“Es la Guerra”, dice Foucault.

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Antonio Gomariz Pastor
“Es la Guerra”, dice Foucault.
Antonio Gomariz Pastor
Con Michel Foucault se cumple lo de que cada creador, autor o pensador es fruto
de su época o al menos de una parte de la época que le tocó vivir y la época fruto de
quienes la alumbraron con sus aportaciones. Pero con Foucault también hay rupturas
importantes y la primera es el énfasis puesto en la forma de configurar el poder en las
sociedades y su atención a los detalles, las expresiones mínimas, las extremidades del
poder. Y en esto Foucault no cumple como un filósofo más, porque precisamente ataca
los cimientos, la base de las concepciones filosóficas y jurídicas convencionales y su
forma de abordar el análisis de los hechos y del establecimiento de la verdad y el
conocimiento.
Las ideas y el pensamiento de Michel Foucault emergieron en un ambiente de
diálogo, cruce de ideas y crítica sistemática floreciente en Francia y también en Europa
y en Estados Unidos, en la década de los años sesenta y setenta del siglo XX. La
aportación de Foucault a este gran debate terminó por alumbrar uno de los pensamientos
críticos más ricos y novedosos de la segunda mitad del siglo, cuyas ideas penetraron la
reflexión histórica, filosófica, política o sociológica de entonces y las actuales.
El análisis del poder de Foucault va más allá del estudio del Estado como forma
de residenciar la soberanía y el poder político o el juego de intereses y representaciones,
y dirige su mirada hacia los hechos cotidianos, tratando de arrancar de las situaciones
sociales los mecanismos por los que funciona el poder, profundizando las relaciones de
poder y las relaciones de fuerzas existentes y que se manifiestan de diversas maneras.
No focaliza sobre las personas o estructuras que detentan y desarrollan el poder, sino
que pretende identificar cómo se construye la verdad, el saber o la justicia, fruto de una
actividad humana y social permanente como son las relaciones de todo tipo, marcadas
por rasgos de lucha, bélicos, de enfrentamiento, un aspecto determinante de la
configuración del poder.
“Es la Guerra” (dice Foucault).
Antonio Gomariz Pastor
El poder no es una forma como pueda serlo el Estado, sino que se expresa en
toda relación; no sólo de forma represiva. El poder produce, incita, suscita; no se posee,
se ejerce, sólo existe en acto, es, por lo tanto, un ejercicio. Para Foucault no interesa
quién lo ejerce sino cómo se ejerce, cómo funciona: el del padre sobre el hijo, el del
capataz sobre el obrero; el del médico sobre el paciente; el del maestro sobre el alumno
o el del hombre sobre la mujer y el del dominador sobre el sometido.
La conversación con Michel Foucault que se relata a continuación es fruto del
trabajo de diversos autores transportado a la imaginación del entrevistador, que se ha
permitido llevar al formato de entrevista las reflexiones más importantes que sobre la
guerra y otros aspectos del poder están presentes en la obra de Foucault.
La filosofía, la historia, la lingüística, la educación y la psiquiatría son algunos de los
campos sobre los que se proyecta el pensamiento de Foucault, pero no parece que se
proyecte sobre la política, al tiempo que se critica que su trabajo adopta enfoques no
políticos.
Qué mejor que rescatar lo dicho en 1984: "Creo que, en realidad, he estado
situado en la mayoría de los cuadros del tablero de ajedrez de la política, de
manera sucesiva y, a veces, simultánea: como anarquista, izquierdista, marxista
manifiesto o disimulado, nihilista, antimarxista explícito o secreto, tecnócrata al
servicio del gaullismo, neoliberal, etc... Ninguna de estas descripciones es
importante de por sí; por otra parte, tomadas en conjunto, significan algo. Y
debo admitir que me gusta bastante lo que significan".
Olvida, sin embargo, que se me sitúa como el “gran pensador del poder”, de los
mecanismos de represión, de las instituciones de captura, del replanteo de la
historia, etc. Sin embargo, todas esas vetas que parecieran cristalizar o
monumentalizar el pensar foucaultiano, se entrecruzan en vértices múltiples
dislocando su propio centro de fijación.
Y, además,” hay un tema que querría estudiar: el ejército como matriz de
organización y de saber, la necesidad de estudiar la fortaleza, la campaña, el
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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movimiento, la colonia, el territorio. La geografía debe estar en el centro de lo
que yo hago”.
