La indiferencia religiosa

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La indiferencia religiosa
* Con este artículo se da continuidad a la serie Laicidad y Laicismo, iniciada en Humanitas 34
y continuada en Humanitas 36. Ambos textos, al igual que el presente, corresponden a
editoriales de la revista romana La Civilta Cattolica.
«¿La religión? No me interesa». «No siento necesidad alguna de
tener o profesar una religión». «¿El problema de Dios? Nunca me lo
he planteado y de hecho no me lo planteo». «No estoy contra Dios ni
contra la religión. Nada tengo contra quienes creen en una u otra
religión. Cada uno es libre de creer lo que quiera. En cuanto a mí,
estoy bien sin religión». «A mí nada me dice la religión. ¿Por qué
debería interesarme en ella? ¿Y además para qué sirve?».
He aquí algunas expresiones que se escuchan en boca de varias personas:
son la señal de la indiferencia religiosa. Con estas palabras se
expresa la actitud de quienes no ven ni sienten en Dios y la religión
un «valor», es decir, algo digno de ser deseado y buscado, y que valga
la pena comprometerse para tenerlo. Para la persona indiferente
religiosamente, Dios y la religión no son una realidad de la cual uno
deba preocuparse; son asuntos irrelevantes, sin importancia para la
vida. En otras palabras, no son problemas «serios», «vitales» y por
tanto importantes para la vida humana hasta el punto de no poder
prescindir de su consideración. Para la indiferencia religiosa, Dios
sencillamente ha «muerto», es decir, ha desaparecido del horizonte
de una persona. En realidad, no está en tela de juicio su existencia o
inexistencia, sino su «valor», o sea, su importancia en la vida del hombre.
Dios también podría existir, pero nada significa para la existencia
del hombre, que tranquilamente y sin traumas puede prescindir
del mismo y vivir como si no existiera.
La indiferencia religiosa implica por consiguiente una triple actitud:
una actitud «mental» de desinterés y falta de atención en relación
con el problema de Dios y la religión; una actitud «afectiva» de frialdad
y alejamiento de Dios y la religión; una actitud «práctica», ni
religiosa ni antirreligiosa, sino puramente a-religiosa, «vacía» de Dios,
en el sentido de que toda problemática religiosa está ausente, ya que
carece de valor para la existencia. Además de estar ausentes la interrogación
y la búsqueda de Dios, hay una «insensibilidad» por todo
cuanto atañe a Dios y la religión.
En relación con el ateísmo, la indiferencia se sitúa más acá y más allá
del mismo: más acá, en cuanto, mientras el ateísmo niega la existencia
de Dios, la indiferencia religiosa no se pronuncia necesariamente sobre la existencia o
inexistencia de Dios y puede llegar a admitir que existe Dios o un Ser Superior; más allá, en
cuanto, mientras el ateo se
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plantea el problema de la existencia de Dios, aun cuando lo haga resolviéndolo
negativamente, la persona religiosamente indiferente niega
la consistencia misma de dicho problema, considerando que no
tiene sentido hablar de Dios. En realidad, la «ausencia», el «vacío», la
«falta de sentido» de Dios son más graves que su negación, que a
menudo es dolorosa y atormentada. En este sentido, la indiferencia
religiosa es «posreligiosa», a diferencia del ateísmo, que permanece
en el ámbito de lo «religioso», aun cuando lo haga negativamente.
Desde este punto de vista, la indiferencia religiosa, precisamente en
el sentido que acabamos de explicar, es un fenómeno nuevo en la historia
humana. En el pasado, ser religioso, tener y practicar una religión
era un hecho normal. No faltaban quienes no eran o no pretendían
ser religiosos; pero más que a-religiosos, eran antirreligiosos o
–mejor dicho– irreligiosos, en cuanto consideraban a la religión irracional,
maléfica y dañina para el hombre, alienante, fuente de fanatismo
e intolerancia y causa de divisiones y guerras. Así, también para
ellos la religión era una realidad, aun cuando fuese para condenarla y
combatirla. En la actualidad, la situación es distinta en ciertos aspectos.
