EL JESÚS DE LA HISTORIA Jesús de Nazaret ¿Ha existido en realidad Jesús de Nazaret?... La pregunta puede parecer innecesaria para el creyente cristiano que, por el hecho de serlo, da por supuesto que sí, aun sin detenerse a estudiar los detalles del problema. Pese a todo, tanto el cristiano como el ateo, o el perteneciente a otra religión, sueles formularse alguna vez este interrogante sin disponer normalmente de la necesaria información. Podemos decir que la cuestión de la existencia de Jesús no se plantea de forma notable hasta finales del siglo XVIII, aunque el tema llegue a comienzos del siglo XX. Bruno Bauer defendió que Jesús era sólo “una idea” predicada por los evangelizadores. Arthur Drews (1909) lo consideró como puro “mito del Cristo”. Casi se puede afirmar que desde entonces la existencia histórica de Jesús no se ha visto discutida por ningún investigador serio. Escritores nada solventes han dicho cosas extrañas sobre él: hijo de Herodes, extraterrestre, psicópata, mito astral, casado en secreto (“El código Da Vinci”, p. ej.). Sin embargo, además de otras razones, explicar el origen del cristianismo sin Cristo resulta no sólo excesivamente complicado, sino prácticamente tan imposible como explicar una hoguera sin una primera chispa. Rudolf Bultmann, uno de los críticos más radicales de las fuentes evangélicas, se expresa así: “Desde luego, la duda de si Jesús ha existido realmente carece de fundamento y no merece ni una sola palabra de réplica. Queda plenamente claro que Jesús está, como autor, detrás del movimiento histórico cuyo primer estadio palpable lo tenemos en la más antigua comunidad palestinense”. Jesús de Nazaret no es un mito. Su historia se puede localizar y datar. Y, aunque no podamos llegar a la última concreción, el número de kilómetros cuadrados o de años en los que se le enmarca es muy reducido. En consecuencia, el objetivo del tema será tratar de traducir a fechas concretas de nuestro calendario la imprecisa frase evangélica “en aquél tiempo”. “En aquel tiempo…” Para situar a Jesús de Nazaret en el tiempo, se emplean toda clase de documentos: historiadores romanos y judíos, arqueología, escritos religiosos judíos y, por supuesto, los evangelios y cartas de los primeros cristianos. No hace falta aclarar que los evangelios no son tratados de historia en el sentido moderno de la palabra; además, ni siquiera nos dan grandes precisiones cronológicas o geográficas. Pero, aun así, son documentos con un valor histórico, que coinciden con los que nos da la historia. Los evangelios no son simples informes, pero también contienen informes y se basan en informes sobre el Jesús real. Jesús no nació en el año I En el imperio romano los años se contaban desde la fundación de Roma, que convencionalmente se fija en el 753 a. C. fue el monje Dionisio el Exiguo el que, en el siglo IV, calculó, con los datos que poseía en su época, que Jesús habría nacido en el 754 de Roma y, por tanto, que ése era el año I de la nueva era. Hoy conocemos un detalle que aquel monje desconocía y que modifica la datación: Herodes el Grande, bajo cuyo reinado nació Jesús, murió el año 4 a. D. Según esto, lo seguro es que el nacimiento de Jesús tuvo lugar antes del referido año 4 a. C. Si además tenemos en cuenta toda una serie de indicios, podemos colocar con muchísima probabilidad el nacimiento de Jesús entre el final del año 7 a. C. y los comienzos del 6 a. C. Los años de nuestros actuales calendarios no son, por tanto, la distancia exacta que nos separa de la aparición de Jesús. Que el hecho tuviese lugar en tiempo del emperador Octavio César Augusto encaja perfectamente, ya que gobernó desde el 30 a. C. hasta el 14 d. C. Jesús comienza a predicar. La única fecha exacta que los evangelios nos dan no se refiere a Jesús, sino a Juan el Bautista, personaje citado también por el historiador Flavio Josefo. 