Herbert MARCUSE El hombre unidimensional

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Juan José Sanguineti (2001)
Recensión a
Herbert MARCUSE
El hombre unidimensional
Versión utilizada:
L’homme unidimensionnel, Ed. de Minuit, Paris 1968
Este libro se presenta como una crítica de la sociedad tecnológica superindustralizada, que
es considerada como una sociedad totalitaria, en la que las vidas de las personas son
completamente determinadas y organizadas por los fines del consumo y la tecnología, sin
que haya posibilidad de oponerse. El instrumento de opresión es la tecnología y la
organización comercial y capitalista. El capitalismo americano se ha hecho dueño del
mundo y avanza con brutalidad deshumanizadora en todo el mundo, sin que ya ni siquiera
la Unión Soviética y China puedan hacer nada. Se está produciendo una gran agresión
contra el hombre y sólo cabe esperar que el sistema explote con sus contradicciones. Los
números que siguen corresponden a los capítulos del libro. Sintetizo sus ideas brevemente.
1. Las primeras industrializaciones se proponían liberar al hombre de las necesidades
vitales, con un futuro horizonte de libertad. Pero la moderna sociedad industrial avanzada
ha creado un sistema que impone de modo homogéneo a todos una serie de necesidades
artificiales, cambiantes, ante las cuales el individuo queda encadenado. Su libertad ficticia
es la libertad que se tiene en un supermercado, que consiste en elegir los bienes de
consumo que se le ofrecen. Estamos ante una sociedad “unidimensional”, que reduce el
hombre a ser una pieza en medio del mercado y los bienes de consumo. Somos puros
instrumentos de una productividad al infinito. Nuestro único sueño es una vida más
confortable.
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2. En esta sociedad ya no es posible ningún cambio de fondo, pues toda oposición es
asimilada por la sociedad de mercado y reducida a mercancía. Ahora el hombre es
dominado no tanto por la fuerza, sino por la administración y la burocracia. Las fuerzas
sindicales están domesticadas al sistema. La nueva esclavitud no consiste, como antes, en
trabajos más duros, sino en que ahora todo el sistema laboral es puramente instrumental. La
industrialización llega a países en vías de desarrollo y los somete al integrarlos en el
universo tecnológico, rompiendo violentamente con sus tradiciones. En el nuevo “Estado
del bienestar” ya no hay tiempo libre, sino que todo se somete a los usos técnicos. Como
hay bienestar, satisfacción en el consumo, se bloquea toda perspectiva de cambio. El
capitalismo produce así una forma de vida hedonista, satisfecha, y mantiene la ilusión de
una guerra contra “el enemigo” exterior, que es la Unión Soviética. Lo importante es que
haya un enemigo, para que el Estado tenga cohesión. También la Unión Soviética es
opresora. Capitalismo y socialismo oprimen hoy igualmente al hombre.
3. Utilizando categorías freudianas, Marcuse considera ahora que las sociedades antiguas
“sublimaban” los instintos en la “alta cultura”, aunque ésta era de una minoría. Hoy estas
antiguas culturas son meramente un producto del mercado. Ahora todo se ha hecho cultura
de masa, se ha banalizado y no posee fuerza para provocar auténticos problemas. Bach hoy
se puede reducir a la música de fondo de una cocina. El sexo se ha comercializado. En vez
de la antigua sublimación, ahora estamos ante una “desublimación institucionalizada”, que
juega con los bajos instintos de sexo y agresión, haciendo del individuo una pieza de este
juego. El hombre vive con una “conciencia feliz”, pero inauténtica, y juega a la guerra, a las
bombas atómicas, al sexo, etc., en un mundo de papel y de símbolos.
