“Los buenos malos libros”, de George Orwell Versión de Javier Ahumada Aguirre Nota preliminar: Inmortal por dos novelas memorables sobre el autoritarismo y los gobiernos totalitarios del siglo pasado (Rebelión en la granja y 1984), George Orwell fue también un prolífico cronista de la cultura inglesa que llegó a publicar más de 500 artículos periodísticos, muchos de ellos ejemplo de su honestidad intelectual y voz crítica respecto a los problemas sociales de su época; y otros tantos, muestra palpable de su genio, interés y gustos literarios. A este último grupo pertenece el presente ensayo, hasta ahora inédito en español, originalmente aparecido en noviembre de 1945 en el Tribune de Londres, recopilado después en los volúmenes Shooting an Elephant and Other Essays (1950) y The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell (1968). * Egresado de la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana. Ha publicado cuento y reseñas literarias y cinematográficas en medios culturales como La Palabra y el Hombre, La Nave, Paideia y Contrapunto. Ha recibido premios y menciones honoríficas en diversos concursos literarios nacionales en la categoría de cuento. 72 Litoral e Lo ofrecemos como recordatorio de la prosa retadora de ese escritor cuya obra tendía siempre a inducir una polémica abierta a través de un lenguaje llano y lúcido, que en este caso, raro para un hombre de letras, incluso prescinde de la erudición para poner sobre la mesa una visión aún vigente de los cánones literarios que constantemente parecen redefinirse de acuerdo con su época y otros criterios imprecisos, iniciando así un razonamiento sobre la perdurabilidad de obras “menores” que, por razones estrictamente literarias, acaso merecerían el mismo olvido al que han sido condenados ciertos libros “serios” que en efecto se han vuelto ilegibles con el paso del tiempo; lo que abona aún otra interrogante a la discusión más intrincada de la crítica literaria: aquélla referida a la no recíproca relación entre calidad, fama y supervivencia. Hay un tipo de obra que difícilmente se produce en estos días, pero que floreció con gran riqueza a finales del siglo XIX y principios del XX, aquel que Chesterton llamó el “buen mal libro”: ese que no tiene mayor pretensión literaria, pero sigue siendo legible aún después de que otros más serios han perecido. N o hace mucho tiempo un editor me comisionó para que escribiera el prólogo de una reedición de cierta novela de Leonard Merrick. Su sello editorial, tal parece, planea reimprimir una extensa serie de obras menores, parcialmente olvidadas, del siglo XX. Es un servicio valioso en estos días sin libros y bien podría decir que envidio a la persona que se encargará de explorar en las librerías de tres peniques, cazando alguna copia perdida de un libro que fue su favorito allá en los días de la infancia. Y es que hay un tipo de obra que difícilmente se produce en estos días, pero que floreció con gran riqueza a finales del siglo XIX y principios del XX, aquel que Chesterton llamó el “buen mal libro”: ese que no tiene mayor pretensión literaria, pero sigue siendo legible aún después de que otros más serios han perecido. Algunos títulos evidentemente sobresalientes en este renglón serían aquéllos de Raffles y de Sherlock Holmes, que han conservado su lugar mientras innumerables “novelas de iniciación”, “documentos humanos” y “terribles acusaciones” acerca de tal o cual asunto grave han caído con todo merecimiento en el olvido (¿quién ha envejecido mejor, Conan Doyle o Meredith?). Casi en la misma clase que Litoral e 73 La existencia de la buena mala literatura —el hecho de que uno pueda emocionarse o divertirse o incluso conmoverse por un libro que el propio intelecto simplemente se rehúsa a tomar en serio— es un recordatorio de que el arte no equivale a una cerebración. aquéllos, ubicaría a los primeros cuentos de R. Austin Freeman —“El hueso cantante”, “El ojo de Osiris” y otros—, el Max Carrados de Ernest Bramah y, bajando un poquito el estándar, el thriller tibetano de Guy Boothby, Dr. Nikola, esa especie de versión infantil de Los viajes en Tartaria de Hue, que probablemente haría que una visita auténtica a Asia Central no fuera más que un lúgubre