Imágenes, revolución y después - Historia del Arte y la Cultura

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IMÁGENES, REVOLUCIÓN Y DESPUÉS
La visualidad en el actual territorio argentino durante el
proceso revolucionario
María de las Nieves Agesta
(CONICET-UNS)
Hablar de arte argentino hacia 1810 es, si no imposible, al menos
problemático. Si bien en una acepción amplia del término –que se
encuentra aún hoy en diccionarios y enciclopedias– el arte puede
entenderse como cualquier actividad o producto humano realizado
con una finalidad estética y/o expresiva, quienes solemos recorrer las
salas de galerías y museos e, incluso, quienes transitamos con ojos
atentos las ciudades contemporáneas, sabemos que esta definición
resulta, a la vez, demasiado estrecha y demasiado extensa. En la
actualidad, el arte abarca tanto a las obras como a las formas de
producción, circulación y consumo artísticos; a los museos, las
galerías y los salones; a los teóricos, críticos e historiadores del arte
que nos dicen qué y cómo mirar; a las instituciones que, de una u otra
manera, solventan las exposiciones y las actividades; en pocas
palabras, a aquello que el sociólogo de la cultura Pierre Bourdieu
denominó el campo artístico.
La sociedad rioplatense de principios del siglo XIX no contaba aún
con un circuito organizado e institucionalizado tal como lo acabamos
de describir. Habría que esperar hasta fines de esa centuria para que,
junto con el proyecto de país encabezado por la llamada Generación
del 80, se configurara un campo artístico relativamente autónomo
con valores propios que lo diferenciaran de otras esferas de la
sociedad. Durante la época revolucionaria, el mundo de las imágenes
– lejos de hallarse así diferenciado –
permeaba las actividades
diarias, las prácticas devocionales y la vivencia del espacio de los
hombres y mujeres de entonces. La inexistencia del arte como hoy lo
concebimos, no excluía la experiencia estética ante los objetos de uso
cotidiano donde función y forma convivían sin distinción. La diferencia
entre lo útil y lo únicamente bello sobre la que se funda el arte
1
moderno
se
introduciría
paulatinamente
en
los
años
posrevolucionarios de la mano de los proyectos liberales y del
contacto con la tradición artística de la Europa occidental. Este
proceso, sin embargo, no se produjo de manera uniforme en todo el
territorio del ex Virreinato: las historias locales, las posiciones
geográficas y las relaciones que establecían con Europa y el resto de
América,
delinearon
temporalidades
y
trayectorias
regionales
diferenciales que muchas veces fueron ignoradas por una Historia del
Arte centrada en el devenir capitalino.
Así,
no
sólo
problematizarse
el
sino
uso
del
también
concepto
el
de
de
arte
argentino,
comienza
como
a
adjetivo
adecuado y suficiente para dar cuenta del territorio y del sentimiento
de pertenencia de sus habitantes. El historiador argentino José Carlos
Chiaramonte ya nos advirtió que las formas de identidad reunidas
bajo ese término cobraron una dimensión regionalista en los albores
de la Revolución de 1810: argentino era quien habitaba en Buenos
Aires y en sus zonas aledañas, sinónimo de rioplatense y opuesto a la
capital peruana. Únicamente a partir del avance porteño sobre las
demás regiones, el vocablo se extendería y terminaría por convertirse
en un símbolo de identificación colectiva. Hasta entonces, en las
convulsionadas
primeras
décadas
del
siglo
cuando
aún
se
encontraban en disputa las fronteras de la nueva unidad política, la
identidad se articulaba en torno a los pueblos que, luego de la década
del 20, se constituirían en Estados soberanos bajo el rótulo de
provincias.1 ¿Cómo abarcar la diversidad de ese inmenso territorio
que más tarde constituiría la Nación Argentina si eran otras las
fronteras objetivas y subjetivas que separaban a la población? ¿De
qué manera dar cuenta de las distintas culturas que se desarrollaban
en los parajes –simbólica y geográficamente– más alejados del ex
Virreinato? Libres de un concepto restringido de nación, hemos
Véase Noemí Goldman, “Crisis imperial, Revolución y guerra (1806-1820)”,
en Noemí Goldman (dir.), Nueva Historia Argentina. Revolución, República,
Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Sudamericana, t.3, 1998, pp. 2169.
1
2
optado por respetar esta especificidad y abordar la producción de
imágenes en función de bloques regionales que, por su trayectoria
histórica y por su ubicación espacial, contaban con distintas
tradiciones visuales.
El Noroeste, estrechamente ligado al Virreinato del Perú y a sus
principales centros urbanos; el Noreste, marcado por la presencia
jesuítica en las misiones; la zona pampeano-patagónica, habitada por
los pueblos originarios y aún no sometida al gobierno rioplatense; y,
por último, la ciudad de Buenos Aires, núcleo revolucionario y puerto
de arribo de personas, ideas y mercaderías de la Europa Occidental,
serán las regiones que consideraremos en este relato. Sin la
pretensión de ser exhaustivos, pretendemos ampliar los marcos
espaciales de una historiografía del arte para la cual los procesos
artísticos se desarrollaron de manera lineal y secuenciada, con miras
a constituir una esfera de autonomía institucional y de las formas.
Poco se ha escrito, lamentablemente, sobre la producción y el
consumo de imágenes de estas regiones luego del momento
revolucionario: allí la Historia del arte de las provincias, tan analizada
en sus manifestaciones coloniales, pareció refugiarse definitivamente
en la Capital desde donde comenzaron a establecerse los parámetros
de modernidad a partir de los cuales se evaluarían las expresiones
locales. No pretendemos aquí enmendar estas ausencias y ni corregir
estos desplazamientos, sino tan sólo señalarlos para abrir nuevas
perspectivas de análisis más atentas a los matices y a pluralidad de
nuestra historia y, en consecuencia, de nuestro presente.
Junto a la dimensión espacial intentaremos ampliar también la
temporal
y
la
objetual.
Una
historia
de
procesos
y
no
de
acontecimientos nos exige considerar cada suceso excepcional en el
continuo de la historia. Por ello, decidimos situar a la Revolución de
Mayo de 1810 en el período comprendido entre principios del siglo
XIX y fines de la década de 1820. Por otra parte, la exclusión del
concepto de arte permite –paradójicamente– incluir en el análisis a
todo
el espectro
de
imágenes
que circulaban
en
el
ámbito
3
rioplatense. Desde los retratos en miniatura que damas y caballeros
atesoraban con las efigies de sus seres queridos hasta los dibujos de
los viajeros que llegaban al puerto de Buenos Aires, desde los nuevos
monumentos de corte republicano hasta las figuras cristianas en las
iglesias, desde la platería y los tejidos indígenas hasta las fiestas
cívicas en los contextos urbanos; todos componían el universo visual
de la época que intervenía sobre la vida cotidiana de las personas.