4. La conciencia de los individuos de la sociedad del bienestar es feliz, satisfecha, cree que
todo está bien y le agrada ver que el Estado satisface sus necesidades. Vive en
conformismo, sin remordimientos. Hay guerras en la periferia, donde se mata y se tortura,
pero en la metrópoli todo es felicidad. Las sociedades opulentas absorben toda
contradicción. Marcuse se fija especialmente en el lenguaje que usa esta sociedad, un
lenguaje basado en clichés (“libre empresa”, “construcción socialista”, etc.), estereotipado,
funcionalista, que impide pensar las cosas. Así sucede en las formas actuales de
neoliberalismo y neoconservadurismo. Ya no hay pensamiento con carga ontológica y
universal. Los problemas obreros, por ejemplo, se reducen a cuestiones técnicas que se
resuelven fácilmente. Critica también la democracia electoralista, en la que ya hay un juego
dado, con presupuestos intocables, en donde sólo hay una apariencia de libertad.
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5. Marcuse critica ahora este mundo chato, unidimensional, apelando a los clásicos, pero
interpretados por la filosofía de Hegel. Los clásicos vivían en un mundo “bidimensional”,
donde con los ideales podían oponerse a la realidad, y no considerarla sin más racional.
Frente a “lo que es”, ya dado, surgía un deber, que empeñaba en una contradicción: “tú
debes llegar a ser lo que eres, y para eso debes destruir lo que ahora eres”. Esta fuerza de la
negación contradictoria, con verdadero espíritu revolucionario, se ha perdido totalmente en
la sociedad del bienestar. Por eso en ella domina la lógica abstracta, formal, cuando en
realidad hay que acudir a una lógica dialéctica, capaz de cambiar lo establecido.
6. La vida hoy se reduce a un “vivir y morir tecnológico”. El que tiraniza no es ya un rey,
sino la estructura racional tecnológica. Ha desaparecido la “fuerza de lo negativo” de la que
hablaba Hegel. La culpa de esta situación se imputa al predominio de las ciencias
cuantitativas, que eliminaron las causas finales y transformaron todo en una realidad
instrumental, en la que ya no hay sujeto humano. Los valores desaparecen porque “no son
científicos”. Los filósofos de la ciencia se pusieron al servicio de este mundo
“desontologizado”. El cientificismo ha instaurado el reino del a priori tecnológico. Es falso
pensar que la técnica es “neutral”. La tecnificación a ultranza ha acabado por reducir todo a
algo neutral, y así a “neutralizar” los valores, y eso es ideológico, aunque se mantiene
escondido.
7. Una aliada de la filosofía cientificista y tecnologista fue la filosofía analítica anglosajona,
heredera del positivismo lógico. El análisis lingüístico, destinado a “curar de las
confusiones filosóficas”, debidas a la lengua, así como el antiguo neopositivismo, se
destinan en realidad a esconder los problemas substanciales del hombre. El lenguaje
metafísico de los clásicos llevaba a enfrentarse con los problemas verdaderos del hombre, y
así tenía un valor subversivo, pues conducía a oponerse a los hechos. La filosofía analítica
reduce el pensamiento a analizar frases como “la escoba está en un rincón” (Wittgenstein) y
así se escamotean los problemas angustiantes del hombre. En el fondo, la filosofía
empirista y analítica tiene el propósito secreto de obligarnos a adaptarnos a la sociedad
tecnológica. Todos los problemas que ellos estudian son absolutamente banales. Los
grandes conceptos universales, como yo, conciencia, libertad, espíritu, se reducen a
operaciones técnicas.
Los viejos mitos (ejemplo: magias, brujerías) hoy se usan banalizados, como medio de
publicidad, de propaganda. La sociedad del bienestar usa la estadística siempre manipulada.
Las encuestas, las entrevistas, etc. banalizan lo profundo, para adaptarlos a los clichés de la
TV, la prensa, etc. Hoy hablamos del amor, por ejemplo, utilizando fraseologías hechas,
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propias de películas de gangsters y de la publicidad. Los filósofos analíticos, en vez de
hacer un análisis a fondo de este lenguaje estereotipado y falso, se contentan con estudiar
frases como “me rasco”, etc., pero ante la proposición “esto es injusto”, dirán que el
concepto de justicia es poco claro. Estamos, en definitiva, ante un lenguaje establecido
propio de un universo totalitario, y los analíticos del lenguaje no sólo no ayudaron a
desentrañarlo, para que se descubriera su intrínseca hipocresía, sino que han adormecido a
las conciencias con sus análisis triviales, puramente técnicos. Los filósofos analíticos
estudian realidades mutiladas y caen en controversias meramente académicas. Han
anestesiado el valor del lenguaje ordinario. Una verdadera filosofía debería ser negativa
ante “lo establecido” y debería ir claramente a las cuestiones “ideológicas”.
