¿qué significa "creo en dios"?

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ALBRECHT PETERS
¿QUÉ SIGNIFICA "CREO EN DIOS"?
La historia que los hombres hemos creado con nuestras propias manos y que, a la vez,
hemos de soportar y padecer es una historia que ha llegado a afectar nuestra fe. Esto es
signo, ciertamente, de que hemos vivido dicha historia desde esa misma fe y que ésta se
ha reconocido a sí misma como fe dentro de la historia, de todo lo cual hemos de
alegrarnos. Pero además resulta que los cristianos, al preguntarse por la identidad de
esta su fe puesta históricamente en cuestión, se han encontrado unos a otros más cerca
de lo previsto: al adentrarse la fe cristiana en su núcleo, ha tenido que remontarse más
allá de Lutero y de Trento, para leer a ambos desde Cristo y su tradición en la Iglesia
precedente. Así, Lutero y Trento han recuperado su verdadero sentido: el de querer ser
miembros de una misma tradición y querer transmitirnos una misma salvación. De lo
cual también hemos de alegrarnos. Esto es lo que nos muestra el presente artículo, al
esforzarse en él su autor --teólogo protestante-- por descubrir y verificar el significado
que para nosotros tiene hoy nuestra fe en Dios.
Ich glaube an Gott! Was heisst das?, Kerygma und Dogma, 24 (1969) 259-280
FE Y NEGACIÓN DE DIOS
Tesis primera
El mismo título que hemos dado al artículo asocia la aspiración cristiana a la certeza de
la fe con la concepción moderna de la verdad, que cuestiona la precisión del contenido,
la razonabilidad y verificabilidad empírica de todo enunciado tradicional.
Ahora bien, la teología de "la muerte de Dios" es la articulación actual de una situación
más originaria: la de la duda escéptica de si los hombres -con el cosmos- no procedemos
en definitiva de la nada y nos encaminamos hacia ella, una duda que es oculto
contrapunto de la fe en Dios creador.
Por esto, la lucha entre la confianza y la duda y entre la fe y la incredulidad se despliega
en el campo de fuerzas creado entre estos dos polos: el de la certeza de nuestra
existencia en este mundo pasajero y el de la certeza de nuestro eterno destino ante el
Dios imperecedero.
Certeza de la fe y verificabilidad empírica
El enunciado mismo de nuestro artículo refleja, en efecto, la nueva forma secular de
cuestionarse el problema de Dios. Sin embargo, ¿tolera la fe esta radical
autocuestionabilidad que le exige el èhos moderno? En principio parece abrirse un
abismo infranqueable entre la fe, con su pretensión de certeza última, y el espíritu
radicalmente crítico que domina el mundo occidental desde la ilustración y que estaba
ya anticipado en el escepticismo de Erasmo. Dos figuras históricas - no muy alejadas
cronológicamente entre sí- encarnan esta oposición: Lutero y Locke. Ambos son
exponentes privilegiados de dichas posturas. El escepticismo y la duda son, según
Lutero, pecado y manifestación de incredulidad porque el Espíritu de Dios sólo
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comunica certeza. Locke, por el contrario, condena cualquier aceptación no-crítica de
las verdades de la fe porque tal aceptación es inmoral y está exenta de amor a la verdad.
Nuestro enunciado se adentra, pues, precisamente en este abismo aparentemente
infranqueable. Supone, como base, la confesión bautismal de la fe cristiana: "creo en
Dios"; y sobre ella se plantea en último término la cuestión actual sobre el contenido de
lo afirmado: ¿qué significa esto? De este modo se rompe la precipitada alternativa en la
que los cristianos nos hemos situado frecuentemente: o bien pruebas racionales y
criterios lógicos exigidos a lo largo de la historia por las filosofías empírico-racionalista,
existencialista, fenomenológica y del lenguaje, o bien el sacrificio de la razón - "razón
prostituta", según Lutero- ante la relación divina, como sacrificio exigido por la teología
positiva.
Lo que en definitiva pretendemos con estas reflexiones es encontrar el sentido del
enunciado que nos ha sido transmitido en la fe: "creo en Dios". Así afrontamos al
mismo tiempo cuestiones como las siguientes: ¿cómo desarrollar comprensiblemente
este enunciado?, ¿cuáles son los criterios con cuya ayuda podemos verificarlo e
insertarlo en el contexto de nuestra experiencia?
