FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO Ricardo ZORRAQUÍN BECÚ. La organización política argentina en el período hispánico. Buenos Aires, 1959, cap. IV, pp. 226-305. Virreinato del Río de la Plata El establecimiento del nuevo sistema virreinal marca una transformación que es sin duda la más importante del período hispánico, tanto por sus alcances políticos como por sus consecuencias sociales, económicas y territoriales (...) Esbozaremos primero los motivos y la forma de esta creación para destacar luego su trascendencia institucional. Durante el siglo XVIII España se había visto obligada para modernizarse a adoptar una actitud muy distinta a la que había tenido anteriormente. Para mantener en Europa su influencia política, conservar sus dominios de ultramar, y evitar asimismo los avances de Inglaterra y Portugal, era indispensable fortalecer la Nación empleando los mismos medios que habían forjado la creciente grandeza británica. Al imperialismo religioso de los Austrias sucedió entonces una monarquía preocupada fundamentalmente por desarrollar su marina, su comercio y sus industrias, y que al mismo tiempo procuraba afianzar en Europa y América la posición que le daban sus antecedentes históricos y su capacidad potencial. Esta es en síntesis, la política borbónica. Más apegados a la mentalidad de la época, y procurando conformarse con ella, los soberanos españoles y sus ministros trataron a lo largo del siglo, y con suerte varia, de asegurar al imperio hispánico las bases materiales que eran indispensables para la conservación de sus vastas posesiones y para iniciar eventualmente un amplio movimiento de recuperación política y económica que restableciera su antigua grandeza. Nunca se lograron cabalmente estos objetivos. (...) Los problemas peninsulares fueron objeto de atención inmediata, mientras que los ultramarinos dejaron de tener gravitación hasta mediados del siglo, en las altas esferas del gobierno. Pero la penetración mercantil de Inglaterra en las Indias y los avances portugueses realizados bajo su amparo iban a demostrar bien pronto la importancia de aquellos. Es, sin embargo, con Carlos III (1759-1788) cuando la política internacional de España alcanza sus auténticos fines. Bajo su reinado se logró cancelar el tratado de permuta de 1750, que había marcado el momento de mayor abandono por los problemas indianos, y se mantuvieron también incólumes los derechos sobre las Malvinas. Al mismo tiempo, se hicieron esfuerzos notables para liberalizar el comercio con las Indias y aumentar las comunicaciones, procurando asimismo asegurar su defensa. La alianza francesa fortaleció la posición española... El problema internacional se había centrado en el Atlántico sur. La rivalidad hispano-portuguesa y las pretensiones de Inglaterra dieron a estos territorios un valor estratégico que hasta entonces no habían tenido. Y si bien el establecimiento inglés fue abandonado en 1774, subsistían la amenaza potencial de uno nuevo y la tensión permanente en la Banda Oriental. Este último conflicto tuvo gravitación decisiva e inmediata en la creación institucional que nos ocupa. Después de la victoriosa campaña de don Pedro Cevallos (1762-63), los españoles quedaron en posesión de toda la Banda Oriental incluyendo Río Grande, pero se vieron obligados a devolver la Colonia del Sacramento. En mayo de 1767 los portugueses ocuparon sorpresivamente la ribera septentrional de aquel río, sin que sus enemigos hicieran esfuerzos para recuperarla (...). Entre tanto, las dos potencias no querían romper la paz que reinaba en Europa, pero al mismo tiempo comprendieron la necesidad de fortalecer su posición en América. Casi simultáneamente se fueron preparando refuerzos militares y precisas instrucciones para las respectivas autoridades, cuidando que éstas y aquellos se limitaran a la afirmación de las respectivas pretensiones. El conflicto radicaba principalmente en la posesión del Río Grande, cuya estratégica ubicación dominaba la entrada a las zonas del interior. Carlos III dio orden a Vértiz para recuperar la ribera septentrional, pero éste anteponiendo la prudencia a la energía, hizo saber al rey que no se consideraba en condiciones de realizar tal empresa (...) En abril de 1775 los efectivos lusitanos ascendían a 7.000 hombres, cuando Vértiz sólo disponía de 3.200 soldados diseminados en las distintas plazas de la gobernación. Ni España ni Portugal querían desatar una nueva guerra por la secular controversia, y se llegó en julio de 1775 a un convenio de suspensión de hostilidades, destinado a durar hasta que se establecieran de común acuerdo los límites respectivos. Pero mientras España comunicaba a Vértiz que debía abstenerse de actos ofensivos, el astuto marqués de Pombal insistía en sus anteriores instrucciones destinadas a apoderarse de la villa de San Pedro de Río Grande. ...