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ENCUENTROS EN VERINES 2010
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
Siete apuntes sobre fútbol y literatura
Jordi Puntí
Una cosmogonía del fútbol
La nueva inmigración que llega de África y Sudamérica ha devuelto el
fútbol a nuestras calles. Sin clave de acceso a la Playstation, esos chicos de
barrio “con un look de cuarto mundo dentro del primero” —tal como los
definía Manuel Vázquez Montalbán cuando hablaba de Maradona— siguen
inventándose porterías imposibles en los lugares más insospechados y
regateando peatones. Los ves los domingos sobre el césped de la
Ciutadella, en Barcelona, o en los parterres junto al río Besós domesticado,
o aprovechando los solares más comanches del Raval. Hace unos meses,
mientras paseaba por mi pueblo, me encontré junto a un grupo de siete u
ocho chicos que se disponían a jugar un partidillo en el parque. “Vamos a
elegir los dos equipos”, dijo uno de ellos. “No”, respondió otro, “juguemos
moros contra cristianos”. En esa ocasión, como en tantas otras, me detuve a
observar el juego y deseé vivamente que en algún lance la pelota se
desviara y viniera hacia donde yo me encontraba. Sólo un toque, dos, y
devolvérsela luego con el hambre de tantos años sin jugar ya saciada por un
tiempo. Me gusta pensar que esta es una buena definición del aficionado al
fútbol: alguien que tiene la imperiosa necesidad de controlar y chutar
cualquier balón que pase frente a sus narices.
A veces también grito “¡pásala!”, sin ningún pudor, y espero el balón de
nuevo en pantalones cortos. Como casi todo en la vida, la pasión por el
fútbol tiene su germen en la infancia. En el artículo que abre el libro Fútbol,
antología de artículos futbolísticos de Manuel Vázquez Montalbán, el autor
llega a la conclusión de que “en algún momento de nuestra infancia
percibimos ‘el instante mágico’ en el que un artista del balón consigue ese
prodigio inolvidable”. En otro momento confiesa: “Desde la infancia, parte
importante de mi calendario ha sido prefijada por las competiciones
futbolísticas nacionales y el papel que en ellas hacía mi equipo favorito. (...)
Mi suerte está echada desde hace demasiado tiempo”. Son palabras a tener
en cuenta, porque quien no entienda este anclaje emocional, difícilmente
comprenderá el verdadero valor de los artículos de Vázquez Montalbán y de
su carácter ordenador. Fútbol es, sobre todo, una cosmogonía del fútbol
escrita, en palabras de su autor, “desde mi nunca superada cultura
barriobajera”. Esto es, desde la entrega apasionada.
Además, para sus lectores se trata de un sistema de referencias, un
vademécum, un prodigio de lucidez y una forma de hacer redivivo el
recuerdo de Vázquez Montalbán. Sus análisis van siempre diez años por
delante y además son inspiradores: uno los lee y le vienen ganas de entrar
en el rondo, de rematar sus centros medidos. Como cualquier cosmogonía
que se precie, con su eclosión y sus mitos, la que describió con tanta
precisión e ingenio Vázquez Montalbán lleva incorporada una previsión del
futuro. El presente del Barça de Guardiola le da la razón. Estoy seguro que a
Manolo le habría encantado seguir escribiendo sobre los chicos de la
cantera.
Tradición y talento individual
Hace un tiempo tuve la suerte de conocer a Obrad Savić, profesor de
Filosofía Política en la Universidad de Leeds. Savić es un espíritu inquieto,
provocador, que se apasiona analizando todo lo que se le pone a tiro. Una
tarde, mientras tomábamos un café, le pregunté si le gusta el fútbol. Me dijo
que no mucho, pero entonces me habló del Barça-Inter de semifinales de la
Champions, en la temporada 2008-09. Había visto el partido por casualidad
y había quedado maravillado por la intensidad del juego. Con el paso de los
minutos y el aumento del dramatismo de la eliminatoria, había comprendido
que aquello era la lucha de dos mentalidades antagónicas. “La victoria del
Inter de Mourinho”, me dijo entonces Obrad Savić, “fue el triunfo de la razón
instrumental sobre el arte reflexivo”.
