normas para un buen uso de los concilios

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GEORGES DEJAIFVE
NORMAS PARA UN BUEN USO DE LOS
CONCILIOS
Pour un bon usage des Conciles, Nouvelle Revue Théologique, 101 (1979) 801-814
Los Concilios ecuménicos no gozan entre los teólogos actuales de excesiva buena
prensa. No es posible entablar un diálogo ecuménico, sin que los ortodoxos acaben por
incriminar los concilios de "unión" de Lyon y Florencia y lo mismo ocurre con los
reformados de Trento. Nombrar el Vaticano I es ya el zafarrancho de combate. Un
ortodoxo me confesaba que si la Iglesia romana dejara de lado ese último concilio, la
comunión de ambas iglesias sería un problema resuelto a corto plazo.
Se explica, por tanto, el interés de algunos teólogos por remover ese obstáculo como un
auténtico servicio ecuménico. En esa línea no se puede olvidar la obra, da H. Küng,
¿Infalible? y la polémica obra de A.B. Hasler, Pius IX (1846-1878). Paepstliche
Unfehlbarkeit und 1. Vatikanisches Konzil. que cree apoyar la tesis de Küng
pretendiendo demostrar la no ecumenicidad del Vaticano I por la falta de libertad de los
padres conciliares y la irresponsabilidad de Pio IX en aquellos momentos; extremos
que, de ser ciertos, invalidarían, desde luego, ese Concilio.
Es cosa conocida en la historia de los concilios que el Magisterio no ha entrado sin
recelos en la vía de la dogmatización de la fe. En el mismo concilio de Nicea y en los
conflictos subsiguientes se hizo patente la dificultad a obispos y teólogos. Esto aparece
claramente en las vicisitudes del hoomoousios. Eran conscientes de que se abandonaba
una formulación de la fe en lenguaje bíblico en beneficio de otra en que la razón
ahormaba el testimonio de la palabra de la Escritura. Sin embargo, y a pesar del peligro
de la reducción del nivel trascendente de la fe al de la, "razón teológica", con riesgo de
interminables disputas, estériles además para la vida cristiana, se dio ese paso. Al fin y
al cabo era una necesidad, si la Revelación quería expresarse y conquistar su propio
estatuto en la cultura helénica y, a la vez, preservar pura su identidad frente a la
usurpación de una razón niveladora.
Desde entonces se puede quizás arriesgar la siguiente afirmación sumaria: los dogmas,
que se sitúan en la intersección de la fe vivida y de su expresión racional, tienen un
cierto carácter de "mal necesario". Eso explicaría el título, algo extraño, de ese artículo,
en que el lector francés encontrará una reminiscencia no casual de un escrito de Pascal:
"Oración para obtener de Dios el buen uso de las enfermedades".
Ya que me he permitido comparar, consciente de las limitaciones, la obra dogmática de
los concilios con un mal necesario, espero que se me tolerará seguir con la misma
comparación.
Con cierto esquematismo, las actitudes del hombre ante la enfermedad se pueden
reducir a tres.
1. Hay la postura teñida de estoicismo de los que ignoran la enfermedad o viven como si
no existiera. Recordemos los ejemplos de literatos como Moliére o artistas como
Laurence Olivier, John Wayne, Viviane Leigh ante un mal inexorable que comprometía
definitivamente su carrera. Se trata, desde luego, de una conducta impresionante, acaso
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poco humana, que suscita más compasión que envidia, pues al presumir excesivamente
de sus propias fuerzas, se acaba por arruinar lo que se esperaba conseguir.
2. En otros, la enfermedad se constituye en el centro de todos los pensamientos y de
todas las preocupaciones de cada instante. Bloquea toda actividad creadora de la
persona, la desinteresa del entorno y la convierte literalmente en un cadáver viviente.
3. Otros la asumen como un componente de su vida y se llevan bien con ella. Sin
permitir que los aniquile, la utilizan incluso para su realización humana. Es lo que, con
un cierto regusto jansenista, pedía Pascal: "que mis sufrimientos sirvan para apaciguar
Tu cólera. Conviértelos en ocasión de salud y conversión". Esa es la actitud propia del
cristiano, si no es la propia de cualquier hombre digno de ese hombre.