5 En Lc 3,1s, se nos cuenta que “1 En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. 3 Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, 4 como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías”. Todos los nombres indicados coinciden perfectamente con la fecha que se señala. tiberio César sucedió a Octavio en 19 de agosto del año 14 d. C., y si se nos dice que llevaba 15 años reinando, una simple suma nos dará el año 29 d. C.; pero si nos atenemos, como es lo más lógico, al modo de contar en Siria, equivaldría a septiembre del 27 d. C. Resumiendo: lo seguro es que el año 28 de nuestra era, Juan Bautista andaba predicando. Del resto de personas citadas podemos decir que Poncio Pilato fue prefecto o procurador romano desde el año 26 d. C. hasta el 37 d. C.; Herodes Antipas, el que interviene en la muerte de Jesús, gobernó desde el año 4 a. C. hasta el 39 d. C.; Filipo lo hizo desde el 4 a. C. al 34 d. C.; Anás fue sumo sacerdote desde el año 6 d. C. al 15 d. C. y Caifás del 18 al 37 d. C. Si suponemos que la predicación de Jesús se inició poco después que la del Bautista, quizá ya en el año 28 de nuestro calendario comenzase la “vida pública”. La duración de la predicación de Jesús debió ser de unos dos años. En Lc 3, 23, se nos dice que Jesús, al comenzar tenía “unos 30 años”. el dato, tomado al pie de la letra, nos daría pistas para averiguar otras fechas; sin embargo la frase parece que hay que entenderla en sentido simbólico, no matemático. Así, cuando José comienza su actividad en Egipto, tiene 30 años (Gn 41, 46); cuando empieza a reinar David, tiene 30 años (2 Sam 5, 5); cuando Ezequiel recibe la vocación profética, tiene 30 años (Ez 1,1). Todo parece indicar que “30 años” hay que traducirlo simplemente como “la edad ideal para comenzar una misión”. En realidad, Jesús tendría más años por aquel entonces. La cifra de 33 años que se atribuye a la duración de su vida estaría compuesta de 30 años, cuando empezó, y de 3 de predicación. Como vemos, ninguna de las dos cifras es correcta. Cuándo murió Jesús Todos los evangelistas coinciden en que era viernes, “día de preparación, víspera del sábado”. Dado que en aquella época el día se contaba de puesta a puesta de sol, este viernes (desde las seis de la tarde del jueves hasta las seis de la tarde del viernes) abarca todo el desarrollo de los acontecimientos: última cena, juicio, crucifixión y entierro. Sin embargo, los tres evangelios sinópticos afirman que eso tuvo lugar el día 15 de Nisán y Juan señala que fue el 14 del mismo mes. La cronología astronómica da por seguro que ni el 14 ni el 15 de Nisán cayeron en viernes en los años 28, 29 y 32. Es decir, que en esos años no pudo ocurrir la muerte de Jesús. Se constata también que el 7 de abril del año 30 y el 3 de abril del 33 fueron viernes y, probablemente 14 de Nisán. Esto daría razón a Juan, pero no excluye por completo la posibilidad de que el viernes 27 de abril del año 31 y el viernes 7 de abril del año 30 fueran día 15. Así tendrían razón los sinópticos. Lo más aceptado es que Jesús murió el 7 de abril del año 30, sin entrar a decidir si era día 14 o 15. La fecha admisible más lejana para la muerte de Jesús sería el día 5 de abril del año 33. Todavía hoy celebramos la semana santa siguiendo el calendario lunar (el sábado siguiente a la primera luna llena de primavera); por esta razón no cae siempre en las mismas fechas del calendario. Según todo lo anterior, Jesús tendría al morir de 36 a 39 años. Y la frase evangélica “en aquel tiempo” queda concretada como topes máximos entre los años 7 a. C. y 33 d. C. Documentos no cristianos sobre Jesús Tenemos también algunos testimonios, generalmente anticristianos, acerca de Jesús. Son pocos, porque toda la tradición histórico-literaria de la época imperial se ha perdido, con excepción de Suetonio y Tácito. No sabemos lo que dirían los demás historiadores, pero desde luego podemos pensar lógicamente que la gran historia universal apenas se fijaría en Jesús de Nazaret o en los cristianos. 