[se] puso sitio al fuerte [español] de Santa Tecla. Mediante esta serie de ataques realizados en plena paz, y en momentos en que ambas cortes tramitaban el arreglo de sus antiguos diferendos, Portugal consiguió recuperar casi todos los territorios de los cuales había sido expulsado por Cevallos trece años antes. Vigorosa y rápida fue la reacción española. Inglaterra, ocupada en reprimir el alzamiento de las trece colonias de Norteamérica, no quiso avalar la pérfida conducta de Pombal y se abstuvo de intervenir militarmente. Francia también trató de evitar una contienda internacional, y así pudo localizarse el conflicto en América. Mientras lograba tales resultados diplomáticos, Carlos III iba preparando la expedición militar más importante que hasta entonces había enviado al nuevo mundo. Al frente de la misma puso a don Pedro de Cevallos, cuya experiencia en los asuntos del Plata había sido ya aprovechada por las autoridades al pedirle informes y opiniones sobre la expedición. Este sostuvo antes de ser nombrado para presidirla, que el que fuese mandado ha de tener precisamente con el Gobierno y Mando Militar, el Gobierno y Mando Político de la Provincia de Buenos Aires porque sin él no podrá mover aquellas gentes (...). La sugestión de Cevallos fue decisiva en cuanto a la acumulación del mando político y militar, y a la mayor jerarquía que debía darse a aquél incorporándole las provincias y regiones que mencionaba. Y como esta mayor jerarquía exigía también, en el sistema indiano, darle un título de categoría superior, Carlos III lo designó, en agosto 1º de 1776, “Virrey, Gobernador, y Capitán General de las [provincias] de Buenos Aires, Paraguay, Tucumán Potosí, Santa Cruz de la Sierra, Charcas, y de todos los Corregimientos, Pueblos y Territorios a que se extiende la Jurisdicción de aquella Audiencia. ...asimismo los territorios de las ciudades de Mendoza y San Juan del Pico, que hoy se hallan dependientes de la Gobernación de Chile, con absoluta independencia de mi Virrey de los Reinos del Perú durante permanezcáis en aquellos Países, así en todo lo respectivo al Gobierno Militar, como al Político, y Superintendencia General de Real Hacienda en todos los ramos, y productos de ella”. Causas La creación del Virreinato rioplatense estuvo determinada casi exclusivamente por consideraciones estratégicas, que hacían necesario oponer un fuerte conglomerado político a las desmedidas ambiciones lusitanas y al latente peligro británico. Las razones inmediatas de su establecimiento fueron el conflicto con Portugal, la importancia militar y política de la expedición que se enviaba al Plata, y la conveniencia de que un jefe de igual jerarquía enfrentara al virrey del Brasil [Virreinato creado en 1763, 13 años antes que el del Río de la Plata]. Pero sin duda se tuvieron en cuenta, al mismo tiempo, otras razones que aconsejaban modernizar la organización indiana adecuándola a la realidad y a las necesidades de la época. La colonización española, en efecto, había creado en Sudamérica diversos núcleos de población adecuados a las circunstancias de la conquista y a las particularidades geográficas del continente. Esos núcleos carecían de vinculación efectiva entre sí y del sentido de unidad que hubiera debido presidir su desarrollo común. Los más importantes estaban orientados hacia el Pacífico y quedaban completamente separados del Atlántico por las inmensas distancias y la dificultad de las comunicaciones. Pero ya en el siglo XVII el océano Atlántico se había convertido en un vasto mar que, como antiguamente el Mediterráneo, servía a un comercio cada vez mayor y de creciente gravitación en la economía mundial. Era necesario, por consiguiente, alterar o por lo menos equilibrar la orientación de los dominios españoles creando un centro que en vez