ANÁLISIS JURÍDICO DEL TRATAMIENTO PENITENCIARIO

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ANÁLISIS JURÍDICO DEL TRATAMIENTO PENITENCIARIO
Manuel Fernando Moya Vargas
INTRODUCCIÓN
El derecho penal conforma el sistema teórico-práctico de administración de
la función punitiva del estado. Así entendido, es constitutivo de una manifestación
específica del poder sancionador que en tanto tal opera un método de control
social (Bustos, 1983) manifiesto en la violencia con que el estado limita, disminuye
o elimina bienes jurídicos de las personas vencidas en juicio (Hegel, 1999).
Como mecanismo de protección jurídica basado en el castigo personal, se
considera un método de justicia heterocompositiva que ocupa a la legislación
internacional y a la nacional con similar determinación. Considerada como una de
las máximas expresiones de agresión legítima contra los individuos, la función
punitiva del estado surgió como sistema integrado por lo que actualmente se
denomina programa constitucional de derecho penal (Ferrajolli, 1999), las leyes
penales sustantivas y adjetivas, esto es el código penal y de procedimiento penal
respectivamente los cuales en la actualidad corresponden a las leyes 599 de
2000, 600 de 2000 y 906 de 2004; junto con las disposiciones legales asociadas a
la administración del castigo, o Ley 65 de 1993 y las resoluciones del INPEC que
la desarrollan. La misma condición de violencia ejercida legítimamente sobre el
cuerpo del condenado concita permanentemente la atención de las autoridades
internacionales con potestad para referirse al control penal de los estados
nacionales, y es en esta prospectiva que aparecieron en el escenario del bloque
de constitucionalidad las reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos (ONU
1957, 1977); el conjunto de Principios para la protección de todas las personas
sometidas a cualquier forma de detención o prisión (ONU 1988); los Principios
básicos para el tratamiento de los reclusos (ONU 1990); y, las Reglas de las
Naciones Unidas para la protección de los menores privados de la libertad (ONU
1990).
La fuerza vinculante de estas disposiciones surge de sus efectos en el
bloque de constitucionalidad en cuanto genera derechos que no puede menos que
reputarse de fundamentales para los reclusos. Por otra parte, de ser constitutivas
de la doctrina internacional en la materia y, finalmente, porque el Comité de
Derechos Humanos ha reconocido que constituyen un orientador determinante en
la interpretación del Pacto (Comité de Derechos Humanos, 1997).
Se dispone en consecuencia de dos marcos jurídicos esenciales,
constituyentes del trasfondo legal del tratamiento penitenciario. Sin que se haya
consagrado una relación de predominio de uno u otro orden, es el internacional el
que ha echado las bases del orden normativo interno de los estados nacionales
(Kelsen 1982, 1994), particularmente en cuanto hace a una visión fundada en el
bloque de constitucionalidad, razón por la cual el análisis jurídico del tratamiento
penitenciario aborda inicialmente los presupuestos internacionales, posteriormente
los nacionales y, finalmente, a partir de una comparación de los dos órdenes,
determina el nivel de proximidad o de alejamiento que registran.
Para efectos del análisis se asumen las áreas temáticas determinantes en
el servicio penitenciario, como son la dignidad humana de los internos y su
relación con el tratamiento penitenciario, la naturaleza del régimen, el tratamiento
penitenciarios diferencial, las funciones de la pena, los fundamentos sistemáticos
del tratamiento, el tratamiento penitenciario propiamente tal y el programa
individual, así como el personal penitenciario. Estos temas se abordan desde el
derecho internacional, y pasa en seguida a hacerse el análisis desde el derecho
nacional, para finalmente realizar la comparación que permite determinar la
proximidad o lejanía óntica y epistémica que registran los dos órdenes.
I. LA PERSPECTIVA INTERNACIONAL DEL TRATAMIENTO
PENITENCIARIO
Naciones Unidas empezó a ocuparse formalmente del tratamiento
penitenciario a partir de 1957, año en el cual durante el Primer Congreso de
Naciones Unidas sobre prevención del delito y tratamiento del delincuente
celebrado en Ginebra, adoptó las denominadas Reglas mínimas para el
tratamiento de los reclusos, mediante la Resolución 663C del 31 de julio de 1957.
La cual fue posteriormente ratificada mediante la Resolución 2076 del 13 de mayo
de 1977. Son estos los principios que se ocupan del tratamiento penitenciario
propiamente dicho, si bien surgieron con posterioridad otros referidos a diversos
aspectos, como los relacionados con las condiciones jurídicas de las personas
privadas de la libertad. Así, mediante Resolución 43/173 del 9 de diciembre de
1988 se adoptó el conjunto de Principios para la protección de todas las personas
sometidas a cualquier forma de detención o prisión, la cual se ocupa
principalmente de los derechos jurídicos y de asistencia legal de los que participan
las personas privadas de la libertad. En 1990 mediante Resolución 45/111 del 14
de diciembre de 1990 se adoptaron los principios básicos para el tratamiento de
los reclusos, los cuales coinciden esencialmente con el cuerpo de los principios
adoptados en 1957 y 1977, aun cuando a diferencia de éstos erige la dignidad
humana como fundamento del tratamiento penitenciario. Y, mediante Resolución
45/113 del mismo año, se adoptaron las Reglas de Naciones Unidas para la
protección de Menores privados de la libertad.
Las resoluciones pertinentes al tratamiento penitenciario propiamente tal,
indican a los países miembros de la organización que, si bien no promueven la
adopción de un método concreto de tratamiento penitenciario, puesto que ello
hace parte del poder configurador de los estados nacionales, sí establece lo que
se considera como el mínimo que deben observar al momento de constituirlo o
adoptarlo para ser considerado internacionalmente aceptado. De manera que la
observación de estas reglas resulta necesaria para alcanzar una necesaria
legitimidad internacional del ejercicio de la función punitiva de los estados
nacionales.
La dignidad humana como principio del tratamiento penitenciario
Los principios plasmados en las Resoluciones de los años 1957 y 1977 no
hicieron mención expresa a la dignidad humana como principio rector del
tratamiento penitenciario, aún cuando son varios los principios que concursan a
favor, como por ejemplo la proscripción de medios de coerción (ONU, 1957, 1977,
prs. 33, 34 y 35) o los referidos al régimen disciplinario y sancionatorio (ONU,
1957, 1977, prs. 27, 28, 29, 30, 31 y 32). Sin embargo, la consagración expresa
surgió inicialmente en 1988 como primer principio, Toda persona sometida a
cualquier forma de detención o prisión será tratada humanamente y con el respeto
debido a la dignidad inherente al ser humano. Incluso proscribió cualquier forma
de tortura, tratos o penas crueles inhumanas o degradantes (ONU, 1988, pr. 6), y
si bien reiteró el tratamiento diferencial, hizo especial énfasis en las condiciones
de las mujeres, las lactantes, embarazadas, niños, jóvenes, personas de edad
avanzada, enfermos e impedidos, advirtiendo que sus especiales condiciones
reclaman tratamiento penitenciario diferencial y que ello no conlleva formas de
discriminación, incluyendo la posibilidad de verificación por parte de un juez u otra
autoridad (ONU, 1988, pr. 5.2).
A su turno, fueron proscritos el abuso de la situación de la persona detenida
o presa para obligarla a confesar o declarar, así como el uso de cualquier forma
de violencia o amenaza en desarrollo de los interrogatorios a que deba someterse
(ONU, 1988, pr. 21). Por demás concluyó que ninguna persona privada de la
libertad será sometida, ni siquiera con su consentimiento, a experimentos médicos
o científicos que puedan resultar perjudiciales para su salud (ONU, 1988, pr. 22).
Posteriormente se ocupó de reiterar la consagración de la dignidad humana
en el tratamiento penitenciario la primera disposición de los Principios básicos
para el tratamiento de los reclusos, mediante el cual se reitera lo dicho en 1988
acerca de la prohibición de formas de discriminación por cualquier motivo
especialmente por razones de sexo, raza, color, idioma, religión, creencias, origen,
posición o nacimiento; incluso, condicionó el tratamiento penitenciario al respeto a
la religión y preceptos culturales del grupo al cual pertenezca el recluso, debiendo
garantizar el ejercicio efectivo de los derechos atribuidos en virtud de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de los
Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo, así como los demás derechos
estipulados en cualquier otro instrumento de las Naciones Unidas, a no ser que
resulte evidentemente necesario limitarlos por el hecho del encarcelamiento. Y en
este contexto específico conviene mencionar que el mismo cuerpo deontológico
indicó que se tratará de abolir o restringir el uso del aislamiento en celda de
castigo como sanción disciplinaria y se alentará su abolición o restricción (ONU,
1990).
Es preciso así mismo referir que el Comité de Derechos Humanos suscitó la
Observación General 21, Trato Humano de las Personas Privadas de la Libertad
(artículo 10), mediante la cual reiteró la vigencia de las disposiciones de Naciones
Unidas asociadas con el principio de dignidad humana vinculadas al tratamiento
penitenciario aquí referidas, e instó a los estados parte a dar estricto cumplimiento
a las mismas, así como también previó aspectos formales de los informes que
deben presentar a fin de establecer si se da cumplimiento a esta disposición en
particular y a todas las restantes en general.
Naturaleza del régimen penitenciario
En una concepción particular Naciones Unidas califica el régimen
penitenciario como servicio social de gran importancia, a cuyo efecto las
autoridades
penitenciarias
deben
implementar
todos
los
procedimientos
adecuados para ilustrar en ese sentido a la opinión pública (ONU, 1957, 1977, pr.
46.2). Esta visión jurídica del régimen conlleva efectos concretos en la medida que
permite evaluarlo como un servicio público esencial y paralelo a los comúnmente
identificados como tales, con todas las particularidades que la ley previó para los
mismos. Por otra parte, cabe preguntarse si constituiría un servicio público
independiente o si por el contrario, hace parte integral del servicio público de la
administración de justicia. Lo cierto es que se integra a éste en condición de
mecanismo heterocompositivo de justicia, lo que reafirma la interdicción de la
ejecución de castigos por personas u organizaciones privadas, y por consiguiente
la ilicitud de cualquier forma de justicia de esta naturaleza.
Específicamente la orden de ilustrar a la opinión pública en punto a los
procedimientos penitenciarios, se explica en la concepción que sobre los fines de
la pena incorporó Naciones Unidas pues, como se verá, derivó en que la función
preventiva resulta ser la más significativa, aún por sobre la función resocializadora
de los internos que, si bien hace parte del plexo óntico del tratamiento
penitenciario, se subordina a la provocación del efecto disuasivo en la sociedad
evitando así la generación de comportamientos punibles.
Tratamiento penitenciario diferencial.
En tanto guía fundamental, parte de la constitución de lo que vendría a
denominarse “tratamiento penitenciario diferencial”, entendiendo por tal que los
internos están sujetos a un procesamiento penitenciario específico a cuyo efecto
debe ser categorizados por las circunstancias precisamente señaladas, a saber, el
sexo, la edad, antecedentes y los motivos de su privación de la libertad. Fuera de
ello deben ser consideradas a fin de operar tratamientos separados en primer
lugar el género, también la condición de procesados o condenados, es decir, si el
internamiento se fundamenta en una orden provisional de aseguramiento de la
persona procesada o, por el contrario, en una sentencia condenatoria. Así mismo,
la naturaleza civil o penal del delito. Y, finalmente, la condición de menores y de
adultos. (ONU, 1957, 1977, 1988).
Puede generar algún tipo de inquietud la distinción evidenciada entre delitos
civiles y penales, la cual si bien existió no resulta hoy operativa ni recurrida más
que para efectos históricos; fue ciertamente aplicada en el derecho romano
(Mommsen, 1999), en la actualidad se prefiere referir la distinción entre delitos y
contravenciones o, delitos graves y delitos comunes (ONU, Convención de
Palermo, 2000).