6 Suetonio Escribe en el año 120 sobre los sucesos del año 51 y dice que “el emperador Claudio expulsó de Roma a los judíos porque, por la influencia de Cresto, llegaron a ser causa permanente de desorden” (Vita Claudii, 25, 4). El hecho se cita también en Hch 18, 2. Es igualmente seguro que la letra “e” se leía como “i”. Tácito El gran historiador romano, en un texto del año 117, escribe a propósito del incendio de Roma, ocurrido en el año 64, cuando ardieron las tres cuartas partes de la ciudad y la gente lo atribuyó a Nerón que quería reconstruirla: “Para acabar con este rumor, Nerón tachó de culpables y castigó con refinados tormentos a esos que eran detestables por sus abominaciones y que la gente llamaba cristianos. Este nombre les viene de Cristo, que había sido entregado al suplicio por el procurador Poncio Pilato durante el principado de Tiberio. Reprimida de momento esta detestable superstición, surgía de nuevo, no sólo en Judea, donde había nacido aquel mal, sino también en Roma, donde desemboca y encuentra numerosa clientela todo lo que hay de más vergonzoso y criminal en el mundo. Empezaron, pues, a apresar a los que confesaban su fe; luego, basándose en sus declaraciones, cogieron a otros muchos que fueron convictos no tanto del crimen de incendio como de odio contra el género humano. No se contentaron con matarlos, sino que se ideó el juego de revestirlos con pieles de animales para que fueran desgarraos por los dientes de los perros, o bien los crucificaban, los embadurnaban de materias inflamables y, al llegar la noche, iluminaban las tinieblas como si fuesen antorchas. Nerón abrió sus jardines para este espectáculo y daba juegos en el circo, vistiéndose unas veces de cochero, mezclándose otras con el populacho o participando en las carreras, de pie sobre su carro. Por eso, aunque aquella gente era culpable y digna de los castigos más rigurosos, muchos se compadecían de ellos diciendo que les hacían desaparecer no por interés público, sino para satisfacer la crueldad de uno solo”. No sabemos de dónde sacó Tácito esta información, si de lo que decía la gente, de lo que contaban los mismos cristianos o de los archivos del imperio. Plinio el Joven Legado imperial en las provincias próximas al Mar Negro, escribe consultando a Trajano en el año 110/112: “Es costumbre en mí, señor, darte cuenta de todo asunto que me ofrece dudas. ¿Quién, en efecto, puede mejor dirigirme en mis vacilaciones o instruirme en mi ignorancia? Nunca he asistido a procesos de cristianos. De ahí que ignore qué sea costumbre, y hasta qué grado, castigar o investigar tales casos. Ni fue tampoco mediana mi perplejidad sobre si debe hacerse alguna diferencia de las edades, o nada tenga que ver tratarse de muchachos de tierna edad o de gentes más robustas; si se puede perdonar al que se arrepiente o nada le valga a quien en absoluto fue cristiano haber dejado de serlo; si hay, en fin, que castigar el nombre mismo, aun cuando ningún hecho vergonzoso le acompaña, o sólo los crímenes que pueden ir anejos al nombre. Por de pronto, respecto a los que eran delatados a mí como cristianos, he seguido el procedimiento siguiente: empecé por interrogarles a ellos mismos. Si confesaban ser cristianos, los volvía a interrogar segunda y tercera vez con amenaza de suplicio. A los que persistían, los mandé ejecutar, pues fuera lo que fuere lo que confesaban, lo que no ofrecía duda es que su pertinacia y obstinación inflexible tenían que ser castigadas. Otros hubo, atacados de semejante locura, de los que, por ser ciudadanos romanos, tomé nota para ser remitidos a la Urbe. Luego, a