Se le critica su alejamiento de la consideración de los conjuntos sociales para centrarse
en el individuo como un ser disuelto en una microfísica del poder irresistible, que en
algunos casos puede derivarse del posible desencanto por las insurrecciones de Mayo
del 68, otras centroeuropeas y de la revolución iraní.
Hay que reconocer la importancia de Mayo del 68, aunque los debates
izquierdistas parisinos tuvieron excesiva abstracción y teoría, fueron poco
“físicos”, en el sentido de directos, comprometidos o tangibles. El análisis del
poder ayuda a encontrar relaciones políticas que pasaban desapercibidas y a
conectar diversos espacios del poder con diversos engranajes, lo cual
proporciona una visión de la anatomía política de la sociedad. Esto significa
centrar el análisis también en los conjuntos sociales.
¿Hay una linealidad en la historia, una evolución o finalidad determinados de alguna
manera? ¿Cumplen los conflictos o las guerras alguna función teleológica o histórica
que deba ser tenida en cuenta en su estudio del poder?
Queda claro al inicio de Microfísica del Poder: es un error describir las génesis
lineales y hacer un “tratado ordenado de la historia” porque sea útil a una fácil
comprensión. ¿Acaso las palabras conservan un único sentido? Las palabras y
los deseos han conocido invasiones, luchas o disfraces, por lo que es
indispensable percibir la singularidad de los sucesos.
La humanidad no progresa lentamente, de combate en combate, hasta una
reciprocidad universal en la que las reglas sustituirán para siempre a la guerra;
instala cada una de estas violencias en un sistema de reglas y va así de
dominación ‘en dominación. Y es justamente la regla la que permite recurrir a la
violencia, y que una otra dominación pueda plegarse a aquellos mismos que
dominan. En sí mismas las reglas están vacías, violentas, no finalizadas; están
hechas para diversos servicios y pueden ser empleadas a voluntad de cualquiera.
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Puede hablarse, entonces, de una concepción instrumental de las reglas, que sirven en
cada momento histórico a un marco concreto de dominación. Pero, igualmente podría
hablarse entonces de una especie de “tiranía de las reglas”.
El gran juego de la historia es quién se amparará de las reglas, quién ocupará la
plaza de aquellos que las utilizan, quién se disfrazará para pervertirlas, utilizarlas
a contrapelo, y utilizarlas contra aquellos que las hablan impuesto; quién,
introduciéndose en el complejo aparato, lo hará funcionar de tal modo que los
dominadores se encontrarán dominados por sus propias reglas. Más que una
tiranía es su utilización para fines distintos.
En Foucault se enfrenta la historia objetiva a la historia “efectiva”, la realmente
reivindicada, es decir, trata de contraponer lo continuo a lo discontinuo mostrando que
el énfasis en la historia tratada unidireccionalmente según las verdades constatadas y
aprendidas deja escapar las piezas que configuran y explican los juegos y relaciones de
poder, limitando y restringiendo el conocimiento de lo realmente sucedido. Si
trasladamos esta perspectiva al diagnóstico social, se trata de ver que el “paciente” –
ya sea un patrón de comportamiento, un período revolucionario, un conflicto o una
guerra- no es siempre hierático, fijo, ni siquiera el mismo y que está sujeto a unas
condiciones efectivas y concretas que no sirven para explicar síntomas ni situaciones
anteriores.
La historia “efectiva” se distingue de la de los historiadores en que no se apoya
sobre ninguna constancia: nada en el hombre es lo suficientemente fijo para
comprender a los otros hombres y reconocerse en ellos. Todo aquello a lo que
uno se apega para volverse hacia la historia y captarla en su totalidad, todo lo
que permite retrazarla como un paciente movimiento continuo — todo esto se
trata de destrozarlo sistemáticamente. Hay que “hacer pedazos”, lo que permite
el juego de los reconocimientos. La historia será “efectiva” en la medida en que
introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser.
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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Distingue entre Estado, gobierno y poder, despojando al Estado de sus atributos
todopoderosos otorgados por la concepción filosófico-jurídica reinante en el lenguaje,
la ciencia y lo que denominaríamos la corriente histórica lineal mayoritaria.
El Estado no es la única instancia de poder, aunque posee un carácter especial
como institución de poder totalizante e individualizante, a la que otras
instituciones toman como referencia. “Para poder luchar contra un Estado que no
es solamente un gobierno, es necesario que el movimiento revolucionario se
procure el equivalente en término de fuerzas político-militares […] con los
mismos mecanismos de disciplina, las mismas jerarquías, la misma organización
de poderes”.