La distinción entre delitos civiles y delitos penales es típicamente romana. Ciertamente tanto el
derecho romano arcaico como el clásico identificaron los delitos y los cuasidelitos como fuente de
las obligaciones, considerando como tales el furtum nec manifestum, el furtum manifestum,el
furtum conceptum y el furtum oblatum, el damnum y la iniuria. A diferencia de los crímenes, que
fueron considerados como conductas particularmente graves sujetas a castigos penales tales como
la inmersión en el Tíber, la decapitación, la crucifixión, la confiscación o la expulsión del territorio
romano. Como ejemplos de crímenes se encuentran el parricidium, el fratricidium, el uxoricidium¸
la violencia sexual, los crímenes de alta traición como la prodocía (versión griega) o perduellio
(versión latina), etc. Actualmente no se emplea tal distinción, máxime cuando la misma
Constitución Política proscribió la prisión por deudas, significando que los daños civiles generan
consecuencias exclusivamente patrimoniales, más no efectos personales como precisamente la
prisión. Por su parte la Convención de Palermo de 2000, o Convención contra la Delincuencia
Transnacional Organizada concluyó que por delito grave debía entenderse todos aquellos que
previeran pena de prisión no inferior a cuatro años.
Muy concretamente el principio 63 (ONU, 1957, 1977) se ocupó del tema al
reafirmar que el tratamiento se individualiza en función de un sistema flexible de
clasificación de los reclusos por grupos, lo que a su vez demanda una taxonomía
de presidios definida por las características de los grupos constituidos, de suerte
que se prefiera la diferenciación de locales penitenciarios para los diversos grupos
en los cuales se garanticen las condiciones de tratamiento que demanda cada
uno. Por esta razón y si bien los establecimientos no pueden disponer de los
mismos dispositivos de seguridad, el grado en que cada cual se constituya va a
depender directamente de las características del grupo conformado; más no es
esta condición constitutiva de un óbice para que la organización de estados
prefiera aquellos cuyos esquemas de seguridad que se basan en la autodisciplina
de los reclusos o, los que carezcan de medios contra la evasión, justamente por
considerarlos más apropiados para la rehabilitación del interno (ONU, 1957, 1977,
pr. 63.3).
En el principio 67 (ONU, 1957, 1977) se encuentran denominados los fines de
la clasificación de conformidad a los siguientes enunciados:
a) Separar a los reclusos que por su pasado criminal o mala disposición
ejercerían una influencia nociva sobre los demás;
b) Repartir a los reclusos en grupos a fin de facilitar el tratamiento encaminado
a su readaptación social.
La separación se opera mediante la generación de penitenciarías de distinto
tipo o, mediante la sectorización de las que hubiere.
Funciones de la pena.
Aún cuando Naciones Unidas no se adhiere a una de las escuelas
consabidas de la teoría de la pena ni asume una particular posición respecto de
las funciones de la misma, no es difícil advertir una muy íntima identidad de
principios con la llamada escuela de la prevención general negativa (Bustos, 1983,
2005). En efecto, parte del hecho de admitir como necesaria la cualidad aflictiva
de la pena, encuadrada en el efecto de aislar al recluso de la sociedad y por
consiguiente, despojarlo de su derecho a disponer de su persona al privarle de su
libertad, proscribiendo cualquier tentativa de agravar los sufrimientos inherentes a
tal situación (ONU, 1957, 1977, Principio 57, Segunda Parte, A. Condenados).
Con tal presupuesto óntico señala en el principio 58 Ib. como fin y justificación de
las penas la protección de la sociedad contra el crimen, lo cual se distingue como
una manifestación particular en la concepción de los fines y justificación de las
penas por parte de la organización, en tanto las escuelas refieren la protección de
la sociedad con respecto al delincuente, no frente al delito; criterio que bien puede
generar discusiones en punto a la coherencia de sus postulados.
Efectivamente podría considerarse que si se busca proteger a la sociedad del crimen y no de la
persona del delincuente, ¿por qué aislarlo cuando el delito como el agente que lo realiza al menos
tiene una profunda explicación en la generación social, así que dónde buscar la solución, en la
organización social misma o en sus individuos aislados? Por otra parte, si no son los individuos que
realizan los delitos sino el fenómeno criminal mismo lo que busca enfrentarse mediante la pena,
¿Por qué es preciso aislar al individuo y, más que ello, de dónde deriva la urgencia de socializarlo
acudiendo a la paradoja de aislarlo de la sociedad para que aprenda a vivir en ella? Naciones
Unidas procura sin embargo anticiparse a este tipo de objeciones acudiendo a institutos como los
que más adelante habrá oportunidad de describir.
El principio se completa al destacar que el tiempo de privación efectiva de la
libertad está concebido para generar en el recluso el efecto de interiorizar el
sentido de acatamiento de la ley, proveer a sus necesidades y generar
competencias específicas para que “sea capaz de hacerlo”. La instrumentación del
régimen penitenciario en la busca de este propósito concierne a la implementación
de medios curativos, educativos, morales, espirituales y de cualquier otra
naturaleza, tanto asistenciales como de reconducción conductual del individuo
sujeto al tratamiento ordenados en función de la socialización del mismo, razón
por la cual se erige como estatuto penitenciario la reproducción más fiel posible en
el presidio de las condiciones sociales que asumiría el individuo en libertad,
incluso el principio 61 (ONU, 1957, 1977) señala que el tratamiento penitenciario
debe destacar en el recluso la certeza de seguir haciendo parte de la sociedad y
que su reclusión no implica exclusión social, pretensión a favor de la cual se debe
demandar la cooperación de organizaciones sociales en apoyo de las autoridades
penitenciarias, y la permanencia de trabajadores sociales en los centros
penitenciarios encargados de procurar el sostenimiento y mejora de las relaciones
familiares del recluso, fuera de las que surjan con otro tipo de instituciones
sociales convergentes. Específicamente los principios 79 a 81 (ONU, 1957, 1977)
se ocupan de las relaciones sociales y ayuda post penitenciaria, en términos de
fomentar las relaciones familiares cuando ello resulte apropiado tanto al recluso
como a su familia. Por demás, destaca la importancia de garantizar al interno un
adecuado contacto con el exterior, inclusive el derecho de mantenerse enterado
de los acontecimientos que históricamente suceden (ONU, 1957, 1977, prs. 37, 18
y 39). Derechos reiterados en el principio 19 en el sentido de sostener durante el
término de la reclusión, el debido y suficiente contacto familiar y social con el
exterior, observando las medidas de seguridad que razonablemente demande su
situación (ONU, 1988). En el mismo sentido surgió el principio Nº 10 de la
Resolución 45/111 de 1990. Y con similar criterio indica el principio 72 (ONU,
1957, 1977) que las condiciones de trabajo dentro del reclusorio deberán
reproducir de la forma más cercana a la realidad, las condiciones laborales que se
operan en la vida en libertad, razón por la cual se prefiere que las industrias y
granjas penitenciarias sean competencia de administradores privados, y la
remuneración deberá corresponder a la que equitativamente corresponda, así el
trabajo se desarrolle en dependencias del gobierno. Por demás, se previó que los
métodos de cancelación de salarios y las condiciones de seguridad social laboral,
serán los mismos previstos por la ley para casos normales de trabajo. La
asimilación de condiciones laborales de los reclusos a las ordinarias de la vida en
libertad, fue reiterada en el principio 8º de la Resolución 45/111 de 1990.
Fundamentos sistemáticos del tratamiento. ¿Sistema progresivo?
Del reconocimiento del recluso como individuo que precisa ser socializado y
cuyas condiciones en presidio deben acentuar la conformidad social antes que la
exclusión, aparece el primer argumento deontológico en favor de la consagración
de un sistema de tratamiento que, si bien Naciones Unidas no identifica y antes
bien reitera la libertad configuradora que asiste a los estados nacionales en la
selección del que mejor convenga a su orden interno, las características que
propuso se aproximan particularmente al denominado tratamiento progresivo,
descrito en el texto del principio 60.2 (ONU, 1957, 1977) al señalar que, Es
conveniente que, antes del término de la ejecución de una pena o medida, se
adopten los medios necesarios para asegurar al recluso un retorno progresivo a la
vida en sociedad. Este propósito puede alcanzarse, según los casos, con un
régimen
preparatorio
para
la
liberación,
organizado
dentro
del
mismo
establecimiento o en otra institución apropiada, o mediante una liberación
condicional, bajo una vigilancia que no deberá ser confiada a la policía, sino que
comprenderá una asistencia social eficaz. De manera que para Naciones Unidas
el sistema es constitutivo de un proceso en el tratamiento penitenciario
caracterizado por la preparación y práctica que recibe el interno para su acceso
gradual a la vida en libertad, accediendo por esta vía a condiciones que realizan o,
al menos, reproducen las condiciones de la vida social que el mismo adquiere en
libertad. Más no puede concluirse por ello que el tratamiento progrese en prisión y
concluya con la reclusión, precisamente Naciones Unidas demanda que el
tratamiento penitenciario se caracterice por una interacción permanente de las
organizaciones sociales con las autoridades penitenciarias para asegurar el efecto
de inclusión en previsión de un probable efecto de exclusión, así como la
permanente mediación de los trabajadores sociales al interior del reclusorio con
las familias de los reclusos y otras instituciones sociales a las que éste
pertenezca. A partir de esta concepción de interacción social se genera una
especie de corresponsabilidad en cuanto el principio 64 (ONU, 1957, 1977)
distinguió que el deber de la sociedad no termina con la liberación del recluso (…),
de manera que tanto organizaciones públicas como privadas están convocadas en
garantía de proveer a la persona en condición post penitenciaria, de las
condiciones de readaptación involucradas en la disminución de los perjuicios y
exigencias del reingreso a la comunidad.
El principio de corresponsabilidad si bien se encuentra incardinado en los presupuestos
constitucionales del artículo 95 superior con carácter general, no ha sido objeto de reconocimiento
legal expreso más que para la protección de los menores mediante la Ley 1098 de 2007, o ley de
infancia y adolescencia. En rigor, se trata de una obligación que genera responsabilidades
específicas a distintos estamentos sociales tanto públicos como privados, sin embargo la misma
ley no se encargó de establecer los mecanismos de exigibilidad, tornando nugatorio un aspecto
determinante de la obligación, pues se recuerda que un derecho sin acción no comporta
necesariamente una prestación. En el caso de los reclusos, desde la perspectiva de Naciones
Unidas, resulta todavía más ambiguo en tanto relegó la corresponsabilidad a deber antes que a
obligación, y de por sí los deberes deontológicamente se encuentran informados de postulados
morales y éticos antes que jurídicos.
En desarrollo de la progresividad del tratamiento se previó en el principio 70
(ONU, 1957, 1977) que cada establecimiento concrete un sistema de privilegios
constituido en función de las características de cada grupo de reclusos, el cual
resulte adaptado a los distintos métodos de tratamiento que se aplique, en orden a
alentar la buena conducta, desarrollar el sentido de responsabilidad y promover el
interés y la cooperación de los reclusos en lo que atañe a su tratamiento.
ºTratamiento penitenciario y programa individual
Si bien los postulados precedentemente analizados constituyen aspectos
centrales de la tendencia internacional en materia de tratamiento penitenciario, los
principios del 57 y 77 (ONU, 1957, 1977) refirió específicamente el objeto del
tratamiento penitenciario durante la ejecución de la pena o la medida de seguridad
como (…) inculcarles –a los internos- la voluntad de vivir conforme a la ley,
mantenerse con el producto de su trabajo, y crear en ellos la aptitud para hacerlo.