lo largo del proceso, como suele suceder, al complicarse la causa, se presentaron varios casos particulares. Se me presentó un memorial, sin firma, con una larga lista de nombres. A los que negaban ser o haber sido cristianos y lo probaban, invocando con una fórmula por mí propuesta a los dioses y ofreciendo incienso y vino a tu estatua, que para este fin mandé traer al tribunal con las imágenes de las divinidades, y maldiciendo por último a Cristo -cosas todas que se dice ser imposible forzar a hacer a los que son de verdad cristianos-, juzgué que debían ser puestos en libertad. Otros, incluidos en las listas del delator, dijeron sí ser cristianos, pero inmediatamente lo negaron; es decir, que lo habían sido, pero habían dejado de serlo: unos desde hacía tres años; 7 otros, desde más, y aun hubo quien desde veinte. Todos ellos adoraron tu estatua y la de los dioses y blasfemaron de Cristo”. Ahora bien, afirmaban éstos que, en suma, su crimen o, si se quiere, su error se había reducido a haber tenido por costumbre, en días señalados, reunirse antes de rayar el sol y cantar, alternando entre sí, a coro, un himno a Cristo como a Dios y obligarse por solemne juramento no a crimen alguno, sino a no cometer hurtos ni latrocinios ni adulterios, a no faltar a la palabra dada, a no negar, al reclamárseles, el depósito confiado. “Terminado todo esto, decían que la costumbre era retirarse cada uno a su casa y reunirse nuevamente para tomar una comida, ordinaria empero e inofensiva; y aun eso mismo lo habían dejado de hacer después de mi edicto por el que, conforme a tu mandato, había prohibido las asociaciones secretas. Con estos informes, me pareció todavía más necesario inquirir qué hubiera en todo ello de verdad, aun por la aplicación del tormento, a dos esclavas que se decían “ministras” ( o diaconisas). Ninguna otra cosa hallé sino una superstición perversa y desmedida. Por ello, suspendidos los procesos, he acudido a consultarte. El asunto, efectivamente, me ha parecido que merecía la pena de ser consultado, atendido, sobre todo, el número de los que están acusados. Porque es el caso que muchos, de toda edad, de toda condición, de uno y otro sexo, son todavía llamados en justicia y lo serán en adelante. Y es que el contagio de esta superstición ha invadido no sólo las ciudades, sino hasta las aldeas y los campos; mas, al parecer, aún puede detenerse y remediarse. Lo cierto es que, como puede fácilmente comprobarse, los templos, antes ya casi desolados, han empezado a frecuentarse, y las solemnidades sagradas, por largo tiempo interrumpidas, nuevamente se celebran, y que las carnes de las víctimas, para las que no se hallaba antes sino un rarísimo comprador, tienen ahora un excelente mercado. De ahí puede conjeturarse qué muchedumbre de hombres pudiera enmendarse con sólo dar lugar al arrepentimiento” (Epist., lib. 10, 96). Flavio Josefo El único historiador judío de la época del que conservamos sus escritos, nos habla en Antigüedades judías (año 94 d. C.) de Juan bautista y, en dos ocasiones, de Jesús. Flavio Josefo es un personaje ambiguo, nacido en el año 37 d. C. Lo encontramos en el 67 como jefe de los insurrectos de Galilea, luchando contra los romanos. Capturado por éstos, se pasa al bando enemigo y vive rico en Roma, donde escribe varias obras. La primera ocasión en la que nombra a Cristo es hablando de Anás el joven, sumo sacerdote, de temperamento impetuoso y sumamente atrevido, perteneciente a la secta de los saduceos, que, cuando son ellos los que juzgan, son más duros que todos los demás judíos. Anás, en el año 62 d. C., “convocó a los jueces del sanedrín y trajo ante ellos al hermano de Jesús, llamado Cristo -su nombre era Santiago—, y a algunos otros. Los acusó de haber violado la ley y los entregó para que los lapidaran... Pero todos los habitantes de