Al plantear el análisis del poder político a través de las relaciones bélicas, Foucault
está introduciendo la hipótesis según la cual la política sería una continuación de la
guerra, invirtiendo de esta forma la tesis de Clausewitz donde la guerra es una
continuación de la política. El Estado ha sido un claro actor centralizador del poder y,
por tanto, de la política y de la guerra. Al invertir la formulación de Clausewitz y
afirmar que la política es la guerra continuada por otros medios el espacio de las
relaciones sociales se enmarca en la propia guerra.
El Estado, mejor dicho, quienes han representado al Estado, han jugado y juegan un
papel fundamental para determinar el momento de la política, del poder, incluso para
decidir cuándo una relación es propia de la guerra o no, considerando que la guerra es
lo que existe, una especie de plataforma móvil, una relación social permanente o un
sustrato insustituible, usando sus términos..
Hablar de poder es hacerlo dentro de su dimensión bélica, dentro de la relación
de fuerzas, de la capacidad de resistencia. El análisis del poder sucede a partir de
la batalla y de la actitud del guerrero. Desde el feudalismo hasta la época
moderna "las prácticas e instituciones de la guerra se fueron concentrando cada
vez más en manos del poder central y poco a poco sucedió que, de hecho y de
derecho, sólo los poderes estatales han podido emprender la guerra y controlar
los instrumentos de guerra. Se consiguió la estatalización de la guerra". La
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paradoja consiste en que, cuando la guerra se ve centralizada y reenviada a las
fronteras del Estado, "como relación de violencia entre Estados", despojándose
la guerra privada o cotidiana del cuerpo social, aparece un discurso nuevo: "el
primer discurso histórico político sobre la sociedad".
Es decir, una perspectiva de lucha, de combate, de continuación de la guerra por otros,
por todos los medios cabría decir, mejor. Así, es conveniente aproximarse al estudio del
poder en términos de guerra, de lucha, de enfrentamiento, porque es en éstas donde el
sujeto se ejercita y donde se inscriben sus afectos, el deseo y el placer.
Los espacios cotidianos se convierten en espacios de guerra, en espacios
estratégicos; en ellos los enfrentamientos, luchas y tensiones son constantes y
aparentemente sin sentido.
Un acercamiento al funcionamiento del poder supone observar a la sociedad
atravesada por relaciones bélicas, porque la guerra es el motor secreto de las
instituciones, las leyes y el orden y prosigue su agitación en los mecanismos del
poder: "Por detrás de los olvidos, de las ilusiones o las mentiras que nos hacen
creer en necesidades naturales o en exigencias funcionales del orden, se debe
encontrar la guerra: la guerra es la clave de la paz. Ella desgarra
permanentemente todo el cuerpo social: nos pone a cada uno en un campo o en
el otro".
La guerra está entonces en el origen y en el final, es el principio y se encuentra
después, es permanente, es esa plataforma móvil que sustenta las relaciones de todo
tipo, aquí y allá. La paz queda reducida a un momento silencioso. Carece de sentido
entonces hablar de intencionalidad o de dirección única histórica en relación con la
paz, como hablar de autonomía de la paz como algo diferenciado de la guerra, porque
está ubicada dentro de la misma guerra, con lo que se convierte en guerra silenciosa,
pero guerra, lucha, al fin y al cabo.
Primero, se ha definido a la violencia como precursor de la guerra, la ruptura o el
cambio. Guerra y paz no son tan independientes, y la inversión de la fórmula de
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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Clausewitz quiere decir que, en el estado de paz, continua la guerra mediante la
política. El poder solo existe en acto, aunque se apoye en estructuras
permanentes. El ejercicio del poder es la manera en que unos pueden estructurar
(condicionar) el campo (modo) de acción posible de los otros. El poder ejerce la
violencia de diversos modos, puesto que lo importante no es su intensidad como
represor sino como el que otorga derechos y privilegios. Por ello hay que
entender siempre la violencia unida al poder, en tiempos de paz y de guerra.
Al inicio del curso en el Collège de France en 1976, se preguntaba por la percepción de
la guerra en la filigrana de la paz, por la búsqueda, en la confusión de la guerra y en el
fango de las batallas, del principio de inteligibilidad del orden, de las instituciones y de
la historia; y por la idea de que la política no es sino la guerra continuada por otros
medios.