de mantener la tendencia al aislamiento de las Indias, sirviera a las comunicaciones y al intercambio con el resto del mundo. El Río de la Plata era ese centro orientado hacia Europa, que España había querido hasta entonces mantener en un relativo aislamiento, pero que ella misma se vio obligada a defender cuando advirtió que era codiciado tanto por los lusitanos como por los ingleses. Y como esa defensa no podía ser dirigida por las autoridades del Perú, tan alejadas del teatro de la guerra, fue necesario formar en el Plata un poder que supliera aquella incapacidad. Para que el nuevo núcleo pudiera oponerse por sí solo al constante peligro lusitano, se le incorporaron además todas las comarcas ubicadas al oriente de la cordillera andina, y las que lindaban con el enemigo tradicional. España buscó en esa forma el equilibrio de las fuerzas que operaban al este del continente. Si bien la creación del Virreinato fue decidida con toda urgencia ante los acontecimientos producidos, no puede decirse que fuera una medida sorpresiva ni precipitada. La creciente importancia de estas regiones, y especialmente de Buenos Aires, había dado al gobernador rioplatense una jerarquía que sobrepasaba la de los otros mandatarios de igual categoría. Tres gobernadores los de Montevideo, Malvinas y Misiones estaban ya bajo su dependencia, y otros dos los de Tucumán y Paraguay debían obedecer sus mandatos en importantes asuntos. En realidad, la creación del virreinato fue la culminación de un proceso de transformación política, administrativa, económica y militar que venía produciéndose desde 1766, y que continúa hasta luego completarse con la implantación de otros organismos y autoridades. No debe sorprender, por tanto, que reconociendo esa transformación fundamental que ya se venía operando, en 1771 el fiscal [Acevedo] y la Audiencia de Charcas sostuvieran que “la ciudad de Buenos Aires por su postura y circunstancias, y por las consideraciones y razones que quedan expuestas, está pidiendo... [con justicia] que se establezca en ella un Virrey con su Real Audiencia a que hayan de estar enteramente subordinadas las Provincias del Paraguay, Tucumán y Cuyo”. ...El virrey del Perú [Amat] insistió en la necesidad de crear un nuevo virreinato. Por tanto, la elevación de Buenos Aires a la más alta de las jerarquías indianas no era sino el reconocimiento de lo que convenía hacer por imperio de las circunstancias y de la profunda transformación de estas regiones. Sin embargo, la medida fue tomada por el rey sin consultar al Consejo de Indias ni al Consejo de Estado, y sólo hizo público el nombramiento de Cevallos cuando se tuvieron noticias de sus victorias. Todos estos antecedentes explican la aparición en el escenario americano del nuevo organismo que tenía, sin embargo, un carácter meramente provisorio. Carlos III, en efecto, que había dirigido personalmente el asunto no quiso que esta creación fuera definitiva hasta que los triunfos alcanzados por Cevallos dieron al acontecimiento el prestigio con el cual era conveniente presentarlo. Cevallos actuó, no obstante, como si se tratara de una medida definitiva, y aconsejó asimismo que se mantuviera aún después de conseguidos los objetivos de la expedición. Y el rey así lo dispuso en octubre 27 de 1777, “por que desde Lima a distancia de mil leguas no es posible atender a el gobierno de las expresadas Provincias tan remotas, ni cuidar aquel Virrey de la defensa, y conservación de ellas en tiempo de Guerra” [Real Cédula]. Ambos motivos, el administrativo y el militar, volvían a influir para dar estabilidad a la creación impuesta por la guerra. Expedición de Cevallos [Campaña del Brasil] ...La expedición había realizado plenamente sus propósitos. El 13/11/1776 zarpaban de Cádiz 116 embarcaciones, de las cuales 19 armadas en guerra, conduciendo un ejército de 8.900 soldados y 500 oficiales, además de otros numerosos elementos auxiliares. El primer objetivo fue la isla de Santa Catalina, de la cual se apoderó Cevallos sin combatir a fines de febrero siguiente. Intentó luego éste seguir hacia el río Grande, pero un violento temporal le hizo cambiar de rumbo, dirigiéndose entonces a la Colonia del Sacramento cuya rendición se produjo el 3 de junio. De inmediato dispuso el nuevo virrey continuar la campaña, pero cuando se encontraba en Santa