La felicidad y el dolor B

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LA FELICIDAD Y EL DOLOR. UNA MIRADA DESDE LA BIBLIA
Sergio Armstrong Cox
1.- Introducción
Todo hombre anhela ser feliz. Decir “quiero ser feliz” puede sonar a egoísmo o
egocentrismo. Sin embargo, la Biblia afirma que Dios hizo al hombre para ser feliz; por eso
dió a Adan una ayuda adecuada (Gn 2,22-23) y creó la pareja humana y la bendijo (1,2728). El Evangelio de Jesucristo es precisamente eso: “Buena Noticia”. El hecho de que la
alegría esté vinculada a la comunidad humana y no al hombre aislado no es un rechazo a la
frase aludida arriba: es legítimo que todo hombre quiera ser feliz.
Sin embargo, sabemos por experiencia que la felicidad no es fácil de conseguir.
Incluso parece que cuando uno la persigue, huye: “La felicidad es una mariposa que cuando
la persigues siempre se coloca más allá de tu alcance, pero que cuando te sientas
tranquilamente, puede posarse sobre ti” (Nathaniel Hawthorne).
¿Cuál es el mensaje de Dios respecto de la felicidad? ¿Qué camino ofrece Jesucristo
para alcanzarla? La respuesta no es fácil ni breve. Es necesario todo un modo de mirar las
cosas y a Dios en relación con ellas para alcanzarla. También es necesario desenmarcarar
falsas visiones sobre Dios; ya que el tema de la felicidad está profundamente vinculado a
las imágenes y posturas que tenemos frente a Él.
2.- El “dolorismo” cristiano
Nuestra experiencia de Dios en relación a la felicidad y al dolor como su
contrapartida está fuertemente influida por la explicación de San Anselmo respecto de por
qué Dios se hizo hombre. Anselmo sostiene que Dios Padre, previendo el futuro pecador
del hombre, envió a su Hijo al mundo a cancelar la deuda que el primero tenía con Dios por
el pecado de Adán. El “pecado original” (y los pecados personales que son consecuencias
de éste) constituía una ofensa a Dios tan grave que sólo el “Dios-hombre” Jesucristo podía
saldarla. Mediante su sufrimiento, Jesús “dio satisfacción” (pagó la deuda) en lugar de toda
la humanidad.
Esta concepción está volcada en el Catecismo de Pío X:
“El cuarto artículo del Credo nos enseña que Jesucristo, para redimir al mundo, con su
sangre preciosa padeció bajo Poncio Pilatos(...) y murió en el árbol de la cruz (...) en ella
ofreció su muerte en sacrificio y satisfizo a la justicia de Dios por los pecados de los
hombres.
- ¿No bastaba que viniese un ángel a satisfacer por nosotros?
- No, Señor; no bastaba que viniese un ángel a satisfacer por nosotros, porque la
ofensa hecha a Dios por el pecado era, en cierta manera, infinita; y para satisfacer por ella
requería de una persona que tuviera un mérito infinito.
- ¿Era menester que Jesucristo fuese Dios y hombre juntamente para satisfacer a la
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divina justicia?
- Sí, Señor. Era menester que Jesucristo fuese hombre para padecer y morir, y que
fuese Dios para que sus padecimientos fuesen de un valor infinito.
- ¿Por qué era necesario que los méritos de Jesucristo fuesen de valor infinito?
- Era necesario que los méritos de Jesucristo fuesen de un valor infinito porque la
majestad de Dios, ofendida por el pecado, es infinita.
- ¿Era necesario que Jesús padeciese tanto?
- No, Señor, no era absolutamente necesario que Jesús padeciese tanto, porque el
menor de sus padecimientos hubiera sido suficiente para nuestra redención, siendo
cualquier acción suya de infinito valor.
- ¿Por qué, pues, Jesús quiso padecer tanto?
- Quiso padecer tanto para satisfacer más copiosamente a la justicia divina, para
mostrarnos más su amor y para inspirarnos sumo horror al pecado”.
De esta visión surge una piedad dolorista que ha marcado muy fuertemente al
cristianismo católico y evangélico. El cristiano es aquel que se asocia al dolor de Cristo
para con ese dolor pagar la deuda contraída con Dios mediante el pecado de Adán. En esta
visión, el dolor tiene sentido por sí mismo. Como compensación se espera una felicidad que
es solamente futura y extramundana.