Dicho tratamiento estará encaminado a fomentar en ellos el respeto a sí mismos y
desarrollar el sentido de responsabilidad. (ONU, 1957, 1977, Principio 65,
Segunda Parte, A. Condenados). De donde surge que la organización de naciones
asume al procesado o condenado como una persona que requiere un cierto tipo
de transformación para ser reingresado a la sociedad y resultar funcional dentro
de ella o, al menos no disfuncional.
Esta concepción desata las críticas habituales que se han formulado a esta tendencia, en el
entendido que hay personas privadas de la libertad que no requieren este tipo de tratamiento,
precisamente porque la infracción a la ley penal no atiende disfunciones o deficiencias en la
socialización primaria o secundaria del recluso, como puede suceder con los delincuentes a
quienes se han atribuido comportamientos contra el orden constitucional, o a los llamados
delincuentes de cuello blanco. Por otra parte, dentro del esquema constitucional generado por el
discurso de estado social y de derecho, cuyo elemento -la dignidad humana- informa un cierto tipo
de libertad configuradora de la personalidad, parece opuesto a los postulados del tratamiento
penitenciario que presumen la necesidad menor o mayor de fortalecimiento de la socialización
primaria o secundaria del individuo. No obstante y como anticipación, lo que hizo Naciones Unidas
fue condicionar el tratamiento penitenciario a las particulares necesidades individuales que registre
cada recluso.
En desarrollo del régimen del tratamiento penitenciario que dispuso
Naciones Unidas, tras fijarse el objetivo se encuentran identificados los
mecanismos que permiten vehicularlo, si bien la norma internacional no hace otra
cosa que enunciarlos:
a) Asistencia religiosa;
b) Instrucción;
c) Orientación y formación profesionales;
d) Asesoramiento relativo al empleo;
e) Desarrollo físico; y
f) Educación moral.
Sin embargo, las disposiciones internacionales no generalizan el tratamiento
penitenciario de suerte que prevea el mismo para todos sus destinatarios, antes
bien el elemento de la resocialización surge de la diferenciación por individuos
conforme a sus necesidades específicas. Surge así el programa individual de
tratamiento penitenciario, el cual procura operar los objetivos del tratamiento a
partir de las específicas necesidades detectadas en cada uno de los reclusos. A
tal fin se previó que los anteriores mecanismos se apliquen en consideración a las
condiciones individuales de cada recluso, a cuya determinación concursan su
pasado social y criminal, su capacidad y aptitud física y mental, sus disposiciones
personales, la duración de la condena y las perspectivas post penitenciarias. Estos
aspectos y los demás que contribuyan a la determinación individual del interno
deben reposar en un informe que, además de ser puesto a disposición del director
del reclusorio a la brevedad, debe acompañarse de un dictamen de un médico
preferiblemente siquiatra, que confirme el estado físico y mental del recluso. La
vocación natural de estos informes y cualquier otra información que concurra
respecto a su identificación integral, como por ejemplo el texto de la sentencia, es
la de conformar un expediente individual que permita a cualquiera de los expertos
encargados del tratamiento penitenciario o de su evaluación, determinar el
tratamiento que precisa el interno así como consultar el estado de progreso del
mismo. A tal efecto se debe generar adicionalmente un estudio de personalidad a
fin de que disponiendo de suficiente información, el programa de tratamiento
individual resulte apropiado a las especiales necesidades, capacidades e
inclinaciones individuales del interno.
Pese a lo anterior, generalizó mediante el principio 71 (ONU, 1957, 1977) la
obligación de trabajar dentro del reclusorio, advirtiendo que bajo ningún pretexto el
trabajo podrá tener características aflictivas, y que siempre serán consideradas las
condiciones físicas y mentales certificadas por el médico. Se dispuso igualmente
que el trabajo deba ser productivo, (…) suficiente para ocuparlos durante la
duración normal de una jornada de trabajo, pudiendo cada uno elegir su trabajo
dentro de los límites compatibles con una selección profesional racional, además
deben considerarse las condiciones de administración y disciplina penitenciarias.
Hace parte del tratamiento la conservación y desarrollo de las relaciones del
recluso con organizaciones sociales externas que favorezcan el tratamiento, sus
relaciones familiares y la inclusión social post penitenciaria (ONU, 1957, 1977, pr.
80, 1990, pr. 10).
Siguiendo el sentido individual del tratamiento se dispuso que las personas
alienadas y quienes sufran patologías mentales no deban ser recluidas en
prisiones,
sino
sujetas
a
tratamientos
pertinentes
en
establecimientos
especializados, bajo la estricta vigilancia de médicos competentes, pudiendo
extender el tratamiento, cuando ello fuere necesario, más allá de la conclusión de
la estancia durante el cumplimiento de la condena.
Personal penitenciario
Naciones Unidas reconoció como uno de los factores determinantes en la
eficacia del tratamiento penitenciario la integridad, humanidad, aptitud personal y
la capacidad profesional de los funcionarios y demás personas involucradas en el
ejercicio y administración del tratamiento penitenciario (ONU, 1957, 1977, pr.
46.1.2). Razón que justifica en criterio de la organización de naciones la
exclusividad de los funcionarios, su profesionalización y su ingreso en carrera
administrativa manifiesta en la estabilidad laboral que podría controvertirse nada
más que por razón de su buena conducta, la eficacia de su labor y su aptitud,
debiendo además generarse especiales condiciones a propósito del carácter
penoso de sus funciones (ONU, 1957, 1977, pr. 46.3).
Se reclama del personal penitenciario poseer suficiente idoneidad
intelectual, garantizada mediante la preparación específica previa al ingreso a la
actividad concreta, debiendo ser suficiente y periódicamente actualizada durante
la prestación del servicio (ONU, 1957, 1977, pr. 47.1.2.3).
Informa Naciones Unidas sobre la importancia de involucrar al tratamiento
penitenciario (…) un número suficiente de especialistas, tales como, psiquiatras,
psicólogos, trabajadores sociales, maestros e instructores técnicos, siendo los
últimos tres considerados como de necesaria permanencia (ONU, 1957, 1977, pr.
49.1.2). Respecto del director del establecimiento se exige que sea una persona
debidamente calificada por su carácter, capacidad administrativa, formación
adecuada y su experiencia en la materia. Junto con los médicos deberán o bien
residir en el mismo establecimiento, o cuando menos en su cercanía inmediata
(ONU, 1957, 1977, prs. 50, 52).
Por otra parte, la organización de naciones contempló la existencia
necesaria al interior del penal, de un sistema de autoevaluación ejecutado por
parte de funcionarios especiales designados como inspectores. En tal sentido,
compete a los inspectores la vigilancia del cumplimiento de la ley y los
reglamentos, con el fin de garantizar la obtención de los objetivos penitenciarios y
correccionales (ONU, 1957, 1977, pr. 55).
Naciones Unidas no ha erigido autoridades internacionales de control del
tratamiento penitenciario. A nivel nacional ha expresado la importancia de contar
con acciones y recursos ante autoridades judiciales y administrativas que faculten
a los internos para formular exigencias específicas relacionadas con su estancia
en las penitenciarías, incluso, con la posibilidad de recurrir en segundo grado las
decisiones que se produzcan (ONU, 1988). Lo más próximo a una autoridad
internacional de control se ha manifestado en algunos pronunciamientos del
Comité de Derechos Humanos, en los cuales ha afirmado su competencia para
pronunciarse sobre casos de maltrato a reclusos lo cual de una u otra manera
surge del desconocimiento del régimen penitenciario, pero siempre y cuando se
proyecte específicamente sobre alguno de los cánones del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos o su Protocolo Facultativo. Concretamente en el caso
Potter vss. Nueva Zelandia en decisión adoptada el 28 de julio de 1997, concluyó
que (…) En cuanto a las alegaciones de maltrato en la cárcel, el Comité no acepta
el argumento del Estado Parte de que no tiene competencia para examinar las
condiciones de encarcelamiento de una persona cuando se trata de las Reglas
Mínimas de Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos, pues éstas
constituyen una valiosa orientación para la interpretación del Pacto (…)
Algunos otros pronunciamientos tienen la misma tendencia si bien no abordan
el tema concreto del tratamiento penitenciario, lo cierto es que podrían llegar a
hacerlo (Comité de derechos Humanos, caso Polay vss. Perú 1997, caso Mukunto
vss. Zambia 1999).
Por otra parte es preciso mencionar la actividad desempeñada por la
Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
que, en el caso específico de Colombia generó el Informe sobre Centros de
Reclusión en Colombia: un estado de cosas inconstitucional y de flagrante
violación de los derechos humanos, del 31 de octubre de 2001.
II. EL TRATAMIENTO PENITENCIARIO DENTRO DE LA ORGANIZACIÓN
JURÍDICO-PENAL COLOMBIANA
El sistema jurídico penal colombiano tiene fundamento en la Constitución
Política, de este texto normativo deriva lo que ha sido denominado “programa
constitucional de derecho penal”. Dicho programa hace referencia a los
fundamentos de la responsabilidad penal, es decir al régimen jurídico superior de
conformidad con el cual el estado puede ejercer su función punitiva, y de dicha
función hace parte la administración del castigo que, a su vez involucra el
tratamiento penitenciario. Sin embargo, en el cuerpo dogmático ni en el cuerpo
programático de la Constitución se advierte mención alguna a dicho tratamiento, si
bien erige la libertad en principio constitucional y condiciona la posibilidad de su
limitación a que se realice a instancias del estado, y a la observación de
determinados presupuestos como la legalidad de los delitos y las penas. De ello
no se desprende sin embargo, la inexistencia de una fundamentación jurídica
superior, es decir, constitucional o supra constitucional para el tratamiento
penitenciario.
En efecto, si la privación de la libertad y anejo a ella, el tratamiento
penitenciario hacen parte del ejercicio de la función punitiva del estado, esto es,
del poder sancionador particularmente violento que es el control penal del estado,
inevitablemente participan de la misma esencia. Y es por ello que puede
sostenerse que el elemento del tratamiento penitenciario en Colombia está dado
por el principio tradicionalmente designado como “dignidad humana”, tal como fue
consagrado en el artículo primero de la Constitución, el cual lo erigió en
fundamento del estado social y de derecho. Entendiendo por dignidad humana los
mínimos merecimientos que tiene un ser humano por el sólo hecho de existir y que
en tanto tales limitan el poder del estado, constituyendo la frontera que se le
opone al ejercicio de la función pública, sin que puede franquearla bajo ningún
pretexto, ni aún en estados de excepción, a no ser infringiendo el régimen legal
(Moya 2002). Si de la dignidad humana participa toda persona sin lugar a
discriminación alguna, es predicable incluso de quien se encuentra cumpliendo
una pena tras haber sido condenado.
En el mismo sentido, la condición de estado social y de derecho erigido sobre
el principio de dignidad, se caracteriza porque las acciones del estado son
regladas, particularmente aquellas que se resuelven en disminuciones a derechos
o garantías fundamentales de las personas (Corte Constitucional, sentencia T-406
de 1992, M.P. Ciro Angarita Barón).
Surge de lo expuesto que el estado, tras haber agotado un proceso
previamente estructurado en que resulte demostrada la responsabilidad penal del
procesado más allá de toda duda, puede disminuir derechos fundamentales como
la libertad en todos sus aspectos, esto es, locomoción, asociación, de trabajo, de
expresión, etcétera, o lo que es equivalente, castigarla penalmente de
conformidad con el principio de tipicidad de las penas, se encuentra condicionado
por los límites representados en la dignidad de la persona sujeta al castigo. Ello
conlleva que las formas de castigo están llamadas a corresponder con la conducta
que lo generó en un sentido de necesidad, racionalidad y proporcionalidad (Cód.
P. art. 3), como quiera en todo caso que no resulten constitutivas de tortura, tratos
crueles, inhumanos o degradantes.