Indudablemente hay muchas personas irreligiosas, en mayor o
menor medida sumamente contrarias a la religión, personas que se
han planteado o se plantean el problema religioso, si bien lo resuelven
negativamente. La novedad actual es el fenómeno de los «sin
religión», el hecho por tanto de que muchos no se plantean el problema
religioso ni advierten la necesidad o utilidad de planteárselo. No
se ocupan del mismo ni siquiera para combatirlo, y se sienten a sus
anchas siendo «sin religión». Este fenómeno va en aumento en el
mundo de hoy y tiende a caracterizar de manera cada vez más significativa
la época actual como «no religiosa».
***
Al hablar de indiferencia religiosa, es necesario precisar algunas cosas.
En primer lugar, el fenómeno de los «sin religión» es esencialmente
occidental y se da en distintos grados en los países europeos, en América
del Norte y Australia, pero en menor medida, aun cuando está
aumentando, en el mundo islámico, en los países mayoritariamente
budistas e hinduistas y en los países con formas de religiosidad animista.
Ahora, en el mundo occidental, la indiferencia religiosa no se
ha propagado de manera uniforme en todos los países. Así, en Europa
es más común en los países del norte que en los del sur, y está más
difundida en los países más industrializados que en los de menor
desarrollo industrial. Por otra parte, dentro de cada país la indiferencia
religiosa está más difundida en ciertas zonas, a menudo por motivos
históricos, como, por ejemplo, la sumisión durante largo tiempo
a influencias antirreligiosas o anticlericales. Lo que se puede afirmar
con amplio margen de certeza es que en el mundo occidental la indiferencia
religiosa va en aumento prácticamente en todas partes.
En segundo lugar, la indiferencia religiosa no es un fenómeno unívoco
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y claramente delimitable, sino un fenómeno sumamente complejo,
variable y con límites bastante inestables. Así, la indiferencia religiosa
puede coexistir con un determinado interés religioso, y muchas
personas se interesan en hechos religiosos y en la vida de la Iglesia,
pero algunas de ellas por motivos de trabajo (pensemos en los periodistas
y en los operadores de la televisión); otras por el peso político
que pueden tener los hechos, pronunciamientos y sucesos eclesiásticos;
otras por curiosidad (pensemos en los debates televisivos sobre
argumentos religiosos, que algunos espectadores ven como si se tratase
de un match, para ver quién gana y quién pierde); otros porque
simpatizan con algunos personajes religiosos, como el Padre Pío o la
Madre Teresa. Está claro, en todo caso, que todas estas personas se
interesan en el hecho religioso, pero en general no tienen –o pueden
no tener– un verdadero «interés» religioso, es decir, su interés religioso
es superficial, no las toca «por dentro», no tiene sentido para su
vida interior.
Ahora bien, la indiferencia religiosa puede coexistir con la práctica
religiosa. En general, cuando la práctica religiosa es suficientemente
buena y habitual, aun cuando no sea muy comprometida y con gran
participación, no se puede hablar de indiferencia religiosa; pero cuando
es poco frecuente o está vinculada con determinados hechos de la
vida –por ejemplo, la participación (por amistad o por obligaciones
de parentesco) en ritos religiosos con ocasión de un matrimonio o un
funeral–, es posible que se lleve a cabo en un clima de indiferencia
religiosa, aun cuando no sea total.
En realidad, esto implica una gama de actitudes considerablemente
amplia. Así hay personas en las cuales el interés religioso no está enteramente
ausente, pero ocupa un lugar bastante modesto, a veces
mínimo: en su jerarquía de valores, Dios y la religión están presentes,
pero ocupan uno de los últimos lugares, si no el último. Hay personas
que afirman creer en Dios (porque «¡debe existir comoquiera un Ser
Superior, Alguien o Algo!»), pero esta creencia bastante vaga e incierta
no tiene influjo alguno en la vida, y esas personas de hecho viven
como si Dios no existiera. Por último hay personas (es difícil decir si
son pocas o muchas) en las cuales la problemática religiosa está del
todo ausente: por una parte, jamás se preguntan en forma seria, «religiosa
» (es decir, planteándose semejantes problemas como interrogantes
vinculadas con la propia vida y el propio destino), por Dios,
Jesucristo, la fe cristiana o la vida eterna después de la muerte; por otra, no comprenden el
sentido de todo esto ni advierten su necesidad,
carecen de toda inquietud religiosa y viven bien y tranquilamente
«sin religión». Ésta es la forma más total y el grado extremo de
indiferencia religiosa.