Confieso que en ese momento la filosofada me dejó KO, pero en
verano, mientras seguía el juego de la selección española durante el
Mundial, volví a pensar en las palabras del profesor. Tal como yo lo descifro,
el arte reflexivo responde a la vieja idea del fútbol que Guardiola ha
actualizado en las dos últimas temporadas desde el Barça: salir a ganar,
pero sobre todo conscientes de querer jugar de una determinada manera,
sin alterarse ante el rival. En cambio, la razón instrumental que tan lejos llevó
a Mourinho (primero en el Chelsea, luego en el Inter y ahora, quizás, en el
Real Madrid) obedece a criterios capitalistas: el único objetivo es ganar y los
seres humanos se convierten en objetos manipulables. Por ejemplo: aunque
Eto’o sea un delantero centro nato, si las circunstancias del partido lo
requieren, actuará de defensa durante 80 minutos —como ocurrió en la
eliminatoria del Camp Nou que dio al Inter el pase a la final.
En un Mundial sucede todo tan rápido, en tan poco tiempo, que para
agarrarse al próximo partido algunos equipos se olvidan del arte del fútbol y
juegan de forma práctica. Es decir, no juegan, resisten. Pensemos sobre
todo en los países sin una tradición arraigada, con entrenadores
mercenarios. En la mayoría de partidos que vimos, siempre faltó una cosa o
la otra. Sólo Alemania, Holanda, Chile y Argentina demostraron equilibrio
entre su tradición y los jugadores decisivos. En el caso de Argentina,
además, parece que el jeroglífico se resolvía cuando el talento de Messi
servía al estilo argentino, y viceversa. Muchos equipos nos decepcionaron
porque se olvidaban de su tradición o no sabían a qué jugaban. Fue el
problema, en grados diversos, de Inglaterra y Fabio Capello, de Domènech y
Francia. Más complejo era el caso de Brasil: Dunga prefirió el músculo al
toque, pero es que tampoco iba sobrado de talentos individuales que
hicieran la jugada cuando recuperan el balón. El triunfo de España, sin
embargo, fue todo lo contrario: se debió al fútbol reflexivo. ¿Cuál es el
secreto? Pues la mezcla exacta de tradición y talento individual, de un estilo
de juego definido y unos jugadores que sepan aplicarlo.
Hablar por hablar
A menos que sean argentinos, los futbolistas no suelen utilizar en
público las oraciones subordinadas. Hay excepciones, por supuesto, pero
cuando hacen declaraciones la mayoría prefieren refugiarse en los tópicos
sencillos y comprensibles para todo el mundo. Es un partido a cara o cruz.
No hay rival pequeño. La eliminatoria dura 180 minutos. Es cierto que la
prensa deportiva ha contribuido a fijar esos lugares comunes, tan cómodos e
inofensivos para todos, pero incluso en ese registro hay jugadores que
consiguen infiltrar su personalidad. Hace unos años, en una entrevista, una
periodista inglesa preguntó a Robbie Fowler: “Dígame unas palabras que
utilice mucho”. El entonces delantero del Liverpool respondió: “Over here. I’m
inside the box”, es decir: “Aquí. Estoy en el área”. La entrevista continuó y
unos minutos más tarde la periodista le preguntó cuál sería el epitafio que
inscribiría sobre su tumba: “Over here. I’m inside the box”, respondió de
nuevo Fowler. Es decir, “Aquí. Estoy en la caja”. O en el área, como se
quiera, las dos versiones serían válidas y brillantes. El apego a los
monosílabos, además, tiene un sentido durante el partido: en contra de lo
que pueda parecer, los jugadores no se callan ni un momento sobre el
césped, pero la economía de palabras puede significar para ellos una
ocasión de marcar —“¡mía!”—, o bien puede dejarles en fuera de juego por
una sílaba de más.
Los psicólogos y sociólogos tienen teorías sobre esa parquedad en el
lenguaje. La mayoría están de acuerdo en que los jugadores prolongan su
infancia mientras practican el fútbol, y como todo grupo cerrado, tienen unos
códigos privados de comunicación que funcionan entre ellos. Además, como
consecuencia de ese mundo propio, muchos futbolistas se resisten a
abandonar su vida profesional porque quieren demorar el ingreso en la edad
adulta, el momento de tomar decisiones. No es una mala interpretación. Algo
parecido contaba Michel Platini hace años, cuando habló y habló durante la
célebre entrevista que mantuvo con la escritora Marguerite Duras, y que
publicó el periódico Libération. La Duras veía a los jugadores como seres
angélicos, “en un estado de pureza que no puede ser interrumpido por
nada”. Mientras, Platini intentaba bajar la conversación a un plano más
terrenal. “¿Como era nuestra vida como jugadores?”, se preguntaba el
jugador, “entrenar, descansar, jugar. Entrenar, descansar, jugar”, y también
contaba el caso de muchos futbolistas que han basado toda su carrera en un
buen partido, uno solo, y después han vivido anhelando repetir ese gran
momento. Viven en su éxito pasado y abandonar el fútbol es para ellos un
momento muy traumático.
