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Bramante: Santa Maria presso San Satiro; por Alejandro
Oliveros // #VisionesDeMilán
Alejandro Oliveros · Saturday, June 4th, 2016
Interior de la iglesia Santa Maria presso San Satiro
Desde hace unos años, Milán ha dejado de ser la metrópolis inmortalizada por
generaciones de cineastas y fotógrafos, toda fría, gris y neblinosa. Una ciudad que
parecía nacida para el blanco y negro de cintas como Ladrón de bicicletas, Milagro en
Milán o la más sofisticada La noche. Es cierto que la neblina sigue formando parte de
su apariencia, pero los grises han disminuido sus texturas y la urbe, gracias a
renovaciones sucesivas, luce más clara y hasta luminosa. Un cambio de apariencia en
el que no poco ha contribuido la limpieza de la imponente fachada del Duomo. Este
templo, con la Madonnina en lo más alto, es el centro espiritual y político de Milán, y
el recién adquirido brillo de sus muros parece extenderse por toda la dilatada
topografía urbana. Pero la capital lombarda, como se debe suponer, es mucho más que
su espléndida catedral gótica y su amplia piazza, uno de los espacios abiertos más
armónicos y acogedores de Europa. Como ocurre con todas las grandes ciudades, hay
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por lo menos dos Milán. Una pública, que pertenece a los habitantes y turistas; y otra
privada, accesible sólo a los viajeros interesados. De igual manera nos encontramos
con la Roma de sus inagotables monumentos; y otra, casi secreta, con apartados
lugares y edificios, como la Basílica de San Cosme y Demian con sus delicados
mosaicos. No son pocas las iglesias de Milán que valen la visita, además del inevitable
y espléndido Duomo. San Ambroggio, por ejemplo; o San Alessandro o Santa Maria
delle Grazie, con su refectorio donde se conserva la inevitable Ultima cena, de
Leonardo. Entre las menos frecuentadas hay que señalar a Santa Maria presso San
Satiro, en un pequeño desvío en el número cívico 17/19 de via Torino.
Bramante y los Sforza.
A finales del siglo XV, durante la administración del gran condotiero Francesco Sforza
y sus descendientes, Gian Galeazzo y Ludovico, Milán atrajo un ilustre grupo de
artistas y escritores que hicieron de su corte una de las más brillantes de Italia. Y
pocos talentos con más brillo que Leonardo da Vinci, consentido de los Sforza, y a
quienes acompañaría, en la honrosa misión de darle lustre a un apellido no
especialmente distinguido, como el de los Sforza, en compañía de otros ingenios como
Bramante, Filarete, Ambroggio di Predis, el mejor discípulo de Leonardo y
responsable de secciones de algunas de sus telas más conocidas, o Giovanni Antonio
Amadeo. Leonardo fue ocupado por Ludovico, llamado Il Moro, nuevo duque de la
ciudad a la muerte de Gian Galeazzo, y su ilustre esposa Beatrice d’Este, en los más
diversos menesteres. Desde repostero de palacio, hasta ingeniero militar, escultor y
hasta pintor. Su Ultima cena parece encomendada para acompañar los restos de
Francesco Sforza en Santa Maria delle Grazie; y su Dama con armiño es un
inquietante retrato de Cecilia Galleani, amante del viudo Ludovico Il Moro. A
Bramante, le tocaría complacer a la corte con sus no menos diversos talentos. Fue
músico, poeta, diseñador, pintor (el Cristo atado a la columna, en la Pinacoteca Brera
es obra suya), y también arquitecto. En esta condición, el viejo Franceso le encargó la
construcción de un templo no muy lejos de Piazza Duomo, la insoslayable Santa Maria
presso San Satiro. El largo nombre de la iglesia (los italianos privilegian los nombres
de sus templos con los nombres más poéticos: Santa Maria sopra Minerva, San Pietro
in Vincoli, San Paolo Fuori Mura, Santa Maria degli Angeli e gli Innocenti), refiere a la
coexistencia de dos iglesias en el mismo lugar. San Satiro, la más antigua, es una
capilla construida sobre una ruinas romanas en 879 por órdenes del arzobispo
Ansperto da Biassono, para celebrar las glorias del santo homónimo, hermano del
verdaderamente glorioso San Ambroggio. En su estado actual, el edificio es el
resultado de variadas remodelaciones, las más notables de las cuales fueron obra de
Bramante, quien la coronó con una cúpula octogonal de una elegancia ya totalmente
renacentista. Suya es también la circular fachada, en una clara alusión al Panteón
romano. Las columnas utilizadas en el interior, son otro rendido homenaje a la
arquitectura de la Antigüedad latina. Todavía hay más de admirable, como el
impresionante, y expresionista, grupo estatuario, Lamento de Cristo, terminado por
Agostino de Fondutis hacia 1483. Una visita a San Satiro bien vale el desvío desde la
agitada via Torino.
Pero lo que recompensa largamente al que se detenga en el número cívico 17/19 de
esa avenida es la iglesia de Santa María, que incorpora la capilla de San Satiro a su
estructura actual. La iglesia fue encomendada por la devoción, o los complejos de
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culpa, o ambos, del joven Gian Galeazzo, al arquitecto de la corte, Donato Bramante,
con el piadoso propósito de conmemorar uno de los pocos milagros milaneses de la
madre de Cristo. En efecto, el malhadado 25 de marzo de 1245, un vándalo anónimo
golpeó con su puñal una imagen de la Virgen que se encontraba en el exterior de la
capilla. Herida por aquel ataque despiadado, la imagen comenzó a sangrar
profusamente. La ocasión era vivamente recordada por los habitantes del Milán del
siglo de los Sforza. A raíz de la temprana e inesperada muerte de Gian Galeazzo, su
tío, el legendario Ludovico Il Moro, al parecer con más culpas de las confesadas
(Guicciardini le atribuye el envenenamiento de su sobrino Gian Galeazzo) se encargó
de llevar a buen término la obra.