Para organizar este flujo inabarcable de objetos y prácticas
recurrimos
a
tres
ejes
conceptuales
a
partir
de
los
cuales
pretendemos recorrer algunos de los debates centrales de la historia
del arte de la etapa revolucionaria y posrevolucionaria. El primero de
ellos, “De la devoción a la revolución”, cuestiona la noción de
“desacralización del arte” al considerar la convivencia del arte
religioso con producciones laicas y relativamente autónomas durante
los años posteriores a la revolución. En la segunda sección titulada
“La representación de sí: el arte de los retratos” trazaremos una
genealogía de uno de los géneros más practicados en el territorio del
Río de la Plata, el retrato, para detenernos en las transformaciones
temáticas, formales y productivas provocadas por el advenimiento de
del nuevo sistema político y socio-económico que se iba consolidando
luego de la Revolución. Por último, bajo la denominación “De la
mirada de los otros a las manos de nosotros” confrontaremos las
imágenes elaboradas por los viajeros europeos que arribaban a
nuestra tierra con las producciones locales realizadas por los pueblos
originarios que habitaban la región pampeano-patagónica para, de
esta manera, cuestionar la noción de “precursores” con la que la
Historia del Arte tradicional califica a los visitantes decimonónicos y el
par arte/artesanía con que se da cuenta diferencial de ambas
manifestaciones estéticas.
De la devoción a la revolución
La crisis que tuvo lugar en 1810 en el Río de la Plata como
consecuencia de una conjunción de factores internos y externos de
4
orden político, económico, ideológico, social y cultural marcó, a no
dudarlo, una línea divisoria en la historia del territorio sudamericano.
La retroversión de la soberanía sobre los pueblos, la formación de un
primer gobierno propio y la expansión de las corrientes del
pensamiento
ilustrado
racionalista
condujeron
finalmente
a
la
declaración de la Independencia en 1816 y, más tarde, a la
conformación del Estado-Nación argentino. Dicho esto, debemos
aclarar que la preocupación por la configuración a fines del siglo XIX
de un relato nacional, génesis mítica de la Patria, diluyó los matices
de la continuidad histórica en el que se insertaba la Revolución para
presentarla
como
un
hecho
aislado
que
había
transformado
radicalmente todos los aspectos de la realidad. La historia argentina
canónica con sus héroes y mitos fundantes tal como la presentó
Bartolomé Mitre se había construido con un objetivo preciso:
argentinizar a los inmigrantes recién llegados, crear una tradición
patriótica que reforzara el sentimiento de pertenencia a la Nación en
ciernes. Lo cierto es que esta perspectiva, que ha perdurado en el
sentido común y en la enseñanza escolar, arroja una mirada
anacrónica sobre el pasado que ya ha sido ampliamente cuestionada
desde la historiografía actual: elementos nuevos y viejos convivieron
durante varias décadas en conflicto o en armonía en las Provincias
Unidas y generaron espacios de hibridez a partir de apropiaciones y
resignificaciones de la herencia colonial.
Desde el punto de vista artístico, circula aún cierto discurso
académico que sostiene que a partir de la Revolución se produjo un
proceso de “desacralización del arte”
que implicó el fin de la
producción de carácter religioso y su reemplazo por los nuevos
géneros vinculados al ámbito de lo civil. Los santos y las iglesias
serían
desplazados,
entonces,
por
monumentos
e
imágenes
conmemorativas de los principios republicanos y de las gestas
heroicas; las figuras devocionales sucumbirían ante los retratos
burgueses y la pintura histórica. Para cualquier observador atento,
resulta evidente que la producción de arte religioso continuó
5
existiendo junto a las formas más modernas en las regiones más
alejadas de la capital. En el Noreste – marcado por la impronta
jesuítica – en el Noroeste y el Centro del territorio donde el vínculo
con el eje potosino-limeño había sido más fuerte y duradero, la
imaginería y la arquitectura cristianas siguieron siendo el núcleo
temático de la creación plástica. En Córdoba el censo de 1813 indicó
la presencia de siete pintores, la mayoría de ellos pardos libres, cuyas
obras y posición social denotaban la persistencia de la gravitación
religiosa sobre el arte. En efecto, los pintores Marcos Olivera, Ignacio
Cabrera, José Antonio Pedernera, Rafael Pedernera, Cruz de Jesús y
Francisco Javier Sacramento (el único de “clase” español),
se
destacaron fundamentalmente por sus reproducciones de imágenes
religiosas en templos, congregaciones y fundaciones eclesiásticas de
cuyos encargos dependían (prueba de ello es la ubicación de las
residencias particulares de los pintores cerca de estas instituciones).
La producción plástica jujeña, trabajada por Ricardo González, estuvo
igualmente ligada a las prácticas devocionales no sólo en el
transcurso del siglo XIX sino inclusive de la siguiente centuria. La
iglesia de Cochinoca (1864), las sucesivas modificaciones sobre las
fachadas de las iglesias de Livi-Livi y de Casabindo, el tallado de
esculturas sacras como San Juan Bautista y San José en el retablo de
Cochinoca, la Crucifixión en la iglesia de Yaví o Santa Ana con la
Virgen Niña en Livi-Livi, por enumerar sólo algunas, evidencian la
centralidad de la temática cristiana en las prácticas artísticas
decimonónicas de la región.
Esta información, sin embargo, no debe hacernos recaer en la falsa
dicotomía que opone barbarie (Interior) y civilización (Buenos Aires).