Se ha considerado la guerra a partir del binomio invasión-sublevación y de los
antagonismos en la batalla, olvidando que estaban presentes antes. Es cierto que
desde una perspectiva de la contrahistoria, el acontecimiento inaugural de las
sociedades, el punto cero de la historia, es la invasión, una singularidad histórica
que describe los choques y batallas entre etnias, conquistadores, etc. Pero, el
estado de paz tiene todos los elementos de la guerra: instituciones militares,
antagonismos, búsqueda de justicia. Lo que se ha olvidado es cómo se hace la
guerra y esto no es sólo el enfrentamiento armado. Unas veces la política y otras
la violencia tejen el mantenimiento de la paz, la continuación de la guerra. El
problema es plantear el estado de paz como sinónimo de derecho y a la violencia
como sinónimo de guerra.
El poder político no comienza cuando cesa la guerra, pues esta no desaparece
sino que preside el nacimiento de los Estados. La ley no nace de la naturaleza
sino de los conflictos reales: las masacres, conquistas y victorias, que tienen
fecha y nombres. En este sentido, la paz social es una vaga apariencia o velo
sobre el que se puede describir la guerra como la clave de ese estado pacífico, al
estar constantemente en guerra unos con otros.
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Podríamos ver en esto algo semejante al estado de naturaleza, de una guerra de todos
contra todos, tal como planteó Hobbes en el siglo XVII y, por tanto, la necesidad del
pacto o contrato social y del Leviatán, el Estado, el artificio necesario para producir la
seguridad, su única finalidad.
¿Y si resulta que nunca hubiese habido pacto social, sino relaciones estratégicas
de guerra, correlaciones de fuerzas que han construido esa pantalla
representativa para ocultar pudorosamente su indigna naturaleza? En Hobbes, el
Estado está al inicio y al fin de todo, para garantizar la seguridad y protección
derivadas del contrato, en una concepción filosófico-jurídica, clásica. En los
estudios del poder, las relaciones de fuerza, la guerra, es la clave.
Ni Hobbes, ni Rousseau, ni modernas teorías representativas de intereses o liberales
democráticas sirven para explicar o filtrar las relaciones de poder en sus expresiones
más ínfimas y dispersas.
Conviene desconfiar de todo estudio de la representación que obstruya los
análisis del poder, que durante largo tiempo se preguntó por la representación de
las voluntades individuales en una general. Actualmente es la afirmación,
reiterada, que el padre, el marido, el patrón, el adulto, el profesor, “representa”
un poder de Estado, el cual, a su vez, “representa” los intereses de una clase.
Esto no explica ni la complejidad de los mecanismos, ni su especificidad, ni los
apoyos, complementarios, ya veces bloques, que esta diversidad implica. En
general, el poder no se construye a partir de voluntades (individuales o
colectivas), ni tampoco se deriva de intereses.
El problema es distinguir simultáneamente los sucesos, redes y niveles a los que
pertenecen, y reconstruir los nexos. Por ello el recurso a la genealogía, las
relaciones de fuerza y los desarrollos estratégicos. La referencia no es el modelo
de la lengua, sino el de la guerra y la batalla. La historicidad que nos arrastra y
nos determina es belicosa, no es habladora. El poder se construye y funciona a
partir de poderes, de multitud de cuestiones y de efectos de poder. Este dominio
complejo es el que hay que estudiar, lo que no significa que el poder sea
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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independiente o que sea descifrable ignorando el proceso económico y las
relaciones de producción.
Como en otros temas, parece que estamos ante el “efecto Foucault, la intención
paralizante, es decir, problemas planteados que pretenden tener el valor de una
insurrección que paralice el pensamiento político. El criterio para elegir un problema
es que no sea resoluble en el marco del Estado.
Al analista del poder le califican de “hombre de mil máscaras", pero el trabajo
sobre el poder no se aleja de la política ni se centra en ella. El poder surge
también en la lucha, en la guerra, y dicha guerra es como si fuera de cada
hombre contra cada hombre, "todos luchamos unos contra otros." Aquí es donde
podría estar la conexión con Hobbes, pero el concepto de poder es, radicalmente,
"el opuesto exacto del proyecto de Hobbes en Leviathan". Tenemos que
abandonar nuestra fascinación por la soberanía. Poder es lo único que
verdaderamente hay, el Estado y el Derecho son simples apariencias.
