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La estructura de la transferencia en El Banquete
VILMA COCCOZ
La lectura de los textos de Lacan, además de enseñarnos cada vez, provoca una diversidad de
emociones que dependen de una no menor diversidad de estados subjetivos por los que atraviese el
lector. El Seminario de La Transferencia suscita un especial buen humor, al menos para mí, y
sobretodo la primera parte, los once primeros capítulos dedicados casi completamente al estudio del
Banquete de Platón. Detectamos en Lacan un entusiasmo, una alegría que sólo es posible cuando
un enigma que ha atravesado los tiempos, consigue ser descifrado. La escena entre Sócrates y
Alcibíades, incómoda para algunos comentadores, incomprensible para otros, transformada en una
lectura moralizante para no pocos es, por fin, leída por Lacan, quien ha podido extraer su lógica y que
nos es presentada con un suspense, un tempo casi musical.
Pero supongo que la alegría de Lacan proviene también de haber podido elucidar el resorte de la
transferencia en una dirección que le permitía dar un paso más allá de la conceptualización freudiana
cuyos efectos en los posteriores “teóricos” de la transferencia oscilaban entre: identificarla con la
repetición, reducirla a fenómenos afectivos, o correlacionarla con la contratransferencia, cuya crítica
tiene un lugar específico en la segunda parte del seminario.
¿En qué consistió este paso, este enorme progreso en la concepción de la transferencia?
Es precisamente el hilo lógico que subtiende estos once capítulos. El punto de partida es sin duda
una tesis: el dispositivo analítico no puede ser considerado como una situación dual. Los dos
cuerpos presentes en el despacho analítico son soportes de una “disparidad subjetiva”, que va más
allá de la simple disimetría porque discrimina dos posiciones en el discurso. Esta tesis será
desplegada con lo que nos enseña el Banquete acerca del amor hasta llegar a la conclusión de que
el amor implica una estructura triple y que en ello reside el resorte de la transferencia y la
posibilidad de su resolución.
Lacan advierte que para llevar a cabo su demostración es preciso una topología adecuada que
requiere una rectificación de la noción teórica de la transferencia. Se trata, afirma, de formular los
principios, de referirla a la experiencia.
El primer capítulo Al principio era el amor, está conformado con la referencia al seminario anterior, La
ética del psicoanálisis. Una de las líneas maestras de éste es la demostración de la estructura
creacionista del ethos humano, de la creación ex-nihilo que otorga a los célebres enunciados: Al
comienzo era el Verbo o al comienzo estaba la acción una enunciación común, ambas surgen del
vacío topológico que constituye el núcleo de nuestro ser y sobre el cual se apoya toda creación.
Pero en el análisis, el enunciado “al principio” toma otro sentido: no se trata de creación sino de
formación. La dimensión creativa, propia del inconsciente, depende de la acción del analista, del
vacío que encarna con su presencia silenciosa.
En la Proposición del 9 de Octubre la formulación respecto a la transferencia es casi idéntica: Al
principio del análisis está la transferencia. [...] el sujeto supuesto al saber, formación no de artificio
sino de vena.
Para explicar este comienzo Lacan refiere lo acaecido entre Anna O. Y Breuer, quien como sabemos
“cayó en la trampa” del amor de transferencia de su paciente. A diferencia de Freud, quien afrontó
las inesperadas y no siempre agradables consecuencias de hacer hablar a alguien de sus cosas más
íntimas. La transferencia es por lo tanto una formación significante, de la misma vena que el
significante, surge como efecto de la palabra dirigida al Otro, de la articulación del significante que
representa al que habla con aquél al que se dirige en su demanda.
La barrera de la belleza
La esencia de la tragedia, deducida del estudio de Antígona, reside en velar el horror del ser para la
muerte produciendo en su lugar un efecto estético. Lo bello del héroe trágico nos atrapa porque su
acción se sitúa en el lugar entre-dos-muertes, en el que Lacan ubica el más allá del principio del
placer freudiano. Ese lugar que presentaba la tragedia antigua fue localizado también por Kant en la
forma de imperativo categórico y por Sade en la forma de imperativo de goce. Este espacio
topológico sitúa una zona de la subjetividad que la experiencia analítica permite explorar de manera
metódica y controlada, es el espacio del más allá de los bienes, del confort, del principio del placer.