Lo que nos lleva a hablar de los entrenadores y su relación con las
oraciones subordinadas. No es nada nuevo que muchos ex jugadores
deciden entrenar algún equipo para dilatar esa vida infantil de jugador, como
si estuvieran enganchados al olor de linimento, y en esencia algunos lo
consiguen. Tal es el caso extremo de Stoichkov: cuando era el goleador del
Barça, el maestro Anton M. Espadaler lo definió como uno de esos niños que
disfrutan llamado a los timbres de las casas y huyendo luego entre risas
histéricas. La realidad, sin embargo, es que los entrenadores profesionales
tienen que explicarse cada vez más. Construir un equipo es algo bastante
más complejo que regatear o defender, y requiere una visión de conjunto
que sólo dan las oraciones subordinadas. El entrenador, entonces, se
convierte en un intérprete que traduce ideas complejas en órdenes simples.
El azar y la intensidad
De todos los intentos para concretar qué cosa es el fútbol, me gusta
especialmente ese que lo define como un proceso contra el azar. Aunque
pueda parecer que sobre el terreno de juego sólo hay dos contrincantes
enfrentados, en realidad siempre existe un tercero, y además va por libre: la
suerte, que es caprichosa y traicionera y quita y da favores según le plazca.
Así, el buen fútbol consiste sobre todo en domesticar los imponderables. La
combinación, el toque y la jugada colectiva reducen la importancia del azar.
El rondo, ese juego de niños que tanto ameniza los entrenamientos, es
crucial para aprender a dominar la casualidad de los rebotes. Un buen
regate, además de ser vistoso y efectivo, se convierte en un desafío al
riesgo, esto es, a la mala suerte (perder el balón y que el contraataque sea
fatal). El gran filósofo Ángel Cappa decía que el fútbol, como el jazz, debe
ser “improvisación coherente”, y recordaba que para conseguir esa
coherencia hace falta dominar “la pausa” en el juego: el equipo que juega
enloquecido flirtea con el azar; el juego únicamente defensivo, que reniega
del control del balón, busca la alianza con la suerte (un rebote, un despiste,
un centro aislado) para romper la monotonía, pero a menudo la suerte le da
la espalda porque el contrario —con su juego creativo— la ha reducido a la
mínima expresión.
Quizá fue Jorge Valdano, o Jorge Luis Borges, o ninguno de los dos,
quien dijo que el encuentro perfecto debería asemejarse a una partida de
ajedrez... que termina en tablas. Aunque a mi modo de ver el partido de
fútbol perfecto no debería terminarse nunca en un empate a cero (acaso un
5-5, y con una actuación increíble de los dos porteros). Y pensándolo bien, si
nos cuesta ver al ajedrez como un deporte, puede que sea a causa de esa
ausencia de azar. Igual que les sucede a los que rellenan quinielas o acuden
a las casas de apuestas, nos apasiona el fútbol porque nunca sabemos lo
que va a ocurrir hasta el final. Nos mantiene en vilo y no nos permite
predecir las jugadas más allá de uno o dos segundos. (Quizá el ajedrez se
convierta en un deporte con azar el día en que lo dominen los ordenadores
tipo Deep Blue, pero esa es otra historia.)
El alto ritmo de competición también ha multiplicado la influencia del
azar. Los resultados de un equipo ya no dependen únicamente de su estado
de forma, sino que los imprevistos juegan cada vez más un papel
fundamental. El tiempo meteorológico, las lesiones, el cansancio mental... El
guión de toda una temporada ofrece altibajos y casi se construye siguiendo
los patrones del mejor cine de suspense. Así, el calendario en que llegan los
partidos supone un elemento de azar, pues no todos se viven con la misma
intensidad. El azar vive y crece en los interrogantes, y la única forma de
dominarlo, aniquilarlo, es confiando en el juego: tocar la pelota, con pausa,
jugarla, con pausa, y así hasta que los interrogantes del público se
conviertan en signos de admiración.
