SOLEMNIDAD DE LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE MONTSERRAT PROFESIÓN SOLEMNE DEL H. VICENÇ SANTAMARIA Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat 3 de febrero de 2011 Is 56, 1.6-7; Heb 12, 18-19.22-24; Lc 19, 1-10 La liturgia que celebramos en el aniversario de la dedicación de nuestra basílica, hermanos y hermanas, subraya dos aspectos inseparables. Por un lado, destaca la dignidad del lugar que acoge la asamblea de los fieles y la santidad de Dios que habita aquí. Y, por otro, destaca la dignidad del cristiano y la santidad de vida que le corresponde. Si a propósito del lugar, del espacio físico, podemos hablar de templo, también y con más propiedad, podemos hablar de templo a propósito de cada bautizado. En este sentido, hay un paralelo entre la dedicación de una iglesia -como la que pudimos ver en la Sagrada Familia celebrada por el papa Benedicto XVI- y la dedicación que se hace del cristiano en la celebración de los sacramentos de la iniciación. El altar y el edificio son lavados, purificados, con agua, al igual que quien recibe el bautismo. Y, de modo parecido, son ungidos con el crisma para que el Espíritu Santo se haga presente. Todo, no obstante, encaminado hacia Jesucristo, hacia la Eucaristía, celebrada sobre el altar dedicado y participada por el que ha recibido el bautismo. La celebración de hoy nos habla, pues, de la dignidad que tiene la basílica por ser lugar de la presencia sacramental de Jesucristo y de la acción del Espíritu Santo en los fieles que se reúnen en oración. Y nos habla, de modo similar, de la santidad que tenemos que ir logrando en nuestra vida de cristianos porque somos templo de Dios, santuario del Espíritu, piedra viva del templo espiritual que habían anunciado los profetas (cf. Is 56, 7; 1Pe 2, 5). Lo afirma claramente san Pablo en un texto que cantaremos durante la comunión: Sois un templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en vosotros. El templo de Dios es sagrado, y ese templo sois vosotros (1Cor 3, 1617). Somos templo de Dios, es decir, la pequeñez de nuestro yo, a pesar de ser finito y tan débil y contradictorio, es habitáculo del Dios infinito e inalcanzable. Por pura gracia, la Santa Trinidad entró el día de nuestro bautismo y permanece allí. Así se unen, tal como dijo el Papa Benedicto XVI en la Sagrada Familia de Barcelona, "la verdad y la dignidad de Dios con la verdad y la dignidad del hombre" y, " si el hombre deja entrar a Dios en su vida y en su mundo, como el caso de Zaqueo, del que se habla en el evangelio de hoy, si deja que Cristo viva en su corazón, no se arrepentirá, sino que experimentará la alegría de compartir su misma vida siendo objeto de su amor infinito." (Homilía, 11/07/2010; cf. Documents d’Església, 45 (2010) 682). Esta es la experiencia que hacemos los cristianos si procuramos vivir con intensidad la vida sacramental de la Iglesia y la oración nutrida por la Palabra de Dios. Los monjes, los escolanes y los peregrinos podemos experimentar en esta misma basílica, cada día, la alegría de compartir la vida nueva de Cristo y de sabernos empapados de su amor infinito. Y eso nos da fuerza para entregarnos a los demás en el amor fraterno. De esta manera experimentamos realmente como "unen la verdad y la dignidad de Dios", que es amor y donación, "y la verdad y la dignidad del hombre", portador de la imagen de Dios y llamado a participar de la santidad divina. Los monjes queremos vivir a fondo nuestra condición de templos de Dios, a pesar de nuestra debilidad y nuestra precariedad. Hemos descubierto el amor que Dios nos tiene y hemos dejado entrar a Jesucristo en nuestra vida. Más aún. Lo hemos querido poner en el centro de nuestra existencia para que él disponga de ella. La vocación monástica es un misterio de amor, intuido, experimentado, fruto, según los diversos momentos, siempre en la inefable experiencia del día a día vivido bajo la mirada de Dios. Una experiencia que es combate, que es gracia, que es liberación, que es donación, que es vivencia de paz. Esta es en el fondo la experiencia que desde hace años ha vivido el G. Vicente en las diversas etapas de su itinerario personal. Por eso hoy, para continuar con más intensidad y destilando toda su experiencia vital pasada, se dispone a entregarse definitivamente como monje en el seno de nuestra comunidad hasta el final de su existencia. Celebrando la dedicación de esta basílica, él quiere dedicar su vida a Dios y a los demás en el servicio monástico que ha sido confiado a nuestra comunidad de Montserrat. Y el Señor, por la oración de la Iglesia, acoge esta donación que el H. Vicenç le hace de sí mismo, por el Espíritu Santo lo consagrará monje y se hará todo suyo. No es, pues, un término ya logrado lo que celebramos hoy. Sino un final de etapa y el inicio de otra, inédita, definitiva, que se abre hacia el futuro y hacia el infinito. Por ello, teniendo en cuenta la debilidad y las limitaciones humanas, la Iglesia invocará sobre el H. Vicenç la gracia de Jesucristo, el fuego del Espíritu Santo y la intercesión de Santa María y de todos los santos y santas de Dios. También nosotros, movidos por la estima, nos uniremos a esta oración eclesial a favor de él. Con la ayuda divina, como profundización del don que recibió en el bautismo y renovado en todo su ser, podrá vivir más plenamente su realidad espiritual de templo de Dios, de portador de la Santa Trinidad y al mismo tiempo podrá vivir el ministerio de la intercesión y la acogida en favor de los demás. Lo tendrá que ir renovando cada día con un trabajo espiritual que vaya evangelizando su interior. Así, en un proceso de libertad interior, se irá haciendo más y más consciente de que su corazón, sus pensamientos y sus actos están siempre presentes en la mirada amorosa de Dios, tal como enseña san Benito cuando trata de los peldaños de la escala hacia el amor perfecto (cf. RB 7, 13-18). Así, también, se irá adentrando cada vez más en la vivencia transformadora de la celebración del Oficio divino, que es la tarea principal de su servicio (cf. RB 18, 24), a lo largo de la jornada; se encontrará, como dice también san Benito, "en presencia de la divinidad y de sus ángeles" (RB 19, 6) para alabar al Creador por la sabiduría de su plan de amor en favor de la humanidad entera (cf. RB 16, 5). En este sentido, se puede aplicar de una manera particular al monje lo que dice el canto del Querubicón que precede a la plegaria eucarística de la Divina Liturgia bizantina: "nosotros que místicamente representamos a los querubines y cantamos el trisagio a la Trinidad vivificante, debemos deponer todas las solicitudes mundanas para recibir al Rey del universo”. Que el Señor, pues, por las oraciones de Santa María conceda al H. Vicenç vivir en la pureza de corazón la presencia del Dios tres veces santo, cantar su alabanza, acoger cada día a Cristo que viene, entregarse a la acogida y al servicio de los hermanos en este lugar que Dios ha hecho santo.