Teresa rumbo al norte le llegaron las noticias de haberse convenido en Europa una cesación de hostilidades que lo obligó a detenerse. En efecto, en cuanto se supo en Portugal la ocupación de Santa Catalina, la corte lusitana se apresuró a reanudar las interrumpidas negociaciones. Coincidía ello con la muerte del rey de Portugal [José I murió el 24/2/1777. Su viuda, que era hermana de Carlos III, se trasladó a España para apresurar la reconciliación entre ambos reinos ibéricos], el alejamiento de su ministro el marqués de Pombal, y la falta de apoyo de Inglaterra, cada vez más ocupada en combatir a sus antiguas colonias. Estas circunstancias fortalecían enormemente la posición de España, que victoriosa en América, tenía también la oportunidad de triunfar en esta nueva batalla diplomática. Pero el marqués de Grimaldi había sido reemplazado por don José Moñino, conde de Floridablanca, de exagerada tendencia pacifista. Y Carlos III, que sin duda alguna aspiraba también a concluir la guerra a fin de evitar la generalización de la contienda y poder dedicarse al restablecimiento de su imperio, no hizo mayores esfuerzos para explotar en todas sus posibilidades los triunfos de Cevallos. Tal vez se tuvo en cuenta también la conveniencia de alcanzar una paz definitiva en América evitando, mediante algunas concesiones, que Portugal siguiera alimentando propósitos de revancha. Lo cierto es que los tratados fueron excesivamente tolerantes y tal vez por esta razón contribuyeron al mantenimiento de la paz hasta principios de la siguiente centuria. A la orden de suspender las hostilidades, remitida a Cevallos el 11 de junio de 1777, siguió la firma del Tratado de San Ildefonso, el 1º de octubre. España conservaba esta vez la Colonia del Sacramento, cediendo en cambio a Portugal el Río Grande y la isla de Santa Catalina. La nueva línea divisoria debía partir del arroyo Chuy, en la costa atlántica de la Banda Oriental, y dejando a Portugal las vertientes que desaguan hacia el norte, debía llegar hasta la confluencia de los ríos Uruguay y Pequirí o Pepiriguazú, subir por este último, y seguir por el San Antonio, el Iguazú y el Paraná. Preveía además el tratado el establecimiento de una zona neutral a lo largo de la frontera, la devolución recíproca de los prisioneros y de la artillería, y el nombramiento de comisarios encargados de fijar la línea divisoria del terreno. Este acuerdo trascendental se completó, el 11 de marzo de 1778, con otro firmado en el Pardo, en el cual se comprometían ambas naciones a no entrar en ninguna alianza que pudiera perjudicar a la otra... y a garantirse recíprocamente las fronteras americanas y las costas atlánticas de sus colonias. Liquidado en esa forma el problema internacional, era llegado el momento de inaugurar la nueva creación política. En octubre 15 de 1777 llegaba... Cevallos a Buenos Aires para tomar posesión solemne de su cargo en la capital (...) Durante su gobierno reorganizó la hacienda, abrió el puerto de Buenos Aires al comercio, dispuso la libre internación de los productos, e informó además a la corte acerca de la conveniencia de mantener el Virreinato y de dotar de una Audiencia a Buenos Aires. Con estas y otras reformas contemporáneas, y con la creación de las Intendencias, el nuevo conglomerado político iba a adquirir su fisonomía definitiva... Toda esta transformación fundamental revelaba la importancia que iba a tener y que se había querido dar al nuevo organismo. Al crear el Virreinato, España procedió con un exacto conocimiento geográfico y una genial intuición de las necesidades regionales. Se reunían bajo el mando del virrey comarcas de climas diferentes y producciones variadas que permitirían formar una magnífica unidad económica realzada por extraordinarias riquezas. Además de Buenos Aires, que se distinguía por su vocación mercantil, n el perímetro de su distrito existían dos ciudades universitarias [Córdoba y Charcas], una audiencia y otra a crearse, diversos núcleos de población con una selecta y prestigiosa clase dirigente, importantes existencias ganaderas y depósitos minerales, e inmensas posibilidades agrícolas. La cultura, la riqueza y el poderío del conjunto quedaban asegurados para el futuro. Rara vez nació un Estado bajo mejores auspicios. Para crearlo se habían tenido en cuenta la conveniencia de dotarlo