José Emilio Burucúa e Isaura Molina han relativizado también la
desacralización en el ámbito porteño entendida como “el abandono
de las fórmulas del arte religioso hispánico del barroco y la irrupción
inédita de la producción de las escuelas europeas contemporáneas,
especialmente la francesa, en el horizonte de los modelos cultivados
6
por los artistas hispanoamericanos”.2 El análisis de la ingerencia
eclesiástica en el encargo y sostenimiento de las obras en la ciudad
de Buenos Aires del siglo XIX – más específicamente, en las pinturas
que desde 1813 se encuentran en la iglesia de San Pedro Telmo – les
permite postular a los autores la gradualidad y complejidad de este
proceso de laicización del arte. Los gobiernos posrevolucionarios
hicieron uso, en muchas ocasiones, de los espacios, tiempos e
imágenes cristianas fuertemente enraizados
en la sensibilidad
popular. Fernando Aliata, arquitecto e investigador de la ciudad de La
Plata, ha analizado en profundidad estos fenómenos de apropiación
en
el
ámbito
urbano
porteño
durante
la
“feliz
experiencia”
rivadaviana. Ciertamente, durante la década del 1820 el gobierno
rioplatense intervino activamente en la organización del espacio
público de Buenos Aires a fin de sustituir los símbolos visibles por
otros que evidenciaran la innovación político-institucional. La Plaza
central (de la Victoria) adquiriría, entonces, un rol diferenciado en la
estructura de la ciudad convirtiéndose en eje del proyecto de
reforma: allí se instauró “un nuevo orden jerárquico donde impera[ba]
la arquitectura, la imitación de la antigüedad, la restauración de un
foro cívico que es resultado de la exaltación que la ciudad está[ba]
construyendo sobre sí misma, al erigirse como heredera de las
metrópolis antiguas.”3 La plaza de la Victoria se transformó, así, en un
palimpsesto donde nuevos sentidos se yuxtapusieron literalmente a
los ya instalados. El caso más paradigmático de esta voluntad
gubernamental concretada en el espacio arquitectónico fue la
superposición de un pórtico de doce columnas corintias sobre la
fachada inconclusa de la catedral metropolitana. La imposición del
modelo francés (de la Legislatura de París y de la iglesia de la
Madelaine) y la referencia a la antigüedad en el diseño del frente se
2
José Emilio Burucúa e Isaura Molina, “Religión, arte y civilización en
América del Sur (177-1920). El caso del Río de la Plata”. Ponencia
presentada en el 19th Internacional Congreso of Historical Science,
Universidad de Oslo, 6-13 August, 2000.
3
Fernando Aliata, “Cultura y organización del territorio”, en Goldman,
Noemí
(dir.),
Nueva
Historia
Argentina.
Revolución,
República,
Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Sudamericana, t.3, 1998, p. 226.
7
sumaba a las medidas liberales de reforma eclesiástica llevadas
adelante por Rivadavia en su intento por reducir la ingerencia
religiosa sobre el Estado. No sólo los elementos formales del edificio
remitían a una aspiración laica sino también el motivo de su
programa centrado en la exaltación de los ejércitos independentistas
por encima de las referencias exclusivamente católicas. Si bien otros
edificios de carácter cívico – como la Sala de la Legislatura – fueron
construidos en el marco del proyecto rivadaviano, lo cierto es que,
junto a lo nuevo, elementos religiosos permanecieron con sus
sentidos tradicionales o reformulados.
Aunque la Revolución del 10 no supuso el fin de la presencia del
arte religioso en el territorio rioplatense, sí implicó la aparición de una
iconografía ligada al nacimiento de lo que luego sería la nueva
nación. Símbolos y emblemas de la Revolución francesa fueron
apropiados y resignificados en el Plata; monumentos e imágenes de
lo que luego fue la “epopeya patriótica” comenzaron a ocupar el
espacio
público
de
sus
principales
ciudades. Como
indica
la
historiadora del arte Laura Malosetti Costa, el grabado constituyó una
herramienta inestimable en la difusión de la simbología, los sucesos y
los héroes revolucionarios. Este procedimiento técnico –que consistía
en la elaboración de una estampa mediante la obtención previa de
una matriz o plancha– hizo posible la reproducción de imágenes, su
proliferación y su venta a bajo costo entre los distintos grupos
sociales. Las primeras efigies de José de San Martín, Manuel Belgrano
y, más tarde, de Bernardino Rivadavia fueron realizadas por el artista
correntino Manuel Pablo Núnez de Ibarra quien luego los ofreció al
Cabildo para su distribución. Fueron estos modelos los que utilizó el
pintor francés Théodore Gericault hacia el año 1819 para efectuar sus
retratos ecuestres de ambos personajes que, de acuerdo a Bonifacio
del Carril, fueron impresos sobre papel de 52 x 42 cm. con la técnica
litográfica. En “Don José de San Martín, general en xefe de los
exercitos aliados de Buenos Ayres y Chile” se mostraba al militar
sobre su caballo blanco o gris con su brazo extendido hacia el frente;
8
en “Don Manuel Belgrano, general en xefe del exercito auxillar del
Peru” se representaba al protagonista realizando un gesto de
comando desde su montura. Aunque no encontraron la recepción
esperada
en
el
mercado
porteño,
ambas
imágenes
fueron
reproducidas en numerosas ocasiones al igual que las de los
enfrentamientos armados ejecutadas por el mismo artista: la “Batalla
de Chacabuco, ganada sobre los españoles el 12 de febrero de 1817,
por las tropas de Buenos-Ayres, mandadas por el Capitán General
Don José de San Martín. Dedicado a los héroes de Chacabuco y
Maipú”, plasmaba el choque entre las fuerzas rivales y el momento
decisivo en que las tropas porteñas asestaban el golpe final a los
peninsulares; la “Batalla de Maïpu, ganada sobre los españoles el 5
de marzo de 1818, por las tropas aliadas de Buenos-Ayres y Chile,
mandadas por el Capitán General Don José de San Martín. Dedicado a
los héroes de Chacabuco y Maipú” ilustraba el final de la lucha en el
instante en que los prisioneros españoles eran conducidos por los
vencedores y San Martín escuchaba el informe de batalla de boca de
su ayuda de campo. La multiplicación y la circulación de éstas y otras
estampas similares contribuyeron a la construcción de un panteón de
héroes que no haría sino consolidarse en los años posteriores en
consonancia con la difusión de la historia mitrista.
La gesta de Mayo no tardó en convertirse asimismo en referencia
simbólica para el nuevo gobierno revolucionario. Ya el 17 de mayo de
1811, con motivo del primer aniversario, se inauguró en la Plaza de la
Victoria
(actualmente,
de
Mayo)
el
primer
monumento
conmemorativo de la ciudad de Buenos Aires: la Pirámide de Mayo.
Efectuada
por
iniciativa
del
Cabildo,
la
obra
denotaba
la
trascendencia que el episodio del año anterior había adquirido para
sus contemporáneos, al menos en la ex capital virreinal. Su
realización estuvo a cargo del alarife y maestro de obras de la ciudad
Francisco Cañete quien decidió edificarla como una estructura hueca
de ladrillo y tierra Roma: sobre un zócalo escalonado seguido de un
pedestal erigió un obelisco rematado por una esfera. Así el
9
monumento que en un principio iba a ser efímero se convirtió en un
hito fundante en el espacio local y en su desarrollo artístico. De
acuerdo a la sesión del Cabildo, en sus cuatro caras debían grabarse
inscripciones alusivas a los acontecimientos de Mayo y a la defensa
porteña contra las invasiones inglesas. Éstas últimas, sin embargo,
fueron rechazadas por la Junta Grande en tanto implicaban una
exaltación del rol de Buenos Aires en el proceso revolucionario por
sobre las provincias. Finalmente y debido a la rapidez con que debió
construirse, la decoración quedó limitada a una única inscripción en
letras de oro: “25 de Mayo de 1810”.