Esos esquemas aplicados al comportamiento ante los Concilios dibujarán también tres
categorías de fieles o de teólogos.
1. Los que los tienen por inexistentes o los rechazan. Es una postura inexplicable para
un cristiano que cree en la función indeclinable del magisterio, pues los concilios
existen. No se pueden ignorar. Son hechos más respetables que un Lord Alcalde, como
dirían los británicos.
2. Los que opinan que las definiciones conciliares anuncian de forma adecuada y
exhaustiva la fe de la Iglesia en un punto concreto. Hay ejemplos en el pasado de
fanáticos partidarios de la letra de Nicea o de Calcedonia, que llevados de su apego a las
fórmulas, olvidan la relación entre la expresión dogmática y la fe que vinculan, siendo
así que la Palabra de Dios desborda cualquier expresión humana aunque sea dogmática.
3. Otros, toman en serio la enseñanza de los Concilios, pero la integran en la historia de
la fe global y procuran discernir su significado preciso, conscientes de los límites de
toda afirmación dogmática.
Hay que atribuir el "buen uso" de los concilios a ese último grupo.
A continuación vamos a concretar, sin querer ser exhaustivos, algunas normas más
importantes.
ALGUNAS NORMAS PARA UN BUEN USO DE LOS CONCILIOS
Partiremos de unos principios formulados en un texto de Y. Congar sobre la
hermenéutica de Sto. Tomás, que son plenamente aplicables a la de los concilios:
"explicar un enunciado por su contexto histórico, por la intención del autor, en función
del problema planteado y del punto de enfoque del tema, teniendo en cuenta los
recursos de que el autor disponía".
1. El contexto histórico
No es superfluo, a pesar de su evidencia, insistir en que los Concilios se inscriben en un
marco histórico concreto. Las determinaciones del magisterio no pueden sustraerse a sus
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condiciones de nacimiento ni gozan de un estatuto de "intemporalidad" que no reclaman
y que falsearía su significado.
La dimensión histórica en la historia de la Salvación, que el Vaticano II ha puesto de
relieve, afecta también a los dogmas de la Iglesia. La historia explica no sólo el
nacimiento de un dogma en una época determinada, sino la misma expresión en que se
ha encarnado.
Lo que los teólogos admiten para las declaraciones pontificias, al subrayar p. Ej. los
condicionamientos históricos de la bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII, vale
también para las enseñanzas de los concilios. Y atender al aspecto histórico no significa
rechazarlos por pertenecer al pasado o considerarlos meras antiguallas, sino explicar su
significado correcto al situarlos en su contexto adecuado.
Las declaraciones conciliares no surgen del sereno debate académico de una docta
corporación, como p. Ej. la Academia Francesa, sino en un cierto clima apasionado que
polariza las opiniones, a pesar del buen deseo de todos de buscar la verdad. Sozoméne
ha descrito esa polarización a propósito de Nicea y no fue distinto el clima del Vaticano
II. Resulta, por tanto, lógico situar el desarrollo del Concilio Vaticano I en las
condiciones de la época.
Esta atención al aspecto histórico es, sorprendentemente, lo que más se echa en fal en la
obra de Hasler antes mencionada. La creencia en la infalibilidad del Papa era mucho
más que una monomanía de Pío IX, y la enseñanza episcopal en vísperas del concilio
demuestra que esa opinión se extendía a amplias capas de sectores católicos.