Fe y nihilismo escéptico
Sin embargo no nos situamos únicamente en el horizonte creado por la actual
conciencia empírica de la verdad. Formulamos nuestro tema también, y sobre todo, en la
atmósfera del nihilismo escéptico, popularizado por la teología americana de la muerte
de Dios.
No es posible explanar aquí el camino seguido por nuestra historia hasta llegar a este
estudio. Pero quisiera señalar al menos tres de sus hitos cruciales.
En primer lugar habría que mencionar las oscuras palabras de Yahvé a Moisés cuando
éste le pide la gracia de contemplar su gloria: "Pero mi rostro no podrás verlo..." (Ex 33,
20). Junto a ellas no habría que olvidar aquellas otras de Jacob: "He visto a Dios cara a
cara y he salvado la vida" (Gn 32, 31).
El contrapunto infinitamente alejado de esta experiencia del nombre de Dios como
"fascinans" y tremendum" lo constituye el escéptico e ilustrado Voltaire: "La
humanidad no puede prescindir de una santa doctrina; es el fuerte lazo que mantiene en
pie las costumbres y los estados; refrena al malhechor y levanta la cabeza del justo... Si
no hubiese ningún Dios, se tendría que inventar". Aparece así la religión como función
social. Y, sin embargo, a pesar de su frívola ironía, en las palabras de Voltaire palpamos
un cierto saberse en manos de un poder superior.
En tercer lugar citemos el conocido pasaje de Nietzsche: " ¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue
estando muerto! ¡Y somos nosotros los que le hemos matado... ! ¿No es demasiado
grande para nosotros la grandeza de esta hazaña? ¿No debemos convertirnos nosotros
mismos en dioses, para parecer dignos de ella... ? ".
La teología periodística de la muerte de Dios oscila entre estas tres posturas. En un
primer nivel las palabras de Nietzsche se contraponen a las de Voltaire y son su
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correctivo: para que el hombre alcance su libertad y llegue a ser un nuevo hombre hay
que destruir a ese Dios, autoridad numinosa, apoyo y defensa del orden humano. La
muerte de Dios es entendida en este nivel como evangelio que libera al hombre. "Si
Dios no estuviera muerto, tendríamos que matarlo" (Altizer).
Pero no acaba todo en este optimismo ingenuo y perverso. No faltan quienes sitúan las
palabras de Nietzsche en el horizonte de la fe veterotestamentaria en Dios. Esta teología
de la muerte de Dios articula la angustiosa duda que acompaña a la humanidad desde
sus orígenes: ¿no será la certeza de Dios un sueño que nos hemos forjado los hombres
para no encontrarnos solos en el abismo del universo? ¿no será Dios un vocablo vacío
que hemos llenado con nuestros anhelos para poder anclar nuestra comunidad humana
en lo trascendente? ¿no tendremos que reconocer todas nuestras ilusiones sobre Dios
como una autosugestión colectiva, cuyo fin único es afrontar nuestra existencia como
una existencia entre la nada y la nada? Estas cuestiones, que se nos suscitan
inevitablemente, son las que se encuentran tras la teología de la muerte de Dios. Son el
contrapunto, oculto o consciente, de nuestra fe en un Dios creador y salvador.
La posibilidad de la fe como presupuesto de la incredulidad
Una cosa es común al creyente y al no creyente: ambos tienen que vivir en este mundo a
partir de una certeza fundamental que nunca llegará a convertirse en seguridad
completa. En esta medida pertenece a la vida cotidiana un "atreverse" a mirar al futuro
que es a la vez duda, confianza y esperanza. Los intérpretes del credo, incluidos los
santos padres, se han referido con frecuencia a este hecho. Sin esta actitud sería
imposible la vida; un tal atreverse es necesario para cualquier empresa humana: para
viajar, para trabajar, para contraer matrimonio, etc.
Isaías fue el primero en captar con toda profundidad la relación entre esta fe, que es
también confianza, y la existencia. Cuando la fe es fe y sólo fe, creer y existir son
idénticos (Is 7, 9). La existencia y la permanencia del pueblo radican en la fe. La
existencia de Ajaz y de la ciudad amenazada es asumida y garantizada en el acto de fe
obediente.
