Conversábamos hasta entonces de manera apacible, hablando

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EL INVENTOR
Conversábamos hasta entonces de manera apacible, hablando por turnos, sobre
lo bueno de cada país: el clima, las tierras, las riquezas, la gente… allí fue
cuando el más viejo de todos se transformó. Irreconocible en gestos y palabras,
acentuó su expresión con modos desusados para sus muchos años.
Incómodo, al destapar algo que tenía guardado por tantos años, nos miró
desafiante para recalcar “El Salvador es malo con la gente inteligente. Allá
matan a los que saben algo, destruyendo así lo mejor de nuestros cerebros.
Fíjense por favor… En uno de los cantones (caseríos pequeños) de mi país,
vivía un hombre que, sin mucha escuela, sólo de observar detenidamente y
fijarse en los detalles, aprendió a fabricar carabinas. Con infinita paciencia y
dedicando el tiempo libre que otros aprovechaban para fumar o dormir, se
dedicó a ensayar hasta que logró hacerse una escopeta primero y luego fabricó
diferentes carabinas y fusiles en los que probaba nuevas ideas.
La gente le puso de sobrenombre El Fabricante y se le respetaba porque tenía
arte para hacer las cosas. Empezó a vender sus armas según lo pidieran los
clientes y así se ganaba un dinerito que invertía en sus animalitos y en su milpa
(sembradío de maíz)
Hasta que un día llegó el ejército. Era la época de la Guerra Civil en El Salvador
y el ejército miraba la vida de cada uno de nosotros con mucho cuidado. Lo
detuvieron y se llevaron todo lo de valor que él tenía. Le pusieron cargos de que
fabricaba armas para la guerrilla y nunca más supimos de él.
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EL INVENTOR
Así como el Fabricante, muchos desaparecieron en manos de la guerrilla o del
ejército tan sólo porque nadie entendía para que servía lo que esos amigos
hacían… Eran genios y nadie los entendió, por eso se perdieron.
Hasta donde sé, el único que tuvo suerte, fue un muchachito que andaba
conmigo en las travesuras que todos cometíamos. Yo le ganaba por un par de
meses y los dos teníamos 13 años cuando vimos por primera vez el más grande
invento de la humanidad: una Rueda de Chicago.
Jamás nos imaginamos que podía existir una máquina así. Grande, llena de
luces y se movía para ponerte tan alto en el cielo, que podías coger las nubes
con estirar un poco el brazo. No niego que sentimos cosquillas en la panza al
subir por primera vez, pero igual nos acostumbramos a ella cuando repetimos la
faena dos veces ese mismo día.
Creo que todos los muchachos del pueblo nos acostamos esa noche, con la
seguridad de que tal rueda haría girar nuestros sueños; todos menos Chiquilín.
Así le decíamos a este muchacho que fue embrujado por el aparato: Durante el
fin de semana pasó horas enteras mirando todos los detalles de la rueda. En
silencio parecía revisar cada trozo de metal a la distancia, cerrando los ojos para
adivinar lo que no se podía visualizar. Al llegar el lunes estuvo inmóvil mientras
la desarmaban. Miró con insistencia cada movimiento, cada giro de las
herramientas, cada retazo de metal para –finalmente- retirarse cabizbajo, como
si se le hubiera muerto un familiar, al ver partir el camión que la llevaba,
pedaceada sin misericordia, para Dios sabe donde.
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EL INVENTOR
No volvió a juntarse con nosotros por muchos meses y apareció un día para
invitarnos a su casita. Recuerdo que su tono de voz y su mirada eran diferentes
al pedirnos que fuéramos en la mañana del sábado siguiente. Toda la
chiquillería se reunió para saber que era lo que tenía para mostrarnos, y al llegar
a su rancho, descubrimos que en uno de los lados del potrero baldío que
rodeaba la casa él había construido una Rueda de Chicago... ¡toda de madera!
Quedamos como estatuas por un momento. Una Rueda de Chicago para
nosotros. Toda ella solita para los muchachos del cantón, sin entradas ni límites
de tiempo. Alguien señaló que no era tan alta como la de fierro, “pero servía
para lo mismo”, le respondió el inventor. Comparando medidas, sería como del
alto de una casa de 3 pisos, pero era nuestra, toda de nosotros.
Y empezamos a usarla sin descanso. El muchacho fabricante se empeñó en
darle vueltas a puro pulso y se sentía orgulloso de haber jalado una extensión
del viejo radio de su mamá para amarrar –toscamente- un parlante adicional del
que salía una de esas rancheras en plena moda.
El éxito de tamaña invención originó que los muchachos de otros cantones
cercanos llegaran también a disputarnos la diversión. La mamá del inventor (así
empezamos a llamarlo) no perdió tiempo: Viuda y sola, nos esperaba a cada uno
de los muchachos, con un balde grande lleno de semillas (pepas) de aceitunas,
las que debíamos de romper como pago para poder usar la Rueda de Chicago
que su hijo había construido.
Como se sabe, de la semilla interior de la aceituna, se saca jabón y grasa de
mucho valor y eso le servía a la señora para ganarse unos colones (moneda
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EL INVENTOR
salvadoreña) que mejoraron a su familia. Como a los dos meses y medio, uno de
los muchachos del otro pueblo se puso a hacer maromas en el banquito que nos
servía de asiento, perdió el equilibrio, se quedó colgado y se arañó la panza
camino del suelo. No era nada grave pero si le quedó una fea marca. Esa noche
su padre, con un machete destrozó, en menos de dos horas, los meses de
trabajo de Chiquilín quien no lloró al ver su obra destruida. Miró para otro lado y
se fue a dar de comer a su vaca Rabona que se había convertido en la favorita
de la familia. Con los años un profesor se interesó en él y se lo llevó a la capital
donde entró a trabajar como aprendiz en la famosa Maestranza… Allí todavía
enseña y sólo hace cosas para él, con tan tremenda habilidad que tiene en las
manos.
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