8. Prosiguiendo con su crítica a la filosofía analítica, Marcuse defiende ahora el valor de los
universales, como “nación”, “hombre”, “libertad”, “belleza”, etc. Pero da una
interpretación dialéctica de los mismos, anclada en Hegel. Esos universales reflejan un
estado de la conciencia que capta un ideal, por ejemplo, la belleza, y niega lo que en el
mundo de los hechos pasa por bello. Los particulares realizan a los universales, pero a la
vez los niegan. Los verdaderos universales son conceptos muy amplios, de valor histórico,
que permiten que el hombre despliegue sus grandes batallas. El horizonte que proyecta
Marcuse, por tanto, es de luchar ahora contra la sociedad establecida.
9. Nuestra tarea actual, según Marcuse, es captar todo lo negativo que tiene la sociedad
actual, y criticarlo (por ej., viajo en un espléndido coche, pero dependo de una empresa que
me lo ha elegido). Hoy, más que nunca, tenemos que fomentar las contradicciones.
Necesitamos una nueva tecnología, que no será un refinamiento de la actual, sino que
surgirá tras la catástrofe de la actual tecnología establecida. La nueva tecnología debería
equilibrar más las necesidades con la libertad humana. Habría que conseguir poner causas
finales al trabajo, trabajar sólo en función de las reales necesidades, y que esta tecnología
sirviera a todos y no sólo a algunos. El hombre en el futuro debería reducir su poder de
control, por ejemplo dominando a la naturaleza no de un modo represivo. Necesitamos una
“razón no tecnológica”, que sería el “órgano del buen vivir”. Habría que adoptar ante la
naturaleza una actitud más estética y menos utilitaria. Las nuevas tecnologías deberían dar
libre juego a las facultades humanas. Se trataría de “redefinir” las necesidades (por ejemplo,
si cesara la publicidad, la gente pensaría más por su cuenta). Además cree que hace falta
reducir drásticamente la población futura, pues no se puede vivir bien en una sociedad de
masa, en la que no hay espacio para meditar y aislarse.
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10. En sus conclusiones, Marcuse dice que la imaginación humana hoy está esclavizada por
la técnica y la propaganda, y así está como mutilada por nuestra actual “sociedad de
imágenes”. En una especie de llamada genérica a la revolución, pide que la gente se rebele,
que niegue, que critique, sin importar que no se sepa hacia dónde vamos. Hoy nos
dominan los administradores, y la única solución es el rechazo total. Los canales
democráticos no sirven, porque no son auténticos. Los desgraciados, los pobres, los
marginados, los parias, los desocupados, los excluidos, deberían unirse en una crítica total
y radical. La teoría crítica social, sin embargo, no promete nada y no da remedios.
Comentarios
La crítica social planteada por Marcuse en este libro hoy nos hace sonreír un poco, porque
nos recuerda el ambiente de la “contestación global” del 68, en la que este filósofo tuvo un
indudable protagonismo. Al mismo tiempo, nos deja un poco pensativos, porque muchos
aspectos señalados por esa crítica no sólo no han desaparecido, sino que se han agudizado
más aún, con la desaparición del bloque de los países socialistas y el mayor predominio del
capitalismo y de las filosofías políticas neoliberales. Marcuse escribe este libro cuando
todavía no se conocía el advenimiento de la sociedad informática. Es indudable, sin
embargo, que la revolución informática ha contribuido todavía más a la “tecnologización”
del hombre, que Marcuse critica tanto en este libro.