Con esto se hace consciente un fenómeno antropológico-existencial no olvidado en las
interpretaciones del credo cristiano. En la fe hay diferentes niveles de profundidad y
dimensiones; la intensidad y la radicalidad con que nos arriesgamos y comprometemos
en ella puede ser, y de hecho es, diversa. El pasaje citado de Isaías pone de relieve
precisamente el máximo grado de totalidad. Donde esto acontece, se plantea
necesariamente la pregunta: ¿puede la fe -como abandono confiado, absoluto e
incondicional de toda la existencia- dirigirse a algo que pertenezca a este mundo y
participe de su nada? ¿no sería esto una contradicción? ¿no tendrá que dirigirse hacia
aquello que -sea lo que sea- es capaz de decidir sobre nuestro ser o no ser?
Sólo allí donde se ha establecido la relación con Dios en la fe, puede éste ser negado. En
este sentido la fe precede a la incredulidad y es como su hermana mayor. Como dice
Ebeling, el ateísmo contemporáneo está íntimamente vinculado con la fe cristiana: Dios
sólo puede ser negado tan radicalmente como se hace, allí donde es anunciado y creído
tan radicalmente como lo ha hecho el cristianismo. La libre autoafirmación del poder
del hombre contra el supremo poder de Dios no es posible si la confianza incondicional
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en el Dios creador trascendente no se ha destacado previa y polémicamente frente a
cualquier fundamentación de la existencia sobre algo intramundano. Una "teología
después de la muerte de Dios" sigue vinculada a la fe en Dios -contra el que lucha- pues
aún presupone polémicamente que los hombres somos incapaces de creer "en" nosotros
mismos.
Nadie es señor de su propia vida: todos procedemos de la oscuridad de lo incierto y nos
encaminamos hacia la muerte. Nadie puede por sí mismo mantenerse sobre la nada que
nos rodea y que somos. Por esto es irreal y, en definitiva, contradictorio "creer en"
nosotros como hombres. Y esto lo confirma también indirectamente la teología de la
muerte de Dios: "después de la muerte de Dios" una tal "teología" sólo puede ser
teología si sigue dándole vueltas a "Dios", aunque sólo sea para pregonar su presunta
muerte. En su absurda perversidad dicha teología tiene que vivir del Dios al que quiere
matar o declarar muerto.
Una vez que se ha llegado a la fe en Dios creador y salvador, ya no es posible en último
término más que una alternativa: la alternativa entre Dios y la nada, entre la fe y la
incredulidad. Toda solución intermedia se mostrará insuficiente ante esta opción última,
a la que hemos sido abocados.
DIMENSIONES DE LA FE
Tesis segunda
Como fe salvífica obrada por Dios, la fe cristiana es primariamente fe en Dios (credo in
Deum): es decir, un fundarse en Dios, provocado y concedido por la acción salvífica
divina y la promesa que de ella brota. Pero como fe histórica y dogmática, la fe cristiana
es secundariamente fe acerca de Dios (credo Deum): un captar y comprender las
implicaciones históricas y dogmáticas de lo relatado por Dios. Ahora bien, confianza
personal y comprensión objetiva están vinculadas en el dar fe a Dios (credo Deo): es
decir, en el aceptar personalmente el perdón de los pecados y la acogida que Dios nos
da y en el aceptarlo bajo el testimonio de hombres falibles.
La triple dimensión de la fe
Lutero distingue entre fe como fiducia y fe como cognitio o notitia. La segunda es una
fe "acerca de" Dios: es la fe que se da "si yo creo que es verdad lo que se dice de Dios, y
como tal abarca el relato histórico de las acciones salvíficas de Dios y las doctrinas
dogmáticas sobre su ser. Esta fe la poseen también los no-creyentes. En ella Dios no es
glorificado como Dios, porque como Dios sólo es glorificado cuando deposito en Él mi
confianza "y creo sin duda alguna que será y se comportará para conmigo tal como se
dice de Él".
Con esta distinción entre "noticia" pre-existencial y "fiducia" personal, Lutero se
remonta a Agustín que había distinguido entre credere Deo, credere Deum y credere in
Deum. El credere Deum se relaciona con la existencia de Dios, el credere Deo con la
autoridad divina garante de toda verdad, pero sólo el credere in Deum alcanza a Dios
como tal: es la fe como dinamismo del amor, pleno de esperanza, que busca a Dios para
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ser uno con Él. Tal confianza no nos está permitido depositarla en hombre alguno
mortal, sino sólo en el Dios inmortal que llama de la nada a la vida, justifica a los
pecadores y resucita a los muertos. No es necesario que insistamos en el trasfondo que
la fórmula latina credere in Deum tiene no sólo en el NT (en griego pisteúein eis) sino
también en el AT (cfr el grupo etimológico 'mn: decir amén, estar firme en Dios, etc.).
