ENCUENTROS EN VERINES 1991 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) MITO Y REALIDAD EN LA NOVELA ACTUAL Luis Daniel Izpizua Ciertamente nos basta con enfrentarnos al enunciado que sirve de tema a estos encuentros para que nos cercioremos, si antes no estábamos ya convencidos de ello, del escaso crédito que nos merece hoy en día todo lo referente al mito, a no ser que en el enunciado en cuestión la conjunción “y” tenga un improbable valor identificador de los términos que une y no el acumulativo de dos realidades diferenciadas, que es el que suele poseer normalmente. El mito, de esta forma, nos remitiría a , o nos hablaría, para ser más exactos, de acontecimientos distintos de los reales, por lo que si lo real es lo que acontece, o reduciéndolo a términos más fidedignos, lo que nos pasa, el mito sería justamente lo que no acontece jamás, lo que no ha acontecido nunca; en el mejor de los casos una fábula de la que los hombre aún podemos extraer una enseñanza; en el peor de ellos una mentira. Son estos dos sentidos, el de la fábula y el de la mentira, los que con mayor frecuencias se le suelen adherir hoy a la palabra mito, al menos en sus acepciones más populares. No es probable, desde luego, que nadie conciba el mito como lo real, por excelencia, lo real que se impone sin necesidad de pruebas concluyentes que demuestren su existencia, lo realmente acontecido que está siempre a punto de acontecer de nuevo, y que de hecho acontece. Creo sin embargo, que era justamente éste el sentido originario del mito y que en él, por lo tanto, no cabía ningún tipo de oposición a la realidad. El mito era la realidad, o si se prefiere, en el mito estaba la realidad. Pero esto ocurrió hace tiempo. Antaño. He aquí una palabra vinculada con frecuencia a los mitos, no sólo por el hombre de hoy, que los tiene por viejas tonterías sin fundamento alguno, sino por los propios mitos, pues la mitología, en palabras de Karl Kerényi, “es una narración sobre los orígenes”. Hay, sin embargo, mitos modernos, mitos que en ningún caso tienen nada que ver con los orígenes, mitos que lejos de fundar una realidad parecen exceder toda realidad posible y que son fundados por una necesidad muy moderna, si no de sacralizar lo real, sí al menos de sobrepasarlo. Desconozco el fundamento arquetípico que puedan tener tales mito, pero lo que sí me llama la atención es la conexión evidente que tienen todos ellos con los modernos medios de comunicación de masas. Vinculadas fundamentalmente al mundo de las artes, en especial al cine-televisión y la canción, o al de los deportes, todas estas figuras míticas que constituyen un nuevo olimpo –más que un nuevo santoral, ya que en ellas el contenido edificante no resulta primordial – han extraído su aureola de su aparición en lo mass-media, y esto al margen de los méritos reales que ellas posean. En el principio era el mito, pudieron decir nuestros antepasados, y el mito determinó o dio origen a todo un estado de cosas. Tenía un status fundacional. Hoy, por el contrario, es el estado de las cosas el que parece generar el mito, que, por efímero e intercambiable que pueda ser –y esta es quizás otra de las características que lo diferencian del mito antiguo – encuentra su lugar de origen en los hiatos de la realidad narrada. Tal vez se daba a la firmeza del mito, que de esta forma se resistiría a morir y alimentaría su fuego en los resquicios que le dejara el logos para terminar apoderándose de éste e imponer finalmente su pretensión de que la realidad le pertenece. Tal vez sea, ciertamente, así, pero he de matizar que al hablar de hiatos o de resquicios no hago referencia con ellos a lo no expresado, a lo que se daría como no existente en la realidad narrada, sino a algo que forma parte de lo narrado, pero que en la jerarquía de lo real establecida por los mass-media, ocuparía un lugar anecdótico o periférico, próximo a lo emocional o, como luego veremos, a lo privado. La exposición Velásquez, el centenario Van Gohg, la muerte de Greta Garbo, el récord de Carl Lewis, serían acontecimientos que ocuparían ese lugar anecdótico o casi decorativo frente a otros, como por ejemplo la matanza de Tiannamen, el golpe de estado de la U.R.S.S. o la curva de la inflación, que a diferencia de los anteriores son acontecimientos que configuran nuestra realidad inmediata. Mito y realidad conforman ambos, por lo tanto, la textura de lo narrado por los mass-media, o quizás para ser más exactos, son los mass-media los que conforman nuestra realidad, los que la fundan, siendo de ella, de esa realidad narrada, de donde acaban emergiendo los mitos de