En atención al mismo principio, la persona sujeta a castigo no puede ser
eliminada por medio del mismo, antes bien, el tratamiento penitenciario es el
proceso que permite retornarlo a la sociedad tras haber promovido la
interiorización y ejercicio de los condicionamientos sociales de los cuales
participan la generalidad de los ciudadanos.
El primer artículo del código penal, al igual que el código de procedimiento penal, erigieron en
norma rectora de la función punitiva del estado a la dignidad humana, constituida en principio, es
decir, que inevitablemente ha de observarse, so pena de generar el fenómeno de la ineficacia, esto
es, nulidad o inexistencia de la actuación penal.
La proyección que atiende la dignidad humana como principio constitucional,
respecto del tratamiento penitenciario ha sido objeto de verificación legislativa en
concreto y de doctrina constitucional. Es así que el artículo 5º de la Ley 65 de
1993, lo refirió expresamente, al tiempo que la Corte Constitucional se ha referido
frecuentemente al tema generando un precedente sostenido en los siguientes
pilares.
En primer lugar, la persona privada de la libertad con fines sancionatorios y de
tratamiento penitenciario, adquiere una condición o relación especial de sujeción
con la administración pública, lo cual conlleva que se incrementa la
responsabilidad del estado respecto de la persona.
En segundo lugar, la posibilidad que asiste al estado de modular los derechos
de las personas ingresadas al tratamiento penitenciario, dada su especial
condición, no alcanza a atribuirle potestades confiadas al arbitrio de las entidades
encargadas de la administración del castigo, luego no pueden adoptar sino las
medidas estrictamente necesarias para la realización de las funciones de las
penas. Por consiguiente, las únicas medidas aplicables son las previstas en las
disposiciones legales preexistentes, y su aplicación se condiciona al ejercicio de
los principios de razonabilidad y proporcionalidad.
En tercer lugar, y consecuencia del anterior, el estado no puede modular los
derechos de los internos que no han sido suspendidos ni limitados, es decir, los
que conservan plena vigencia pese a la condición de las personas condenadas y
sancionados quienes, a consecuencia de su debilidad manifiesta, incrementan la
responsabilidad del estado en el sentido de garantizar su eficacia.
La información precedente surge de los obiter dicta y ratio decidendi de las siguientes sentencias:
T-705 diciembre de 1996, M.P. Eduardo Cifuentes Muñoz; T-065 de 1995, M.P. Alejandro Martínez
Caballero; C-318 de 1995, M.P. Alejandro Martínez Caballero; T-324 de 1994, M.P. Eduardo
Cifuentes Muñoz; T-420 de 1994, M.P. Eduardo Cifuentes Muñoz; T-219 de 1993, M.P. Antonio
Barrera Carbonell; T-222 de 1993, M.P. Jorge Arango Mejía; T-273 de 1993, M.P. Carlos Gaviria
Díaz; T-347 de 1993, M.P. Carlos Gaviria Díaz; T-388 de 1993, M.P. Hernando Herrera Vergara;T596 de 1992, M.P. Ciro Angarita Barón; T-424 de 1992, M.P. Fabio Morón Díaz; T-522 de 1992,
M.P. Alejandro Martínez Caballero; T-221 de 1992, M.P. Alejandro Martínez Caballero.
Pensando la función punitiva del estado en razón del tratamiento penitenciario,
y para poderlo comprender integralmente, el sistema de castigo penal se puede
descomponer en tres subsistemas esenciales; en primer lugar, los fundamentos de
la responsabilidad penal y las consecuencias, es decir, las penas, lo cual se
encuentra regulado en la Ley 599 de 2000, o código penal. En segundo lugar, el
sistema de procesamiento de las personas, esto es, la Ley 600 de 2000 y la Ley
906 de 2004. Y en tercer lugar, el régimen de administración del castigo penal, o
Ley 65 de 1993.
De la responsabilidad penal y las penas
Dadas las funciones concernidas a los consejos de evaluación y tratamiento,
concretamente deferidas en el Título XIII de la Ley 65 de 1993, estos cuerpos de
profesionales deben evaluar la situación del recluso, a partir de la construcción
penal de la sanción que conllevó su privación de la libertad, lo que demanda un
contenido jurídico de análisis que les permita establecer las condiciones mismas
del régimen penal de responsabilidad y el sistema procesal que los generó a esa
situación.
La responsabilidad penal es una construcción socio jurídica (Luhman, 2005;
Bergalli, 2003). De hecho si nos detenemos a considerar cómo surge un delito, un
delincuente, un inocente o una víctima, es preciso concluir que es el producto final
de un proceso penal, que bien puede haber concluido muy lejos de lo acontecido
en la realidad. Es decir, delincuente no es necesariamente quien comete delitos,
sino quien es declarado penalmente responsable por un juez penal y mediante
una sentencia de mérito. E, inocente no es necesariamente quien no comete
delitos, sino más bien quien no fue condenado porque así lo dispuso la autoridad
judicial competente.
Es interesante el trabajo realizado recientemente por Xacobe Bastida, quien a partir de la filosofía
del lenguaje de John Searle -a propósito, de alguna manera continuador y contestatario de la
sociología de Alfred Shutz-, propuso una reconcepción del derecho como creencia social.
Ciertamente, Searle había propuesto que los hechos divididos en institucionales y brutos,
correspondía a hechos socialmente valorados, esto es, atribuidos de sentido social, o carentes de
tal condición, respectivamente. A su vez los hechos institucionales descansan en la creencia social
de los que deben ser. El ejemplo concreto de Searle es el dinero. Así mismo, otros hechos
institucionales vendrían a ser el delito, el delincuente, la sentencia, el proceso, la pena, etcétera.
(Moya, 2007; Bastida, 2000; Searle, 1997; Schûtz, 1962)
Ese constructo que es la responsabilidad penal ha sido objeto de múltiples
interpretaciones con asiento legislativo, y suele corresponder con las llamadas
escuelas o corrientes del derecho penal. Desde la primera construcción positivista
del Siglo XIX, basada en el causalismo, con las inmediatamente posteriores, como
la clásica, la tercia scuola y el finalismo; hasta las más recientes, basadas en el
estructural funcionalismo, con fuentes no muy remotas en las teorías de Talcott
Parsons y Robert Merton, incluso, con la versión adaptada del derecho penal a la
teoría de sistemas de Niklas Luhmann, y que operan la responsabilidad como
imputación jurídica del resultado (Bustos y Hormazábal, 2006; Bustos, 2005;
Jakobs, 2005, 1996, 1995; Roxin 2000, 1997; Mir Puig, 1996; Feuerbach, 1989;
Welzel, 1987; Hassemer, 1984; Oncea, 1940; von Liszt, 1929).
Aún cuando no ha habido un reconocimiento expreso en el código ni por parte
de sus redactores, lo cierto es que al haber incorporado a través del artículo 9º de
la Ley 599 de 2000, que “la causalidad por sí sola no basta para la imputación
jurídica del resultado”, se entiende una adscripción clara a las corrientes
estructural funcionalistas que, en concreto el derecho penal conoce como teoría
de la imputación objetiva. Si bien existe una visión moderada (Roxin, 1997), y otra
extrema (Jakobs, 1995, 1996)i, coinciden en que la responsabilidad penal se basa
en la defraudación a la expectativa de rol social correspondiente al sujeto agente,
quien ha debido por esta vía generar un riesgo antijurídico a los intereses de la
víctima.
Se conserva en todo caso la concepción del delito según el cual se trata de
conducta típica, antijurídica y culpable. Es decir, habrá delito a condición de la
concreción de una conducta humana que se halle descrita previamente y de
manera clara, expresa e inequívoca en la ley penal; que además haya generado
una lesión o riesgo cierto de lesión a los bienes jurídicos de la víctima; y, que se
haya realizado con dolo, culpa o preterintención, es decir, con conocimiento de la
ilicitud y voluntad de producir el resultado, sin alguno de esos dos elementos pero
al menos con uno de ellos, o mediante una combinación de las dos, dependiendo
de la hipótesis prevista en la ley penal.
Se castiga al autor del delito por lo que haya realizado y no por la persona del
delincuente, es decir, se inscribe en la doctrina del derecho penal de acto y no de
autor, significando que al autor del delito se lo castiga exclusivamente por lo que
hizo y no por ser quien es, siendo que la conducta pudo realizarse por acción o
por omisión, entendiendo que si se tiene el deber jurídico de impedir el resultado y
no se procura impedirlo, o se ha adquirido la llamada posición de garantía, (Cód.
P. Art. 25), y el garante no procuró evitar el resultado, responderá junto con quien
lo produjo en la misma condición.
Existen sin embargo causales de exclusión de responsabilidad como por
ejemplo, la actuación en legítima defensa, estado de necesidad, o cuando se
actúa por error (Cód. P. Art. 32), evento en el cual no se constituye la
responsabilidad penal.
Tipología de las penas
De la misma forma el código clasifica dos tipos de autores fundamentales
del delito, según se trate de personas imputables o inimputables. Por los primeros
se entienden quienes pudiendo entender la ilicitud de su comportamiento, pueden
comportarse de conformidad con su comprensión (Cód. P. art. 33). Cuando un
imputable resulta penalmente responsable se encuentra sujeto a las penas
principales, sustitutivas o accesorias (Cód. P. art. 34). Son penas principales la
prisión y la multa, y pueden serlo igualmente cuando no hayan sido impuestas
como penas accesorias las de inhabilitación para el ejercicio de derechos y
funciones públicas, la pérdida del empleo o cargo público, la inhabilitación para el
ejercicio de profesión, arte, oficio, industria o comercio, la inhabilitación para el
ejercicio de la patria potestad, tutela y curaduría, la privación del derecho a
conducir vehículos automotores y motocicletas, la privación del derecho a la
tenencia y porte de arma, la privación del derecho a residir en determinados
lugares o de acudir a ello, la prohibición de consumir bebidas alcohólicas o
sustancias estupefacientes o psicotrópicas y, la expulsión del territorio nacional
para los extranjeros.
Por consiguiente se consideran accesorias estas últimas, es decir las que
limitan derechos distintos a la libertad y al patrimonio, cuando no hayan sido
impuestas como principales. Finalmente, se consideran sustitutivas la prisión
domiciliaria, justamente porque bajo las condiciones legalmente consideradas
pueden sustituir a la pena de prisión.
De conformidad con el artículo 38 del Cód. P., las condiciones bajo las cuales puede sustituirse la
prisión por prisión domiciliaria consisten en que la sentencia se imponga por conducta punible cuya
pena mínima prevista en la ley sea de máximo 5 años de prisión; que el desempeño personal,
laboral, familiar o social del sentenciado permita al juez de conocimiento deducir seria, fundada y
motivadamente que no colocará en peligro a la comunidad o que evadirá el cumplimiento de la
pena; que se garantice mediante caución el cumplimiento de las obligaciones de requerir
autorización para cambiar la residencia, observar buena conducta, reparar los daños a sus víctimas
a no ser que acredite el condenado su incapacidad económica, comparecer personalmente ante la
autoridad judicial de vigilancia, permitir el ingreso a su residencia a los servidores públicos
encargados de la vigilancia, y las demás que le hayan sido impuestas por motivo de seguridad.
Corresponde controlar el cumplimiento de las obligaciones al juez de ejecución de penas, con
apoyo en el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, a cuyo efecto deberá ejecutar un
programa de visitas periódicas. El incumplimiento conlleva que se haga efectiva la pena de prisión.
Cuando la persona condenada es un inimputable no se le aplican penas
sino medidas de seguridad. El código regula este tema en concreto entre los
artículos 69 y 81, previendo como medidas de seguridad las de internación en
establecimiento psiquiátrico o clínica adecuada, internación en casa de estudio o
trabajo, la libertad vigilada, y la reintegración al medio cultural propio. La primera
puede obedecer a trastorno mental permanente o a trastorno mental transitorio
con base patológica.