Aunque sumariamente y de forma marginal séame permitido apostillar algunos aspectos
de los argumentos que en opinión de Hasler niegan la validez del Concilio Vaticano I.
a) No me parece probado que las manipulaciones de Pío XIX, que ciertamente coartaron
con exceso la libertad de expresión, llegaran a eliminar la libertad de los padres
conciliares. No todos los miembros de la minoría antiinfalibilista se ausentaron de
Roma antes de la definición, ni creemos que se pueda honradamente decir que los
padres que participaron en la votación lo hicieran en contra de su conciencia. Pienso que
la inmensa cantidad de testimonios aportados debilitan la misma tesis del autor, pues
permiten seguir como al trasluz la resistencia de los obispos a las presiones. Aunque lo
hubiera deseado, Pío IX no logró conducir el concilio con automatismo robotizado y a
tambor batiente como sargento de un pelotón prusiano, como pretendió hacerlo San
Cirilo en Efeso. Hay testimonios valiosos de la sustancial libertad y del valor humano
de los actos de los padres conciliares.
b) Pienso que los testimonios aportados por Hasler no pasan de probar que Pío IX era
un enfermo y un iluminado, con pérdidas de memoria y accesos de cólera, pero no un
loco ni un irresponsable. El testimonio de J.H. Löwe de que "entre los mismos
partidarios de la infalibilidad hay quienes le piden a Dios que el Papa se vuelva loco por
el bien de la Iglesia" atestigua que, a juicio de los que le trataban, no era un loco. Una
debilitación de facultades no es una alienación mental.
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Para invalidar la definición del Vaticano I se precisarían otros argumentos más firmes y,
en todo caso, habría que haber tenido en cuenta todos los componentes del contexto
histórico, que anteriormente ya dijimos que echábamos en falta.
Ese ejemplo ilustra el siguiente principio: para entender los enunciados de la fe y del
magisterio hay que atender a las coordenadas que los sitúan y en cuyo marco adquieren
su verdadero alcance.
2. La intención de los definicones
Nunca los concilios han pretendido presentar exposiciones completas de la fe.
Acostumbran a reunirse con ocasión de herejías o errores en la fe y los padres
conciliares deben discernir sobre fórmulas muy concretas para evitar que cualquier
falsificación comprometa la calidad y la verdad de la fe. Es preciso tener en cuenta ese
tipo de limitación para ahorrarse muchos errores.
Es cierto que ni en el pasado ni en el presente esa exigencia ha sido siempre atendida.
Los partidarios de Cirilo, apoyándose en Efeso, pretendieron canonizar toda su
enseñanza cristológica como ratificada por el Concilio. Y no era así, pues los
anatematismos de Cirilo no se aceptaron con el mismo valor que la doctrina de la
Theotokos 1 .
La historia postcalcedoniana no se comprende si se olvida la campaña de "cirilianos" y
monofisitas tendente a atribuir a Efeso la pretendida canonización de las posturas del
gran Alejandrino. También hemos sido testigos, modernamente, de los intentos de
ampliar, en cuanto al magisterio pontificio, el alcance de las definiciones tan precisas y
limitadas de Pastor aeternus .
El Vaticano I no ha reconocido en manera alguna una infalibilidad absoluta e
incondicionada en el magisterio papal extraordinario. El informe al Concilio de Msr.
Gasser, que recuerda los límites, no deja lugar a dudas. Desde entonces algunos intentos
minoritarios, hoy de escasa actualidad, de ampliar la infalibilidad al magisterio
ordinario del Papa han fracasado y en ninguna manera podrían apelar a la doctrina del
Vaticano I.
Esos ejemplos bastan para iluminar el segundo principio: no se puede interpretar
correctamente los decretos, cánones y constituciones conciliares sin saber la intención
de los padres del concilio. Y para averiguarla es preciso estudiar la historia de la
elaboración de los textos. Separados de su intención histórica, los textos están expuestos
a interpretaciones abusivas, o incluso falsas, y de ello hay ejemplos en la historia de la
Iglesia.
3. El condicionamiento teológico
Es evidente que la formulación de los dogmas es tributaria de la teología en que han
nacido. Y si las teologías, como expresión racional de la fe, varían al compás de las
culturas a que van unidas, es lógico que a veces las formulaciones dogmáticas, en su
facticidad o expresión histórica, hagan problema a la "razón teológica", aunque se la
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interprete, como es normal, bajo el influjo de la fe viva. No resulta fácil, a menudo,
reconocer en la fotografía de un niño los rasgos del adulto que se conoce muy bien.