Al aceptar el encargo, el joven Bramante se encontró con no pocas dificultades. La
primera de ellas era el sitio de emplazamiento, no lo suficientemente amplio para su
ambicioso proyecto. El terreno disponible estaba limitado por importantes vías de
comunicación. Por un lado, la que es ahora via Torino; y, por el otro, la que ya era via
Falcone. Pero en una muestra de genio, nada infrecuente en esos tiempos geniales del
Renacimiento, se las arreglaría para resolver el problema. Eran los años de máximo
desarrollo del perspectivismo, aquella invención de Bruneleschi-Massaccio,
perfeccionado por hombres como Piero della Francesca o Luca Pacioli. El genio de
Bramante, como todo genio que se respete, es la sumatoria de las más variadas
influencias. En su viaje de aprendizaje a Milán, seguramente se detuvo en Mantua
para estudiar el modelo de Leon Battista Alberti, cuya iglesia de San Andrea, es la más
perfecta de las construcciones religiosas del Renacimiento. Y en los grabados
provenientes de Florencia, habrá admirado la solución encontrada por Bruneleschi
para la cúpula de la catedral y sus proyectos para la Capilla Pazzi y la Nueva Sacristía
de San Lorenzo.
Todo esto se siente al entrar al nuevo templo de Santa Maria levantado al lado de la
capilla de San Satiro. Apenas ingresamos, superando la fachada, obra de arquitectos
posteriores, nos mueve a la admiración tanto equilibrio y armonía, un triunfo más de
la claridad frente a la mitopoiesis medioeval. Un homenaje a la racionalidad, un
despliegue de inteligencia y proporción, donde hasta el aire huele a matemáticas y
geometría. Lo mismo que nos conmueve en las construcciones de Bruneleschi, Alberti
y Miguel Angel. Una concepción de la escala humana sin la interferencia de
interpretaciones concepciones metafísicas o teológicas. Una crítica implacable a todos
los goticismos y una vuelta a lo mejor del orden clásico, con su bóveda de medio cañón
y su elevada cúpula. El plan de la obra es lo que se ha llamado en “cruz amputada”,
producto de las limitaciones insuperables del emplazamiento. Pero no era el término
“insuperable” el más adecuado para estos genios que el siglo XV agrupó bajo los cielos
peninsulares. También lo era la cúpula de Florencia y Bruneleschi logró construirla.
Leonardo no terminó su máquina voladora por la precariedad de la tecnología de su
tiempo, pero la bicicleta sí. Bramante disponía de espacio sólo para tres de los cuatro
brazos de su diseño en cruz latina. Lo que debía resolver el arquitecto de los Sforza,
era buscar la manera de llevar a los 9.7 metros de los otros tres brazos el brazo
superior, para lo que disponía de sólo 97 centímetros por el paso de via Falcone. El
resultado es otro milagro, esta vez menos sangriento, sin embargo. Un “milagro
óptico”, de acuerdo con el cual Bramante, dibujando, pintando y decorando, de
acuerdo a las técnicas de perspectiva ya desarrolladas a plenitud, los 97 cms del
ábside, de manera que parecieran al espectador estar frente a los 9,7 metros de los
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demás elementos de la planta. Se trata del más ilusorio de los espacios, una colosal
ilusión óptica que pasará desapercibida para el visitante, convencido por el efecto
escenográfico concebido por Bramante. Lo que logró el artífice, quien más tarde se
ocupará del San Pedro romano, fue la impensable materialización arquitectónica de un
planteamiento hasta ese momento limitada a la pintura y escultura. Se trata, como
escribe Benevolo en su Historia de la arquitectura del renacimiento, de la “transición
desde la ideación morfológica a la ideación constructiva, y desde el espacio abstracto
de la representación perspectiva al espacio mesurable de la arquitectura”. No es lo
mismo producir obras en perspectiva, como el fresco, aun en sus siete metros, de la
Santísima Trinidad, de Massaccio; o la Puertas del Paraíso de Ghiberti, que traducirla
en arquitectura, que es lo que hizo Bramante primero que nadie, desde los romanos. Y
Santa Maria presso San Satiro es una acabada muestra de ese espíritu renovador de
la Italia renacimental, solo paragonable con el de la Antigüedad clásica. Al regresar a
la bulla y el tránsito de via Torino, sentimos recuperada la perdida fe en las
capacidades del ser humano. En esta especie, capaz no solo de los peores crímenes,
ese homo necans, protagonista de todas las guerras desde Troya, sino también de
producir inteligencias tan sensibles como las de Bramante y los ingenios de aquella
corte iluminada y efímera de los Sforza, los cuales, para compensar aquel gesto
vandálico del 25 de marzo de 1245, erigieron a la Madonna este templo admirable. De
regreso a via Torino, las campanas de la iglesia del joven Bramante nos recuerdan que
es la hora de “fare l’aperitivo”, una de las más antiguas y respetables tradiciones de la
recientemente remozada ciudad de Milán.
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