Funciones de las penas
Habiéndose
repasado
las
bases
jurídicas
de
generación
de
la
responsabilidad penal, así como las consecuencias de dicha declaración, es
preciso ahora verificar el sentido óntico de las penas. Y ciertamente, una inquietud
que ha asistido a los representantes de las distintas escuelas o corrientes del
derecho penal, consiste en que si bien se castiga a las personas por haber sido
declaradas penalmente responsables, ¿para qué sujetarlas a una sanción? Esta
inquietud ha sido atendida, si bien aún no completamente satisfecha, indicando
que las penas están llamadas a cumplir un cierto tipo de función. Es decir, la pena
sirve para algo, tanto a la sociedad como a la persona que se encuentra sujeta a
ella.
Partiendo de la base histórica que da indicios de una época predominada
por el método de justicia autocompositiva (Mommsen, 1999) que transitó hacia un
sistema de justicia heterocompositiva (Kreller, 1983), las penas fueron objeto de
análisis hasta finales del Siglo XVIII y durante el decimonónico. De donde
surgieron dos concepciones generales conocidas como teorías absoluta y relativa
de la pena. La teoría absoluta encuentra en la pena la natural y necesaria
consecuencia del delito, algo así como una especie de mal necesario que busca
restablecer el equilibrio alterado como consecuencia del suceso del delito. Se ha
querido ver en Kant (1995) y Hegel (1999) a sus primeros postuladores, al
enunciar que la pena como mecanismo institucional de aflicción, proveía del
retorno a un estado alterado a causa del delito.
En cambio las teorías relativas, en sus versiones general y especial
preventivas, encuentran en la pena una función concreta, según pretenda prevenir
a la sociedad en el sentido de procurar que las personas indistintamente
consideradas teman la reacción del estado y, por consiguiente, se abstengan de
cometer crímenes. O bien, se busque que la persona sujeta a la sanción penal se
abstenga de volver a delinquir (Bustos 2005). De una y otra tendencia analística
se desprenden funciones específicas de las penas, según posen su atención en el
efecto intimidatorio general, esto es, preventivo, ó en el efecto resocializador del
condenado, coincidiendo sí en que la pena sea cual fuere la adscripción teórica,
debe ser siempre aflictiva pues de lo contrario dejaría de ser una sanción. La
diferencia más acentuada entre las dos corrientes relativas de la pena está
señalada porque la general acentúa el aspecto preventivo, mientras que la
especial acentúa el resocializador. Lo que ha generado toda suerte de críticas a
causa de las contradicciones que observan las dos funciones.
Podría sostenerse que siendo estas la funciones primordiales de las penas no existen sino
variables que puedan acentuar uno u otro aspecto de las mismas. No obstante se ha manifestado
que existen dos tipos de funciones, las declaradas y las no declaradas, siendo las primeras
aquellas que figurean manifiestas en los estatutos legales, mientras que las segundas atienden
criterios políticos que explican entre otros, fenómenos como el sostenimiento de la prisión pese al
fracaso de sus pretensiones. En efecto, a nivel nacional han sido referidas estas funciones no
declaradas por Emiro Saldoval Huertas (1984), y a nivel de Europa por Michel Foucault (1984), de
donde surge que las penas han sido facilitadores de controles de otra índole. (Balestena, 2006;
Falcon y Tella, 2005; Garland, 2005; Restrepo, 2005; Alcocer, 2004; Antigua, 2004; Binder, 2004;
Bergalli, 2003; Silva, 2003, 2001, 1997, 1994; Córdoba, 2001; Sanz, 2000; Ferrajoli, 1999; Lesch,
1999; Hirsch, 1998; Jakobs, 1998; Stratenwerth, 1996; Cid Moliné, 1994; Ministerio de Justicia y del
Derecho, 1994; Pérez, 1993; Pavarini, 1992; Kautzman, 1988; Rico, 1987; Rusche y Kirshcheimer,
1984; Sandoval, 1984; Baratta, 1984; Foucault, 1984; Bustos, 1983; Reyes, 1983; Comisión
Redactora, 1981; Roxin, 1980; Muñoz, 1979; Morris, 1978; Pinatel, 1945).
El código penal colombiano dentro de sus principios rectores determinó las
funciones declaradas de las penas y las medidas de seguridad, al señalar,
Funciones de la pena. La pena cumplirá las funciones de prevención general,
retribución justa, prevención especial, reinserción social y protección al
condenado. La prevención especial y la reinserción social operan en el momento
de la ejecución de la pena de prisión. (Cód. P. art. 4º)
Respecto de las medidas de seguridad el artículo 5º (Cód. P.) indica,
Funciones de la medida de seguridad. En el momento de la ejecución de la
medida de seguridad operan las funciones de protección, curación, tutela y
rehabilitación.
De donde surge que no existe una adscripción concreta a una de las dos
concepciones polares acerca de las funciones de las penas, sino que se optó por
lo que en doctrina se reconoce como teorías eclécticas o de síntesis, de las que se
ha afirmado que son más compatibles con el esquema del estado social y de
derecho, si bien han sido objeto de arduas críticas como la de Roxin, al decir que
lejos de atenuar las críticas, lo que logran es multiplicarlas. Inquieta en todo caso
que ante el compuesto de funciones, ex profeso contradictorias, cuáles en un
momento dado estarían llamadas a prevalecer sobre las otras. Bien que la
respuesta podría surgir a partir del orden en que se encuentran dentro del texto
legal, se llegaría rápidamente a concluir un predominio evidente de la prevención
general sobre la especial, es decir, que se privilegia la función retributiva sobre la
resocializadora, lo cual queda en entredicho frente al principio de dignidad
humana.
La ambigüedad se reafirma al verificar que la Ley 65 de 1993 en su artículo
9º prescribió, La pena tiene función protectora y preventiva, pero su fin
fundamental es la resocialización. Las medidas de seguridad persiguen fines de
curación, tutela y rehabilitación. Es decir, en perspectiva del régimen penitenciario
y carcelario hay una clara adscripción en punto a las funciones de la pena, a la
corriente que las explica con privilegio absoluto de la función resocializadora, es
decir, la teoría de la preventiva especial. Pese a esto y con fundamento en el título
preliminar del Código Civil la norma posterior, en este caso el Código Penal o Ley
599 de 2000, se aplica de preferencia a la posterior. Resulta ser este uno de los
aspectos que deben ser solucionados a fin de concretar el perfil de la penología
colombiana.
El sistema de procesamiento penal en Colombia
En los dos siglos de historia republicana del país, siguiendo la tradición
latinoamericana, Colombia ha conservado el esquema de procesamiento diseñado
por Napoleón a través del código de 1803, caracterizado por haber mezclado
características propias de los llamados sistemas acusatorio e inquisitorial (Espitia,
2006). Tal esquema se caracteriza por un proceso bifásico, cuya primera parte es
designada como de instrucción, se adelanta de forma reservada por parte de un
funcionario público designado juez de instrucción, procurador o fiscal, con
funciones jurisdiccionales tales como el poder ordenar capturas, allanamientos,
práctica de pruebas, asegurar personas, asegurar bienes, etc, y le corresponde
decidir si acusa formalmente o no a la persona que investiga, caso en el cual
deberá hacer ante otro funcionario investido de facultades jurisdiccionales, quien
en debate público y confrontando al fiscal con el defensor, decidirá mediante
sentencia de mérito. Sin embargo, este juez comúnmente designado como juez de
la causa o juez de conocimiento, dispone de funciones tales como la de ordenar la
práctica de pruebas por estimarlo necesario, independientemente que perjudiquen
o beneficien al procesado. Puede vía iura novit curia corregir los errores tanto del
defensor como del fiscal.
Se ha querido ver una división tajante entre las formas de enjuiciamiento penal llamadas acusatorio
e inquisitorial, señalando que el primero es propio de los sistemas jurídicos impactados por el
common law, mientras que el segundo corresponde con el sistema jurídico generado a partir del
usus modernus pandectarum, o sistema romano-germánico. Tal idea ha sido sin embargo objeto
de recientes críticas, en el sentido de que no se encuentran ejercicio legislativos puros de ninguna
de las dos estructuras procesales, más bien se hayan tipos de enjuiciamiento en que predominan
características de uno u otro sistema, llegando a proponerse una división sustitutiva pero
omnicomprensiva de la realidad mundial, al señalar que lo que existen son sistemas paritarios y
jerárquicos, dependiendo de las cualidades específicas observadas por las administraciones de
justicia (Damaska, 2002).
Este esquema se practicó en Colombia durante los siglos XIX y XX, bien
que enfatizaba en unos o en otros, características acusatorias y características
inquisitoriales. De hecho, el último código de esta tendencia corresponde a la Ley
600 de 2000, actualmente con vigencia restringida en cuanto, si bien opera a nivel
de todo el territorio nacional, es aplicable a los delitos ocurridos con anterioridad al
primero de enero de 2005, y de los sucedidos con posterioridad, en los distritos
judiciales en que no hubiese entrado en vigencia el llamado sistema acusatorio,
proceso completado en 2008.
Efectivamente, mediante el Acto Legislativo 03 de 2002 se modificó la
Constitución a fin de dar cabida al llamado sistema acusatorio y adversarial, lo
cual, tras el proceso de configuración legislativa confiado a la Comisión
Constitucional Redactora creada por el mismo acto legislativo, concluyó en la
generación del más reciente código de procedimiento penal, o Ley 906 de 2004,
que de forma progresiva entró en vigencia a partir del primero de enero de 2005, y
completa su proceso de implementación en 2008.ii
El esquema básico del código señala que el proceso observaría las
siguientes etapas: indagación, investigación, juicio y ejecución de la sentencia
(Arias y otros, 2005). La indagación es una etapa preliminar en que el estado
acopia evidencia sin intervención de la persona sospechosa, ni mucho menos de
su defensor. En cambio la investigación se caracteriza por ser formalizada, es
decir, con intervención de la persona, ahora sí, procesada y de su defensor de
confianza o público. La manera como se formaliza la investigación es mediante la
audiencia de imputación, acto cumplido ante un juez de garantías mediante el cual
la fiscalía le hace saber del hecho de la investigación y los motivos que la asisten,
a fin de que la persona desate las actividades propias de su defensa, y adquiera la
condición procesal de imputado. Durante la investigación se pueden operar otro
tipo de audiencias llamadas preliminares como son las de control de legalidad, las
de legalización de la captura y las de requerimiento de asegurar a la persona o
sus bienes, convocadas por el fiscal y ante el juez de control de garantías, aun
cuando algunas pueden ser requeridas por el procesado o su defensor.
Sin embargo se discute si en verdad existe en nuestro medio la llamada etapa de indagación,
puesto que si bien se estima tradicional y ordinaria dentro de las formas de enjuiciamiento
acusatorias y adversariales, al repasar las actas de producción de la Ley 906 de 2004, la más
destacad discusión se cifró en el hecho de si podía haber en Colombia investigaciones a espaldas
del defensor y del procesado, característica propia de las indagaciones, y la conclusión final fue
que no, precisamente porque la Constitución Política en su artículo 28 garantizó plenamente el
ejercicio del derecho de defensa tanto a nivel del juicio como de la investigación, lo que permitió
que los comisionados arribaran a que siendo así en nuestro medio no puede haber momentos
procesales estancos de defensa. Siendo esta la conclusión final y que, por cierto, generó la
creación de la llamada audiencia de imputación, todo acto investigativo debe ser informado al
procesado y a su defensor, en consecuencia no podrían haber indagaciones en Colombia. (Moya,
2006).
A continuación viene la etapa del juicio la cual tiene inicio con la acusación.