Captar el detalle y la complejidad de los mecanismos de poder significa ir más
allá de los límites que impone el análisis de los aparatos de Estado solamente,
porque es insuficiente y esquemático localizar el poder solo en el aparato de
Estado y hacerlo el instrumento privilegiado, casi único del poder de una clase
sobre otra.
No obstante, la reflexión sigue abierta: ¿está parte de la población mundial
empeñada en encontrar el mínimo de estado capaz de protegerla de los desastres
mediante el integrismo religioso y el sometimiento tribal o nacional?; ¿pueden
los movimientos populares luchar por el poder? El saber transmitido adopta
siempre una apariencia positiva. En realidad, funciona según todo un juego de
represión y de exclusión, algo que podría llamarse: “los circuitos reservados del
saber”, aquellos que se forman en el interior de un aparato de administración o
de gobierno, de un aparato de producción. El saber oficial ha representado
siempre al poder político como el centro de una lucha dentro de una clase social
(querellas dinásticas en la aristocracia, conflictos parlamentarios en la
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burguesía); o incluso como el centro de una lucha entre la aristocracia y la
burguesía. A los movimientos populares se les ha presentado como producidos
por el hambre, los impuestos, el paro; nunca como una lucha por el poder. La
historia de las luchas por el poder, y en consecuencia las condiciones reales de
su ejercicio y de su sostenimiento, sigue estando casi totalmente oculta. Por eso
no hay que hacerse ilusiones sobre la modernización de la enseñanza y su
apertura al mundo actual
Entonces, Marx apuntó pero no acertó al ofrecer un análisis histórico ni económico
certero, concreto, detallado sobre los modos de la dominación social, puesto que sí
otorgó al poder, estatal sobre todo, una función casi única en la historia de
reproducción de las relaciones de producción.
El análisis marxiano sí es hábil, pero incompleto. El poder en su ejercicio va
mucho más lejos, pasa por canales mucho más finos, es más ambiguo, porque
cada uno es en el fondo titular de un cierto poder y, en esta medida, vehicula el
poder.
Hay una relación estrecha entre los discursos de verdad y el funcionamiento del
poder. Por lo tanto los análisis en términos de soberanía y obediencia de los
individuos (lo que era cuestión central del derecho), o en términos de relaciones
de producción (la cuestión central del marxismo) deberán reemplazarse por el
estudio del problema de la dominación y de la sujeción, hacia los operadores
materiales, las conexiones y utilizaciones de los sistemas locales de sujeción y
los dispositivos estratégicos.
El poder atraviesa y recorre la totalidad de las relaciones humanas en líneas
direccionalmente múltiples y generando posibilidades diversas de ejercicio, sin
localizarse permanente o preferentemente. Aunque el poder pueda ocuparlo
todo, a diferencia de Orwell, no emana de un único centro irradiante, el Estado,
no hay Gran Hermano sino una pluralidad de centros en los que el poder se
ejerce sin necesidad de cobertura estatal.
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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Nociones y conceptos como dominar, dirigir, gobernar, grupo en el poder o
aparato de Estado, requieren ser analizados y, asimismo, saber hasta dónde se
ejerce el poder, por qué conexiones, hasta qué instancias de jerarquía, control,
vigilancia, prohibiciones. Por todas partes en donde existe poder, éste se ejerce.
Nadie, hablando con propiedad, es el titular de él, pero se ejerce en una dirección
y no se sabe exactamente quién lo tiene pero tampoco quién no lo tiene, algo que
parece no compartir el análisis de Marx.
Hobbes y Marx colocaron al Estado como elemento formal y central de su análisis,
aunque éste no agota el campo del ejercicio y funcionamiento del poder. Mientras
tanto, seguimos teniendo muchas más preguntas que respuestas: ¿quién ejerce el
poder? y ¿dónde lo ejerce?, pese a que Foucault recoloca el análisis en cómo se ejerce,
cómo se hace efectivo, sin descartar al Estado al que se sigue prestando atención.