Es el campo del goce y constituye lo real de la experiencia analítica.
En el Seminario VIII Lacan estudia otra forma de la belleza, aquélla que ha sido concebida como
Soberano Bien: la schwärmerei platónica a la que define como ensoñación o fantasma. El Soberano
Bien ocupa el mismo lugar en esta topología, cubre por tanto el espacio de entre-dos-muertes.
Lacan no se priva de dar una interpretación respecto a esta construcción platónica, la de ser un
efecto del duelo inmortal con quien encarnó el desafío de sostener su pregunta, es decir, Sócrates, y
cuya transferencia considera como la más duradera de la historia, al punto que su destino está ligado
a la historia misma de la conciencia, de la política, etc. Que llega hasta nosotros. En este efecto de
transferencia podemos situar la incidencia en lo real de un deseo inédito. La incidencia de la
transferencia con Sócrates es comparable a la que ha producido el deseo de Freud, quien también
hizo nacer un nuevo deseo, el del analista y cuya incidencia real se verifica en la pervivencia del
psicoanálisis como práctica.
Tanto Sócrates como Freud demuestran que el dominio de Eros se sitúa más allá del Bien. Ambos,
Sócrates y Freud, tomaron una posición similar frente al temible dios del amor: servirle para servirse
de él. Con qué propósito? En el caso de Sócrates, en beneficio de la verdad. En el de Freud, como
solución al Eros del sujeto que hace la experiencia de un análisis.
Para arribar a dicha solución es preciso concebir el vínculo analizante-analista de una manera distinta
a un vínculo de reciprocidad. Por ejemplo, como la relación médico-enfermo, relación dual, recíproca
aunque disimétrica. En el caso del dispositivo analítico, se trata de evitar la idea de intersubjetividad,
porque de ello depende de que la experiencia sea auténticamente freudiana. Mi primer cuidado como
analista, afirma Lacan, es impedir que el sujeto pueda imputarme una intención determinada del tipo:
hace o dice esto para confortarme, o para engatusarme, o para seducirme.
En ningún otro lugar Lacan es tan categórico respecto a la regla de abstinencia: el psicoanálisis
requiere un alto grado de sublimación libidinal, una neutralización del cuerpo, una decencia extrema.
En favor de la cura, en la que el analizante deberá aprender lo que le falta y lo aprenderá como
amante.
El amor griego
Esta aseveración se comprende teniendo en cuenta que Lacan toma como referencia El banquete y
por lo tanto, el amor griego, el amor por los muchachos bellos. En algunas ciudades de Grecia este
amor estaba regulado como puede leerse en el discurso de Pausanias, distinguiendo dos posiciones,
dos modos de conducta: el erastés y el erómenos. El primero, el amante, se sitúa en posición de
falta, es el que corteja y se conduce de una manera activa. El segundo, el amado, se mantiene en
una total autosuficiencia, su conducta es pasiva. Un rasgo que de manera insistente se le adjudica
es la ausencia de barba. Lacan se anticipa a su axioma de los años setenta no hay relación sexual
poniendo en cuestión la idea de que entre ambos, entre amante y amado, pueda concebirse algún
tipo de relación.
La discordancia de ambas posiciones reside en que ellas se vinculan a lo que la supuesta pareja
ignora: el primero no sabe lo que le falta y el segundo no sabe lo que tiene. Entre ambos no hay
ninguna coincidencia y en ello reside el problema del amor.. Vemos dibujarse un elemento tercero, el
no-saber que supone entonces un más allá de la especularidad o reciprocidad.