***
Es importante –también para caracterizarla de mejor manera– destacar
algunos aspectos de la indiferencia religiosa. En primer lugar, es
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un «fenómeno masivo». Queremos decir con esta expresión que mientras
en el ateísmo y la irreligiosidad declarada y combativa se cuentan
pocos individuos, la indiferencia religiosa, en sus diversas formas,
abarca un gran número de personas. Así, en Italia, de acuerdo
con encuestas recientes, los ateos declarados representan 5 por ciento
a 6 por ciento de la población adulta y entre 8 por ciento y 10 por
ciento de los jóvenes; quienes practican semanal o mensualmente la
religión representarían entre el 25 por ciento y el 30 por ciento; en
cambio, las personas religiosamente indiferentes en distintos grados
constituirían el 50 por ciento de la población italiana o tal vez más.
En esta masa de «indiferentes» se encuentran en distinta medida quienes
se dicen «creyentes, pero no observantes» y quienes consideran a
la religión un hecho importante de la tradición o algo que sirve para
dar solemnidad a un evento. Así, padres no creyentes y religiosamente
indiferentes pueden pedir el bautismo para sus hijos por respeto a la
«tradición» o para no crearles condiciones de incomodidad en relación
con sus compañeros bautizados; o esposos no creyentes pueden
pedir el matrimonio religioso para satisfacer a sus padres o porque el
matrimonio por la iglesia otorga brillo y solemnidad a la celebración
de las bodas.
En segundo lugar, se puede advertir que se llega a ser religiosamente
indiferente de manera silenciosa y sin traumas, sin siquiera percatarse
de que Dios ha desaparecido de la propia vida; o advirtiendo en un
momento que Dios ha «muerto» en la propia existencia, pero sin saber
cómo ni por qué y sin interés alguno en saberlo. ¿Qué ha ocurrido
realmente?
Se cae en la indiferencia religiosa por un proceso de sofocamiento y
expulsión, ante todo de «sofocamiento»: por una parte, los valores a
los cuales se aspira en la propia vida, como la búsqueda del dinero, el
poder, el éxito a toda costa y todas las formas de bienestar físico y
psíquico; y por otra, las preocupaciones por la familia, el puesto de
trabajo siempre en peligro y la carrera ocupan de tal manera la mente
y el corazón como para sofocar toda aspiración espiritual y religiosa,
que ésta se apaga lentamente al no ser cultivada, sino más bien coartada
y abandonada. Además, de «expulsión»: los valores a los cuales se
aspira son tan contradictorios con los valores religiosos y una visión
religiosa y cristiana de la vida que no pueden coexistir, de manera que
estos últimos son expulsados con distintos grados de rapidez. Está
claro, por ejemplo, que aquel que hace del dinero, el poder o el placer
el fin supremo y último de su vida, subordinándolo todo a su logro, se
encuentra en contradicción tan grande con los valores religiosos que
necesariamente termina por expulsarlos de su espíritu. Por este motivo,
Jesús nos advirtió que «no se puede servir a Dios y al Dinero» sin
«odiar» a uno y «amar» al otro (Mt 6, 24), y nos advirtió también que la
semilla de la Palabra de Dios se «ahoga» al aumentar las «preocupaciones
de esta vida» y los «encantos de la riqueza» (Mt 13, 22).