La inauguración de la Pirámide no constituyó un acontecimiento
aislado sino que formó parte de un festejo mayor, el del primer acto
de celebración del 25 de mayo en Buenos Aires. El historiador Juan
Carlos Garavaglia ha destacado en repetidas ocasiones la importancia
simbólica de la fiesta como rito cívico para consolidar un sistema
político y crear señas identitarias. Junto a la creación del sello de la
Asamblea del año XIII (modelo del futuro escudo), de la escarapela y
de la bandera, de la acuñación de nuevas monedas de oro y plata y
de la adopción de la marcha patriótica compuesta por Vicente López,
el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata estableció la
supresión de la ceremonia del Real Estandarte y su reemplazo por la
institución del “25 de Mayo” como fiesta oficial. No sólo sobre objetos
y marcas permanentes se fundaron las bases del nuevo poder sino
también sobre estas ceremonias efímeras en las cuales se construía
la tradición mediante la participación activa del pueblo. En 1811 la
fiesta se organizó como una celebración de la libertad contra el
despotismo. Recién en 1812, se la identificaría con la formación de la
Junta.
Durante
ese
año
se
planificaron
por
primera
vez
las
disposiciones para el festejo y durante el siguiente la Asamblea fijó la
existencia de las denominadas Fiestas Mayas en todo el territorio de
las Provincias Unidas. El despliegue visual y de personas que ellas
alcanzaban en cada localidad transformaba transitoriamente la
vivencia del espacio y exaltaba los ánimos de los participantes.
10
Leamos la descripción que Garavaglia recoge de la fiesta porteña de
1813:
Allí, los festejos se inician en la noche del 24, en la cual la ciudad
iluminada vió los arcos triunfales y lo “monumentos” elevados en
algunas esquinas que “el zelo de los alcaldes de barrio había
dispuesto”. En esos lugares se “leían ingeniosas piezas poéticas…
y por todas partes se escuchaban vivas y canciones patrióticas”.
La Plaza Mayor estaba también iluminada y con adornos de ramas
de olivos; la orquesta se hallaba ubicada en los balcones del
Cabildo. A las ocho se encendieron los fuegos artificiales y en el
teatro de presentó la tragedia de Julio César “dando lecciones de
eterno rencor contra la tiranía”. En la mañana del 25 “un inmenso
pueblo” reunido en la plaza, junto con las tropas, los
“representantes”, las autoridades, y los “conciudadanos”, al eco
de una salva de cañón se colocarían “todos el gorro de la
libertad”. Así comenzaron los festejos porteños: poesías,
representaciones teatrales contra la tiranía, ramas de olivos,
ciudadanos y gorros frigios…4
Teatro, luces, danzas, fuegos de artificio, poesía, colores, olivos,
música;
los
festejos
eran
una
puesta
en
escena
donde
se
congregaban las artes en pos de la exaltación cívica y de la
construcción de una memoria histórica de gloria. Al igual que en la
capital, Corrientes, Montevideo, Maldonado, Córdoba, Tucumán,
Potosí, Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra, Jujuy y Salta tuvieron
sus propias fiestas. En cada lugar, las celebraciones adquirieron
características propias de acuerdo a la mayor o menor presencia del
pasado colonial, la situación actual en el marco de las guerras
revolucionarias, la relación con Buenos Aires, la estructura social y los
rasgos culturales de las regiones. Si en la sede del gobierno resultaba
evidente la impronta de la tradición francesa (en los gorros frigios, la
iconografía o la alusión al Ser Supremo), en ciudades como Salta se
volvían más manifiestas las marcas de las fiesta barroca, la presencia
indígena y la imaginería católica junto a los nuevos símbolos. Por las
calles salteñas la Virgen de las Mercedes era conducida portando al
bastón de oro y plata y la medalla remitida por Belgrano al
ayuntamiento de la ciudad. Una vez más comprobamos que en
ningún momento la desacralización de las artes y de la sociedad
Garavaglia, Juan Carlos, “Buenos Aires y Salta en rito cívico: La Revolución
y las fiestas mayas”, Andes, Salta, Universidad Nacional de Salta, n° 13,
2002, p. 15.
4
11
constituyó un corte abrupto que diferenció manera tajante la época
colonial del período revolucionario. Como en todo proceso las
hibridaciones y resignificaciones matizaron los cambios insertándolos
en el continuo de la historia.
La representación de sí: el arte de los retratos
Junto a las escenas de costumbres, los paisajes y los cuadros
históricos, otro género pictórico comenzaría a desarrollarse de
manera notable en el medio rioplatense posrevolucionario: el retrato.
Con ello no queremos decir que apareciera tan sólo después de la
Revolución sino recalcar que fue partir de entonces que alcanzó un
crecimiento inédito de manos de productores de la región. Durante la
época colonial, los retratos originales de los sucesivos monarcas
españoles y sus reproducciones locales recorrieron el territorio de las
Provincias
Unidas
y
ocuparon
las
salas
de
las
instituciones
americanas. Incluso, en 1808, ante la renuncia de Carlos IV y la
asunción de su hijo Fernando VII, el Cabildo de Buenos Aires encargó
a Ángel de Camponesqui una pintura del joven rey que iría a colocar
en una de las habitaciones capitulares. Otros magistrados civiles y
religiosos del virreinato fueron retratados con mayor o menor
exactitud durante los siglos XVII, XVIII y principios del XIX. Entre ellos
el gobernador José de Andonaegui; los virreyes Juan de Vértiz y
Salcedo, Nicolás del Campo, Pedro de Melo de Portugal y Villena y
Antonio Olaguer Feliz; los obispos Pedro Carranza, Manuel Moscoso y
Peralta y Cristóbal de Aresti, de José de Peralta Barnuevo, Rocha y
Benavides y de José Antonio Basurco y Herrera, para mencionar sólo
algunos.