nuestra época. Todo lo que nos narran la prensa, la radio y la televisión es real, es más, es lo real, dado que esos medios poseen la pretensión de abarcar todo lo que acontece, pretensión que satisfacen acotando lo real y presentándonos lo narrado como todo lo que ha acaecido en el mundo. Es cierto que la pretensión tiene, a pesar de todo, sus límites, pues si lo que aparece en los mass-media es todo lo que ha ocurrido en el mundo, hay otra esfera de lo realmente existente que, salvo ocasiones excepcionales, no halla lugar en los mass-media. Me refiero a la esfera de la existencia personal, de lo que me ha acontecido a mí. Lo que nos ocurre posee, sin embargo, y gracias a los medios de comunicación modernos, un contexto más amplio que el que tenía antaño, y lo que me ocurre a mí, o lo que tal vez pudiera ocurrirme, puede por ello hallar su representación en lo que le ocurre a algún otro que vive a miles de kilómetros de distancia, o en lo que le ocurre a alguien que no vive en ningún sitio concreto sino en la pura ficción de, por ejemplo, un telefilm. Cuidémonos muy mucho, no obstante, de ser categóricos al afirmar que lo ocurrido en un telefilm no ocurre en ninguna parte. Ocurre en la pantalla del televisor, que es el medio que dicta lo real y que relativiza toda ficción hasta el extremo de poder convertirla en real como la vida misma. Es así como la gente considera a los culebrones sudamericanos o a algunas soap-opera americanas, “reales como la vida misma”, una afirmación que o bien presupone un conocimiento previo de lo que es la vida – y este conocimiento sólo puede provenir de mi propia experiencia vital(y por tanto lo que ocurre allí es también lo que me ocurre a mí) -, o bien refleja un conocimiento adquirido a posteriori y que vendría dictado por lo que nos es narrado en la pantalla, que sería quien nos diría cómo es la vida, enseñanza autorizada y no necesitada de contrastes que es justamente la que define al mito. Por lo tanto, los medios de comunicación de masas son quienes conforman la realidad moderna, sin excluir la realidad de la vida privada de cada cual, y son también el lugar fundamental donde se manifiesta el mito en la modernidad. Si en la televisión todo es real, casi en la misma medida podríamos decir que en la televisión todo es mito, y de hecho, cuanto más claramente se convierte un programa en la epifanía de un mito mayor es su éxito. Con todo, conviene precisar que si el mito surge de lo real narrado, las realidades que poseen mayor capacidad de generar un mito son aquellas dotadas de una mayor carga de privacidad, aquellas que pueden ser formalizadas en un personaje, en definitiva, en un dios. La guerra del Golfo es a fin de cuentas Schwarzkopf, personaje que termina por generar toda una literatura , mediática en su mayor parte, que sanciona su condición de mito. O Van Gogh es un mito en un grado en que nunca lo será, por ejemplo, Cézanne, pues la vida de aquél posee una carga potencial de narratividad que la de éste no posee, diríamos que es más mediatizable que Cézanne. O Isabel Preysler es un mito en la medida que solamente posee vida privada, pero una vida privada omnipotente, capaz de hundir a todos los españoles. Y es que el mito mediático no es sino una imagen individualizada de lo que acontece, nuestra inserción, bastante ilusoria, como seres privados en lo que acontece. Pero me he extendido demasiado en hablar de las relaciones entre mito y realidad en los mass-media y de lo que se trata es de ver el papel que ambos desempeñan en la novela actual, tarea a la que, aunque tarde y abusando de vuestra paciencia, me voy a enfrentar a continuación. Como es bien sabido, la literatura ha sido a lo largo de los siglos una gran creadora y transmisora de mitos. No es, sin embargo, un medio que el mito necesite para subsistir, a diferencia de lo que ocurre con los mitos modernos y su relación de dependencia con los mass media, ya que estos últimos son en la medida en que están en los media. Un mito que haya tenido su origen en una palabra literaria se independiza, por el contrario, rápidamente de su soporte y pasa a tener vida propia. Es esa su capacidad de autonomía, precisamente, la que le concede autenticidad al mito. Don Quijote está en la novela de Cervantes, pero su existencia ya no está constreñida a ese libro. Tenía parte de razón Unamuno cuando afirmaba que era don Quijote quien había inventado a Cervantes y no a la inversa, pues con ello incidía en esa autonomía del personaje a que nos referimos. Pero lo cierto es que fue Cervantes quien inventó a don Quijote... y a Unamuno, pues la genialidad de Cervantes – que al menos en este punto se confunde con su derrota ante el mito, no sólo estriba en haber creado un personaje admirable, sino también en haberlo sabido moldear como mito, a pesar de su propósito inicial de querer acabar con todos los mitos. Pues Cervantes nos dice con claridad que no sido él quien ha inventado el personaje y que su libro es una traducción de otro escrito en caracteres arábigos por Cide Hamete Benengeli. Después, el propio Don Quijote tendrá noticia, en la segunda parte de la novela, de que circula por ahí una obra que narra sus hechos memorables, además de otra historia, falsa en esta ocasión, que es el libro de Avellaneda, con lo que nuestro personaje , a saber, esa segunda parte que ahora lee, y puede llegar a sospechar que haya otros más que desplacen la realidad definitiva que este último parecía conceder al personaje. De este modo, el procedimiento utilizado por Cervantes para dar objetividad al personaje, constituyó ya, consciente o inconscientemente, un testimonio de la andadura del personaje como mito. Don Quijote es un personaje real que no ha sido inventado por Cervantes, pero su realidad, lejos de ser la de un personaje histórico que realiza determinadas hazañas dentro del plazo que la vida le concede, es la realidad del mito. Tal vez sea ese el valor supremo al que puede aspirar toda obra de ficción, pues la fricción no es, o no tiene forzosamente por qué ser, lo que no es real, en una palabra, la mentira – tal como nos gusta decir hoy al hablar de las obrar literarias y de las obras de arte en general -, sino que la ficción a lo que apunta es a una realidad en la que vive el mito. La realidad, quizás desde el mismo Cervantes, peso sin duda alguna desde el pasado siglo XIX, parece constituir el objetivo fundamental de la novela moderna. Captar la realidad, reflejar la realidad, representar la realidad, esa sería la tarea fundamental del novelista, y los términos realismo y no realismo son los que en mayor grado han polarizado el debate literario de los dos últimos siglos. Afortunadamente, no parece que hoy las cosas vayan por esos derroteros y la polémica parece haber sido zanjada a favor de una concepción de la novela como unidad autónoma que fija su validez en la coherencia de los mecanismos propios que utiliza. Será la propia novela la que nos proporcione las claves que determinen las coordenadas adecuadas para su recepción. Podrá perfectamente hablar de los ángeles y deleitarnos sin que en ningún momento nos sintamos obligados a preguntarnos si lo que allí se nos narra puede o no tener su correlato en la realidad. Quizás en esta capacidad de obviar lo real estribe precisamente el valor de lo que leemos, pues puede que constituya el síntoma fundamental del interés intrínseco de lo leído. Y no será buen síntoma que al leer una novela ésta nos obligue constantemente a preguntarnos si lo que en ella se nos narra puede ocurrir verdaderamente o no en la realidad. En este sentido, la novela más realista y la menos realista no funcionan en planos diferentes, ya que ambas pueden dar o no lugar a la pregunta fatal. La ausencia de la misma, el olvido de ese hipotético referente de lo real en el transcurso de su lectura será la señal de la aceptación por parte del lector de lo que le ofrece la novela que está leyendo. En ese momento, lo real no es lo que existe fuera del libro, el estado de las cosas, sino el libro mismo. Es posible que esta última afirmación resulte excesiva o gratuita, en cuanto que parece presuponer un lector que no admitiría cortes en la secuencia de su permanente relación con la realidad. Me explico, mi afirmación parece olvidar la existencia de un posible lector que disfruta de un libro en la medida que éste le manifiesta constantemente que lo narrado nada tiene que ver con la realidad, circunstancia en la que el libro en ningún caso se puede constituir en lo real exclusivo, en tanto que funda todo su mérito en demostrar no serlo. No niego que puedan existir lectores semejantes, pero espero que sean los menos, dada la tortuosa relación con lo real que manifestarían en sus opciones. En todos los demás casos, el libro se impone como lo real justamente en la medida en que en el proceso de su lectura consigue desvincularnos de la realidad, en la medida en que no nos da opción a hacernos la pregunta siguiente: ¿Esto ocurre en la realidad o no ? La pregunta, ciertamente, podrá surgir a posteriori si nos sentimos obligados a indagar el sentido del libro, o a añorar lo que nos ofrecía, pero este segundo momento ya no es el momento del libro, sino, casi con toda seguridad, el de la realidad. La