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¿Cuáles son las causas del nacimiento y crecimiento de la indiferencia
religiosa en el mundo occidental? Históricamente, se puede observar
que la indiferencia religiosa es un fenómeno que se desarrolla
simultáneamente con la «modernidad». De hecho, el nacimiento y
desarrollo del mundo moderno están marcados también por las etapas
de la lenta, pero progresiva, expansión de la indiferencia religiosa.
Han ejercido especial influjo en ésta los fenómenos típicamente
modernos de la industrialización y la urbanización, con el nacimiento
de grandes centros industriales e inmensas metrópolis, formados
por personas erradicadas de sus regiones y su propia cultura, incluyendo
lo religioso, e inmersas en las culturas urbanas, cada vez más secularizadas y religiosamente
vacías. Este fenómeno se verifica ante
nuestra vista: mientras más moderno, civil y adelantado llega a ser
un país y en mayor medida aumenta en el mismo el nivel de bienestar,
tanto más se expande la indiferencia religiosa.
Esto no significa, en todo caso, que la modernidad sea la causa de la
indiferencia religiosa. Ésta constituye más bien el ambiente adecuado
para el nacimiento y desarrollo de la indiferencia religiosa, pero no es
la causa propiamente tal. De hecho, la indiferencia religiosa es un fenómeno
nuevo en cuanto a su amplitud, es decir, por su carácter masivo;
pero hace ya casi dos siglos, en 1817, H.-F.-R. de Lamennais (17821854), un sacerdote francés, publicaba un Essai sur l’indifférence en
matière de religion, en el cual denunciaba el «letargo» y la «indolencia»
(insouciance) de Europa en materia de religión, la «ignorancia sistemática
» y un «sueño voluntario del alma», retomando una expresión
de B. Pascal: «La indiferencia de la religión».
En realidad, el fenómeno de la indiferencia religiosa tiene sus raíces en
los siglos XVII y XVIII: la Guerra de los Treinta Años (1618-48), que
tuvo lugar por motivos de predominio político entre las naciones católicas
y las protestantes, constituyó un grave golpe para la religión, haciéndola
pasar por promotora de una guerra atroz, que ensangrentó a
Europa; el Iluminismo del siglo XVIII lanzó un ataque frontal a la religión
cristiana, declarando por una parte que la única fuente de conocimiento
y el único criterio de verdad es la razón humana (racionalismo),
y por otra que no existen realidades espirituales, como Dios, el
alma o la vida después de la muerte (materialismo). Sobre la base de
estos dos principios, el cristianismo es declarado irracional, mítico, legendario
y enemigo de la ciencia y el progreso: por eso es perjudicial
para el hombre, ya que humilla a la razón, impide el progreso y crea en
él la conciencia infeliz, con su idea del pecado y la amenaza del infierno
eterno, y por último obstaculiza la libertad, imponiéndole la ley de
Dios, es decir, una ley que viene de fuera del hombre y de un Poder
opresivo. Así, para el Iluminismo, la religión cristiana, por una parte,
es inútil para la vida moral (P. Bayle), ya que «únicamente los ateos
son los individuos verdaderamente honestos» (barón de Holbach), y
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por otra es positivamente «dañina y maléfica» (C. S. Helvétius).
Esta visión negativa del cristianismo se refuerza y profundiza en el
siglo XIX, con G. W. F. Hegel, L. Feuerbach, K. Marx, A. Comte, F.
Nietzsche y E. H. Haeckel, y en el siglo XX con N. Lenin y el comunismo,
A. Hitler y el nacionalsocialismo y una miríada de pensadores
sumamente antirreligiosos y anticristianos, como J.-P. Sartre, y
hombres de ciencia agnósticos y materialistas, como S. Freud, inventor
del psicoanálisis. Esta lucha contra el cristianismo no fue puramente intelectual, sino
también política: pensemos, en Francia, en la laïcité (laicismo) de la
Tercera República, que condujo a las leyes de clara separación entre
la Iglesia y el Estado; en Alemania, en el Kulturkampf bismarkiano
contra la Iglesia católica y sus instituciones; en Italia, en el anticlericalismo
del «Risorgimento» (N.del E.: movimiento en pro de la unidad
italiana). Ese enfrentamiento político-religioso provocó también
un alejamiento, intelectual inicialmente y luego afectivo, de la religión
cristiana, considerada como un cúmulo de mitos y leyendas,
dogmas irracionales y ritos mágicos y supersticiosos; visualizada
sobre todo como una limitación de la libertad humana mediante la
imposición de leyes y preceptos contrarios a las exigencias más naturales
del hombre y perjudiciales para el desarrollo de la personalidad
humana. Se presentó a Dios como «enemigo del hombre» y a
la religión cristiana como «impedimento para el pleno desarrollo de
la persona humana» y «obstáculo para su felicidad», debido al rigor
irracional de sus leyes morales.
