Reflexionar sobre el ser humano es relativamente fcil: todos lo somos

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PENSAR LO HUMANO. PENSAR LA FILIACIÓN
Lo universal, lo particular y lo social
Reflexionar sobre el ser humano es relativamente fácil: todos lo somos. Se trata de
pararse a pensar un poco en lo que somos basándonos de nuestra experiencia personal. Pero, a
la vez, hay que hacer un esfuerzo de abstracción que no siempre resulta fácil. Estamos muy
apegados a nuestra vida, y reflexionar en términos universales obliga a poner entre paréntesis
nuestra vicisitud personal, nuestra manera de ver las cosas. En realidad somos una “mezcla”
de universal y particular: todos los seres humanos somos básicamente iguales (universalidad),
pero cada uno realiza eso de universal de manera individual, particular (ya se sabe, “cada
uno con sus cadaunadas”). Esta doble dimensión la percibimos claramente cuando discutimos
sobre temas morales: qué es lo bueno, lo adecuado para el ser humano como tal, no sólo para
mí. Por poner un ejemplo fácil: si la esclavitud es un régimen adecuado con la dignidad
humana. La respuesta es universal, válida para todos.
Vayamos a un aspecto de lo universal humano, a algo que todos vivimos y, por lo tanto,
a algo que nos constituye como humanos. El ser humano, entre otras cosas, se define por las
relaciones que tiene. Se puede sintetizar esto diciendo que el hombre guarda relación con tres
ámbitos fundamentales:
-
El mundo, la naturaleza. Es nuestro ámbito natural en el cual desarrollamos gran
parte de nuestra actividad, nuestro trabajo.
-
Los demás. Somos seres sociales e históricos. Para nosotros, vivir es convivir. De
manera análoga se suele decir que el ser humano se relaciona consigo mismo, en
cuanto que estamos dotados de reflexividad: volvemos sobre nosotros mismos.
-
Dios. Es la religión.
Uniendo esto con lo anterior. Todos los seres humanos tenemos estas relaciones, pero no
todos las vivimos de la misma manera. El medio geográfico, por ejemplo, condiciona mucho
la manera de vivir. La vida humana se desarrolla de manera diferente si el acceso al agua es
fácil o no. La religiosidad es algo humano, pero lo que existen son diversas religiones. Para
quienes pertenecemos a una tradición religiosa concreta sabemos de lo importante que es la
concreción al respecto, dado el poder configurador de nuestra identidad que tiene la religión.
En estas ideas previas se ve que la vivencia individual de lo universal (vivir en un
entorno natural, ser religioso...) se modula socialmente. Según a qué cultura pertenezcamos
vivimos lo humano con un estilo peculiar, teniendo en cuenta, además, la historia: no todo
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grupo cultural vive de la misma manera a lo largo del tiempo. Y aún hay más (el asunto se va
haciendo más complejo): somos seres individuales en un medio social. No todos vivimos igual
dentro de una cultura dada en un momento histórico concreto.
Todo esto nos indica que la realización de lo humano es muy versátil: no somos seres
cerrados, definidos en todas nuestras potencialidades desde el principio. Al contrario, somos
seres abiertos. Pero apertura no significa indefinición: somos algo, humanos. Tenemos
muchas cosas en común, muchas dimensiones comunes: aquellas que nos hacen humanos. Las
clásicas notas siempre estarán vigentes: todos tenemos capacidad lingüística (aunque no todos
hablemos la misma lengua); el ser humano es libre (aunque se interprete de muy distintas
maneras); todos somos personas (aunque quepa la despersonalización); todos somos seres
morales, necesitamos justificar las decisiones que tomamos ( aunque los criterios de decisión
no son compartidos)...
El problema de la relación entre lo universal y particular referido a lo humano es un
problema teórico complejo, y es también, sobre todo, un problema práctico que se refleja en la
convivencia diaria donde se cruzan distintas interpretaciones de lo humano que sirven de base
para distintas formas de configurar la vida humana, personal y social.