Si las imágenes de las autoridades proliferaron durante el período
virreinal no sucedió lo mismo con las efigies de los particulares que
habitaban en las localidades rioplatenses. Habría que esperar hasta
fines del siglo XVIII para que las paredes de los hogares más
prominentes ostentaran pinturas de los dueños de casa aunque fuera
en su carácter de donantes de obras piadosas (una iglesia, un
12
convento, una figura religiosa). En el convento de Santa Catalina de
Siena (Córdoba) ha quedado uno de los pocos retratos familiares de
este orden que se conservan: se trata de una pintura de la familia
Ceballos con Santa Catalina realizada en un taller cuzqueño de la
época. La imagen, descripta por Andea Jáuregui y Marta Penhos,
representaba la ordenación de las tres muchachas de la familia bajo
la mirada de sus padres y guiadas por Santa Catalina. Como bien
señalan las autoras, los atributos de los personajes pretendían
plasmar su condición económica, social y moral más que sus
cualidades físicas. La exigencia de la semejanza no aparecería en el
horizonte pictórico sino hasta ya iniciado el siglo XIX donde el avance
de las ideas liberales supondría, también, un interés por la exhibición
de sí y por la exaltación del individuo.
Hasta ese momento, el retrato individual de orden civil se
desarrollaría fundamentalmente mediante el arte de la miniatura en
medallones, polveras, pastilleros, alhajeros y otros objetos de uso
cotidiano. La primera miniatura porteña fue la efigie de Francisca
Silveira de Ibarrola realizada por el pintor Martín de Petris en 1794.
Allí, la madre del coronel Amadeo Ibarrola, estaba sentada y con su
brazo izquierdo apoyado sobre la mesa. Sus cabellos ondulados caían
sobre el pronunciado escote mientras su mano derecha descansaba
amablemente sobre el regazo. El cortinado, la silla, el tocado, el traje
y la mesa cubierta de objetos sindicaban la posición socioeconómica
acomodada de la diminuta figura y creaban una atmósfera propia de
la época. La pequeñez de la superficie obligaba a los pintores a
desarrollar con pericia y delicadeza su técnica que consistía en la
aplicación de pigmentos en minúsculos puntos o rayas sobre el marfil
previamente tratado con goma arábiga. El auge de estos objetos
crecería sin cesar durante la primera mitad del siglo XIX y hasta la
aparición del daguerrotipo que iba a asegurar la reproducción
fidedigna de la figura humana. Varios artistas extranjeros y algunos
locales se dedicaron, hasta entonces, a la factura de miniaturas para
satisfacer una demanda en constante crecimiento. Adolfo Luis Ribera
13
menciona entre estos artistas al ya mentado Camponesqui, a
Simplicio Juan Rodrigues de Sa, al francés Carlos Durand, a Juan
Felipe Goulu, a Antonia Brunet de Annat y a Andrea Macaire de Bacle,
esposa del conocido litógrafo. A ellos llegaban los encargos de
militares, políticos, grandes comerciantes y damas de alta sociedad
que pretendían ver plasmados sus rostros cada vez con mayor
verosimilitud. En efecto, a diferencia que lo que sucedía en años
anteriores, la relación de semejanza se convirtió en una exigencia
permanente de los comitentes hacia sus retratistas. Vale la pena citar
alguno de los reclamos que estos clientes implacables realizaban a
los pintores para comprender la importancia que había adquirido el
parecido físico como criterio de calidad de los productos:
Le devuelvo el retrato para que me haga el favor de ponerle
pechos, pues varios amigos de mi marido le han dicho que
parezco santo. También me achica la boca que no me agrada tan
grande y me pone un poco más de colores en la cara porque
estoy muy pálida. También tiene que ponerle un lacito al cordón y
un palito para abajo a la flor. También dicen que podía hacerme
un poco más ancha de hombros, como un geme más, así no
parezco tan flaca. También me hará el favor de agrandar la joya
del collar para que luzca más… 5
Esta preocupación por la apariencia física era relativamente reciente
entre los comitentes. Es evidente que con ella se afirmaba la
autonomía del retrato como género a la par que se conformaba una
burguesía local y se afianzaba el proceso de secularización ya
descripto. Las figuras más reconocidas del ámbito porteño fueron
plasmadas mediante esta técnica: Gregorio Funes, Hipólito Vieytes y
Domingo de Azucenaza por Simplicio Rodrigues; Remedios Escalada
de San Martín y Juan Martín de Pueyrredón por Carlos Durand;
Viamonte, Julia Fernández, Marcelino Rodríguez, Dominga Rivadavia,
Dominga Bouchard de Balcarce, Mercedes Balcarce y San Martín,
entre otros, por Juan Felipe Goulu; José Ignacio Correa de Saa,
Celedonio Roig de la Torre por Antonia Annat; Belgrano, Rivadavia,
5
Carta de una señora retratada al pintor Amadeo Gras (1839-40), citada en
Ribera, Adolfo Luis, El retrato en Buenos Aires, 1580-1870, Buenos Aires,
Universidad de Buenos Aires, 1982, p. 132.
14
Vicente López, Saavedra, etc. por Andrea Bacle para ser reproducidos
en la imprenta de su marido.
Si la miniatura atrajo la atención del público rioplatense como
modo de portar la propia imagen y la ajena, el grabado permitió la
difusión más generalizada de los hombres de Mayo y de las guerras
de la independencia a fin de consolidar la naciente iconografía
heroico-civil. Tal como indicamos párrafos anteriores, fue Manuel
Pablo Núnez de Ibarra quien grabó en metal las efigies ecuestres de
San Martín y Belgrano por encargo oficial en 1818 y 1819. Tres años
después reprodujo también la imagen de Bernardino Rivadavia que
dedicó a la Academia de Medicina por él inaugurada. Brown, Alvear,
Mansilla y Balcarce debería esperar hasta fines de la década del
ochocientos veinte para que la Litografía de Douville et Laboissière –
luego continuada por César Hipólito Bacle – retratara sus rostros con
la máquina litográfica recientemente arribada a la ciudad. La
impresión de varias ediciones y de muchos ejemplares de cada una
de estas imágenes y su venta al público a un precio sumamente
accesible, contribuyó, por un lado, a la configuración de lo que sería
el panteón de próceres patrióticos y, por el otro, a aumentar de
manera considerable la circulación visual en el territorio bonaerense
anticipando lo que a fines del siglo XIX sería la irrupción masiva de la
imagen impresa.
Esta expansión inusitada de miniaturas y estampas no tendría su
correlato en los retratos al óleo y de gran tamaño sino hasta décadas
posteriores. Si bien el francés Goulu, arribado a Buenos Aires en
1824, desempeñó sus servicios en este arte realizando, incluso, el
primer autorretrato rioplatense, habría que esperar a la llegada de
Carlos Pellegrini, Fernando García del Molino, Prilidiano Pueyerredón y
Auguste Monvoisin para que este género alcanzara el desarrollo de
sus predecesores más pequeños. Las transformaciones, sin embargo,
ya se habían iniciado de la mano de los cambios ideológicos, políticos,
sociales y económicos que lentamente comenzaron a introducir los
15
valores de la modernidad occidental en el territorio de las Provincias
Unidas.