Ambas posiciones pueden extrapolarse a la pareja psicoanalizante-psicoanalista, basada en “un
principio de suposición” por parte del que viene a vernos, que en principio no sabe lo que tiene y nos
supone una ciencia sobre lo más íntimo. Con ello el psicoanálisis se enlaza a la tradición del
“Conócete a tí mismo”, que condicionaba la acción de la paideia antigua en el camino de la dialéctica,
en beneficio del aprendizaje de la areté. En dicha tradición el acento se localiza por lo tanto, en la
ignorancia, en el no-saber.
La significación del amor es producto de una operación metafórica por la cual en el lugar del amado
surge la posición del amante, del sujeto de la falta. En el discurso de Fedro se mencionan los casos
de amor que fueron valorados por los dioses siendo el de Aquiles el que mereció los mayores elogios
debido, precisamente a que aceptó morir por Patroclo. Aunque éste ya estaba muerto, Aquiles
acepta el destino que va a sobrevenirle si mata a Héctor, el asesino de su amante. En la medida en
que Aquiles ocupaba el lugar del amado, su consentimiento a la muerte que le espera si ejecuta la
venganza, le ubica en una posición nueva, la de amante.
De manera similar, en el análisis se trata de asir la topología gracias a la que el sujeto va a encontrar
en el lugar de aquello que busca. Parte de aquello que tiene y no conoce para encontrar lo que le
falta, su deseo. Pero conviene tener en cuenta que el deseo no es ningún bien ni es un objeto y por
esta razón, en el tiempo cronológico y topológico de la relación de amor de transferencia se debe
leer esta inversión que convierte la búsqueda de un bien en la realización de un deseo. Se trata de
la emergencia de la realidad del deseo en cuanto tal. De la real-ización del deseo, como dirá más
adelante, del pasaje del deseo a lo real, de su incidencia efectiva. Esto nos condujo a hablar del
Banquete, -dice- porque es el lugar donde se había agitado de la manera más vibrante la pregunta,
en particular en la confesión pública de Alcibíades.
Sobre Sócrates
En el trasfondo del Banquete encontramos la tentativa grandiosa de encontrar, bajo la garantía del
discurso, la forma última de asir lo real, se trata de tó pragmá, de la Cosa, de la praxis esencial. En
la Grecia Antigua la teoría es el ejercicio del poder, el gran asunto, el gran juego. La idea nueva y
esencial de Sócrates es la de que debemos garantizar el saber, la epistemé (la ciencia) en el marco
del discurso. La epistemé se conquista mediante la dialéctica, en la medida en que ésta engendra la
dimensión de la verdad. Y por lo tanto, de una práctica del discurso en la que éste puede asegurarse
de una certidumbre interna a su propia acción. No existe ningún garante de la palabra del Otro sino
esa misma palabra.
Pero lo que inspiró la acción del discurso, la posición de Sócrates, es algo diferente a un sujeto
temporal, se debe a la acción de la operación dialéctica promovida por el carácter atópico, insituable
que Sócrates sostenía. En este punto Lacan señala que este carácter se nos puede exigir a
nosotros. Con lo que empieza a dibujarse la comparación entre el lugar de Sócrates y el del analista.
A Lacan le resulta evidente que el destino de Sócrates fuera morir asesinado, y encuentra en este
final la realización de un deseo de muerte de naturaleza enigmática. No se trata de una tendencia al
suicidio, dado que dedicó setenta años a su realización, sino de una conclusión lógica en razón del
lugar que ocupaba. Sócrates se mantiene en la zona entre-dos-muertes. Pero no hay nada trágico
en él, sólo hace mención a un demon que le hace alucinar y le permite vivir en ese espacio. Para
comprender su singular posición también es importante tener en cuenta que en una ocasión un
discípulo suyo consultó al oráculo y la respuesta de éste fue que lo consideraba el hombre más sabio.
Este acontecimiento resultó decisivo en su paso a la vida pública: es un loco que se cree estar
sirviendo obligatoriamente a un dios. Para Sócrates los dioses son lo real, lo que no tiene nada que
ver con su conducta, regida por la verdad. Esta singular posición ejercía sobre sus contemporáneos
un encanto irresistible, la simple invocación de su nombre: “Así hablaba Sócrates” producía efectos
de sugestión, de transferencia inmediata.
