernos de ciertas representaciones ingenuas, que nos hacen imaginar la vida en la primitiva inocencia como un cuento de hadas en el que los menores deseos se satisfarían sin ningún esfuerzo. Esto no hubiera sido así, puesto que una fatiga en el trabajo y una dificultad en el progreso intelectual y moral son completamente normales e inherentes al hombre y siempre formaron parte del plan divino. No hay que cargárselo, todo al pecado original, pues muchas cosas son constitutivas del mismo hombre. Aun cuando hubiéramos vivido en el estado de integridad, la formación de nuestra personalidad en la caridad hubiera requerido tiempo y esfuerzo. Tradujo y condensó: RAMIRO REIG