Eso confiere a las afirmaciones dogmáticas un carácter histórico que requiere del
intérprete un cono cimiento preciso del contexto teológico en que fueron elaboradas.
La Iglesia ha expresado la fe, no sólo adaptándose al lenguaje y al horizonte intelectual
de una época, sino con la plena conciencia de la incapacidad de toda formulación
humana para enmarcar adecuadamente el "misterio". Recordemos la célebre afirmación
de un Padre de la Iglesia: "balbuciendo como podemos, testimoniamos el eco de las
grandezas de Dios".
La dependencia de las formulaciones dogmáticas del aspecto histórico del lenguaje y del
pensamiento ha sido subrayada en el n.º 5 de la Declaración Mysterium Ecclesiae de
24 de junio de 1973 (versión castellana, en Ecclesia, 14 julio 1973, n. º 1650, pp. 882883), a la que los teólogos no han prestado suficiente atención.
El texto concluye afirmando que "hay que decir que si bien las verdades que la Iglesia
quiere enseñar de manera efectiva con sus fórmulas dogmáticas se distinguen del
pensamiento mutable de una época y pueden expresarse al margen de este pensamiento,
sin embargo puede darse el caso de que tales verdades pueden ser enunciadas por el
sagrado magisterio con palabras que sean evocación del mismo pensamiento".
4. Alcance doctrinal
El alcance histórico de la formulación de los dogmas no debe hacernos olvidar su valor
doctrinal. La fórmula dogmática, como afirmación de la fe en un momento determinado,
está preñada de un dato de Revelación de valor permanente.
Es ahora el momento de recordar la distinción de Juan XXIII en el discurso de apertura
del Concilio, también comentada por Pablo VI en diversas ocasiones, entre la sustancia
y la formulación de la fe: "una cosa es el depósito de la fe, es decir, la verdades de
nuestra venerable doctrina y otra distinta, la forma en que esas verdades son enunciadas
conservando siempre el mismo alcance y el mismo sentido". . A través de las
formulaciones contingentes, susceptibles de reformulación más adecuada, el dogma
guarda adquisiciones definitivas que no se pueden pasar por alto.
Esto lo subraya muy claramente la declaración Mysterium Ecclesiae al afirmar que las
fórmulas dogmáticas del magisterio son aptas desde el principio para expresar la verdad
revelada y que permaneciendo inmutables la ofrecerán a los que las interpreten bien.
Pero eso no significa que todas ellas gocen del mismo grado de aptitud. El esfuerzo de
los teólogos para precisar lo que exactamente cada formulación quiere enseñar es un
servicio real al magisterio. Incluso a veces algunas fórmulas serán sustituidas por otras
que, propuestas o aprobadas por el Magisterio, presentarán de forma más clara o
completa el significado original. No se debe confundir eso con el relativismo
dogmático, que no deja de condenar la aludida declaración. Sería relativismo pensar que
las fórmulas dogmáticas, incapaces de significar la verdad de modo conc reto, no serían
más que aproximaciones mudables a la misma verdad, que la alteran o deforman de
algún modo. Además, las mismas fórmulas manifestarían solamente de manera
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indefinida la verdad, la cual debería ser, por tanto, ;buscada a través de aquellas
aproximaciones.
Bajo el punto de vista antes mencionado, las definiciones de Calcedonia tienen un valor
permanente y ninguna cristología moderna puede dejar de lado el sentido invariable que
poseen.
Igual se debe decir de las definiciones del Vaticano I, tan desacreditado actualmente.
Los padres del Concilio Vaticano I han pretendido determinar el papel imprescriptible
del obispo de Roma, sucesor de Pedro. Y lo hicieron con determinado lenguaje y dentro
de un contexto occidental y en la tradición de la Iglesia latina. Estoy de acuerdo en que
los términos empleados para definir el primado, como factor de unidad, se resienten de
esa estrechez y escandalizan a los cristianos no católicos. Incluso el término
"jurisdicción", con los calificativos aplicados a la del Papa en relación a los obispos y
patriarcas, se presta a muchas incomprensiones.