Podemos, pues, describir provisionalmente estas tres dimensiones de la fe del modo
siguiente: La fe cristiana como fe en Dios (in Deum) es primaria y fundamentalmente un
estar fundado personalmente en el Dios trinitario, ("fiducia") que se ha abierto y
entregado al hombre en su acción salvífica y en la promesa de salvación acontecida en
ella. La fe cristiana como fe acerca de Dios (Deum) es secundaria y derivadamente un
experimentar, saber y comprender aquello que nos ha sido testimoniado como
revelación de Dios creador y salvador, según sus implicaciones tanto históricas como
dogmáticas ("conocimiento" o "noticia" de la historia o de los dogmas). Ambas
dimensiones se hallan asociadas en el acto de creer a Dios (Deo) como reconocimiento,
confiado y no exento de riesgo ("assensus"), de que el mismo Dios al que no podemos
reducir a concepto nos da testimonio de sí mismo en el interior del testimonio de
hombres falibles, junto con éste mismo y bajo él.
Fe en la promesa, esperanza y caridad
El credere in Deum agustiniano tiene una larga historia antes de llegar a la Reforma. En
concreto, la fórmula es familiar a la mística agustiniana de la baja edad media, a través
de la cual llega a Lutero. En este contexto sirve ante todo para expresar el adentrarse
humilde y amoroso en la esencia de Dios, experimentado como un cierto movimiento
activo por parte del hombre. En un principio Lutero recoge esta interpretación, pero a
medida que la palabra-promesa de Dios pasa a ser el centro de su teología y experiencia
cristiana lo que se refiere al hombre va dejando de interpretarse como actio pasando a
ser passio: no somos nosotros los que nos acercamos a Dios en el movimiento del amor
creyente, sino que es Dios quien obra en nosotros la confianza a través de su Espíritu.
Así, la fides caritate formata se transforma en fiducia promissionis.
La confianza absoluta, anunciada por Isaías y acentuada por Pablo y Juan, vuelve a ser
recogida por Lutero bajo la luz del primer mandamiento. Bajo el celo de Dios por su
gloria, esta fe se vuelve polémica contra cualquier confianza intramundana del yo
humano. La estricta fe en Dios sólo es verdadera y auténtica si comporta un no a
cualquier otro poder e instancia, a la sabiduría y a las facultades humanas, es decir, al
propio yo.
El creyente se halla acosado por la debilidad de su propia fe, pero también por la
tentación de querer prescribir "fin, tiempo, medida y modo" a la ayuda de Dios. Aquí
radica -según vio claramente Lutero- el enemigo más íntimo de la fe, su continuo oscilar
entre la desesperación y la osadía. El único refugio del creyente contra sí mismo y
contra su propia fe es la entrega sin reservas a la promesa de Dios. Esta entrega confiada
de toda nuestra existencia es la única forma adecuada de existir ante Dios.
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Fe en la promesa y perdón de los pecados
La experiencia y comprensión de la remissio peccatorum es, por consiguiente, para
Lutero el núcleo central desde el cual hemos de aproximarnos a cada uno de los
artículos del credo. En éstos Dios sigue siendo para nosotros el lejano e inalcanzable creador del cosmos- que se hizo presente en Palestina hace algunos siglos en Jesús de
Nazareth y que nos llamará a su presencia al fin de los tiempos. Esta lejana y extraña
figura del creador y salvador no se nos hace presencia y cercanía más que en el perdón
de los pecados: es aquí donde aparece la dimensión personal de la fe, y por esto es éste
"el artículo más difícil de creer".
Hacer del perdón de mi culpa objeto de la propia fe es, para Lutero, participar de la
acción salvífica y universal de Dios: es en este acto donde nos alcanzan y se hacen
experiencia propia los otros artículos de fe. Es en él donde cobran éstos el peso último
de la decisión entre fe e incredulidad, entre salvación y condenación: el pro nobis, en
efecto, es aquí ineludible. De cara a la teología de la muerte de Dios esto significa que
semejante expresión - "muerte de Dios"- es únicamente el reflejo exterior del hecho más
profundo de que, en la cristiandad evangélica, la negativa humana apenas es tomada ya
como pecado ante Dios y de que el perdón apenas es pronunciado en nombre de
Jesucristo. Así, la doctrina trinitaria y el testimonio histórico de Cristo se concentran,
para Lutero, en la relación personal e inmediata del creyente con Dios.