Se trata de un acto complejo que se origina con la presentación del escrito de
acusación y se completa con la audiencia misma. Se celebra ante el juez de
conocimiento, y durante ella en presencia del defensor y del procesado si decide
asistir o se encuentra privado de la libertad, el fiscal corre traslado de la acusación
y, lo que es más importante, descubre los elementos materiales probatorios que
hará valer en la audiencia. A partir de este momento el procesado adquiere la
condición procesal de acusado.
Con posterioridad se celebra la audiencia preparatoria, en la cual la defensa
descubre a su vez los elementos materiales probatorios y evidencia que
pretenderá hacer valer en la audiencia de juicio oral. Cumplido lo anterior las
partes, es decir, fiscal y defensor solicitan las pruebas que se practicarán
finalmente en el juicio y, el juez de conocimiento dispone acerca de su
procedencia y determina el orden en que se practicarán.
Seguidamente se realiza la audiencia de juicio oral, público y concentrado,
durante la cual el procesado es indagado acerca de su decisión de declararse
culpable o inocente, en caso de declararse inocente se da paso a las
presentaciones de las teorías del caso por parte del fiscal y del defensor. A
continuación se practican las pruebas, y agotada esta etapa vuelven a intervenir
las dos partes a fin de manifestar sus exposiciones finales. Una vez escuchados,
el juez de conocimiento anuncia el sentido del fallo, es decir, si declarará
responsable penalmente a la persona procesada. Importa destacar que de
conformidad con el artículo 447 de la Ley 906 de 2004, “(…) el juez concederá
brevemente y por una sola vez la palabra al fiscal y luego a la defensa para que se
refieran a las condiciones individuales, familiares, sociales, modo de vivir y
antecedentes de todo orden del culpable. Si lo consideraren conveniente, podrán
referirse a la probable determinación de pena aplicable y la concesión de algún
subrogado… Si el juez para individualizar la pena por imponer, estimare necesario
ampliar la información a que se refiere el inciso anterior, podrá solicitar a cualquier
institución, pública o privada, la designación de un experto para que este, en el
término improrrogable de diez (10) días hábiles, responda su petición.”
Lo que implica que de estas circunstancias e información fuera de lo que
corresponda por el delito que específicamente motiva la condena, dependerán las
penas y las condiciones de cumplimiento.
Lo que sigue es la audiencia de incidente de reparación integral, que se
celebra en el evento de haberse anunciado sentencia condenatoria, en dicha
sesión se determina el monto de la indemnización que debe sufragar el
condenado a favor de las víctimas. Finalmente, se celebra una última audiencia en
que se da lectura del fallo, es decir en que se sustenta la decisión adoptada
durante la audiencia de juicio oral. Y lo que sigue a continuación es la ejecución de
la sentencia.
Independientemente del modelo procesal la condena depende, conforme
surge del artículo 29 de la Constitución, que para poder declarar penalmente
responsable a una persona es preciso haberse demostrado legal y oportunamente
la ocurrencia del hecho enrostrado al procesado, y más allá de cualquier duda
haber acreditado que se trata del autor o partícipe responsable del mismo.
Ejecución de la pena
En general, en el Libro IV de la Ley 906 de 2004 se regula la ejecución de
las penas y las medidas de seguridad. En particular dicha regulación surge de la
Ley 65 de 1993, además de las resoluciones del INPEC que desarrollan estas
disposiciones.
Es importante observar que habiéndose implementado el esquema de
procesamiento denominado acusatorio y adversarial, caracterizado por el
predominio del tipo de intervención de partes, en audiencias orales, públicas y
concentradas, presididas por un juez, a través de la Ley 906 de 2004, y al repasar
los procedimientos contemplados en materia de ejecución de penas y medidas de
seguridad, se concluye que tienen no obstante por característica el ser escriturales
y sin intervención presencial del procesado, su defensor, ni de las autoridades
penitenciarias, lo cual bien merece ser objeto de cuestionamiento pues se pierde
en inmediación y tiempo, así como en ejercicio conjunto y discernido de los
principios de necesidad, proporcionalidad y racionalidad a los que la ley ordena
sujetar la aplicación de sanciones penales, tal y como ha sido objeto de
verificación.
1. Autoridades y facultades penitenciarias.
El primer aspecto que surge es la determinación de las autoridades
concernidas en punto a la ejecución de la pena. Indica el artículo 459 de la Ley
906 de 2004 a tres instituciones en concreto, son ellos los jueces de ejecución de
penas y medidas de seguridad, el INPEC y el Ministerio Público. Sin embargo,
podemos sostener que en rigor autoridades penitenciarias son los primeros, dado
que el Ministerio Público carece de facultades decisorias, pero sin embargo
adquiere funciones determinantes en la ejecución de las sanciones penales, y muy
particularmente en cuanto se refieran a personas privadas de la libertad. La Ley 65
de 1993 se contrajo a mencionar al INPEC y a los jueces de ejecución de penas y
medidas de seguridad (artículos 35 a 51), bien que llama la atención que ninguna
referencia concreta haya hecho a las funciones que desempeña el Ministerio
Público en relación con el tratamiento penitenciario.
1.1. Jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad. Sin duda las
funciones deferidas a estos jueces permiten concluir que constituyen la autoridad
con principales funciones decisorias, en relación con la administración del castigo
penal. De manera que los requerimientos que planteen el sancionado, su
defensor, el Ministerio Público o el INPEC, están llamados a ser resueltos por el
juez de ejecución de penas y medidas de seguridad. La relación del juez con el
INPEC es eminentemente vertical o jerárquica, en el entendido que puede
formular solicitudes o atender requerimientos del juez, pero las decisiones distintas
a lo estrictamente relacionado con el control y vigilancia de la ejecución de la
pena, es competencia exclusiva del juez de ejecución de penas y medidas de
seguridad.
De conformidad con el artículo 38 de la Ley 906 de 2004, las funciones
asociadas con el tratamiento penitenciario que fueron atribuidas a los jueces de
ejecución de penas y medidas de seguridad, acreditan lo previamente sostenido
en el sentido de ser quienes adoptan las decisiones de mérito asociadas con la
administración del castigo penal:
a. Adoptar las decisiones necesarias para que se dé cumplimiento a las
sentencias ejecutoriadas que impongan sanciones penales, proferidas por los
jueces penales de conocimiento.
b. Otorgar la libertad condicional y revocarla cuando ello proceda.
c. Todo lo relacionado con la rebaja de la pena y redención de pena por
trabajo, estudio o enseñanza.
d. Decidir acerca de la aprobación previa de las propuestas que formulen
las autoridades penitenciarias o de las solicitudes de reconocimiento de beneficios
administrativos
que
supongan
una
modificación
en
las
condiciones
de
cumplimiento de la condena o una reducción del tiempo de privación efectiva de
libertad.
e. Adoptar las decisiones relacionadas con la verificación del lugar y
condiciones en que se deba cumplir la pena o la medida de seguridad. Así mismo,
del control para exigir los correctivos o imponerlos si se desatienden, y la forma
como se cumplen las medidas de seguridad impuestas a los inimputables. Con
respecto a estos últimos, participarán con los gerentes o directores de los centros
de rehabilitación en todo lo concerniente a los condenados inimputables y
ordenará la modificación o cesación de las respectivas medidas, de acuerdo con
los informes suministrados por los equipos terapéuticos responsables del cuidado,
tratamiento y rehabilitación de estas personas.
Pocos aspectos agregó el artículo 4º del Decreto 2636 de 2004, mediante el
cual se reformó el artículo 51 de la Ley 65 de 1993, con base en el cual se
agregan funciones tales como la aproximación de los jueces de ejecución de
penas y medidas de seguridad a los centros de reclusión a fin de verificar sus
condiciones, conocer la ejecución de la sanción, hacer seguimiento a las
actividades de integración social de los internos, y conocer de las peticiones que
los internos formulen en relación con el reglamento interno y tratamiento
penitenciario en cuanto se refiera a los derechos y beneficios que afecten la
ejecución de la pena.
1.2. Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario. En relación con el INPEC
indica el artículo 459 de la Ley 906 de 2004 que le compete la supervisión y el
control de la ejecución de las sanciones, lo que. A su turno el artículo 3º del
Decreto 2636 de 2004, por el cual se modificó el 14 de la Ley 65 de 1993, atribuyó
al gobierno la ejecución de la pena privativa de la libertad, el control de las
medidas de aseguramiento, del mecanismo de seguridad electrónica y de la
ejecución del trabajo social no remunerado, por intermedio del Instituto Nacional
Penitenciario. Es preciso anotar que conforme a la sentencia C-394 de 1995, la
Corte Constitucional había interpretado que por ejecución debía entenderse en
esta disposición lo estrictamente asociado a las actividades de contenido
administrativo, en razón a que la ejecución de la pena en rigor es competencia
jurisdiccional de los jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad.
Sin embargo, describir las funciones el INPEC como un mero administrador
de la ejecución de las penas, medidas de seguridad y los mecanismos de
seguridad electrónica, no parece suficiente en tanto por ello no se entienda que se
trata más bien de la administración y ejecución del tratamiento penitenciario.
1.3. Ministerio Público. De conformidad con la misma disposición, esto es,
el artículo 459 de la Ley 906 de 2004, al Ministerio Público le fue deferida la
función de poder recurrir cualquier determinación surgida con ocasión de la
ejecución de la pena o medida de seguridad. Específicamente señala, En todo lo
relacionado con la ejecución de la pena, el Ministerio Público podrá intervenir e
interponer los recursos que sean necesarios.
Si bien se ha polemizado acerca de la participación del Ministerio Público
en las actuaciones penales desarrolladas con ocasión del sistema acusatorio,
entendiendo que no es preciso contar con un fiscal y simultáneamente con un
procurador o personero cuando hace la veces de Ministerio Público, en tanto
estarían llamados a cumplir las mismas funciones de abogados del estado, tanto
más acerbas las críticas cuanto se identifica la tendencia a coadyuvar las
pretensiones de los fiscales sin mayor ponderación, lo cierto es que en relación
con la ejecución de las penas y las medidas de seguridad, su intervención como
garantes de legalidad es decisiva puesto que ante los jueces de ejecución de
penas y ante el INPEC, no se dispone de intervención de control por parte de otros
funcionarios del estado.
La propia Constitución Política mediante su artículo 277.7 autorizó al
Ministerio Público para intervenir en los procesos y ante las autoridades judiciales
o administrativas, cuando sea necesario en defensa del orden jurídico, del
patrimonio público, o de los derechos y garantías fundamentales. Lo cual implica
que se encuentra facultado para actuar tanto ante el juez de ejecución de penas
como ante el INPEC, en procura de hacer valer los derechos de las personas
sujetas a tratamiento penitenciario.
En desarrollo de tal precepto y particularmente cuanto tiene relación
concreta con el tratamiento penitenciario, señala el Decreto 262 de 2000 en su
artículo 26.7 que corresponde a las Procuradurías Delegadas “7. Velar por la
defensa de los derechos fundamentales en las entidades de carácter público o
privado, especialmente en los establecimientos carcelarios, judiciales, de policía y
de internación psiquiátrica, a fin de que las personas sean tratadas con el respeto
debido a su dignidad, no sean sometidas a tratos crueles, inhumanos o
degradantes y tengan oportuna asistencia jurídica, médica y hospitalaria.” Con lo
cual es evidente la asignación de funciones que pueden ejercer ante el INPEC.
Y respecto de los jueces de ejecución de penas y medidas de seguridad, el
mismo Decreto a través del artículo 42 indicó que los procuradores judiciales con
funciones de intervención en los procesos penales actuarán ante aquéllos.