Sin embargo, lo peor está en la visión que hay aquí de Dios Padre, quien aparece
como un cobrador de deuda que está dispuesto a entregar a su Hijo a la muerte con tal de
recibir el justo pago de lo que se le debía. Si a ello se agrega que todo esto estaba previsto
desde los comienzos de la historia de la humanidad, todo ello empeora aún más: ¿en dónde
ha quedado la libertad humana? ¿cómo puede Dios exigirnos aquello que no podemos dar
debido a una especie de fatalidad histórica?
No se avanza demasiado cuando, con una mentalidad más progresista, se acentúa
unilateralmente el aspecto de renuncia y compromiso del mensaje evangelico 1; sin
caer en la cuenta de que ellos no son más que consecuencias de la acogida de la
“Buena Noticia” del reinado de Dios. ¡Qué diferente presenta esto el propio Jesús!:
“El reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo
un hombre, lo vuelve a esconder y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y
compra el campo aquel. También es semejante el reino de los Cielos a un mercader que
anda buscando perlas finas, y al encontrar una de gran valor, va, vende todo lo que tiene y
la compra” (Mt 13,44-46).
Muchas de las características más criticadas por la Iglesia de la mentalidad
moderna son una especie de reacción “pendular” ante la concepción anterior:
- Ante la propuesta de unas verdades en las que había que creer aunque no se
estuviera íntimamente convencido, el mundo moderno opone la autonomía de la razón (el
“atrévete a usar tu propia razón” de Kant).
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Utilizando fuera de contexto pasajes como “El que quiera conservar su vida la perderá y el que la pierda la
encontrará” (Lc 17,33), o bien, “Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc
8,35).
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- Ante la sumisión a una voluntad de Dios que proponía el dolor como precio de la
propia salvación, el mundo moderno propondrá el gozo y el consumo.
- Ante la promesa de una felicidad sólo en el más allá y en otro mundo, la
modernidad se lanzará a una búsqueda del placer aquí y ahora, o, al menos, a un esfuerzo
por hacer más confortable este mundo.
3.- Recuperando a Dios
Puede mirarse la Biblia como un gran intento de llegar a la auténtica imagen de
Dios. Esta se va descubriendo por etapas en una lenta marcha de purificación, reforma y
profundización. Otro modo mejor de decirlo es como la lucha amorosa de Dios para abrirse
paso en la conciencia humana en medio de nuestra limitación, venciendo nuestros instintos,
egoísmos y voluntad de poder.
A ello se refieren los principios de interpretación de la Biblia consagrados por el
Concilio Vaticano II: el de “revelación progresiva” de Dios y el de la “pedagogía
divina”, II 2. En conjunto, ellos significan que Dios va revelando progresivamente su forma
de ser, sus promesas y exigencias, de acuerdo con la capacidad de comprensión que tiene
el hombre en un momento dado.
En una primera etapa, la imagen que Israel tiene de Dios no difiere demasiado de la
que tienen todos los pueblos primitivos: se identifica a Dios con la naturaleza. Por eso
Dios es “tremendo” y a la vez “fascinante”. “Tremendo” porque se expresa a través de las
tormentas, las inundaciones, las erupciones volcánicas, la enfermedad y la muerte.
“Fascinante” porque regala el sol y la lluvia, las buenas cosechas, la fecundidad de las
mujeres y de los animales, la alegría y la salud. El paso de una característica a otra es más o
menos arbitrario e imprevisible; por eso, predomina el temor: Dios es reacio a ayudar al
hombre, por eso es necesario ganarse su favor mediante sacrificios.
Ya en los comienzos de la fe bíblica se da un paso más: Dios es un ser personal
que manifiesta su fuerza salvadora sacando a Israel de Egipto y estableciendo una
Alianza. Es un gran paso adelante: Dios ya no es un ser arbitrario sino que es Alguien que
quiere el bien de su pueblo y por eso lo educa. Da al Pueblo la Ley, premia los
cumplimientos y castiga duramente los incumplimientos. Un texto clásico sobre la
materia es el que encontramos en el Decálogo:
“... Porque yo, Yahveh, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los
hijos hasta la tercera generación de los que me odian, pero tengo misericordia por mil
generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos” (Ex. 20,5-6).