La condena marcusiana de la sociedad es justa en algunos aspectos, y lo mismo cabe decir
de sus observaciones críticas a la filosofía de la ciencia actual, al positivismo, al cientismo y
a la filosofía analítica. Es más, muchos elementos de esta crítica, hoy ampliamente
conocidos, han sido utilizados por los filósofos, en contextos diversos del pensamiento
marcusiano, por ejemplo, para revalorizar la filosofía clásica, la vuelta a Aristóteles y a
Santo Tomás, y para suscitar un mayor aprecio por la moralidad, la religión y los valores
humanos. Es cierto que la sociedad actual, si no se poseen ciertos valores, tiende fácilmente
a reducir al hombre a una mercancía, a una pieza del sistema económico, y que no le da
posibilidades de actuar que se pongan fuera del juego económico.
Sin embargo, la visión crítica marcusiana es también muy unilateral y exagerada, y por
momentos infantil. Es razonable, por ejemplo, que si unos obreros encuentran dificultades
en su empresa, ellas se intenten resolver de modo concreto y objetivo. Esta actitud, en
cambio, para Marcuse sería “pactar con el sistema” y “dejarse engullir” por él. La única
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salida que propone es la de la “oposición total”, salida que, en el fondo, es infantil, estéril e
inactuable.
El defecto de fondo de la crítica de Marcuse es que, aunque a veces parece referirse con
tono nostálgico y comprensivo a la filosofía clásica, en definitiva se plantea desde una
versión simplificada de la dialéctica hegeliana, en la que predomina la negación y la
contradicción.
Por eso precisamente su crítica es completamente inútil, aunque si se tomara en serio
llevaría a una actitud de destrucción total de la sociedad actual (y fomentaría el terrorismo,
aunque no es ésa la pretensión de este libro).
Su actitud, de todos modos, no es del todo coherente, porque en su capítulo conclusivo
hace algunas propuestas concretas, que ya no son destructivas, como por ejemplo, la de
trabajar sólo en función de las necesidades vitales, sin despilfarro, cuidando la naturaleza.
Pero son propuestas genéricas, y como él mismo las ve ineficaces, acaba por favorecer la
actitud de negación total de lo establecido, sin ningún proyecto positivo.
Su horizonte, por otra parte, no es moral ni religioso, sino vagamente humanista,
estetizante y quizá algo hedonista. Se ve que él desearía una situación ideal de un mundo
pequeño, poco poblado, donde hubiera tiempo para dedicarse al arte, a la poesía y, con
base en cierta antropología freudiana, a la satisfacción de los instintos vitales, pero de modo
“elegante”, sin la banalización comercial.
En definitiva, parece que estamos ante una combinación de Hegel, Marx y Freud, vistos de
una manera peculiar (y simplificada), y claramente en sintonía con las críticas ya conocidas
de la escuela de Frankfurt a la racionalidad instrumental de la sociedad moderna,
primitivamente denunciada por Max Weber. Pero Marcuse no advierte que, al defender el
control artificial de natalidad, sigue contribuyendo a la desaparición de los antiguos valores
morales, que él ve con nostalgia, y presta un nuevo apoyo a esa sociedad hedonista y
tecnocrática de la que tanto se queja.
En conclusión, pienso que algunas críticas de este libro son certeras y podrían ser
utilizables en otros contextos, pero tal como aquí se presentan son simplistas y no sirven
para un análisis efectivo de los males de la sociedad moderna, ni para apuntar a sus
remedios (por ejemplo, su crítica a la filosofía analítica, aunque caerá bien a sus
adversarios, en realidad refleja un profundo desconocimiento de esa corriente filosófica, de
la que aquí se presenta más bien su caricatura). Hay autores, tanto de la izquierda como de
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la derecha política, que han asumido este estilo de críticas a la sociedad moderna de un
modo igualmente simplificado, que hace presa fácil en personas jóvenes y apasionadas.
Sólo con una visión metafísica y antropológica más profunda y equilibrada podemos
superar las contradicciones de nuestro mundo contemporáneo y proponer soluciones
viables, que no lleven a nuevas destrucciones.
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