Significando que dispone de plenas atribuciones funcionales para intervenir en
todos los procedimientos atinentes a la ejecución de la pena, y dentro de ella a la
práctica misma del tratamiento penitenciario, pudiendo interponer recursos contra
las decisiones judiciales y administrativas, formular requerimientos, presentar
evidencias, y en fin, también todas aquellas que contribuyan a la idónea ejecución
de sus facultades.
Al verificar que el código de procedimiento indica específicamente que los
procuradores podrán intervenir e interponer los recursos que sean necesarios, se
está facultando plenamente a los procuradores judiciales para que formulen
requerimientos de cualquier índole, en la medida que se orienten a la realización
de las funciones deferidas. Desde luego, en desarrollo de la defensa del
patrimonio público están igualmente facultades para formular requerimientos
contrarios a los intereses de los condenados, por ejemplo, demandando la
revocatoria de beneficios por no pago de las multas, cauciones o indemnizaciones
que deban sufragar. Pero están igualmente facultades para hacer valer los
derechos de los internos sin restricción alguna, y ello incluye la posibilidad de
cuestionar las verificaciones o diagnósticos de los CET, bien a causa de sus
procedimientos o consideraciones, como también requiriendo su complementación
o aclaración, incluso, podrían intervenir activamente en el ejercicio de sus
funciones en calidad de observadores directos, o garantes de legalidad de los
procesos aplicados.
2. Régimen legal del tratamiento penitenciario
El ejercicio de la función punitiva del estado concluye en la administración
del castigo, si bien esta institución se encuentra regulada en el título XIII de la Ley
65 de 1993, las disposiciones fueron objeto de desarrollo mediante las
resoluciones 4105 de 1997 y 5964 de 1998, las cuales fueron revocadas y
sustituidas por la resolución 7302 de 2005. Así mismo se encuentra vigente la
resolución 2521 de 2006, adicionada por la 2906 del mismo año; y debe
mencionarse así mismo, la resolución 2392 de 2006. Este es el cuerpo normativo
que a nivel nacional regula el tratamiento penitenciario en Colombia, y el trasfondo
jurídico a partir del cual se debe operar su análisis.
2.1.
Principios rectores. Si bien el título I de la Ley 65 de 1993 consagró
los principios rectores, al repasar el texto del artículo 1º de la
Resolución 7302 de 2005 se advirtió que lo principios de la atención
y el tratamiento penitenciarios, se encuentran tanto en el régimen
penitenciario como en la Constitución Política, y en las resoluciones
de Naciones Unidas, es así que se mencionan el respeto a la
dignidad humana, la convivencia y la concertación, la gradualidad y
la progresividad, legalidad, igualdad, equidad, pacificación y
autonomía.
En primer lugar, debe recordarse que mediante una resolución,
conforme al orden jerárquico de las disposiciones legales del
sistema normativo, no es probable modificar una ley. Sin embargo, y
en razón a ese mismo orden están llamados a prevalecer la
Constitución por ser norma de normas (artículo 4º) y, vía bloque de
constitucionalidad, las disposiciones de Naciones Unidas que, como
en este caso erige derechos fundamentales de las personas
privadas de la libertad (artículo 93). Consecuentes con estas
observaciones, se verifican los principios enervados por la Ley 65 de
1993, con las variables generadas con ocasión de la Constitución y
Naciones Unidas:
a) Legalidad (¿?): erróneamente tituló así a lo que en realidad
corresponde al principio de libertad.
b) Igualdad: reconoce la
igualdad en los términos de
Constitución,
agregando
que
distinciones
razonables
por
ello
no
motivos
la
obsta
establecer
de
seguridad,
resocialización y cumplimiento de la pena, lo cual es
perfectamente correspondiente con los postulados de Naciones
Unidas. Se advierte que la probabilidad de generar tratamientos
penitenciarios diversificados en función de las personas sujetas
al mismo, fue avalado por la Corte Constitucional, al hallar que
dicha previsión no se opone al principio constitucional de
igualdad (Sentencia C-592 de 1998).
c) Legalidad de las penas: siguiendo las previsiones de las
tendencias iluministas, consagró el principio de tipicidad de las
penas, conforme con el cual, no pueden aplicarse penas que no
se hallen legalmente consagradas (Beccaria, 1982), lo que es
compatible con la Constitución y Naciones Unidas.
d) Dignidad humana: teniendo en cuenta que se trata del principio
que rectora todas las disposiciones por razones que ya han sido
destacadas, no debería ser este el quinto principio sino que, por
orden constitucional y de derecho internacional, en realidad es el
primero, tal y como surge así mismo del artículo 143 de la Ley
65 de 1993, (Ib. parágrafo 1º del artículo 8º de la Resolución
7302 de 2005).
e) Proscripción de las penas de muerte, destierro, prisión perpetua,
confiscación, desaparición forzada, tortura, tratos o penas
crueles, inhumanas o degradantes: así lo señala Naciones
Unidas y lo reitera la Constitución.
f)
Tipicidad de los motivos de la privación de la libertad: sólo
opera, es decir el sistema penitenciario no puede recepcionar
personas sino por orden judicial generada de condena,
detención preventiva o captura legal, es decir, deja por fuera la
captura en flagrancia, lo cual reitera que el INPEC es autoridad
estrictamente ejecutora de la orden judicial, no pudiendo entrar a
valorar el aserto que haya llevado al juez a ordenar la privación
de
la
libertad,
más
que
para
aspectos
estrictamente
administrativos. Consecuente con lo cual el artículo 1º del
Decreto 2636 de 2004 ordenó que persona alguna puede
permanecer en establecimiento de reclusión sin que exista orden
judicial.
g) Función resocializadora: previno que es esta es la función
prevalente sobre la protectora y preventiva general. sobre el
particular ya hubo ocasión de advertir las inconsistencias frente
al código penal. Desde esta perspectiva si bien la Constitución
no se ocupó del tema en particular, lo cual es atendible,
Naciones Unidas informa de un evidente predominio a la función
general preventiva, no sin advertir que este es un punto que
cada estado debe regular de conformidad con su régimen
interno, de manera que no hay incompatibilidad. Por lo demás
conviene recordar que la Corte Constitucional ha encontrado en
dicha
tendencia
apoyo
en
el
derecho
internacional,
específicamente en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos (Sentencia C-430 de 1996, M.P. Carlos Gaviria Díaz).
h) Finalidad del tratamiento penitenciario: siendo este sí un aspecto
exclusivo del régimen penitenciario, distingue la Ley 65 de 1993
que el tratamiento penitenciario tiene la finalidad de alcanzar la
resocialización del infractor de la ley penal, mediante el examen
de su personalidad y a través de la disciplina, el trabajo, el
estudio, la formación espiritual, la cultura, el deporte y la
recreación, bajo un espíritu humano y solidario. La disposición
resulta compatible con los principios y valores constitucionales,
así como con lo postulado por Naciones Unidas.
i)
Sistema progresivo: siguiendo las tendencias identificadas de
Naciones Unidas erigió el sistema progresivo como el método
del cumplimiento de la pena.
2.2.
Objetivo. La Ley 65 de 1993 consecuente con sus disposiciones
rectoras, definió el objetivo del tratamiento penitenciario como
preparar al condenado, mediante sus resocialización para la vida en
libertad (artículo 142), razón que reitera la adscripción del código
penitenciario a la tendencia preventivo especial positiva, (Ib. artículo
4º de la Resolución 7302 de 2005).
2.3.
Componentes. Si bien la ley no define lo que es o debe entenderse
por tratamiento penitenciario, ofrece cuatro aspectos característicos
del mismo (artículo 143 de la Ley 65 de 1993).
En primer lugar indica que se despliega desde que una persona es
condenada en única, primera o segunda instancia o cuyo recurso de
casación se encuentre pendiente (artículo 8º de la Resolución 7302
de 2005). Se advierte que no se condiciona el inicio del tratamiento
penitenciario a que la sentencia se encuentre ejecutoriada, es decir,
que haya hecho tránsito a cosa juzgada material o lo que es igual,
se encuentre en firme o haya adquirido la condición de ejecutable.
Ello se explica en el hecho de que el artículo 177 de la Ley 906 de
2004 señala que la apelación contra la sentencia condenatoria o
absolutoria se concede en el efecto suspensivo, significando que
aún cuando se da cumplimiento a la decisión, la competencia del a
quo o funcionario de primer grado se suspende y es adquirida por el
de segunda instancia (Sentencia C-047 de 2006 M.P. Rodrigo
Escobar Gil).
En segundo término señala que el tratamiento se despliega en
función de la dignidad y las necesidades específicas de la
personalidad de cada persona sujeta al mismo (artículo 143 de la Ley
65 de 1993), lo cual implica que le informa carácter individual, es
decir, que se debe generar un programa concreto por cada interno en
razón de sus condiciones, principalmente su personalidad y, desde
luego debe considerarse la sentencia que generó el tratamiento,
como habrá de verse más adelante, los CET deben estudiar la
totalidad del proceso penal como presupuesto de análisis y
seguimiento individual de cada interno.
En tercer lugar añade que el tratamiento se verifica a través de la
educación, la instrucción, el trabajo, la actividad cultural, recreativa y
deportiva y las relaciones de familia. Llama la atención el que no se
hubiese hecho mención alguna a la disciplina.
Y en cuarto orden indica el código que el tratamiento se basará en el
estudio científico de la personalidad del interno, así mismo que será
progresivo, programado e individualizado hasta donde sea posible. A
tal efecto los directores de los establecimientos penitenciarios se
encuentran en la obligación de organizar, divulgar y ejecutar un
sistema
de
oportunidades
ajustado
a
las
características
y
necesidades del establecimiento que permita el tratamiento en estos
términos (parágrafo 1º del artículo 8º Resolución 7302 de 2005).
2.4.
Fases. El tratamiento penitenciario, dada su estirpe progresiva, fue
dividido en cinco fases que tiene inicio en la de observación,
diagnóstico y clasificación del interno, de conformidad con bases
científicas que permitan evaluar su personalidad; la observación
cubre a su vez los momentos de adaptación, sensibilización,
motivación y proyección (artículo 10 Resolución 7302 de 2005). En
segundo sobreviene la fase de alta seguridad que comprende el
periodo cerrado. En tercer lugar la mediana seguridad es decir, el
periodo semiabierto. En cuarto lugar la fase de mínima seguridad o
período abierto. Y en quinto lugar la fase confianza, que debe
coincidir con el otorgamiento de la libertad condicional. Advierte el
artículo 144 de la Ley 65 de 1993, que la ejecución del programa
será gradual en consideración a la disponibilidad de personal y la
infraestructura de los centros.
La preconcepción de un tratamiento ceñido a estas etapas no resulta
consecuente con la orden de estimar en todo caso las condiciones
individuales de los internos, criterio a partir del cual se genera el
programa en sí mismo considerado. Sin embargo, se previó la
posibilidad de que los CET concluyan que el interno no precisa de
tratamiento penitenciario, caso en el cual la opción es ubicarlo en la
fase de seguridad compatible con la que haya previsto la ley (Ib.
Resolución 7302 de 2005).
2.5.
Consejo de Evaluación y Tratamiento (CET). Indica la Ley 65 de
1993 (artículo 145) que el tratamiento del sistema progresivo será
realizado por medio de grupos interdisciplinarios integrados por
abogados,
psiquiatras,
sociales,
médicos,
psicólogos,
terapistas,
pedagogos,
trabajadores
antropólogos,
sociólogos,
criminólogos, penitenciaristas y miembros del Cuerpo de Custodia y
Vigilancia. De forma más precisa la Resolución 7302 de 2005 los
definió como el órgano colegiado encargado de realizar el
tratamiento progresivo de los condenados (artículo 9º), lo que es una
reiteración de lo que se consignó en el artículo 79 del Acuerdo 011
de 1995, pero su conformación se contrajo a mínimo tres integrantes
que garanticen un concepto interdisciplinario desde los aspectos
jurídico, de seguridad y biopsicosocial (…) (parágrafo 2º del artículo
9º).