novela, a diferencia de lo que afirmábamos a propósito de los mass-media, no procesa la realidad, sino que se constituye en realidad en el proceso de su lectura, y si en el caso de los primeros sus relaciones con la realidad son inmediatas , la novela, sea del tipo que sea, mantiene siempre con esta unas relaciones mediadas. Ahora bien, ¿cuál es el elemento que, no siendo como decimos la obligada referencia a contenidos de la realidad, hace posible que la novela se constituya en el momento de su lectura en lo real para nosotros? Quizás la respuesta a esta pregunta tengamos que buscarla en el mito. Sé que hay otras respuestas tentadoras, como pueden ser la belleza de lo narrado, la belleza del estilo, o la concreción del deseo, pero creo que el mito implica ya a dos de estas posibles respuestas alternativas y no estoy muy seguro de que la tercera, a saber, la belleza del estilo, pueda ser una respuesta válida, como tampoco estoy de que el estilo, tal y como ocurre en los mitos, no lleve ya en sí la impronta del mito. El mito es lo real siempre a punto de manifestarse, y su manifestación en la novela es lo que convierte a esta no en un reflejo de la realidad sino en realidad ofrecida. En Gulliver es el mito el que nos impide cuestionarnos su realidad, como también en Emma Bovary, a pesar de todos los detalles realistas cuya veracidad ya no nos resulta contrastable, o en Joseph K, o en el Gregorio Olías de Luis Landero, o en el Ulises de Joyce quien además ha conseguido generar su rito, el Bloomsday. La lista, por supuesto, podría ser interminable. Conviene precisar, sin embargo, de qué forma se hace presente el mito en la novela para evitar que mi argumentación adquiera un contenido programático y pueda ser interpretada como una invitación a escribir determinado tipo de novelas, algo así como : ¡dejémonos de hablar de la realidad y dediquémonos a contar mitos¡ No se trata de ponernos a contar mitos o a crearlos; ni siquiera se trata de actualizarlos, siguiendo en ello una práctica bastante frecuente en la literatura; ni tampoco de trazar figuras arquetípicas que indaguen en el comportamiento humano constantes históricas. En realidad, ni se trata ni deja de tratarse de todo eso. Creo más bien que para que el mito se haga presente en la novela es preciso que todas nuestras facultades intelectuales se dispongan a liberar nuestra autenticidad y plasmarla en el espacio de una forma: la de la novela. El mito que así se manifieste no podrá ser de ninguna manera ajeno a la realidad y trascenderá sin duda alguna nuestra estricta realidad personal, por mucho que hayamos puesto de nuestra vida en el proceso de su gestación y aunque, en el caso más extremo, éste se haya limitado a contar nuestra biografía. Cierto es que ningún detalle de nuestra vida personal le es de obligada necesidad al mito, y que cualquier procedimiento puede serle propicio, incluso ese tan en boga de dejar al margen toda realidad, incluso la puramente imaginaria, y tomar como único referente válido la literatura.. El hacer literatura de la literatura no dejará de ser un ejercicio pedante y huero si en el libro no surge algo que nos haga olvidar esa literatura que lo ha hecho posible. Si el olvido de la realidad era una prueba de que el libro se constituía en realidad exclusiva, el olvido de la literatura soporte será una prueba no menos concluyente de la calidad literaria de libros tan sabios. El Quijote hizo de Cervantes un espíritu lego para la opinión estudiosa de los siglos posteriores. Hubo que demostrar que no lo era. Y ciertamente no lo era. Y ya para finalizar esta comunicación me gustaría señalar las diferencias entre los dos tipos de mitos a los que se ha aludido a lo largo de la misma. El mito moderno, el generado por los medios de comunicación de masas, es, además de dependiente de su soporte, un mito efímero, intercambiable, carente de un contenido preciso que haga de él una figura del ser. En él puede caber de todo o puede no caber absolutamente nada. No es en realidad sino una imagen individualizada de lo que acontece, nuestra inserción como seres privados en lo que acontece. El mito literario, por el contrario, es, por su naturaleza, un mito antiguo, en cuanto que sería una figura del ser, una forma de vivir lo real, de estar en la realidad. Es además independiente del soporte en que se manifiesta, pues puede vivir en otras obras literarias y también al margen de las mismas. Y posee un contenido que lejos de convertirlo en una simple marca de la presencia del individuo que le pertenece. Por todo ello, el mito literario es también un vehículo del conocimiento.