la ciudad, que eran considerados como los más equitativos y estrictos cumplidores de las leyes (los fariseos), se indignaron por ello y enviaron secretamente a pedir al rey (Agripa II) que no dejara obrar de esta forma a Anás... El rey Agripa le quitó por esta causa el sumo pontificado que había ejercido durante tres meses, y puso a Jesús, hijo de Damné” (Ant., 20; 9, 1). En la misma obra se contiene otra referencia más polémica, ya que los historiadores, aunque materialmente no lo puedan probar, creen que ha sido retocada por manos cristianas alrededor del siglo III. El párrafo es el siguiente: “Por esta época, vivió Jesús, un hombre excepcional, ya que llevaba a cabo cosas prodigiosas. Maestro de personas que estaban totalmente dispuestas a prestar buena acogida a las doctrinas de buena ley, conquistó a muchas personas entre los judíos e incluso entre los helenos. Cuando, al ser denunciado por nuestros notables, Pilato lo condenó a la cruz, los que le habían dado su afecto no dejaron de amarlo, ya que se les había aparecido al tercer día, viviendo de nuevo, tal como habían declarado los divinos profetas, así como otras mil maravillas a propósito de él. Todavía en nuestros días no se ha secado el linaje de los que por causa de él reciben el nombre de cristianos” (Ant., 18, 63-64). El párrafo no está sólidamente vinculado al contexto. El texto que se considera oficial (de Eusebio de Cesárea) dice: “... Hombre excepcional en tanto en cuanto conviene decirle hombre... era Cristo...”. San Jerónimo: “Se creía que él era Cristo”. Agapios: “Quizá fuera el mesías”. Y Miguel el Sirio: “Se pensaba que era el mesías”. Orígenes 8 dice que Josefo no creía que Jesús fuera el Cristo. Es difícil que un judío diga: “en tanto en cuanto se le pueda llamar hombre” y “era el Cristo”. Ignoramos también por qué Josefo no nos da más noticias sobre Jesús. Otros datos pudieron haber existido: san Justino (año 110), hablando de los milagros y la muerte de Jesús, alude como prueba a las “Actas de Pilato, conservadas en Roma” como relaciones públicas y auténticas (Apol., I, 48; I, 35). También parece que Tertuliano alude a ellas (Apol., I, 21). Pero no conocemos rastro alguno de estos documentos. Sobre el nombre de Jesús En el libro de los Números (13, 8-16), Josué, al principio, se llamaba Hôsea', que quiere decir “salvación”. Pero Moisés le cambió el nombre por el de Yehôsûa', que significa “Yavé salva”. Por el fenómeno fonético llamado “disimilación”, se convirtió en Yésua'. Así lo encontramos en Nehemías (8, 17), de donde procede el nombre latino de Jesús. Hasta el siglo II d. C., fue un nombre muy corriente entre los judíos. Así, pues, el nombre hebreo de Jesús es Yêsua'. La última letra puede pronunciarse en castellano como j, por lo que suena como Yêsûaj. No obstante, es muy seguro que la pronunciación galilea del nombre se comía las últimas letras, resultando así Yesû. Precisamente el idioma que habló Jesús fue una variedad galilea del arameo occidental, que se diferencia del arameo de Judea por la pronunciación, por las diferencias de léxico y por las deficiencias gramaticales. A un galileo se le podía conocer fácilmente por su pronunciación. La existencia de Jesús: de la historia a la fe Hemos visto los documentos no-cristianos de la época. Podemos observar que ninguno niega la existencia real e histórica de Jesús de Nazaret. Todos se refieren a él como a alguien concreto y no como a un ser mitológico. En realidad, si a la existencia de Jesús le pedimos más pruebas que a otros personajes, es precisamente porque él tiene actualmente para nosotros una trascendencia que los demás no tienen. Sin la existencia real de Jesús, no habría lugar para la fe, pero, aunque con documentos históricos hayamos comprobado su existencia, sólo la fe personal podrá hacernos ver en él al “hijo de Dios”. 9