de todos los elementos necesarios, para que no dependiera de otros territorios. Esta fue la razón, sin duda, de que se le incorporara el Alto Perú, cuyas Cajas iban a compensar la magra hacienda de los demás distritos. Se impuso también la geografía, reuniendo a todos los territorios que miraban hacia el oriente, de tal manera que la cordillera de los Andes fue su límite natural por el oeste (salvo la salida al Pacífico que tenía la provincia de Potosí). Y se pensó también en asegurar la defensa de tan vastos territorios expuestos simultáneamente al ataque portugués y a las pretensiones de otros Estados con vocación marítima centralizando en Buenos Aires la dirección militar (...). En realidad no en la intención de sus autores pero sí en la decisiva gravitación de los hechos esta creación era el reconocimiento de la importancia económica y militar de Buenos Aires, que se convertía así en el eje alrededor del cual iba a girar en lo sucesivo la historia del país. Puerto único de entrada (con excepción de la Banda Oriental), sede de las autoridades políticas superiores, centro militar para la lucha contra el enemigo portugués o contra los peligros marítimos, dotada de un creciente poderío económico, Buenos Aires tenía forzosamente que asumir la dirección de todos estos territorios que constituían su vastísimo “hinterland”. Y logró así, casi de inmediato, la posesión de tres instrumentos con los cuales iba a dirigir y luego dominar el desarrollo del inmenso conjunto: el político, el militar y el económico. Esto demuestra que en vez de ser una agrupación de territorios realizados en igualdad de condiciones para todos ellos, la creación del Virreinato significaba, en el fondo, incorporar distritos que a los que ya estaban sometidos a la dominación bonaerense. Eran incorporaciones impuestas, y no siempre deseadas, porque si bien los antecedentes históricos políticos y económicos, así como la geografía, inclinaban a esa solución tratándose del Paraguay, Tucumán y Cuyo, y de toda la gobernación rioplatense, no sucedía lo mismo con el Alto Perú, estrechamente vinculado a Lima, y que podía exhibir una tradición de riqueza y de cultura de que el Plata carecía. En este caso, la unión impuesta debía ser forzosamente artificial y precaria (...) Desde el punto de vista institucional, el Virreinato significaba la unión bajo un solo gobierno de diversas provincias que hasta entonces dependían, aunque de un modo más o menos remoto, del Virreinato del Perú, y que no tenían entre sí otros vínculos que los derivados de la proximidad y de las relaciones que la corona les había impuesto. Era la creación de un centro político, económico y militar que transformaba substancialmente la organización anterior. Y era también la manera de unir más estrechamente distritos hasta entonces separados, haciéndolos depender de una capital que por lo general estaba más cerca que Lima. “Se elevaba así la jerarquía política de estas comarcas llevándolas a la máxima categoría conocida por el régimen indiano. El virrey era la representación directa del lejano monarca” (...). Virrey El origen del cargo se remontaba a las capitulaciones colombinas de 1492, pero al eliminarse del gobierno al descubridor desapareció también el oficio que éste había conseguido. Años más tarde fue restablecido al crearse los Virreinatos de Nueva España (1535) y el de Perú (1542), que convirtieron a Méjico y Lima en los dos centros más importantes de América. En 1739 se estableció definitivamente otro Virreinato en Nueva Granada, y con el Río de la Plata (1776) quedó completada la institución. Designación: El nombramiento de los virreyes era atribución reservada al soberano, que la ejercía a propuesta o consulta del Consejo de Indias y luego desde 1754 del Secretario del Despacho Universal de las Indias. Cuando este último cargo fue suprimido en 1790, la consulta se hizo por el Secretario de Estado. En las postrimerías del régimen hispánico, el último virrey del Río de la Plata fue nombrado por la Junta Suprema Central Gobernadora del Reino, instalada en Sevilla, que en enero de 1809 había sido reconocida en estas regiones como la autoridad que reemplazaba en todo el imperio al cautivo del rey Fernando (...). Sucesor: En caso de muerte del virrey, o cuando por enfermedad no podía éste gobernar, lo sucedía la Audiencia