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En este clima de alejamiento de la religión, nació y se desarrolló
–hasta llegar a ser «predominante» en nuestra época– la ideología
del bienestar, es decir, la ideología según la cual el objetivo de la
vida humana es alcanzar el mayor grado posible de bienestar, tanto
físico como psíquico y espiritual. Es parte del bienestar ante todo la
buena salud del cuerpo, el cuidado para mantenerlo fuerte, bello y
joven, y luego el hecho de evitar todo sufrimiento, hasta el más pequeño,
y por tanto evitar todo lo que en alguna medida pueda ser
causa de sufrimiento e incomodidad, todo cuanto impida ser feliz,
sentirse satisfecho. También es parte del bienestar la posibilidad de
gozar de todas las cosas agradables que ofrece el desarrollo tecnológico
y satisfacer todos los propios deseos y exigencias.
En realidad, los partidarios de la ideología del bienestar ven en la
religión cristiana y sus preceptos morales un obstáculo para alcanzar
la plenitud de la felicidad humana, ya que en el terreno de la
moral impone sacrificios y renuncias insoportables. Por esos motivos,
la ideología del bienestar no se ocupa del catolicismo. Puede
mostrar, en cambio, interés por una religión como el budismo, cuya
práctica ayuda a eliminar todo tipo de sufrimiento y da alegría y
serenidad aun en medio de las más graves tribulaciones de la vida,
o interesarse en la religiosidad dulce y tranquilizadora del New Age
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y en las formas de religiosidad oriental que conducen al bienestar
espiritual y aumentan los «poderes» del hombre, despertando las
potencias ocultas en él, como, por ejemplo, la Meditación trascendental
y el tantrismo.
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Así, la causa principal de la indiferencia religiosa es el triunfo en el
mundo actual de la ideología materialista del bienestar como fin en sí
mismo, que ha conducido a un desenfrenado consumismo y ha eliminado
todo anhelo religioso, encerrando a las personas en una búsqueda
afanosa del bienestar material, convertido en el objetivo principal
de la vida. La religión ha sido en primer lugar combatida y luego
excluida de la vida por considerarse inútil para lograr el bienestar
y más bien contraria al mismo. Esto ha conducido a muchas personas
de nuestra época a una especie de destierro de la religión en primer
lugar, y luego a olvidarla. El hecho de atribuirse a la existencia un
carácter puramente mundano, con lo cual sólo tienen importancia la
vida en el presente y la felicidad en este mundo, ha tenido como consecuencias
necesarias el desinterés y la indiferencia ante la religión.
Dios ha llegado a ser inútil e insignificante, desapareciendo del horizonte
de la vida, pero silenciosamente, sin advertirse su «muerte».
Es esencial señalar que la ideología del bienestar, adoptada por la
sociedad moderna, en gran medida secularista, no sólo es propuesta
por la misma, sino también en cierto grado «impuesta» con todos los
medios de persuasión de que dispone, especialmente los instrumentos
de comunicación social, que por una parte presentan una visión
de la vida en la cual la dimensión religiosa suele estar ausente, cuando
no es abiertamente criticada y enfocada negativamente, y por otra
ofrecen amplio espacio a la publicidad, cuyo único objetivo es exaltar
los bienes de consumo de todo tipo y tratar de convencer a quienes
ven y escuchan que si se desea la felicidad y el éxito en la vida, es
preciso adquirir esos bienes.