Merece la pena detenerse en este punto, para conocer algunas precauciones
metodológicas útiles de ver sobre el problema de la dominación/sometimiento y
no tanto del de la soberanía/obediencia, que es lo que Hobbes y tantos otros
mantuvieron. Primera, no se trata de analizar las formas reguladas y legitimadas
del poder en su centro, sino de cogerlo por sus extremidades, en sus formas e
instituciones regionales o locales. Segunda, tampoco de analizarlo en el terreno
de la intención o decisión, sino de estudiarlo allí donde su intención está
totalmente investida en el interior de prácticas reales y efectivas. Ni puede,
tercera, analizarse como un fenómeno de dominación masiva y homogénea, sino
como algo circulante, que funciona en cadena. Cuarta, sin embargo, el poder no
es precisamente la cosa mejor distribuida del mundo, por lo que desechando que
arranque de un “centro” y se prolongue hacia abajo, se necesita un análisis
ascendente, arrancar de los mecanismos infinitesimales, que tienen su propia
historia, técnica y táctica. Y quinta, aunque las grandes máquinas de poder se
acompañaran de producciones ideológicas, en el fondo no forman ideologías,
sino instrumentos efectivos de formación y de acumulación del saber, métodos
de observación, técnicas de registro, procedimientos de indagación y de
pesquisa, aparatos de verificación. Cuando el poder se ejerce a través de estos
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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mecanismos sutiles, no puede hacerlo sin organizar y poner en circulación unos
aparatos de saber que no son construcciones ideológicas.
La insurrección es el único modo posible de imaginar esta “revolución
microfísica”, pues la insurrección es un movimiento que no puede ser “legal”,
porque se propone cambiar la ley, porque persigue objetivos que son
“intraducibles” al lenguaje del poder establecido y no puede “dialogar” ni
“negociar” con él.
Así que a la formación de los discursos y la genealogía del saber le corresponden
análisis a partir de tácticas y estrategias de poder, que se despliegan a través de
implantaciones, distribuciones, divisiones, controles territoriales, organizaciones
de dominios que podrían constituir una especie de geopolítica.
Hablando de geopolítica, muchas acciones de la guerra actual se despliegan para
atemorizar a parte de la población mundial que desafía los parámetros dominantes (la
verdad dominante o impuesta) y atemorizar también a propios habitantes de las
metrópolis occidentales con una exhibición sin mesura de su poder destructivo, de
forma análoga a los suplicios a los que se sometía a los condenados en la vieja Europa
por parte de los poderes políticos. Guantánamo se convierte en una soberanía casi
absoluta del sistema de encierro o carcelario.
Guantánamo es jurisdicción sin apelación, derecho de ejecución contra el cual
nada puede hacerse valer, indefensión, en cierto modo, análogo al “Hôpital
General”, un extraño poder que el rey establece entre la policía y la justicia, en
los límites de la ley, por otro lado, una instancia del orden monárquico y burgués
de la época. Hay que advertir que en la emergencia de estas instituciones, con la
participación del Estado, opera un cambio en las formas de percibir y
comprender la experiencia de la miseria y con ello la configuración de un nuevo
orden. La prisión o base, como eufemísticamente se le denomina muchas veces,
que mantiene Estados Unidos en Guantánamo desde hace varios años es, desde
luego, una ilustración del mantenimiento de ese orden internacional pretendido
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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por el gobierno del país en el escenario mundial, en su lucha contra el
terrorismo.
El análisis de las relaciones de poder es aplicable al proceso de globalización
contemporáneo: “vivimos inmersos en las redes políticas del poder y es este
poder el que está en cuestión”, dije en 1975 en Sao Paulo en referencia al
sistema internacional.
También la guerra actual hace emerger y busca una verdad en Oriente Medio, la
“guerra de las guerras” y se hace muchas veces en nombre de la justicia.
La verdad en Medio Oriente es la verdad del poder, la verdad de quien tiene el
poder (el deber se pseudo-argumenta) de imponerla. Se tiene la verdad si se
logra que los demás crean en ella. Las verdades se oponen, colisionan. Nunca
hay una sola que se imponga a todas. Pero siempre se relaciona con el poder.
Siempre hay una que es más verdadera que las otras porque tiene medios para
imponerse. La cuestión para los occidentales en Medio Oriente es que insisten en
recurrir a la guerra como método de imposición de la verdad por medio de la
aniquilación del enemigo. Los cimientos del poder son interesados porque su
naturaleza lo exige, por eso hay que diferenciar entre poder y mecanismos de
poder y entre verdad y efecto de verdad.
Es evidente que la guerra se hace para ganarla, no porque sea justa. Una lectura
nietzscheana diría que la idea de justicia en sí es una idea inventada y practicada
en diferentes sociedades como instrumento del poder político y económico, o,
también, como un arma contra ese poder, es decir, el concepto mismo de justicia
funciona en una sociedad de clases como una demanda de la clase oprimida y
como justificación de la misma.