Con el tiempo, los profetas irán, muy gradualmente haciendo progresar esta
concepción. De la concepción de un castigo o una bendición colectivos se pasará a una
concepción más individual: el que peca es castigado y quien sigue la voluntad de Dios es
2
Constitución sobre la divina Revelación, “Dei Verbum”, n° 15.
4
premiado 3. Ante la constatación práctica de que a menudo los justos sufren desgracia y los
injustos prosperan 4, surge una nueva explicación: el dolor y el mal como “prueba” que
Dios manda 5.
La concepción del dolor y del mal como castigo divino o puesta a prueba puede
llevar a pensar que en el AT predomina la imagen de un Dios castigador. No es así. En
Oseas vemos:
“¿Cómo te voy a entregar, Efraím?
¿Cómo te voy a dejar, Israel? (...)
Mi corazón se revuelve dentro de mí,
me estremece mi compasión.
No provocaré el incendio de mi ira,
no volveré a destruir a Efraím,
pues soy Dios y no un hombre,
el Santo en medio de ti:
no te volveré a destruir”
(Os 11,8-9) 6
Porque Dios es “Dios y no un hombre”, porque es el Santo, por eso perdona. He
aquí la dirección de todo el proceso: la grandeza de Dios se manifiesta en el amor y en el
perdón, en su proximidad salvadora.
Este proceso culmina en Jesús, en el cual Dios es salvación para todos:
“Han oído ustedes que fue dicho: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’. Pues yo les
digo: Amen a sus enemigos y ruegen por los que los persiguen, para que ustedes sean hijos
de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e
injustos (...) Ustedes, pues, sean perfectos, como es perfecto su Padre celestial” (Mt 5,4348)
Puede notarse aquí que la “perfección” de Dios consiste precisamente en su amor
gratuito, “que hace salir el sol sobre buenos y malos”.
Dios perdona siempre y sin condiciones, hasta el punto de que, como el padre de
la parábola del hijo pródigo, no castiga ni reprende, sino que se alegra y hace fiesta (Lc
3
“¿Por qué andan ustedes repitiendo este proverbio en la tierra de Israel?:
‘Los padres comieron uvas ácidas,
y los hijos andan con los dientes destemplados’.
Por mi vida, oraculo de Yahveh, que no repetirán ustedes más este proverbio en Israel (...) El que peque es
quien morirá” (Ezq. 18,1-4)
4
En efecto, el profeta Jeremías se pregunta:
“¿Por qué prosperan los malvados,
y viven tranquilos los traidores?”(Jer 12,1)
5
6
Ver, por ejemplo Job 1.
En la misma línea Is 49,14-15 y 54,4-8.
5
15,22-24). De ahí que ante Él sólo quepa la actitud de confianza sin reservas: ni “un pelo”
de su cabeza escapa a su cuidado amoroso (Mt 10,30). Confianza absoluta que sólo tiene
comparación posible con la de un niño ante el padre o la madre: esa “confianza básica” que
la psicología moderna descubre como cimiento radical e indispensable para una vida
auténticamente humana.
Jesús dejó traslucir la entraña más íntima de su misterio en la peculiarísima relación
filial que mantenía con Dios y que le hacía llamarle “Abbá” (Papá); se trata de una
intimidad única y excepcional, que rompe todos los moldes de la época.
¿Cómo está presente este Dios que es “Abbá” en la muerte de Jesús?
En primer lugar, como aquel que no desea la muerte de Jesús. El anuncio
fundamental de Jesús, encomendado por el Padre, no es la cruz sino el reinado de Dios. La
voluntad primera de Dios es que Israel acoga su acción reinadora y que sea portador de su
presencia amorosa 7 en medio del Imperio Romano.
Es el rechazo a la oferta de Dios en Jesús lo que hace necesaria la cruz. La cruz es
antes que cualquier otra cosa un invento humano 8 que refleja bien lo que muchos seres
humanos están dispuestos a hacer cuando se amenaza su poder. Por eso, en primer lugar, la
cruz es signo del pecado humano. Sólo el respeto de Dios por la decisión libre de los
sumos sacerdotes y escribas hace que esa muerte sea voluntad suya. No puede
prescindirse en este punto de las condiciones históricas concretas que llevan a la condena a
Jesús (los “quienes”, “cómos” y los “porqués”). La concepción anselmiana descuidaba
completamente este punto.
