Oscar E. Jordán Arandia (oxizo)

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Soledad
A Soledad Ardaya
Oscar E. Jordán Arandia
(oxizo)
Oscar E. Jordán Arandia
El cuarto de los espejos
Canta el gallo. Buenos días día. Hoy nuevamente te
habito, otra vez en tu conciencia. El cuarto brilla con
la luz del sol. Me atraviesan por la ventana los rayos
de fuego… Hoy como ningún otro día me quemo. Otra
vez me siento mirado por lo que no mira y presente
en toda esta presencia. Días así me traspasan
constantemente, días en los que me pierdo entre todas
las cosas del mundo que se me aparecen y que las
percibo siempre como la primera vez. Días de fuego
interno que hacen de mi ser otro distinto. En mi cuarto
descansan los objetos, ignorándome. Están ahí,
estáticos, y no sé si me miran. Con las cosas sólo
consigo sentir que me ahogo, por eso necesito salir a
dar cuenta al otro de mi propia existencia. Frente a mí
está la rosa que Mar me había regalado. Es una rosa,
es roja, y está casi muerta. Agoniza desde hace horas
en un tarro con agua. Pronto el cadáver de la rosa
quedará en mi cuarto. La próxima vez que vuelva a
pensar en ella de seguro estará muerta hace ya varios días. Cuántas veces he dejado
marchitar una flor con la más absoluta paciencia, con la más cruel conciencia. Mis ojos se
quedan en un pétalo rojo, mis labios le besan y se despiden. Es un adiós para siempre. Lo
sé. Abro las ventanas y el viento de la mañana me canta. Respiro el aire profundamente
para meterlo en mi cuerpo. Siento el frío de la brisa que es calcinado por el fuego que me
traspasa. Estoy ardiendo… estoy. Estoy presente. Nada todavía ha penetrado en mi alma.
Siento la ausencia de mi presencia en la otra presencia y no sé cómo soportarlo. ¿Me estarán
escuchando las cosas? Su indiferencia me obliga a reparar en la soledad de mi vida, como
la única verdadera imagen que me habita. Hoy todo me condena a mi propia mirada.
1
Soledad
Oscar E. Jordán Arandia
La resonancia del laberinto
Atravieso la puerta con destino al
mundo. Salgo a mirar el sol de la
calle y observo una calle con sol.
Mientras respiro, olvido que respiro.
Mecánicamente, avanzo por la
vereda. Grandes estructuras de
piedra y ladrillo marcan una
presencia que pretende imponerse,
fingiendo una solemnidad que está
ausente. Cajas duras de mirar
hueco, ventanas, puertas,
rectángulos y cuadrados que imitan
el rostro en la piedra. Esa casa se
ríe y la otra llora. Vuelco hacia atrás y veo a los árboles. Pienso en ellos como un adorno .
Me da asco, escupo y continúo mi camino. Sólo ahora me doy cuenta del ruido que hay en
la calle —son miles que se hacen masa invisible. Autos, personas… tantas personas. Los
autos, como las casas, se humanizan imitando los ojos, la nariz y la boca. Caras de metal
que de pronto me dan espanto. Patético. La humanidad en movimiento. La humanidad
funcionando. Todo parece humano y en todos lados hay humanos. Forman y deforman a
las cosas para que se parezcan a ellos. Hacen y deshacen. Sin ningún remordimiento de
conciencia transforman la apariencia de las cosas. El tiempo debería ser el único hacedor
de formas, el lento verdugo que descuartiza y mutila. Esto está lleno de hombres. Alguien
podría olvidar las cosas en este laberinto lleno de personas. He ignorado a los árboles y a
las plantas, he dejado de sentir el aire y el sol. Ya no estoy mirando al cielo, al cielo que es
infinito. Una música. Otra. Bocinas. Gritos y luego los pasos, neumáticos, las puertas que
se cierran, el carro que arranca, una moto que pasa. Un camión. Risas, carcajadas. Zumbidos
permanentes y ya mis oídos no resisten. Escapo lejos del ruido pero no existe ese lugar.
No hay lugar sin bulla, no aquí adentro. Una calle me lleva a otra calle y ésta, a su vez, a
otra y así sucesivamente. No hay lugar sin calle. Estoy caminando distancias horrendas
buscando llegar a un lugar que no había. Y no hay. Me estaba buscando desesperadamente
en esta locura frenética en la cual uno se pierde, ni bien atraviesa la puerta. Ahora entiendo
que la ciudad es un laberinto que sólo tiene refugios. La ciudad es un lugar perfecto para
perderse, olvidarse de uno, y quedar vacío. Adormecidos viven estas tantas personas. Vacías
están y jamás se llenan. Vacías son. Necesito mirarme en el silencio de mi cuerpo. Hoy todo
me condena a mi propia mirada.
2
Soledad
Oscar E. Jordán Arandia
El fuego que me calcina
El ruido que me confunde. La cabeza estalla
agobiada por los infinitos pensamientos. Todo
puedo mirar menos el mirar de mi mirada oculta
en un rincón del cuarto. Traspaso la puerta. La
calle se pierde. El sol no está ya atravesando mi
ventana. El cuarto anochecido. Mi cuerpo se abre
al piso… me abraza, me asfixia. Se quema.
Fuego... Fuego en mi cabeza. Grito y no hay grito.
Callo. Me escucho respirar. Percibo una lágrima
recorrer mi mejilla. No me siento vacío. Estoy
presente escuchando mi propio silencio. Escuchando el silencio notan mis oídos el arder
de los ojos. Ojos de fuego que miran la mirada que creía perdida. Soledad: me pierdo en
mí y tú apareces. Me pierdo hasta desaparecer en el cuerpo que se calcina. La cabeza se
calcina. Fuego. Mirarse es fuego y quedarse fusionado; es vivir para siempre en la irremediable
soledad y quedarse junto a uno mismo. Ya casi no hay espacio en el piso. Me voy extendiendo
y fusionando con las cosas. Hago parte a todo de mí mismo. Hago parte a mi cuerpo de la
mirada que nunca acababa de mirarse. Me estoy mirando. Por fin me miro y jamas podrán
ser vistos los días. Ya jamas miraré la luna. Ya jamas el sol traspasará mi cuerpo y la ventana.
Ya no miradas burlescas de estas tantas personas. Ya no mas las calles laberínticas. Ya no
mas ruidos. Ya no mas vacío. Ahora soy ruido y laberinto y esas tantas personas y esas
miradas y ese sol y esa ventana y esa luna y esta mirada. Ahora soy todo, soy yo. Soy yo
en la mas absoluta soledad, en la única, en la Irremediable, en la infinita. Soledad: en ti
calcinado para siempre. Por fin y para siempre.
3
Soledad
Datos
Nombre: Oscar E. Jordán Arandia
E-mail: [email protected]
Cel: 735 29990
Género: CATEGORÍA CUENTO
La Paz - Bolivia
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