Sobre la guerra, no es nuevo decir que el racismo biopolítico era el horizonte de
las políticas de segregación biológica generadas por los Estados modernos desde
el siglo XIX. El racismo cumple la función de separar y producir cortes en el
continuum biológico de la especie y destruir las bases de cualquier posibilidad
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de cooperación social, es decir, de la convivencia, con lo que la política seguirá
siendo la guerra continuada por otros medios, un juego de suma cero. Guerra y
poder y guerra y racismo están íntimamente unidos. El modus operandi de la
guerra moderna lo constituye el derecho a matar y tomar al otro de forma
absoluta, reduciéndolo a una categoría éticamente insignificante y esto es el
programa mínimo de cualquier código racista y lo hemos visto en las guerras y
conflictos desatados en los últimos veinte años en África, la ex-Yugoslavia,
zonas de Asia Central o Centroamérica.
Se le ha criticado que relativizar el fundamentalismo islámico en Irán, en nombre del
apoyo al Tercer Mundo y de la crítica al imperialismo occidental, y su especie de
elogia a la economía neoliberal entran dentro de la categoría de error político y de la
falta de rendimiento teórico, aunque también son sintomáticas de producirse desde
posiciones que reducen el impacto o la relevancia de la política en su análisis.
Un análisis donde las conexiones, los discursos de verdad, la difusa concreción de los
mecanismos del poder, en definitiva, su teorización sobre el poder, presenta también
"huecos". Es un edificio sin cerrar, en el que, permítaseme decirlo así, hay muchas
puertas y ventanas que se abren pero permanecen abiertas, como el modo en que se
relacionan entre sí diferentes formas de poder, cómo unas son apropiadas por sectores
sociales, cambiadas o abandonadas. Al igual que se detectan discursos construidos que
estructuran las normas con las que percibimos y modelamos la realidad, emergerán, y
podrán conocerse, mecanismos que hagan posible estructurar y reproducir los modos
de funcionamiento del poder. Y su permanencia implica una determinada
materialización en las prácticas cotidianas. Se echa en falta respuestas sobre estos
elementos legitimadores, sustitutivos o potenciadotes.
Por otra parte, todos somos y actuamos como víctimas y victimarios del poder, la
ambivalencia como participantes y sometidos. No es posible dimensionar de igual modo
las diferentes manifestaciones de poder producidas en el seno de la sociedad, como
tampoco es posible concebir el poder en sentido negativo únicamente, caracterizándolo
como malo en sí. Habrá diferencias suponemos. Parecen conceptos huidizos, volátiles y
parecen faltar respuestas.
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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En efecto, hay difusión, hay claroscuros, hasta lo ha dicho Baudrillard, porque
las relaciones de poder, las fuerzas que se relacionan lo hacen en condiciones
estratégicas. Por ello es necesario reemprender todo el edificio del análisis del
poder como ha sido tratado hasta fechas recientes, contando con algunas
propuestas fundamentales de Marx o Nietzsche, por ejemplo. El combate contra
el poder se había desplazado y propagado a nuevas zonas. La lógica del
inconsciente y de la lucha de clases tiene que dejar paso a la lógica de la
estrategia y a la lucha de los estrategas.
Tenerlo o no, tomarlo o perderlo, encarnarlo o negarlo, si el poder fuera eso ni
siquiera sería necesario. Pero el poder funciona, "no es ni una institución, ni una
estructura, ni una fuerza” — es el nombre que se da a una situación estratégica
compleja en una sociedad dada" — ni central, ni unilateral, ni dominante, es
distribucional, vectorial, opera por relés y transmisiones. Hay que imaginar el
poder en un campo de fuerzas inmanente, ilimitado, donde no siempre es posible
entender con qué choca, puesto que es expansión, pura imantación.
No debe entenderse el poder como algo malo: “pese a que se me ha atribuido
con frecuencia esta idea que está muy lejos de lo que pienso, el poder no es el
mal, el poder son juegos estratégicos”. “Evolucionamos en un mundo de
perpetuas relaciones estratégicas. Toda relación de poder no es en sí misma
mala, pero es un hecho que implica siempre determinados peligros”.
Por otro lado, no debe olvidarse que está la ética, marcada por el análisis del
poder como fenómeno social, por tanto, en el mismo plano social hay que ubicar
la guerra. La ética debe impedir que las relaciones de poder azarosas se
transformen en estructuras permanentes (relaciones jurídico-políticas amparadas
por el Estado).