En la actividad de Sócrates se opera una promoción de una posición absoluta de la dignidad del
significante, elevado a la categoría de potencia, como único fundamento donde encontraba la
certidumbre de encontrar la vida eterna. Lacan localiza ahí un núcleo psicótico, no porque su
estructura lo fuera, sino por el desconocimiento de que “su boca es carne”, dice. Sócrates ignora que
el deseo se encarna en un cuerpo de goce, él no duda de que se reunirá con los Inmortales. Este
“infatigable preguntón” que rechaza la Poética, que reduce la incidencia de la metáfora engendra
para nosotros una formidable metonimia.
El resultado de este deseo encarnado como afirmación de inmortalidad, es un deseo congelado,
“triste deseo de discursos infinitos” lo denomina Lacan, evocando a Valery. Lacan encuentra que el
alma es un subproducto de este delirio de inmortalidad de Sócrates.
Para que este fenómeno se haya producido qué fue para Sócrates, su deseo? se pregunta Lacan.
Piensa que es ésa la cuestión crucial. La atopia de Sócrates coincide con cierta pureza tópica,
designa el punto central de nuestra topología, el espacio entre-dos-muertes donde, en estado puro y
vacío, en el que se ubica el lugar del deseo. En su caso es sólo deseo de discurso, de discurso
revelado. Nunca antes de él fue ocupado por ningún hombre este lugar del deseo purificado.
Y retomando la comparación entre el deseo del analista y el de Sócrates, Lacan pregunta ¿qué debe
ser el deseo del analista para operar de manera correcta? Para nosotros, recalca, se trata de intentar
articular y situar lo que debe ser el deseo del analista a partir de una topología.
Para demostrarlo es preciso tener en cuenta que el deseo: no es una función vital, tampoco es una
referencia diádica y por lo tanto no es la relación con el paciente lo que proporciona la clave. Se trata
de algo más intrapersonal, de las coordenadas que el analista debe ser capaz de alcanzar para
ocupar el lugar que le corresponde en el análisis. Ese lugar es el que debe ofrecer vacante al deseo
del paciente para que se realice como deseo del Otro.
El lugar del deseo
Aquí es donde El Banquete nos interesa, porque en él el amor ocupa el lugar vacío, el lugar de la
segunda muerte. Esto se verifica en el pasaje que ocupa el discurso de Agatón, la respuesta de
Sócrates y la sustitución en su discurso de él por Diotima. Dicha sustitución en la que Sócrates se
dieciza, se divide, opera el pasaje del amor al deseo a través de la función del la carencia, de la falta.
El discurso socrático, de la epistemé, encuentra un límite cuando se trata del amor . Del ejercicio
dialéctico se pasa al registro del mito. Lacan destaca el rigor de este engranaje por el cual, al dejar a
hablar a la mujer que hay en él bajo una construccción mítica, Sócrates consigue suplir la hiancia, el
agujero en el saber que presentifica el amor. El mito del nacimiento de Eros por el encuentro entre su
padre Poros (Recurso) y su madre Penia (Aporía, Pobreza) indica bien que el amor responde a la
definición de dar lo que no se tiene porque, en el caso de Diotima, la génesis del amor adquiere una
forma mítica, discursiva, consistente en dar una explicación válida sin tenerla. El amor ocupa un
lugar similar a la doxa, a la que corresponden los discursos verdaderos sin que el sujeto pueda
saberlos. No es posible una epistemé del amor.
Tanto en relación a la doxa como al amor, la noción de intermedio es fundamental. El amor se ubica
entre epistemé y amathía (ignorancia), tampoco es ni bello ni feo, por lo cual se destaca su carácter
de daimon. No es por lo tanto un dios como han afirmado anteriormente los participantes del
banquete. Los demonios constituyen la vía a través de la cual los dioses hacen oír su mensaje a los
mortales. Antes de que advinera el descubrimiento del inconsciente para indicarnos que los
mensajes opacos en lo real no son sino los nuestros.