Esta presión a favor de un consumismo desenfrenado se ejerce sobre
la gente –a partir de la más tierna edad– de manera constante, profundamente
invasora y psicológicamente constrictiva, de tal manera
que para muchas personas es casi imposible sustraerse a su influjo.
No es en absoluto sorprendente, entonces, que la mente y el corazón
estén preocupados de poseer la mayor cantidad posible de bienes con
el fin de aumentar el propio grado de bienestar y felicidad y no tengan
interés alguno en Dios y la religión. Así, la sed de bienestar cada
vez mayor apaga de manera lenta e insensible la sed de Dios, es decir,
el anhelo de una Realidad más elevada y más grande que los bienes
de este mundo, anhelo existente en todo ser humano tan pronto como
adquiere madurez como tal y es capaz de «reflexionar» sobre el sentido
de la vida y por tanto comprender y sentir cuáles son las cosas que
realmente tienen «valor» en la propia existencia. Esto puede ocurrir
únicamente en un clima de «silencio interior».
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Con todo, la forma en que se desarrolla la vida moderna no permite
–salvo con extrema dificultad– llevar a cabo una reflexión de este tipo: la prisa con que todo
debe hacerse; la bulla y los rumores, que no dan
descanso ni de día ni de noche; las mil cosas, todas urgentes, que es
preciso hacer cada día; la radio, la televisión y los demás medios de
comunicación, que jamás dejan de retener la atención con abundantes
noticias, crean un clima que hace imposible entrar en uno mismo
y reflexionar sobre el sentido de la vida y sus grandes problemas:
¿quién soy?, ¿por qué vivo?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?, ¿termina
todo con la muerte o hay una vida después de la muerte? En
realidad, viviendo en semejante clima, toda reflexión sobre el sentido
de la vida –y por consiguiente sobre la religión– desaparece o –mejor
dicho– parece desprovista de sentido e interés.
***
He aquí, entonces, la interrogante –dramática– de fondo: ¿qué se puede
hacer para combatir la propagación de la indiferencia religiosa? Se
trata ante todo de despertar el hambre y la sed de Dios latentes en el
corazón de todos los hombres, pero sofocadas por la afanosa búsqueda
de bienestar. Para llegar a este despertar, el camino es sumamente
largo y accidentado. El punto de partida puede ser la inquietud e
insatisfacción presentes en el interior de cada uno, que muestran cómo
los bienes de este mundo –el dinero, el poder, el éxito, el placer en
todas sus formas– no satisfacen el hambre y la sed de felicidad que
prometen satisfacer. También el hombre que ha alcanzado en su vida
las más elevadas metas experimenta profunda insatisfacción y amargura.
Es curioso ver hoy día a todos los poderosos y realizados con
una espléndida sonrisa de satisfacción cuando aparecen en la televisión;
pero a menudo es una máscara tras la cual se oculta el «dolor de
vivir» que cada uno lleva en su interior. Tal vez de este modo se explica
el hecho bastante extraño de que el mundo occidental jamás ha
gozado de tanto bienestar, con tan extraordinaria abundancia de bienes,
y sin embargo no es un mundo satisfecho y feliz. Es todo lo contrario.
Se observa, de hecho, en la sociedad occidental un profundo
descontento, que a veces llega a la desesperación, y una sensación de
amargura que puede conducir a la depresión y el suicidio, hasta el
punto que en vez de «sociedad del bienestar» hay quienes califican la
sociedad actual como «sociedad del malestar».
Puede parecer extraño, pero esta sensación de «malestar» es experimentada
actualmente en particular por los jóvenes, algunos de los cuales
llegan a quitarse la vida o ponerse en situaciones de grave peligro
para su existencia o la de los demás, no respetando, por ejemplo, las
normas del tránsito. En una sociedad que de nada los hace carecer, son
señales de malestar juvenil la adopción del consumo de drogas que
«queman el cerebro», como el ectasy, o grandes dosis de vino y licores,
la deserción escolar o laboral y el hecho de frecuentar las discotecas
durante muchas horas hasta llegar al «aturdimiento».