Un partido fácil
¿Es posible el partido perfecto? ¿Existe una referencia ideal,
platónica, para entender cuál debe ser el paradigma de un partido de
fútbol? Existe, cuando menos, el estadio perfecto. Se halla en Brasil,
cómo no, en el estado de Amapá y en plena selva amazónica, y se
llama Zerâo, el “Gran Cero”. La línea que divide el centro del campo
coincide con el ecuador, de forma que una parte del campo se
encuentra en el hemisferio norte y la otra en el sur. Lo cuenta el
periodista Alex Bellos en su excelente libro Futebol. The Brazilian Way
of Life: antes de empezar el partido, cuando realiza el sorteo de
campos, el árbitro pregunta al capitán ganador: “¿Qué hemisferio
prefieres?” El día que Alex Bellos visitó el estadio para escribir su
reportaje, se jugaba un partido entre el Sâo José y el Independente. A
un lado, los aficionados del Sâo José llevaban banderas con demonios
pintados (su símbolo); en el otro hemisferio, los hinchas de
Independente vestían camisetas con la leyenda impresa: “Jesús. Ayer,
hoy y siempre”. Hacía un día perfecto para jugar a fútbol en medio del
Amazonas.
Aunque Gran Cero, el nombre del estadio, se refiere a su
situación central en el mundo, también puede darnos una pista sobre el
partido ideal: quizá el encuentro perfecto debería jugarse allí y terminar
con un empate a cero luminoso, fruto de la máxima igualdad de los dos
equipos y no de la exasperación defensiva de unos y otros. Un partido
sin faltas, sin rechaces en falso ni pases mal dirigidos, con centros
certeros, con remates exactos y porteros acertados siempre. Pero el
fútbol, ya lo sabemos, es un deporte de fallos y aciertos, sobre todo de
fallos, y los goles son su salsa. Van Gaal, metódico y frío, se acercaba
a la teoría y para él el partido perfecto debería terminar con un 1-0 a
favor; para Cruyff, lo dijo una vez, sería mucho mejor un alegre 5-4.
Puestos a imaginar imposibles, el partido perfecto podría ser aquél en
que se sacara de centro y se generase cada vez una oportunidad de
gol —más o menos como en el balonmano—, pero entonces los
aficionados terminarían cansándose de tantos goles —también más o
menos como en el balonmano.
En su libro, Alex Bellos habla también de un gol perfecto. Lo marcó
Pelé en Maracaná, en 1961, en un partido entre Santos y Fluminese,
después de regatear a seis jugadores y engañar al portero. Como no había
cámaras televisivas para testificarlo, en el estadio decidieron poner una
placa que lo recordara, por eso en Brasil un gol fuera de lo común es desde
entonces un “gol de placa”. Hoy en día, 40 años después, la presencia
constante de las cámaras ha cambiado los esquemas, el fútbol se ha
simplificado en virtud de las estadísticas y la épica se reserva para las
grandes ocasiones. Pregunten a cualquier entrenador y, con esa lógica que
les caracteriza, les responderán que todos los partidos se dividen entre
fáciles y difíciles. Para ellos, pues, un partido perfecto es sobre todo un
partido fácil.
Uno entre tantos
El escritor portugués Antonio Lobo Antunes nació en el barrio lisboeta
de Benfica. Tiempo atrás, en uno de sus artículos, Lobo Antunes recordaba
cómo había anhelado, cuando era niño, poseer un anillo con el emblema del
equipo del barrio, el Sport Lisboa e Benfica —pues este es el nombre
completo del club—. El escudo que describía, realizado en metal barato,
congregaba una serie de elementos que le hacían muy vistoso y codiciado
para cualquier niño: los colores rojiblancos del club, una rueda de bicicleta
en el fondo (porque el ciclismo era una de sus disciplinas), una pelota
dorada en el centro y una águila que sostiene en sus garras una cinta con la
leyenda latina “E pluribus unum”, esto es, ‘uno entre muchos’ o incluso ‘uno
entre tantos’. En su origen, en 1904, el emblema buscaba una imagen de la
independencia, y no deja de ser curioso que coincidiera en el ave y la
leyenda con el escudo de los Estados Unidos. Aunque debemos apuntar que
años después, en 1956, el gobierno norteamericano sustituyó el latinajo
fraternal por un “In God we trust” de entrega a Dios pero con un fondo más
amenazador. Así les va.
En Benfica, en el club, siguen demostrando un gran amor por su
escudo. Desde hace un tiempo, es costumbre que antes de los encuentros
en el Estadio da Luz, una águila adiestrada en la cetrería vuele desde el
brazo de su cuidador hasta posarse sobre una reproducción del escudo,
justo encima de las palabras “E pluribus unum”. Esta confianza en el latín
para resumir las intenciones del club sigue viva como tradición en el escudo
de algunos clubes de fútbol, especialmente británicos. Así, la divisa de
Blackburn Rovers ya se encontraba en el antiguo escudo del condado de
Blackburn y reza “Arte et labore”, es decir, ‘con arte y trabajo’. Los
Tottenham Hotspurs se confían al “Audere est facere”, ‘atreverse es poder’, y
el Manchester City apela a la “Superbia in proelia”, el ‘orgullo en la batalla’.