De la mirada de los otros a las manos de nosotros
Sustentados en una concepción europea de arte, durante años los
historiadores ligaron los orígenes del arte argentino a la llegada de
viajeros del Viejo continente que se abocaron –con mayor o menor
presteza– a plasmar los paisajes y costumbres de los habitantes del
Río de la Plata. De acuerdo a esta mirada eurocéntrica, eran estos
Maestros procedentes de tierras europeas [quienes] enseñan a
los neófitos y ofrecen al público profano el contacto con obras
importantes y el conocimiento de variadas técnicas. Ellos
introducen paulatinamente los movimientos estéticos
originados en Europa occidental, que hallan respuesta pronta en
una sociedad culturalmente permeable, donde surgen los
primeros artistas nativos.6 [el resaltado es nuestro]
Esta mirada sobre la producción estética local se hizo carne en
nuestro propios artistas y teóricos que continuaron reproduciendo el
mito de los “precursores”, esos primeros visitantes que intervinieron
sobre la tabula rasa de un “desierto” cultural.7 Ellos serían los
responsables de iniciar la formación artística en la región y de
devolvernos las primeras representaciones de nosotros mismos como
país independiente (en efecto, recién en 1816 llegaría el primero de
estos eméritos forasteros). Los paisajes y las vistas de Buenos Aires
que el inglés Emeric Essex Vidal o el escocés Richard Adams
plasmaron en imágenes forjaron nuestra propia identidad a partir de
la mirada ajena. ¿Cómo nos veían desde el exterior?, era la pregunta
que, como bien señala Alicia Dujovne Ortiz, venían a responder estas
estampas; ¿cómo dar cuenta de estas tierras?, era la que parecía
Susana Fabrici, “Las artes plásticas”, en AA.VV., Nueva historia de la
Nación Argentina. 6. La configuración de la República independiente (1810c.1914), Buenos Aires, Editorial Planeta, 2001, t. 6, p. 349.
7
Cabe señalar que, en verdad, éstos no fueron los primeros visitantes en
llegar a nuestro territorio sino los primeros en plasmar visualmente el
paisaje porteño decimonónico. Durante el siglo XVIII, otros viajeros habían
recorrido y representado regiones más alejadas de los que hoy constituye la
república Argentina. Véase Marta Penhos, Ver, conocer, dominar. Imágenes
de Sudamérica a fines del siglo XVIII, Buenos Aires, Siglo veintiuno editores,
2005.
6
16
orientar a los pintores extranjeros en cuya curiosidad se ocultaba, sin
dudas, un afán de inteligibilidad y orden sobre la naturaleza infinita e
indómita.
Detengámonos un instante para recordar quiénes fueron estos
hombres y su obra. Emeric Essex Vidal, nacido en la británica
Brentford en 1791, llegó al Río de la Plata en 1816 como integrante
de la Marina Real inglesa que custodiaba el intercambio comercial en
la entrada del puerto de Buenos Aires. Dibujante y acuarelista,
aprovechó su estadía en la zona para documentar gráficamente los
paisajes y costumbres de esta ciudad y de Montevideo. Los dibujos
de, por ejemplo, la Recova y del Cabildo, la Plaza central (más tarde,
de Mayo), el Matadero Sur, el Mercado, la Iglesia de San Isidro, el
carro aguatero y la viñatera ilustraban un espacio y una vida
cotidiana sin dudas pintorescos para la mirada de Vidal. A su regreso
a Inglaterra, 24 de sus más de 70 dibujos fueron reproducidos en
aguatinta por el editor Rudolf Ackermann y publicados en Londres
bajo el título Pintoresque Illustration of Buenos Aires and Monte Video
(1820). Richard Adams Schmith (Edimburgo, 1791 – Buenos Aires,
1835), por su parte, arribó a la costa porteña en 1825 para instalar
una colonia agrícola en las áreas aledañas. Ante el fracaso de tal
proyecto, Adams permaneció en la ciudad donde se desempeñó como
arquitecto y pintor. Sus vistas al óleo ofrecían un testimonio detallado
del aspecto de Buenos Aires para la mirada de los recién llegados. La
Vista de Buenos Aires de 1832 reproducía precisamente esta primera
impresión de quienes se acercaban a las costas porteñas y que Alicia
Dujovne Ortiz ha descripto como “un vasto lodazal […] donde se
estiran, bajo un inmenso cielo, agua y tierra abrazadas, sin fronteras
precisas, con carros navegantes y embarcaciones que parecen hendir
el barro”.8 Detrás las torres, las cúpulas y las construcciones sugerían
el centro urbano en crecimiento. En Córdoba Robert Fernyhought,
Alicia Dujovne Ortiz, “La mirada de afuera”, en Dujovne Ortiz, Alicia,
Iparraguirre, Sylvia y Laura Malosetti Costa, Pintura argentina. Precursores I,
Buenos Aires, Banco Velox, Colección Panorama del período 1810-2000Serie Libros de Arte, n° 1, 2001, p. 6.
8
17
otro británico que había sido hecho prisionero en las invasiones
inglesas de 1806, sería el primero en retratar la naturaleza de las
Sierras.
“Valle
de
Calamuchita”
y
“Valle
de
los
cóndores”
constituyeron así los dos dibujos más lejanos de la iconografía del
paisaje cordobés que recorrieron las tierras europeas gracias a su
publicación en el libro Military Memoirs of Four Brothers (1828).
Otros viajeros estaban ya asentados en el ex Virreinato y otros
vendrían para quedarse en años posteriores. Desde el siglo XVI y XVII
pintores peninsulares, franceses,
portugueses
e,
incluso,
italianos, flamencos, alemanes,
daneses,
circulaban
por
el
territorio
sudamericano alternando su lugar de residencia entre Buenos Aires,
Córdoba, Tucumán, el Alto Perú, Santa Fe, Jujuy y las Misiones, por
mencionar sólo algunos destinos. En el siglo XVIII, los nombres de
pintores, escultores y arquitectos se multiplicaron de manera
considerable: Miguel Ausell, Francisco Pimentel, José de Salas, Martín
de Petris, Ángel María Camponeschi, Andrés de Ribera, Antonio de
Ribera y Ramos, Juan Antonio Gaspar Hernández y Elías Ribero de
Ribas, se contaban entre ellos. Ya a principios del siglo XIX
se
sumaron a este contingente retratistas y miniaturistas franceses
como Pierre Benoit, Charles Durand, Arthur Onslow y Louis Lasney y
artistas suizos como Joseph Guth y Jean-Philippe Goulu. La actividad
artística de estos extranjeros se complementó con una intensa labor
docente en las noveles instituciones rioplatenses. La primera de ellas,
la Escuela de Dibujo del Consulado creada por Manuel Belgrano y el
tallista Juan Antonio Gaspar Hernández en 1799, tuvo una vida
efímera que encontró continuidad en 1816 bajo la dirección de
Francisco de Padua Castañeda y, luego, de Joseph Guth. Este colegió
actuó hasta 1821, momento de la fundación de la Universidad de
Buenos Aires y la cátedra de Dibujo dependiente del Departamento
de Ciencias Exactas y dirigida por el mismo Guth. También fuera de
Buenos Aires, funcionaban otros espacios de formación artística: en
Mendoza en el Colegio de la Santísima Trinidad desde 1817; en Santa
Fe en la capilla del padre Castañeda; en Córdoba en la escuela de
18
primeras letras inaugurada por el ingeniero Carlos O’Donell y en la
cátedra de dibujo de la Universidad a cargo de Jean-Constantin
Roquet.