Sócrates introduce un giro decisivo en el diálogo al formular la pregunta en términos de falta ¿qué le
falta a quien ama? Entonces postula la belleza como la dirección en que se ejerce la llamada, la
atracción hacia la posesión del bien que se busca. Allí se constituye un ktéma que tiene como
finalidad lo bello y que funda una relación con el ser, más precisamente con el ser mortal, el que se
perpetúa mediante generación y corrupción pero que también se vincula a las formas eternas en el
modo de la participación. Lo bello sostiene el franqueamiento de los pasos que es preciso dar en la
conquista de una ilusión, de un espejismo fundamental mediante el cual el ser, perecedero y frágil, se
sostiene en la búsqueda de perennidad. Concebida ésta como aspiración esencial: todo fluye y
cambia pero algo permanece constante. La función de lo bello se demuestra aquí como en el
Seminario VII, en su carácter de defensa, como aquello que está destinado a velar el deseo de
muerte.
La belleza como defensa
Lacan precisa una diferencia: el deseo de bello, cuya presencia oculta es el deseo de muerte. Y el
deseo de lo bello, por el cual sujeto opta por una cierta huella, por la llamada que le ofrece el objeto o
alguno de los objetos.
Lacan señala el deslizamiento que se produce en el discurso de Diotima por el cual lo bello,
concebido inicialmente como forma de pasaje, se convierte en un fin que deberá perseguirse: a
fuerza de perdurar como guía se convierte en objeto.
El progresivo ascenso desde los objetos hacia lo bello en sí parte de la iniciación en el amor por los
jóvenes bellos que motivan bellos discursos, engendra bellos razonamientos y deriva en el encomio
de las buenas acciones, dibujándose un recorrido, un tránsito en el que el conocimiento puede
igualarse en su término con los Inmortales. Se desprende así de la servil dependencia a la belleza de
un solo ser cuando, vuelto hacia el mar de lo bello y contemplándolo, engendre muchos bellos y
magníficos discursos y pensamientos en ilimitado amor por la sabiduría, hasta que fortalecido
entonces y crecido descubra una única ciencia cual es la ciencia de la belleza. (1) En ese camino lo
bello, definido como premio en el búsqueda del ser se convierte en objetivo de la peregrinación. El
objeto presentado al principio como soporte de lo bello se convierte en transición hacia lo bello.
La definición dialéctica del amor es por tanto la metonimia del deseo como algo que se impone más
allá de todos los objetos, como aspiración, a través de los objetos, hacia una perspectiva sin límite.
Esta es la perspectiva de Eros en la doctrina platónica.
El erastés es conducido a un lejano erómenos (con finalidad neutra) a través de los eromenoi (todo lo
que es amable, digno de ser amado).
Entretanto el ktema, la finalidad, ha pasado del registro del tener al ser. En este proceso, en esta
ascesis, se opera una transformación en el devenir del sujeto, producida por la identificación última
con lo supremamente amable. Y cuanto más lejos lleva el sujeto su finalidad, más derecho tiene a
amarse en su yo-ideal: cuanto más desea se torna más deseable, pero el amante sólo apunta a su
propia perfección.
La función del no-saber y de la verdad
Sin embargo, Platón no se queda ahí. Volvamos a la estructura: Sócrates puede hablar de estas
cosas desde el lugar de él no sabía. Aún sabiendo no puede hablar de lo que sabe, porque, en lo
referente al amor, sabe que sólo hay discurso partiendo del punto en donde él no sabe. Aquí se sitúa
el resorte de su elección en su manera de enseñar.
Con la entrada de Alcibíades volvemos a lo real como el campo donde se puede desarrollar la
dimensión de la verdad. Entre Agatón, Sócrates y Alcibíades veremos la sustitución encarnada: es
preciso que haya una estructura triple para que se produzca la significación del amor.