Esta carácter bélico se encuentra también en la divisa del Everton: “Nil satis
nisi optimum”, algo así como “sólo es bueno lo mejor”. Uno lee estas frases y
se da cuenta del pedigrí que consiguen atesorar, a menudo por encima de
los resultados, y entonces piensa que quizá el FC Barcelona también
debiera buscar un hueco en su escudo y ornarlo con alguna frase célebre.
Una posibilidad sería el espurio “Plus quam circulum”, que intentaría reflejar
el conocido ‘Más que un club’. Otras fórmulas más auténticas pasarían por el
“Ars gratia artis” —el ‘buen juego porque sí’—, o, en la línea del Benfica,
pero con un poquito más de presunción: “Maior singulis, universis minor”, es
decir, ‘más grande que cada uno, menor que todos juntos’.
A algunos les parecerá una bobada, pero un emblema con tantos años
de tradición es algo a tener en cuenta. En una de sus reuniones antes del
partido, Guardiola debería hablar con sus jugadores y, quizá con la ayuda de
un sabio latinista doblado de culé —Jordi Cornudella, por ejemplo—, instruir
a los jugadores sobre el sentido de “E pluribus unum”. Una breve lección de
cultura clásica para afrontar los partidos.
Que no pare la música
En Fútbol... Jazz-Band, una novelita que Rafael López de Haro publicó
en 1924 y quizá debiera reeditarse (o quizá no, para qué vamos a
engañarnos), se comparaban con cierta pasión los ritmos que marcan
el baile alocado de las fiestas y el fútbol. Eran los felices años veinte y
el narrador, un doctor alemán contrario a la parranda constante de esa
época, escribía: “Como en el stadium, en el dancing todo es pedestre.
La importancia y el mérito residen, no más, en las extremidades
inferiores —en lo que más se parece el hombre a los irracionales—,
que actúan con independencia como si a ellas hubiesen descendido la
inteligencia y la sensibilidad. Idilio de juanetes y de tobillos, armonía de
corvas, trenzado de peronés, jugueteo de talones”. Hablaba del baile
del fox, del simny, pero podría estar describiendo el ajetreo de una
combinación entre Messi y Alvest al borde del área, por poner un
ejemplo que nos es cercano. Más adelante, la hija del alemán trababa
amistad con un futbolista y los lances de juego eran contados con
estas palabras: “Los jugadores corren de un lado a otro, ociosos sus
brazos como los del canguro. Todo estriba en darle a una pelota
furiosos puntapiés”.
Puede ser que los gentlemen de la época hallaran en la práctica del
fútbol una cierta nostalgia del fango, ese aire atávico y tribal que ya se
ha definido alguna vez y que nos acercaría al susodicho canguro, pero
no es menos exacto que el fútbol suramericano —argentinos,
nicaragüenses y brasileños— supo dotar de una filosofía a esas
piernas que corren, un sentido de la vida que cristaliza, por ejemplo,
cada vez que Xavi recibe la pelota, piensa una décima de segundo y la
abre para otro jugador, ya sea en el FC Barcelona, ya en la selección
española. El baile sigue siendo el mismo, nunca ha parado, pero ahora
por lo menos se conocen las dimensiones de la pista.
Hablo de todo esto porque la inteligencia en el campo, el ideario del
fútbol, es algo que no debe despreciarse ni perderse de vista. Aunque
enfrente tenga al mismísimo Vangelis, o a un hatajo de tediosos
jugadores aburridos como poetas minimalistas, el equipo debe
procurar mantener un estilo de juego y no contagiarse de la abulia
general. Este es el peligro que traen los equipos cuya única arma es el
cerrojo a calicanto y anestesiar así el partido.
Como buen filósofo del fútbol, Menotti sabía cómo resolver estos
problemas: una vez, estando en el Barça, para convencer a los
jugadores de que la cabeza también era importante, dispuso dos
equipos sobre el campo —titulares y suplentes— y les hizo jugar un
partido sin pelota, que él iba narrando. De repente, los jugadores
empezaron a moverse por la hierba con gran armonía, hasta tal punto
que la pelota casi se visualizaba, como un holograma. Esta debería ser
la máxima de los equipos de fútbol cuando saltan al campo y se
encuentran ante un rival que no quiere jugar: bailar siempre, como si la
orquestra siguiera tocando.
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