Evidentemente el arte en el Río de la Plata, e incluso en su capital,
no se generó a partir de la nada. Es cierto: la mayor parte del trabajo
–aunque no la totalidad– de los primeros artistas extranjeros
asentados en nuestra región estaba dedicado a la producción de
imágenes devocionales y religiosas. Pero ello no resulta suficiente
para excluirlos de la historia del arte local. Si era la funcionalidad de
su obra la que los apartaba del mundo del arte, deberíamos también
relativizar la pertenencia de los paisajes de Vidal y Adams a dicha
categoría. ¿Cuánto de autonomía artística existía en las acuarelas de
ambos y cuánto de afán documental y de registro? Si la exclusión, en
cambio, se fundamentaba en su actuación en los márgenes de lo que
luego sería la institucionalidad artística, su participación en las
primeras escuelas de dibujo y en la formación de las generaciones
posteriores refuta este argumento y los ubica como verdaderos
promotores del florecimiento de las artes. Me pregunto, entonces,
¿hasta dónde es posible hablar de “precursores” para referirnos a
estos viajeros?, ¿hasta dónde este concepto da cuenta más de un
determinado relato de la Historiografía del Arte que del desarrollo
efectivo de una historia de las imágenes en nuestro país?
Tal vez fuera la visión de la naturaleza más evidentemente
permeada por el pensamiento científico lo que diferenciara a estas
nuevas imágenes de las anteriores. La voluntad de domesticar la
tierra americana mediante el acopio de información y la construcción
de representaciones discursivas y visuales que tornaran aprehensible
lo desconocido. La historiadora del arte Marta Penhos, al examinar las
expediciones españolas de Matorras, Azara y Malaspina a fines del
siglo XVIII, postula esta asociación entre modos de visualidad, saber y
dominio político articuladas a partir de los viajes de reconocimiento y
conquista de España a sus dominio coloniales sudamericanos. El
modelo
baconiano,
fundamento
de
la
ciencia
moderna,
fue
19
desplazando poco a poco los intereses de los exploradores desde lo
religioso y lo militar hacia lo científico. Saber es poder nos recuerda
Michel Foucault; y no es casual, entonces, que los viajes y sus
respectivos registros documentales posteriores a la Revolución fueran
encabezados por miembros del imperio Británico y no ya por los de la
antigua metrópolis española.
A diferencia de Essex Vidal y de otros visitantes, hacia fines de la
década de 1820, algunos artistas llegarían para quedarse en el la
ciudad: César Hipólito Bacle (Ginebra, 1794 – Buenos Aires, 1838) y
Carlos Enrique Pellegrini (Saboya, 1800 – Buenos Aires, 1875). Con
ellos se iniciaría un nuevo período del desarrollo plástico porteño. El
suizo impondría desde su establecimiento “Bacle & Cía. Litografía del
Estado” esta innovadora técnica de reproducción gráfica mediante la
cual continuó ilustrando los hábitos y la cotidianeidad bonaerense. Su
serie de estampas Trages y costumbres de la Ciudad de Buenos
Ayres publicada en cuadernillos temáticos durante 1834 reproducía
con perspicacia y humor las modas vestimentarias (entre ellas el uso
de los desmesurados peinetones que incluyó en Extravangancias de
1834), los vendedores ambulantes y los tipos populares de la
campaña.9 Carlos Pellegrini, por su parte, fue convocado por el
gobierno de Bernardino Rivadavia para realizar trabajos técnicos en el
ámbito de la hidráulica. Debido al fracaso del proyecto y a la falta de
iniciativa oficial como consecuencia de la inestabilidad política de los
años 20, Pellegrini debió abocarse a la pintura como medio de
subsistencia. Sus obras pertenecen, sin embargo, a una nueva etapa
marcada en lo político por la figura de Juan Manuel de Rosas y en lo
artístico por el predominio de retrato de filiación romántica y la
pintura histórica y de costumbres.
Como dijimos antes, hablar de arte en el territorio del Río de la
Plata nos remite en los relatos tradicionales a estas experiencias de
Véase Marcelo Marino, “Fragata de alto bordo. Los peinetones de Bacle por
las calles de Buenos Aires”, en Laura Malosetti Costa y Marcela Gené
(comp.), Imágenes porteñas. Imagen y palabra en la historia cultural de
Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2009, pp. 21-46.
9
20
viajeros a partir de las cuales el desarrollo plástico de Buenos Aires
parece entroncarse con el europeo. Sin embargo, ya vimos que
muchas de estas imágenes no fueron creadas con una preocupación
meramente
estética
sino
que
otros
intereses
y
finalidades
intervinieron en su elaboración. Y si esta distinción entre formas
puras y funcionales se diluye, ¿cómo no incluir en el panorama visual
del período aquellos objetos de uso con un alto valor estético
agregado que producían los pueblos originarios en regiones más o
menos alejadas? ¿Cómo no considerar lo que producían nuestras
propias manos junto a lo generado a partir de la mirada de los otros?
María
Alba Bovisio,
historiadora
del arte precolombino
de la
Universidad de Buenos Aires, ha cuestionado el término artesanía con
que se pretende diferenciar las realizaciones del arte occidental
proveniente de Europa y luego desarrollado en nuestro territorio por
impulso de las elites dominantes de la producción plástica indígena,
relegada a una posición subalterna vinculada a “lo popular” y a la
falta de especialización. No es éste momento de desplegar los
contundentes argumentos de Bovisio, pero sí de recoger sus
implicancias concretas. Elegimos, de la multiplicidad de parcialidades
que poblaban nuestra tierra, ocuparnos al menos brevemente de
cultura mapuche y su impronta sobre la región pampeano-patagónica
en la cual se encuentra Bahía Blanca.