Lo importante es que se pueda comprender mejor la naturaleza de las fuerzas
que nos atenazan y de las que constituyen amenazas, situaciones de riesgo o
guerras. Pero no solo comprender la naturaleza de las cosas, sino pretender
“Es la Guerra” (dice Foucault).
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cambiarlas: como señalé en una entrevista en 1978, “la cruel experiencia de la
guerra nos mostró la necesidad y urgencia de crear una sociedad radicalmente
distinta”. Comprender tal naturaleza ayuda a observar con nuevos instrumentos
el mundo social, donde distintas relaciones políticas y sociales mueven a los
Estados a la guerra. Pero también mueven a muchas organizaciones a luchar por
una verdad y libertad diferente, por un nuevo mundo social que se pretende
articular en torno a la conquista de un estatuto universal de ciudadanía, como es
el caso de muchas organizaciones internacionales de diverso ámbito y fines.
En contra de las teorías del poder que lo identifican esencialmente con la represión,
plantea el mismo en términos de lucha. Bajo este prisma, el poder es básicamente
guerra, invirtiendo la afirmación de Clausewitz de que la guerra es la continuación de
la política por otros medios. Los mecanismos de las formaciones de poder van más allá
de la represión; la guerra es el principio de análisis de las relaciones de poder,
poniéndolo en relación con el Derecho y con la verdad (entendida como efecto
producido por el poder). Hay que decir también que este es un discurso ambiguo, que
hace nacer la ley de los conflictos.
El estudio de los operadores de dominación desemboca en las relaciones de
fuerza, y éstas, en la relación de guerra. El discurso emergente a partir del siglo
XVI sobre la estructura filosófico-jurídica social y estatal hay que analizarla a
partir de la guerra como una relación social permanente, la base de las
instituciones y de las relaciones de poder. La ley nace de conflictos, de la
violencia de las luchas, de la guerra, que continúa viva incluso después del
establecimiento de los Estados. Consecuencia de ello es que la sociedad está
atravesada por esta lucha, ya no hay un sujeto neutral, ya que el que enuncia la
historia está dentro del proceso bélico, defiende una posición u otra según su
lugar en la batalla. El origen de la historia queda remitido a hechos de tipo
violento.
La tarea de la filosofía no es buscar una verdad oculta, sino “saltar” de plano,
analizando el proceso de formación de los discursos verdaderos y esclareciendo
su función política. La comprensión de las relaciones de poder se apoya en una
“Es la Guerra” (dice Foucault).
Antonio Gomariz Pastor
historia de lo visible y lo enunciable, centrada en las condiciones de emergencia
de la verdad y el modo de su funcionamiento. En cierto modo, es como una
ingeniería de las relaciones de poder.
¿Qué aporta el análisis del poder a la política actual?
Lo que no aporta ni pretende es una tipología o caracterización del poder ni
ofrecer un conjunto de recetas sobre patrones de comportamiento ante el poder.
Esto sería reconstruir linealmente la historia o construir universales,
precisamente de lo que se trata de huir. Tampoco se caracteriza al poder como
malo o perverso, puesto que no se entra en ese ámbito.
En cierto modo, el análisis del poder destapa la existencia de determinadas
instituciones, la penitenciaria y la psiquiátrica específicamente, como analogías
del funcionamiento del poder. También lo hace con la existencia de relaciones
de fuerzas y de voluntades que se corresponden con esas fuerzas. Un valor de
este análisis es que intenta hacer emerger cómo funcionan los mecanismos de
poder.
Puede contribuir a plantear posibles modos de transformación de la sociedad,
por cuanto es una respuesta frente al análisis clásico o estático del poder,
activando tácticas para comprender que no todo es soberanía y obediencia,
“pactismo o contratismo”. De igual modo, vislumbra que hay que desestatalizar
el poder y se reconoce la multidireccionalidad del mismo.
El trabajo realizado nos sitúa ante una dimensión ignorada históricamente para
tratar y abordar el poder, no sirve tanto para estudiar su distribución y su
titularidad como para abordar las conexiones, mecanismos y extremos de las
relaciones de poder, que sin duda influye o determina su distribución.
“Es la Guerra” (dice Foucault).
Antonio Gomariz Pastor
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“Es la Guerra” (dice Foucault).
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