La otra cara de esta relación tiene la misma vigencia: en la relación personal con Dios
en el perdón de los pecados se nos abre el horizonte de la acción salvífica del Dios trino.
Y éste será precisamente el objeto de nuestra tercera tesis.
FE EN DIOS PADRE - POR EL HIJO J.C. EN EL ESPIRITU
Tesis tercera
La fe cristiana "en" Dios se abandona al poder que está sobre la vida y la muerte y, en
esto, se sabe salvada en la gracia del corazón paternal de Dios. Se atreve a una entrega
semejante fundándose sólo en el acontecimiento de Cristo, y experimenta este
acontecimiento no como actio humana alguna sino como una passio del Espíritu de
Dios en él. La fe cristiana confiesa al Padre, Hijo y Espíritu como único Dios y Señor: a
la agraciante donación de Dios -donación del Padre por el Hijo en el Espíritu- responde
el confesar a Dios -confesar en el Espíritu por el Hijo al Padre- y, de este modo, el
confesar al Padre, Hijo y Espíritu como uno e idéntico Dios creador y salvador. Ahora
bien, esta fe cristiana sólo es posible y verdadera en la Iglesia y por la Iglesia, como
madre de todos los creyentes y cooperadora de Dios. La Iglesia, sin embargo, nunca
puede llegar a ser corredentora ni con-creadora en sentido estricto, lo cual implica que
no nos es lícito considerarla como término de una fe fiducial sin reservas. Respecto a
ella, pues, se da un credere ecclesiam, pero no un credere "in" ecclesiam.
Dicha fe cristiana tiene un doble centro: el de la redención y perdón de los pecados y el
de la acción de Dios creador en la naturaleza, en la historia y en el destino individual de
los hombres. Pero, al mismo tiempo, espera -confiada- a través de la vida y la muerte la
revelación definitiva de Dios. Sin este esperar anhelante del último día no se da fe en el
Dios trino.
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La fe en Dios trino: salvación y creación
Como se indica ya en la tesis enunciada, quisiera concentrarme estrictamente en el Dios
trino del credo eclesial. Con esto, el tema expuesto en el título del presente artículo
queda precisado así: ¿Qué significa "creo en Dios trino"?
Comenzaremos bosquejando la evolución que la fe en la trinidad ha sufrido en la
tradición cristiana. Desde el NT hasta Basilio el Grande o Théos designaba única y
exclusivamente la persona concreta de Dios Padre, el Dios creador y el Señor del AT.
Todas las anáforas y doxologías presentan el mismo esquema fundamental: todo don
viene del Padre por la mediación del Hijo y en la comunión del Espíritu. Dídimo,
Epifanio y Gregorio Nacianceno aportan ya una novedad: la misma trinitas in unitate es
objeto de la doxología, de la oración y de la especulación. Y este nuevo planteamiento
lo acaba de desarrollar Agustín: Deus ipse deja de ser Dios Padre y pasa a designar la
esencia divina una, que se nos revela como trinidad. Mientras que las oraciones y
catecismos mantienen el planteamiento del NT, las confesiones de fe siguen a Agustín y
hablan de la trinitas in unitate y de la unitas in trinitate. Se da, en fin, un tercer paso,
iniciado por Abelardo y Roberto de Melun y consumado por Tomás de Aquino: la
teología sistemática distingue un tratado independiente, De Deo uno, que precede al De
Deo trino y que se desarrolla a partir de la unitas essentiae. A esta esencia divina se
puede llegar por el conocimiento natural; Dios trino, en cambio, es sólo asequible por la
revelación. Este planteamiento se impuso definitivamente, incluso en la misma tradición
luterana (cfr por ejemplo, la Confessio augustana).
Pero ¿es una tal esencia divina el Dios cristiano, o es aún la divinidad de la antigua
tradición pagana? ¿es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob o el de los filósofos? ¿o acaso
es ambos en uno? Entramos con esto en un problema central de la teología. De hecho
nos encontramos en todos los estadios de la tradición vetero y neotestamentaria y
eclesial con un doble modo de acercarnos a Dios, según un doble punto de partida en
nuestra ruta hacia ti- por un lado, el que parte de una referencia al poder creador divino
que nuestro ser creado implica ( y por aquí se movería el llamado "conocimiento
natural") y, por otro lado, el que parte de la revelación de Dios a través de la historia de
la salvación. En este sentido, la aporía que acabamos de formular en las preguntas
anteriores apunta a un misterio más profundo, sobre el que vamos a hacer algunas
breves consideraciones.