Alcibíades se presenta en un momento del debate en el que se plasma un juego entre el que sabe y
sabiendo, muestra que se debe hablar sin saber, Sócrates, y aquél que, no sabiendo, ha hablado
como un pavo pero ha hablado bien, Agatón.
Una topología de tres
La intempestiva irrupción de Alcibíades que otorga una dimensión de escándalo a la escena
demuestra que cuando el amor se manifiesta en lo real no tiende a la armonía, como pretendía
Erixímaco, ni tiende a la convergencia como pudo enunciar Diotima. No se produce ningún común
ascenso a erómenos. Lo que quiere Alcibíades es guardarse el agalma para él, manifiesta la extrema
codicia hacia lo más particular, lo incomensurable, lo contingente que reviste de valor agalmático la
figura de Sócrates. Ese objeto único es el objeto a del fantasma y cuando Alcibíades franquea los
límites del pudor en su confesión, revela la función de este objeto agalmático y se muestra por lo
tanto como sujeto dividido. El agalma muestra que la función del objeto en el deseo no es
representar un bien universal sino, por el contrario, uno muy particular. Ya desde el comienzo se
percibe que va a tratarse de otra cosa: Alcibíades cambia las reglas del diálogo que eran las de
elogiar a Eros por el elogio del vecino. Se va a tratar del amor en acto, no en términos ideales.
Sócrates responde: no es para mí para quien has hablado sino para Agatón. En el discurso de
Diotima imperaba la dimensión dual por la cual se orientaba al sujeto en una identificación y de una
producción con ayuda de lo bello. La relación biunívoca entre el sujeto y lo bello tenía como fin la
identificación como horizonte del ser.
En cambio, en este pasaje, la temática del Bien Supremo queda sustituida por otra cosa en la que se
ordena una triplicidad, una topología intersubjetiva triple en la que se distinguen los lugares del
sujeto, el otro y el Otro. En la misma disposición de los comensales la entrada de Alcibíades irrumpe
en la pareja; se sienta entre Sócrates y Agatón.
Además, Alcibíades rompe con dialéctica de lo bello como guía de lo deseable. Nos desengaña,
presenta a Sócrates como el que rechaza lo bello y los bienes incluso cuando le son presentados
para seducirle por el ocupaba el lugar del amado, del erómenos y que era conocido por todo el
mundo. Sócrates, para quien Alcibíades era el erómenos se niega a entrar en el juego, él no ama
porque sabe. Y aquí nuevamente se equipara la posición de Sócrates y la de Freud que supo
también mantenerse impasible, indiferente ante el amor de transferencia.
Sócrates le indica a Alcibíades: allí donde tu ves algo, no soy nada. Y rehúsa la metáfora del amor
manifestando que su esencia es la de un hueco, un vacío. Presentifica un no radical a la demanda
de amor, no accede a dar el signo que Alcibíades le reclama. Se mantiene impasible, no acepta
ocupar la posición pasiva de eromenos. Su agalma reside precisamente, como Lacan lo reitera en la
Proposición, en la retención de esa nada.
Aprender como amante
Sócrates implica a Alcibíades en el camino del bien diciéndole Ocúpate de tu alma. Así la metáfora
se opera en Alcibíades que alcanza la posición del deseante. Lacan destaca la notable ausencia de
temor a la castración que le confiere un carácter singularmente agalmático a este personaje. El
retrato de Alcibíades realizado por Plutarco en Vidas Paralelas no deja lugar a dudas del hechizo que
ejercía este singular hombre del deseo decidido.
Sócrates hace hincapié en el final del discurso de Alcibíades en el que “de manera accesoria” le ha
dado un lugar a Agaton y así desvela su estrategia: quieres enunciar que estoy obligado a amarte a ti
y a ningún otro y que Agatón, por su parte, lo está de dejarse amar por ti y por nadie más.
De este modo Sócrates lee en el discurso aparente: en ese drama de tu invención, en la metáfora del
sileno, ahí se ven las cosas.