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Esta sensación de malestar revela la existencia de una aspiración a la
felicidad que ninguna realidad terrenal y mundana puede colmar,
por satisfactoria y humanamente apreciable que sea. Y en este punto
encuentra su lugar el discurso cristiano, como respuesta al «malestar
» humano, que de alguna manera está presente en cada hombre
aun cuando no tenga plena conciencia del mismo. En realidad, el cristianismo
se interpreta de manera enteramente errónea cuando se presenta
–como ocurre desde hace algunos siglos y aun en la actualidad–
como la religión de los «misterios» increíbles, por ser irracionales y
absurdos, y los preceptos morales inhumanos que pueden hacer profundamente
infeliz la vida de los hombres. Así, en el siglo XVII, Spinoza
(1632-77) define el cristianismo como torva et tristis superstitio.
En realidad, el Dios cristiano es el Dios que ha enviado al mundo a
Jesús, su Hijo, para traer a los hombres el Evangelio, es decir, anunciar
que el reino de Dios –reino de alegría y paz– está cerca, es decir,
comienza a realizarse en la historia humana en la persona y la obra de
Jesús. De hecho, la salvación que Jesús trae a los hombres no es pura- mente eterna,
después de la muerte, sino también temporal, como lo
muestra el hecho de que Él, con sus milagros, sana a las personas de
la enfermedad y las libera de la esclavitud de las fuerzas demoníacas,
y devuelve la vida a los muertos.
El cristianismo es la religión de la vida y la felicidad porque, por una
parte, las verdades misteriosas que proclama iluminan, además del
misterio de Dios, el misterio que cada hombre es para sí mismo, y por
consiguiente iluminan el camino de la vida, tan a menudo oscuro y
aparentemente sin sentido, y por otra el objetivo de los preceptos
morales cristianos no es coartar la libertad humana y poner sobre la
espalda de los hombres pesos insoportables que los hacen ser infelices,
sino, por el contrario, señalar el camino justo para llevar una vida
sana y feliz. Por último, el cristianismo, teniendo como centro a la
persona de Cristo crucificado y resucitado, ayuda al hombre a resolver
los angustiosos problemas del sufrimiento y la muerte, que inevitablemente
lo afectan por más que se esfuerce por evitar el dolor y
prolongar la vida.
***
Sin embargo, para que una persona religiosamente indiferente pueda
percibir el cristianismo como fuente de felicidad y alegría y como solución
de los grandes y tormentosos problemas vinculados con el sentido
de la vida, el sufrimiento y la muerte que se plantea en ciertos
momentos de su existencia, es necesario que se libere del racionalismo
y el materialismo y se abra al misterio. Por este motivo, la evangelización,
como primer paso para la aceptación del don de la fe, debe predisponer
a las personas alejadas del cristianismo al sentido del misterio,
valiéndose también de realidades ricas en simbolismo religioso,
como el arte y la música.
No obstante, es difícil llevar a cabo en soledad este lento y fatigoso
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caminar hacia el misterio de Dios. Es más fácil –más natural, podríamos
decir– hacerlo en grupo. Lo demuestra el hecho de que actualmente
muchas personas alejadas de Dios y la religión encuentran –o
reencuentran– la fe y la práctica cristiana y los Movimientos de la Iglesia
y otras formas de agrupación cristiana que proponen intensas experiencias
comunitarias de reflexión y oración. En el mundo actual, lo
que realmente cuenta para un encuentro con Dios es la capacidad de
entrar en uno mismo para reflexionar sobre el sentido de la vida y los
valores que la hacen digna de ser vivida. Únicamente por esta vía –por
gracia del Espíritu siempre presente avivando el corazón de todo ser
humano– puede el hombre salir de la indiferencia religiosa y experimentar
que no está hecho para las realidades de este mundo, siempre
pasajeras y engañosas, sino para Dios, solamente en el cual su corazón
inquieto puede encontrar el reposo y la felicidad a las cuales aspira.
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