anticlímax. Pero además de las novelas detectivescas o de suspenso, en ese periodo están también los escritores humorísticos de segundo orden. Por ejemplo, Pett Ridge —aunque admito que sus libros más extensos ya no me parecen legibles—, E. Nesbit (Los buscadores de tesoros), George Birmingham, quien era bueno siempre y cuando se abstuviera de abordar temas políticos, el pornógrafo Binstead (“Pitcher” del Pink ‘Un) y, si se incluyen libros norteamericanos, las historias de Penrod que redactara Booth Tarkinton. Un escalón arriba de la mayoría de éstos, se ubica Barry Pain. Algunas de sus páginas humorísticas, supongo, aún se imprimen y circulan, pero aunque se puedan conseguir, prefiero un libro que ahora debe ser muy raro de hallar: El octavo de Clau74 Litoral e dio, un brillante ejercicio de lo macabro. Un poco más tardío fue Peter Blundell, quien escribió al estilo de W. W. Jacobs acerca de los puertos marinos en las ciudades del Lejano Oriente y quien parece inexplicablemente olvidado, a pesar de que H. G. Wells publicara diversos escritos alabándolo. Sin embargo, todos los títulos a los que me he venido refiriendo francamente son literatura “escapista”. Conciertan un oasis placentero en la memoria de cada quien; son rincones silenciosos en los que la mente puede perderse durante momentos fatigosos, pero difícilmente aspiran a tener algo que ver con la vida real. Además, hay otro tipo de buen mal libro con intenciones un poco más serias cuya estructura, me parece, postula una cuestión tocante a la naturaleza de la novela y a las razones de su actual decadencia. Durante los últimos cincuenta años ha habido una larga serie de autores —algunos de los cuales siguen publicando— a quienes es imposible calificar como “buenos” bajo ningún estándar estrictamente litera- rio, pero que son novelistas innatos cuya escritura parece alcanzar cierto grado de sinceridad a raíz de que no los inhibe el buen gusto. En esta clase ubico al propio Leonard Merrick, a W. L. George, J. D. Beresford, Ernest Raymond, May Sinclair y —en un nivel un poco más bajo que los anteriores, aunque esencialmente de la misma índole— A. S. M. Hutchinson. En su mayoría, éstos han sido escritores prolíficos y su producción, naturalmente, ha variado en cuanto a calidad. Pero en cada caso estoy pensando en sólo uno o dos libros de verdad destacados, por ejemplo: Cynthia de Merrick, Un candidato para la verdad de J. D. Beresford, Calibán de W. L. George, El laberinto combinado de May Sinclair y Nosotros, los acusados de Ernest Raymond. En cada uno de éstos el autor ha sido capaz de identificarse a sí mismo con sus personajes imaginados, de sentir lo mismo que ellos y, actuando como su representante, de invitar a los lectores a que simpaticen con ellos; todo con una especie de resignación o indiferencia que a algunas personas más inteligentes les parecería difícil de lograr. Ellos constatan el hecho de que para un narrador el refinamiento intelectual puede ser una desventaja de la misma manera que lo sería para un comediante de teatro de variedades. Tomemos, verbigracia, a Nosotros, los acusados de Ernest Raymond: una historia de asesinatos peculiarmente sórdida y convincente, que con toda probabilidad se basó en el caso Crippen.1 Creo que esta obra mucho se beneficia del hecho de que su autor sólo comprende a medias la patética vulgaridad de los personajes acerca de los que escribe, ya que, por ende, se abstiene de despreciarlos. Quizá incluso —como en Una tragedia americana de Theo1 El autor se refiere a Hawley Harvey Crippen, generalmente conocido como el “Doctor Crippen”, un médico estadounidense que ha pasado a la historia como el primer asesino capturado con la ayuda del telégrafo. dore Dreiser— se enriquezca un poco a partir de la torpe y tediosamente larga manera en que está escrita; los detalles se apilan uno sobre otro, sin que el autor haga el menor intento de elegir entre lo útil y lo superfluo, no obstante, gracias a ese proceso se construye un efecto de terrible y pesada crueldad. Algo similar ocurre con Un candidato para la verdad. Aquí no es el mismo tipo de torpeza, pero sí hay la misma habilidad para tomarse en serio los problemas de la gente común. Igual pasa con Cynthia y, a