El Concilio Vaticano II no se lanzó a una reformulación de ese servicio de Pedro, que
sigue aguardando todavía una correcta formulación teológica. Se limitó a yuxtaponer la
colegialidad al Primado, sin repensar la cuestión en términos nuevos que abriera un
diálogo con los hermanos separados, especialmente con los orientales.
Es verdad que el servicio de unidad de la sede apostólica no se identifica con un cierto
despotismo ni con la promoción de la uniformidad, como en el pasado ocurrió. Sigue
siendo verdad que, pese a la autonomía relativa de las diócesis y más aún de los
patriarcados (incluso para los orientales separados, pues sostengo que la autonomía de
las iglesias ortodoxas no puede ser absoluta pues debe insertarse en una koinonia, una
comunión de Iglesias, si quiere seguir siendo la Iglesia de Cristo en tal pueblo o lugar),
le será necesario a la Iglesia poseer la función específica de asegurar la unidad en el
seno de la diversidad, cosa que los católicos romanos, reconocemos como función del
sucesor de Pedro, por voluntad de Cristo.
Permítaseme emplear la bella imagen del director de coro, usada por Ignacio de
Antioquía, para asegurar, la armonía de todos en el "tono de Cristo". El director de coro
evita las discordancias de aquellos, incluso de buena fe, que quisieran actuar como
solistas en vez de actuar en la partitura común.
Sé que toda comparación cojea, pero ésta subraya el peso relativo del director, que no
inventa la melodía aunque asegura su correcta ejecución. Y es tanto más delicado ese
papel, dado que la melodía no está plenamente acabada sino que deja a los participantes
la libertad, bajo el impulso del Espíritu, de acomodarse al tono de Cristo, el director
invisible.
Todos forman parte del coro que actúa bajo la dirección de quien discierne los caminos
del Espíritu, por lo que no posee sólo un poder jurídico, sino un carisma que no le
fallará mientras sea fiel a su misión.
CONCLUSIÓN
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Esas son las normas gene rales, reconocidas por la mayoría de teólogos católicos, que
deben utilizarse para un buen uso de los Concilios. Hemos hablado hasta aquí de la obra
dogmática de los concilios. Es obvio que las determinaciones canónicas y disciplinares
no presentan problemas pues tienen claramente la impronta de lo histórico, excepto en
lo que dice relación a la estructura esencial de la Iglesia. Quererlas mantener contra
viento y marea porque fueron prescritas por un concilio, sería ir contra el mismo fin de
la Iglesia que debe cambiar de acuerdo con la coyuntura profana, para poder ejercer su
misión.
Hay aquí un ancho campo de revisión si la Iglesia quiere reconstruir la unidad.
Hasta hoy la Iglesia no ha determinado el número ni las condiciones de ecumenicidad
de los conc ilios ecuménicos. La distinción sugerida por Y. Congar entre Concilios de la
Iglesia unida y Concilios generales de la Iglesia católica romana debería ser atentamente
considerada por la jerarquía. Claro que no se podrá hacer tabla rasa de las precisiones
dogmáticas aportadas por la Iglesia romana a la fe común, si el diálogo no quiere
interrumpirse. Deben releerse en común los puntos de litigio entre las iglesias,
especialmente entre las Iglesias de oriente y la romana.
Ese ensayo no pretendía más que subrayar las condiciones de eficacia de un diálogo que
afrontara los temas esenciales y no sólo los marginales o sencillos. Los importantes, a
nuestro juicio, dependen más de una teología fundamental (en el sentido clásico del
término) que de una teología confesional, que se ha limitado en el pasado a una
constatación de diferencias sin buscar la integración de las legítimas en la unidad de la
fe.
Notas:
1
N. De R. El Concilio otorgó explícitamente a María el título de «Madre de Dios»
Tradujo y condensó: JOSE M. ROCAFIGUERA
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