La predicación misionera cristiana a los paganos (cfr Act 17) y la reflexión teológica
sobre la situación del hombre ante Dios (cfr Rm 1-3) se expresan partiendo ambas de la
revelación de Dios en Jesús de Nazareth. Con todo, también ambas nos ofrecen su
testimonio expresándose de otra manera al decirnos que Dios no llega por primera vez a
los hombres con el mensaje de Cristo, sino que como creador y conservador del mundo
se ha hecho ya cercanía para cada hombre en sus estructuras naturales, sociales, morales
y personales. Como hombres en este mundo, estamos todos ya referidos a Dios,
querámoslo o no lo queramos.
El cristianismo primitivo tomó de la praxis misionera judeo- helenística la asociación del
mensaje salvífico con la fe en la acción creadora de Dios. Y dicha praxis le preparó el
terreno por el hecho de haber tenido también ella que trasponer a la predicación su fe
veterorestamentaria. Lo importante es, pues, constatar que la teología cristiana ha de
remontarse a una tradición precristiana -como es la veterotestamentaria- y que la fe
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cristiana, al ser también fe en Dios creador, asume una tradición que le precede y con la
que se encuentra. Este fenómeno tiene su paralelismo en el mismo AT: el credo de
Israel es primeramente un credo histórico-salvífico, es fe en Yahvé -Dios que salva a
Israel-; después, esta misma fe y su autorreflexión se habrán de remontar a otras
tradiciones extraisraelíticas para insertar en su propio credo al Dios creador, es decir,
para identificar al Dios que salva en la historia como el Dios que crea al principio (ésta
fue precisamente la gran aportación de los salmos, de las tradiciones yahvista y
sacerdotal y del Deuteroisaías).
Desde estos testimonios del AT, pasando por la predicación misionera judía, por la
misión cristiana y por los himnos eucarísticos, hasta llegar a la Regula fidei et veritatis
de la cristiandad nos encontramos con una constante: la de una retrovinculación de la
obra salvífica de Dios a su acción creadora. Algo así como si el Dios salvífico, el Dios
de Abraham y Padre de Jesucristo reasumiese -es decir, negase como independiente y,
así, corrigiéndolo, hiciese suyo- al Dios de la historia de la naturaleza y de los hombres,
al Dios de los filósofos.
El centro, pues, lo ocupa siempre el Dios de la salvación y de la alianza. La fe en el
Dios que salva es el presupuesto del Dios que crea: la creación es el comienzo prehistórico de la historia de la alianza. Y así, Jesucristo es, ante todo, aquel en cuya
muerte y resurrección se revela el Dios de la alianza. Nuestra fe y sus profesiones
asumen el nombre de un hombre histórico en la fe en el Dios creador y salvador:
creemos en el único Dios, el creador, que se nos ha revelado como el salvador en la cruz
y resurrección de Jesús. La humanidad de Jesús de Nazareth es el testimonio y el signo
de la definitiva salvación de Dios. Sólo a través de Cristo se nos abre el corazón
paternal de Dios. Por esto, por una parte, creer en Dios significa: sólo bajo el signo de
Jesús de Nazareth, que ha muerto por mí, me atrevo a adorar y confesar la cercanía de
Dios, cercanía que bajo el signo de la cruz ya no aniquila sino que acoge y salva.
Precisamente esta experiencia fue central en Lutero. Pero, por otra parte, esta referencia
a Dios como nuestro salvador en Cristo no suprime la fe en Dios creador, sino que -por
el contrario- la rearticula y profundiza en ella. A la luz de nuestra salvación en
Jesucristo nos atrevemos a conocer y confesar que ya fuimos creados en el Hijo a
imagen de Dios.
La fe en Dios trino: obra del Espíritu en la Iglesia
La conexión que se da, como acabamos de ver, entre el primero y el segundo artículo
del credo apostólico vuelve a darse análogamente con respecto al tercero. La fe en Dios
Padre por el Hijo Jesucristo adquiere su lugar eclesial sólo en el Espíritu Santo. La fe en
Dios incluye la fe en el Espíritu de Dios, que es el único que puede obrar en nosotros
esa fe. La experiencia del Espíritu es, pues, la experiencia de nuestra fe como una gracia
que nos viene de fuera y que sería inasequible a nuestros propios esfuerzos.