Desde el siglo XVII y, en especial, a principios del XIX, esta zona
había sufrido lo que los historiadores denominaron “proceso de
araucanización”:10 es decir, la difusión de elementos culturales de los
pueblos allende la cordillera y, más tarde, la instalación de grupos
mapuches
de
este
mismo
origen.
Los
tránsitos
culturales
y
demográficos terminaron por conformar una unidad lingüística y
cultural en ambos márgenes de los Andes en permanente contacto
más o menos conflictivo con los asentamientos de los blancos. La
Recordemos que la palabra “araucano” no existe para los mapuches a los
que pretende designar. “Araucano” es el gentilicio español dado a los
habitantes del actual sur de Chile denominado Arauco. Aquí adoptaremos el
término mapuche (“Gente de la tierra”) en tanto es el utilizado por el pueblo
aludido.
10
21
producción
simbólica
y
material
mapuche
contaba
con
una
complejidad y riqueza que aún hoy podemos apreciar en sus
descendientes. El tejido, la platería, las fiestas, el trabajo en cuero y,
en menor medida, la cerámica, revelan la dimensión artística que
atravesaba su vida cotidiana y sus prácticas rituales al igual que en
las sociedades europeas. La ceremonia del ngillatun – festividad ritual
anual dedicada a pedir a Nguenechén protección, bienestar y
fertilidad para todos los seres vivos – testimonia la importancia de la
dimensión estética para el pueblo mapuche en las distintas instancias
de la celebración donde se enlazaban la danza, las música y las
pruebas de destrezas físicas con el lujo de vestidos, tocados y joyas.
La madera y el cuero fueron dos materias primas esenciales en la
confección de utensilios, vestimentas y, sobre todo, en la producción
talabartera (lazos, riendas, rebenques, alforjas, aperos) cuya calidad y
atractivo la convertía en objeto de intercambio con los cristianos.
La manufactura textil era, sin dudas, una de las actividades
fundamentales en la economía, la vida diaria y el arte indígena. Las
piezas de excepcional belleza eran utilizadas tanto para el comercio
como para el uso personal. Las técnicas empleadas eran de origen
andino y permitían confeccionar tramas múltiples de ricos sentidos
simbólicos que eran transmitidas por las tejedoras de madres a hijas.
La composición de formas, diseños y coloridos constituían un lenguaje
mediante el cual se contaban historias o se indicaba la posición social
de su portador. Así, por ejemplo, el color negro estaba reservado
principalmente para los nobles; el rojo era símbolo de poder y como
tal era utilizado en las fajas masculinas; o la capa de las mujeres
(ikülla) contaba con una franja tricolor en azul, púrpura y verde que
las identificaba como adultas. A pesar de corresponderse con
determinados significados culturales, esta combinación de elementos
en mantas, vestidos y ponchos dependía en gran medida de la
creatividad femenina que excedía la mera aplicación práctica de los
conocimientos técnicos. Cada artesana seleccionaba la técnica a
utilizar y creaba un modelo mental de la
trama que le servía de
22
referente en la ejecución de las distintas etapas del trabajo: la
obtención y preparación de las materias primas, el hilado, el teñido
de las lanas y la etapa final de tejido. En otras regiones del país el
arte del tejido alcanzó también un despliegue técnico y artístico
excepcional ligado a sus historias particulares y a los tránsitos de
prácticas y materiales de zonas aledañas. No nos vamos a ocupar
aquí de cada una de estas manifestaciones locales, pero sí queremos
recordar el desarrollo que presentó en el Noroeste bajo el influjo del
altiplano boliviano y el norte chileno, en la región chaqueña, en el
Noreste, en Cuyo y en la zona del Centro (Córdoba y Santiago del
Estero).
Mención aparte merece la platería mapuche que, al igual que los
tejidos y la talabartería, puede encontrarse aún hoy en ferias y
comercios. Tal era el prestigio que el trabajo de la plata tenía entre
los indígenas que varios caciques lo practicaron adoptando, incluso, el
apodo de “platero” como denominación. Espuelas, estribos, aros,
pulseras, prendedores, sortijas, yesqueros, eran objetos habituales en
la vida social y religiosa de los mapuches. Las técnicas de fundición y
laminación por percusión y el metal utilizados provenían del territorio
actual de Chile y sólo podían ser trabajados por los miembros
masculinos del grupo. La posesión de estas piezas era símbolo de
riqueza, estatus y autoridad y por ello eran atesorados con celo y
obsequiados en ocasiones especiales. Al igual que en la manufactura
textil, cada una de las ellas poseían un valor mágico que trascendía lo
meramente ornamental: por ejemplo, la kaskavilla era un instrumento
que usaba la machi para alejar a los malos espíritus, el cintillo de
plata permitía el vínculo con los dioses y los sükill y los trapelakucha
(colgantes pectorales) aluden a la división del espacio vertical entre el
mundo etéreo superior (wenu mapu) y el mundo físico horizontal
(mapu). La platería y la orfebrería indígenas florecieron con otras
formas y sentidos en los talleres de las misiones jesuíticas durante la
época colonial e incluso después de la expulsión de la orden de los
territorios españoles. Algunos de los artistas alcanzaron cierta
23
notoriedad dentro y fuera de las misiones y sus nombres perduran
hasta la actualidad (Eduardo Aracuyu, Pedro Guiray, Antonio Potí,
etc.)
*
En los parágrafos anteriores intentamos construir una historia del
proceso revolucionario que contemplara, en la medida de lo posible,
las divergencias regionales, la diversidad cultural y complejidad
histórica del territorio rioplatense desde una acepción amplia del
concepto de arte. Quisimos también aprovechar esta ocasión del
Bicentenario para reflexionar sobre el relato tradicional de nuestro
pasado artístico para cuestionar la mirada centralista o anacrónica
que aún se perfila en algunas de sus vertientes. De esta manera
relativizamos la pertinencia de ciertas nociones – como la dupla
arte/artesanía o la existencia de un arte argentino desde el momento
mismo de la Revolución – a fin de ofrecer un panorama más inclusivo
de nuestra producción visual y de promover una mirada estética
sobre los objetos cotidianos generalmente despreciados por su
carácter funcional. Las imágenes nos rodean y rodeaban también a
los hombres y mujeres de Mayo. Tan sólo se necesita mirar con
atención para disfrutarlas.
Para esta segunda conmemoración de la Revolución pretendimos,
entonces, instalar una perspectiva crítica, pluralista e inclusiva que, a
través del arte, nos permita repensar nuestra historia y proyectar un
futuro con más justicia y equidad.
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