Un hecho universal: la filiación
Todos somos hijos. Esto es un hecho obvio y universal. Podremos no ser padres ni
madres, no tener hermanos, no ser tíos... Pero todos somos hijos. La filiación es uno de los
nombres del ser humano, una de esas características que nos definen y acompañan en el
transcurso de la vida. El hecho de ser hijos hace referencia a que somos originados, y eso no
solo se refiere al hecho puntual del nacer, a la fecha de nuestro cumpleaños. Aunque nuestros
padres mueran, seguimos siendo hijos, es decir, originados.
El hecho de nacer ( de “ser nacidos” como decía Larra) tiene una significación
antropológica fundamental. Somos originados, decíamos. Y segundo: nacer es una relación
que implica a dos personas, el hijo y la madre. Relacionarse con los demás nos es esencial, y
en este hecho particular se manifiesta lo esencial de la sociabilidad humana: los demás me son
necesarios para ser yo. Esta nota se pone de manifiesto en la filiación de manera sobresaliente.
Somos originados, somos sociales. Estas dos características nos definen, nos
constituyen. Pero estas notas cobran más vigor cuando analizamos algo más despacio este
hecho. Y aquí aparece el amor como la realidad radical que configura lo humano.
En condiciones normales, y esto ocurre la mayoría de las veces, el amor es lo primero
que experimenta el ser humano al nacer. Es verdad que hay casos tristes y trágicos en los que
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se trata a los recién nacidos como basura. Pero pese a lo llamativo, y malo, del hecho, esto
ocurre pocas veces. Generalmente el nacimiento provoca la alegría de encontrarse con el
nuevo ser. Y a este recién nacido se le quiere, se le acaricia. Nosotros no fuimos conscientes
de lo que nos pasaba cuando nacimos, cuando nos cuidaron en los primeros años, pero la
experiencia la tuvimos. Somos amados. Experimentamos una relación en la que somos
acogidos, invitados a vivir. Experimentamos el bien de ser personas, la realidad como algo
amable.
La biología del siglo XX ha descubierto la importancia del amor en el desarrollo
biológico y personal del ser humano. La constitución biológica del ser humano es peculiar.
Nacemos muy desvalidos. De hecho, somos la especie más necesitada de cuidado y durante un
período de tiempo más prolongado. Al ver documentales sobre otras especies animales, nos
maravilla que relativamente pronto sepan moverse de manera autónoma, por ejemplo. Y el
cuidado necesario para desarrollarnos y para crecer tiene una doble vertiente: física y afectiva.
Las dos son necesarias. Se ha demostrado que en aquellas situaciones donde los niños han
sido cuidados en hospicios, el porcentaje de mortalidad infantil es más alto que cuando son
cuidados por sus madres y padres. Éstos, además de procurarles el alimento y el abrigo
necesarios, los cuidan amorosamente. La afectividad positiva tiene consecuencias claras en el
desarrollo físico (cerebral), así como en el psicológico. El amor, por lo tanto, no es un lujo,
sino algo necesario. Y el amor es una relación, la relación culminante. Por eso, cuando no se
transmite amor, cuando no se cuida amando, el daño que los padres pueden provocar a sus
hijos es gravísimo, en ocasiones, irreversible.
Lo primero que experimentamos es el amor, la relación personal amable en la que somos
acogidos en el mundo, en la que somos invitados a vivir, y donde el vivir se percibe como
algo bueno. Y en ese amor nos vamos desarrollando, creciendo, adquiriendo destrezas y
autonomía. Pero no una autonomía entendida como total independencia, sino como dominio
de sí en relación con los demás, a favor de los demás.
Para ampliar:
CABADA, M., La vigencia del amor. Afectividad, hominización y religiosidad, San Pablo,
Madrid, 1994
MOLTMANN, J., El hombre. Antropología cristiana en los conflictos del presente, Sígueme,
Salamanca, 1986 (4ª ed.)
Iñaki Ilundáin
I.S.C.R. “San Francisco Javier”, Pamplona
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