Ahora bien, la tercera pregunta de la liturgia bautismal romana -según Hipólito-, así
como la de la egipcia, parece que venía a decir: ¿crees en el Espíritu Santo en el interior
de la santa Iglesia (in sancta ecclesia)? Y es que el único lugar de la fe en Dios uno y
trino es la Iglesia, ya que ésta no es algo que se dé al margen de Dios, sino que ella
misma es -según la imagen de Tertuliano- como el cuerpo del hacerse presente de Dios
trino por la fe. En África, asimismo, nos encontramos -sobre todo en los escritos de
Cipriano- con una expresión casi sinónima a la de antes: es a través de la Iglesia (per
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sanctam ecclesiam) como el Espíritu nos otorga el perdón de los pecados y la salvación
escatológica. Y no es que la Iglesia sea sólo un instrumentarium funcional de la
salvación, sino que el sentido de su función es -según los Padres- el de ser madre de los
creyentes: "No tendrá a Dios como Padre -escribía Agustín-aquel que no quiera tener a
la Iglesia como madre".
También Lutero defenderá que la Iglesia es la madre de los creyentes y la "cooperadora"
del Espíritu santo, aunque matizará siempre cuidadosamente sus expresiones: la Iglesia
es ciertamente cooperadora de la fe salvífica, pero nunca será "con-creadora" ni
"corredentora" en un sentido estricto. Esta diferenciación es la que origina la fórmula
credo ecclesiam en lugar de credo in ecclesiam: este "creer en" la Iglesia supondría
idolatrar al hombre, cosa que -ya antes de Lutero- comprendieron Rufino, Máximo de
Turín y Fausto de Riez, y que resuena también en Tomás de Aquino y en el Catecismo
romano.
En la actualidad ha vuelto a insistir en lo mismo Karl Rahner, entre otros, al decir que
"el recíproco y personal confiarse implicado en el credere in Deum no puede referirse a
la Iglesia". Pero, por otra parte, sería una pura ilusión creer en Dios al margen de la
Iglesia. Y es que la fe en Dios incluye y funda el credere ecclesiam y, de este modo,
incluye y funda la existencia misma de la Iglesia: "la Iglesia -añade dicho autor- que
existe porque es creída, y que es creída porque en Jesucristo se cree en Dios. No hay
que asustarse ante esta formulación... La Iglesia ya no existiría si no se creyese en
absoluto" (1) .
Volvamos ahora a la fe en Dios Padre desde el lugar eclesial del credo trinitario. "Creo
en Dios" significa: deposito mi confianza en el poder que está sobre la vida y la muerte,
y me acojo a él como al corazón del Padre invisible; esto me es posible sólo sobre el
fundamento del mensaje de Cristo y gracias a la acción del Espíritu que obra en él. Así
pues, el credo in Deum es una única fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu. Y del mismo
modo que es único el acto de fe, así también es un único Dios el que confesamos.
La fe vive de la esperanza
Esta fe es también tensión dinámica hacia la revelación definitiva de Dios. El Yahvista
apunta a la bendición de Dios sobre Abraham, que se ha puesto en éxodo, de la cual
participarán todos los pueblos de la tierra (Gn 12, 3). A su vez, el relato sacerdotal de la
creación (Gn 1, 1 - 2, 4) culmina en el séptimo día, en el que el creador nos santificará
con su propio "descanso"; y según la carta a los hebreos los cristianos nos encaminamos
también hacia ese día de descanso (cfr Hb 3-4). Deuteroisaías promete asimismo una
nueva creación (Is 65, 17s). Los himnos judíos y cristianos cantan juntamente la
creación y la resurrección de los muertos. Y la predicación misionera (Act 2, 17 ss; 3,
20 ss; etc.) nunca olvida la resurrección de los muertos ni la vuelta de Cristo para el
juicio final. Las confesiones de fe eclesiales recogen toda esta tradición: la fe en el Dios
trino incluye la espera del "día final".
Temerosos y al mismo tiempo alegres, caminamos los cristianos -pueblo de Dios en
camino- a través de la vida y de la muerte hacia la Jerusalén celeste.
Notas:
1
Cfr. «Escritos de teología», V, 386 y 389.
Tradujo y condensó: ANTONIO CAPARRÓS
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