todas luces, con la primera parte de Calibán. La mayoría de lo que W. L. George escribió eran tonterías inservibles, pero en este libro en particular, basado en la carrera de Northcliffe, logró algunos memorables y sinceros retratos de la existencia entre la clase media londinense. Es probable que ciertas partes de este libro sean autobiográficas, pues una de las ventajas de los buenos malos escritores es que ignoran la vergüenza al momento de la autobiografía. El exhibicionismo y la autocompasión son la perdición del novelista, y aun así, si éste les tiene miedo o les rehúye, su don creativo sufrirá a final de cuentas. La existencia de la buena mala literatura —el hecho de que uno pueda emocionarse o divertirse o incluso conmoverse por un libro que el propio intelecto simplemente se rehúsa a tomar en serio— es un recordatorio de que el arte no equivale a una cerebración. Me imagino que mediante cualquier examen que pudiera concebirse, Carlyle siempre sería calificado como un hombre más inteligente que Trollope. Sin embargo, Trollope sigue siendo legible y Carlyle no: con toda su astucia Litoral e 75 no tuvo siquiera el ingenio necesario para escribir en un lenguaje sencillo y franco. Para los novelistas, y esto casi vale igual para los poetas, es muy difícil establecer la conexión entre la inteligencia y la facultad creativa. Un buen novelista puede ser un prodigio de autodisciplina como Flaubert, o puede ser un disperso intelectual como Dickens. El talento que bastaría para establecer a una docena de escritores ordinarios se encuentra vertido en eso que Wyndham Lewis llama sus novelas, como Tarr o Baronet presumido, salvo que leer a integridad uno de estos libros sería una labor demasiado ardua, pues hay una cualidad indefinible, especie de vitamina literaria, que existe incluso en un volumen como Si el invierno llega, pero está ausente de los de Lewis. Aunque tal vez el ejemplo supremo del “buen mal libro” sea La cabaña del Tío Tom. Es un texto involuntariamente ridículo, lleno de incidentes absurdos y melodramáticos, pero también es profundamente conmovedor y honesto en toda su esencia; resulta difícil decir cuál característica se impone sobre la otra. Sin embargo, La cabaña del Tío Tom, después de todo, es un intento de abordar con seriedad un tema que alude al mundo real. ¿Qué podemos decir de los escritores francamente escapistas, esos proveedores de emociones y humor ligero? ¿Qué podemos decir de Las aventuras de Sherlock Holmes, Viceversa, Drácula, Los bebés de Helen o Las minas del Rey Salomón? Todos estos son en definitiva libros absurdos, que más invitan a reírse de ellos que con ellos, que difícilmente habrán sido tomados en serio siquiera por sus propios creadores. Pero han sobrevivido y es muy probable que continúen por esa ruta. 76 Litoral e Todo lo que se puede decir es que mientras la civilización siga sintiendo una necesidad de distraerse de vez en cuando, la literatura “ligera” tendrá bien seguro su lugar; también, que existe algo así como una habilidad pura, prístina, una gracia natural que podrá sobrevivir con más facilidad que la erudición o la capacidad intelectual. Hay canciones del teatro de variedades que son mejores poemas que tres cuartas partes de lo que se lee en las antologías: Ven adonde beber cuesta menos, Ven adonde los platillos son más, Ven adonde el patrón es buena gente, ¡Ven pero ya a la taberna de enfrente!2 Y una vez más: Adorables ojos negros ¡Me sorprenden al mirar! Sólo dicen “te equivocas”, ¡adorables ojos negros!3 Por mucho, yo preferiría haber escrito cualquiera de esos dos que, digamos, “La damisela bendita” o “Amor en el valle”.4 Y siguiendo ese mismo criterio, apostaría seguro a que La cabaña del Tío Tom sobrevivirá a las obras completas de Virginia Woolf o de George Moore, aunque no conozco un solo análisis estrictamente literario que pudiera explicar dónde reside su superioridad. 2 Come where the booze is cheaper,/ Come where the pots hold more,/ Come where the boss is a bit of a sport,/ Come to the pub next door! 3 Two lovely black eyes/ Oh, what a surprise!/ Only for calling another man wrong,/ Two lovely black eyes! 4 El primer poema nombrado es de Dante Gabriel Rosetti; el segundo, de George Meredith.