La estructura del discurso de Alcibíades queda pues, a la luz: lo que tú quieres es ser amado por mí y
que Agaton sea tu objeto.
Sin embargo, Sócrates responde a la demanda presente de Alcibíades y se dispone a hacer el elogio
de Agatón, situando en el plano del Otro lo que ocurrió entre ellos tras los velos del pudor. En ese
elogio se trata de hacer pasar la imagen de Alcibíades amando, es decir, la forma significante del
deseo de Alcibíades. Así puede entrar en la vía de las identificaciones superiores que traza el
camino de la belleza. Sócrates sustituye una cosa por otra: la escena dual entre ellos por la imagen,
por la forma del deseo de Alcibíades en el lugar del Otro.
No se trata de ascesis, ni de belleza, ni de identificación con Dios lo que desea Alcibíades sino del
objeto único que vio en Sócrates y del que éste se aparta porque sabe que no lo tiene. Lo que
Alcibíades busca en Agatón es el mismo punto supremo por el cual el sujeto se aniquila en el
fantasma.
Sócrates sustituye el señuelo de los dioses por su propio señuelo, sirve a Eros sirviéndose de él.
Sabe que Alcibíades está destinado a engañarse porque desconoce la función del agalma que
constituye su meta. En este punto podemos establecer la equivalencia con el lugar del analista. Ese
lugar vacío, tercero, entre el sujeto y el objeto, permite alojar la forma significante del deseo particular
del analizante, haciendo posible la metáfora del amor, aquélla en la que se produce un cambio en el
sujeto, que accede a la posición de erastés. Desde esa posición aprenderá lo que le falta, es decir, su
deseo.
Pero también es preciso hacer la distinción entre la posición de Sócrates y la del analista. En el
momento en que Sócrates concede una satisfacción a la demanda de Alcibíades y se dispone a
hacer el elogio de Agaton, se ubica en la posición histérica, que se caracteriza por la identificación al
deseo del otro. Por eso Lacan afirma “no digo que deban ser Sócrates”, quien encarna el deseo puro
como puro deseo del Otro. Años más tarde, al calificar al deseo del analista como “impuro”,
vinculado por tanto a una causa, y nombrado como el deseo de obtener la diferencia absoluta, Lacan
consigue resolver esta aporía.
Sin duda, lo que nos enseña este recorrido por El Banquete es que el resorte esencial del análisis
reside en el manejo de la transferencia, que conlleva hacer posible que el analizante descubra el
engaño del amor de transferencia, aquél que vela su carácter pulsional que Lacan, en el Seminario XI
enuncia de este modo: porque amo en ti algo más que tú, te mutilo. El deseo del analista, advertido
de esta dimensión engañosa que hace posible la institución del sujeto supuesto saber, como señuelo
para el objeto a, sabe por tanto el destino que le espera si sitúa su acción a la altura de las exigencias
lógicas del discurso analítico. Estará entonces a salvo de los efectos medusantes de este temible
dios al que Dante coloca en la antesala del infierno, sirviendo a Eros para servirse de él en una
acción cuya dimensión ética implica una singular abnegación.
Bibliografía
Jaques Lacan Seminario VIII La transferencia. Ed. Paidós. Buenos Aires. 2003.
Jacques Lacan: Proposición del 9 de Octubre en Momentos cruciales de la experiencia analítica. Ed. Manantial
Buenos Aires. 1992.
Estela Solano: Presencia del analista. EIM Publicación del NUCEP y la ELP, 2002
Diana Ravinovich: Modos lógicos del amor de transferencia Ed. Manantial.Buenos Aires. 1992.
Colette Soler: Lacan y El banquete Ed. Manantial. Buenos Aires 1992.
Platon: El banquete. En Diálogos III Biblioteca Clásica Gredos. 1997.
Texto establecido a partir de la intervención en el Seminario del Campo Freudiano en Sevilla, el 23 de
Octubre de 2004.
Notas
(1) Platón, El banquete. Pág. 262/3.
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