instalada en la capital del distrito. (...) En tales casos asumía el mando el oidor más antiguo, y luego el regente de la audiencia cuando este cargo se creó en 1776. A fines del siglo XVIII se sancionaron nuevas disposiciones... [en] 1789 se dispuso que recayera “el mando Político y Militar en las referidas mis Audiencias inmediatamente que se verifique la vacante, con toda la plenitud de autoridad y facultades” que había tenido el virrey, pero y esto era lo fundamental siempre que el monarca no hubiera determinado otra cosa por los “pliegos de providencia”, en los cuales indicaba reservadamente la persona que debía suceder. Duración del cargo Los virreyes no tuvieron, al principio, período fijo de gobierno. El monarca los designaba “por tiempo que fuere mi voluntad”, o sin hacer ninguna referencia al plazo, luego... estableció un término de tres años, pero muy rara vez se cumplió con él y en la práctica... aquéllos que permanecieron en sus cargos hasta la llegada de sus reemplazantes o hasta que eran suspendidos (...). Títulos: El primer virrey del Río de la Plata recibió una instrucción de gobierno, fechada el 15 de agosto de 1776, en la cual se señalaban sus títulos, se le dan ciertas órdenes especiales y se le indica que debe observar y hacer cumplir las leyes de Indias. Aquellos títulos eran los de virrey, gobernador, capitán general, y superintendente general de real hacienda. El virrey no era solamente un título de gran jerarquía y elevada dignidad, sino que también incluía importantes atribuciones gubernativas. Las leyes le encomendaban la gobernación y defensa de sus distritos facultándolos para realizar “todo aquello que Nos podríamos hacer y proveer”. Con esto quedaba indicado que tenían poder legislativo (...) En ejercicio de su título de gobernador, los virreyes tenían el mando directo de la provincia en donde estaba su sede, y lo ejercían allí de la misma manera que los demás gobernadores, tanto en el orden espiritual como en los problemas temporales. También eran “Capitanes generales de las provincias de sus distritos” o sea la más alta autoridad militar de las Indias, tanto en tierra como en el mar (...) Estos altos funcionarios eran también presidentes de la Audiencia instalada en la capital de cada virreinato. Los del Río de la Plata sólo ejercieron ese cargo desde que en 1785 se instaló el tribunal en Buenos Aires. En tal carácter presidían los acuerdos de gobierno, y también los de justicia, pero no tenían voto en estos últimos salvo que fueran letrados. En 1776, se habían creado en todas las audiencias los cargos de regente, destinado precisamente a aliviar en esa función a los virreyes y a mejorar el desempeño de las tareas judiciales por parte de los oidores. Todos estos poderes configuraban una elevada magistratura que se rodeaba de gran boato y de una corte que imitaba la del monarca. Los virreyes habían sido hasta entonces importantes personajes de la alta nobleza, de la dignidad episcopal o de gran jerarquía militar. A los del Río de la Plata no se los eligió, en cambio, por su condición o su linaje, sino porque eran militares o marinos experimentados que habían servido ya en otros puestos de responsabilidad. De los once virreyes que ejercieron el cargo, nueve eran militares de alta graduación, mientras que los dos últimos eran marinos (...) Si bien estos virreyes, en su mayoría, eran caballeros de órdenes militares, y tres de ellos ostentaban el título de marqués, no puede decirse que pertenecieran a la alta nobleza española. El vasto conglomerado político creado en 1776 fue dividido, pocos años después, en varias circunscripciones administrativas que recibieron los nombres de intendencias y gobiernos político-militares. El nuevo sistema respondía a los principios de los Borbones, que importaron de Francia una organización destinada a acentuar el centralismo y el control estatal de la actividad gubernativa (...) La creación del Virreinato se había hecho manteniendo, en lo fundamental, la organización política tradicional. En cambio, las intendencias introdujeron, no sólo en el nombre sino también en su espíritu, una institución nueva y desconocida hasta entonces, que simbolizaba la ideología del siglo XVIII, el despotismo ilustrado y el deseo de crear un ordenamiento administrativo más eficiente y centralizado (...). * * *