Por eso, me parece que se puede hablar de una voluntad original de Dios y de una
voluntad derivada. La cruz no es la voluntad original de Dios, pasa a ser voluntad suyo
sólo debido al rechazo humano (voluntad derivada). Debe revisarse nuestro concepto de
plan de Dios. Por él entendemos siempre un destino predeterminado. En realidad, por “plan
de Dios” se debe entender la voluntad de Dios de llevar a buen término la aventura humana;
se trata de un plan que se adapta permanentemente a las vicisitudes de la libertad humana
pero que no renuncia jamás a la oferta de salvación.
Que la muerte de Jesús no es la voluntad originaria de Dios se pone de manifiesto
en la resurrección de Jesús. En ella Dios deja bien en claro que Jesús era auténtico
representante suyo (y no los “representantes oficiales”: sumos sacerdotes, escribas) y que
en las peores circunstancias triunfa el amor salvador de Dios.
Finalmente, la cruz pasa a ser el gran signo del amor de Dios entre los hombres.
Jesús es capaz de llegar a ese punto con el fin de salvar al hombre y Dios Padre “no se
ahorra” al Hijo cuando se trata de la salvación del ser humano (Rm 8,32). Jesús es “la mano
tendida” del Padre hacia nosotros, que ofrece amor gratuito y perdón. Por eso nada nos
puede separar del amor de Dios revelado en Cristo (Rm 8,35-39).
7
Que lleve la “bendición de Dios” a todos los pueblos como aparece ya insinuado en el llamado a Abraham
(Gm 12,1-3)
8
Creado, al parecer, por los persas
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4.- Nuestro dolor y Dios
¿Qué se puede concluir de lo dicho sobre la pascua de Jesús respecto de la felicidad y
el dolor en nuestra vida? ¿En donde y cómo está Dios en los momentos críticos que
nos toca vivir?
En primer lugar, Dios nunca es autor del mal, ni como castigo ni como puesta a
prueba. El mal y el dolor los envía la vida misma. Una parte del mal se debe a la limitación
e imperfección de la creatura: Nuestro mundo no está terminado, aún está en proceso de
creación y Dios espera nuestra colaboración en eso. Él respeta el funcionamiento regular de
la naturaleza debido a que es la base de nuestra libertad. Por eso Dios no nos evita la
desgracia, la enfermedad y la muerte. El otro aspecto del mal es el debido al pecado
humano, a nuestro egoísmo que daña y destruye a nuestros hermanos y a nuestro mundo.
Dios “no puede” impedirlo sin violar nuestra libertad.
En segundo lugar, Dios está con nosotros y en contra del mal, del mismo modo
como estuvo con Jesús. Todo combate contra el mal es voluntad suya. Dios ha querido
depender de nuestros brazos, de nuestra colaboración. No quiere saltarse nuestra libertad.
No puede haber amor sin libertad, y Dios quiere tener con nosotros una relación de amor.
Por eso Dios nos regala una misión: ¿cuáles son los “botados en el camino” que estoy
llamado a recoger (Lc 10,29 y ss.), de acuerdo a mis aptitudes y forma de ser?
En tercer lugar, cuando el mal es inevitable, podemos vivirlo pascualmente al modo
de Jesús. Dios es capaz de dar sentido a cualquier dolor y convertirlo en fuente de plenitud
humana. Esto no significa que Dios “mande” el dolor o lo justifique de algún modo. El mal
y el dolor son siempre “malos”, y por lo tanto no son voluntad de Dios. Sin embargo, Dios
puede, con nuestra colaboración, convertir el mal en bien.
Finalmente, el mal nunca es lo definitivo. Los cristianos no podemos prescindir de
nuestra esperanza en lo que llamamos la Parusía o la Segunda Venida de Cristo. Nuestro
dolor y muerte desembocan en la alegría de la resurrección, del encuentro definitivo con
Dios y con nuestros hermanos. Aquí está el fundamento de nuestra alegría actual. Dios da
sentido a nuestra vida, ella camina no hacia el absurdo y la nada sino hacia la plenitud.
Todo lo que somos y hacemos será restaurado y plenificado en la Nueva Creación que Dios
inaugurará al final de la historia. Es la experiencia de ese “sentido” que sustenta nuestra
“misión” la fuente de nuestra actual felicidad.
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