Aún cuando señala la Ley 65 de 1993 que su principal función es
establecer qué condenados requieren tratamiento penitenciario
después de la primera fase y, a cuál debe acceder enseguida, fue
mediante el Acuerdo 011 de 1995 (artículo 79) que se discernieron
sus funciones precisas:
a) Iniciar y mantener un seguimiento permanente a cada uno de los
internos a cuyo efecto deberá basarse en un estudio a
profundidad del proceso penal que concluyó con la condena,
documentos, entrevistas personales y familiares y, observación
del comportamiento. Sus observaciones deben consignarse en al
cartilla biográfica de cada interno. Por seguimiento debe
entenderse, según lo refiere el artículo 10º de la Resolución 7302
de 2005, la verificación efectuada por el CET que permite, a
través de la aplicación de los instrumentos científicos y jurídicos,
determinar el cumplimiento del plan de tratamiento del interno (a)
durante su proceso en cada una de las fases, evidenciando sus
avances o retrocesos. A tal efecto se generaron dos tipos de
seguimiento, el primero, en fase, e interfase, según se trate de la
verificación del comportamiento dentro de una misma fase y su
evolución, o se verifique el cumplimiento de requisitos objetivos y
subjetivos para modificar la fase en que se halla, para lo cual
debe rendir un concepto integral consignado en un registro de
calidad.
b) Analizar transdisciplinarmente a cada uno de los condenados,
determinar el tratamiento que requieren y conceptuar acerca del
tipo de establecimiento en que debe ser recluido. Dichos
conceptos deben contener: análisis jurídico, análisis de objetivos
propuestos en el plan de tratamiento penitenciario, análisis de
medidas restrictivas, análisis del desempeño ocupacional,
análisis de desarrollo y crecimiento personal, análisis de logros
académicos y, análisis de la calificación de la conducta (Ib.
Resolución 7302 de 2005).
c) Proponer, desarrollar y participar en los programas terapéuticos
estimados como fundamentales del tratamiento penitenciario.
d) Manifestarse ante la Junta de Evaluación de Trabajo, Estudio y
Enseñanza, en relación con las áreas de su competencia,
respecto de cada uno de los internos que deban someter su
situación a élla.
e) Asesorar al juez de ejecución de penas en las decisiones que
deba adoptar en relación con la ejecución de las penas. No
queda claro sin embargo si esta función debe cumplirse a
solicitud del juez o, si se estima como necesaria su participación
en la adopción de las determinaciones.
2.6.
Limitaciones de los Consejos de
Evaluación y Tratamiento
Penitenciario. Pese a que se generaron una serie de presupuestos
de carácter especializado para el tratamiento penitenciario, entre los
cuales se destacan los CET, como organismos que por su
configuración estarían llamados a mejores análisis de la situación de
los internos y el desarrollo mismo del tratamiento penitenciario,
registran una serie de limitaciones legales que pueden concretarse
en las siguientes:
a) La condena, en los términos en que la suscitó el juez de
conocimiento,
resulta
determinante
para
efectos
de
la
clasificación de los internos habida cuenta que para ello deben
estimarse los factores objetivos y subjetivos, esto es, en primer
término, los elementos que a nivel jurídico permitieron definir la
situación de la persona tales como el delito, la condena, periodos
involucrados y, antecedentes. Mientras que el factor subjetivo es
arrojado por la personalidad y el desarrollo dentro del programa.
Teniendo en cuenta que estos factores son objeto de evaluación
por los CET, y que el juez de conocimiento, incluso, el juez de
ejecución de penas está llamado a formular juicios con base en
criterios similares, todo señala que la decisión del juez se
sobrepone a las conclusiones de estos equipos, lo cual no
corresponde con el carácter especial que ha querido atribuirse al
tratamiento penitenciario.
b) Cuando los CET concluyen que la persona no precisa de
tratamiento penitenciario, deben ser incorporados en la fase que
sea legalmente viable. Siendo el criterio determinante la
viabilidad legal, se encuentran dos limitaciones concretas
previstas, en primer lugar, que la persona acceda a la mínima
seguridad cuando haya generado las condiciones que facultan la
libertad condicional, la cual es concedida por el juez de ejecución
de penas cuando, considerada la gravedad del delito, haya
cumplido las dos terceras partes de la pena, haya observado una
conducta tal durante el tratamiento penitenciario que permita
suponer fundadamente que no precisa continuar en tratamiento
penitenciario, y haya sufragado la totalidad de la multa y los
perjuicios causados a las víctimas, en el evento quela codena lo
haya previsto (artículo 5º de la Ley 890 de 2004, por la cual se
modificó el artículo 64 de la Ley 599 de 2000). En segundo lugar,
cuando la persona haya sido condenada dentro los cinco años
anteriores por delito doloso o preterintencional (artículo 32 de la
Ley 1142 de 2007, mediante el cual se adicionó el artículo 68A a
la Ley 599 de 2000).
c) Los CET no podrán promover a un interno a fase de mediana
seguridad si por el factor objetivo la ley lo prohíbe, el interno se
encuentra requerido por otras autoridades –pese a que la norma
no lo señala, debe entenderse “autoridades penales” puesto que
el
ser
requerido
por
ejemplo
por
autoridades
civiles,
administrativas o disciplinarias, no es claramente incidente en el
tratamiento penitenciario-, haber sido notificados de una nueva
condena –no es claro si por “nueva condena” debe entenderse
por hechos posteriores a los que generaron la que propició la
condena que ocupa en ese momento al CET, o simplemente una
condena sucedánea con independencia de los hechos que la
generaron-, no haber cumplido una tercera parte de la pena
impuesta o el 70% en el caso de provenir la sentencia de juez
especializado, o si su movilidad fue restringida por constituir
riesgo contra otras personas. Por el factor subjetivo, generados
en registrar altos niveles de violencia, no asumir las normas de
convivencia en comunidad, insensibilidad oral o registrar
trastornos severos de personalidad, no participar activa y
responsablemente en el sistema de oportunidades, cuando el
psiquiatra haya conceptuado acerca de la necesidad de
tratamiento
especializado
a
causa
de
las
limitaciones
provenientes de su salud mental, o cuando deban permanecer en
alta seguridad en concepto de la junta de distribución de patios y
asignación de celdas.
d) Para que un interno pueda acceder a fase de mediana seguridad
debe haber cumplido una tercera parte de la pena impuesta
hasta cuando alcancen cuatro quintas partes del tiempo
requerido para acceder a la libertad condicional.
e) El seguimiento en fase no puede durar menos de seis meses.
III. CONCLUSIONES A PARTIR DE LA COMPARACIÓN DEL RÉGIMEN
INTERNO CON EL INTERNACIONAL
La capacidad sancionatoria del estado constituye una de las expresiones del
poder político que por antonomasia definen el ejercicio de la soberanía. En materia
penal la función punitiva es quizás la más grave expresión de disminución o
eliminación de derechos fundamentales, incluso, de derechos reputados como
“naturales” (Kaser, 2004) de las personas sujetas a su jurisdicción; con
consecuencias de tal magnitud que sólo puede compararse con otro fenómeno tan
agresivo en sus efectos como es la guerra. Razón que se explica en el fenómeno
consistente en que la función punitiva o sistema de castigo penal, tiene el efecto
de producir los más graves índices de aflicción legítima de las personas.
Por ser connatural al ejercicio mismo de la soberanía, el poder penal de los
estados ha venido siendo controlado desde tiempos relativamente recientes;
podríamos sostener que se remonta a partir de lo que se conoce como etapa del
iluminismo o humanización del derecho penal (Beccaría, 1982), época desde la
cual el poder nacional se ha venido visto controlado predominantemente por el
derecho internacional, de conformidad con el desarrollo creciente de instrumentos
internacionales que permiten calificar el mínimo de legitimidad que debe
observarse en ejercicio del ejercicio del poder punitivo. Ese sistema de control
internacional se ha expresado de varias formas, entre las cuales cabe distinguir el
desarrollo de lo que en doctrina se conoce actualmente como “principialística”, o
más comúnmente definido como sistema de normas rectoras que incluyen y
destacan los denominados derechos y garantías fundamentales de las personas
sujetas a procesos penales y castigos posteriores a la sentencia condenatoria
(Montero, 1997). Por ejemplo, la interdicción del non bis in ídem, la prohibición de
la cosa juzgada, el derecho a ser vencido en juicio tras ser escuchado como
presupuesto de validez para que pueda producirse una sentencia de contenido
adverso al procesado, etcétera, y en particular en cuanto al tratamiento
penitenciario, el predominio de la dignidad humana o la prospectiva individual del
tratamiento penitenciario. Conforman un sistema de derechos y garantías que
limitan y califican el ejercicio del poder penal, de suerte que su puntual
observancia imprime a las decisiones judiciales y administrativas vinculadas,
particularmente a las sentencias condenatorias, el carácter de legitimidad que
permite tenerla como válida ante cualquier otra jurisdicción.
Este sistema de control tiene varias expresiones o atiende varios instantes del
ejercicio del poder punitivo. Inicialmente impacta la administración misma de este
poder, a través de lo que ha sido conocido como política penal o política criminal
del estado, sin que se haya previsto un ejercicio probable de eliminación del
derecho penal, debe tomarse como necesaria la existencia misma de una política
penal, aun cuando no necesariamente se proyecte sobre un programa de política
criminal.
Debe entenderse para estos efectos como administración del poder penal, si bien suele
confundirse con la idea de programa de política criminal, es preciso hacer la salvedad que cuando
un estado ejerce dicho poder, -y no se sabe de uno solo que haya pretendido no hacerlo,
excepción hecha del régimen estalinista que intentó suprimir el derecho penal, con el efecto social
de no haber sido decepcionada la propuesta por parte de la sociedad, la cual continuó
comportándose como si siguiera existiendo (Paredes, 2003; Roxin, 1997; Martínez, 1990Foucault,
1984).
Naturalmente la administración del castigo penal de injerta en la práctica
misma de la política penal, no sólo porque el sistema penitenciario hace parte
instrumental de la estructura punitiva, sino porque particularmente los consejos de
evaluación y tratamiento atienden criterios orientados en mayor o menor medida
generados en dicha política y, la ejecutan en cuanto hace a sus competencias
(artículo 145 y ss. Ley 65 de 1993). Luego son los CET operadores de la pena en
cuanto se ubican en el contexto de su ejecución, antes que en la persecución
penal que, sea dicho de paso, constituye el mecanismo de disuasión más
significativo incluso sobre la pena según lo refirió Roxin (1997).
Siguiendo los lineamientos internacionales del derecho penal en general y
de la función punitiva especialmente, la administración del castigo se encuentra
condicionada por las prácticas y las tendencias internacionales, así que el
alejamiento de éstas constituye el principal criterio de ilegitimidad. Así como
surgieron principios internacionales del derecho penal, tal y como se ha puesto en
evidencia, también existen principios de la ejecución de la sanción penal
determinados desde el orden internacional. Por manera que es preciso recabar a
fin de establecer lo convergente o divergente que pueda resultar la legislación
nacional, con miras a establecer el estado del arte de la ley nacional.
Hechas las exposiciones que permiten suscitar la comparación se advirtió
que muy particularmente a partir de la Resolución 7302 de 2005, se tendió a
contemporizar el régimen penitenciario y carcelario con las disposiciones
internacionales. No obstante se observó que las modificaciones habrían sido
operadas desde una resolución hacia una ley, lo cual desde la visión kelseniana
del derecho no es probable (Kelsen, 1994). De cualquier forma se relievó la
influencia de las resoluciones de Naciones Unidas en el régimen interno, y ello
ciertamente encuentra sustento en el bloque de constitucionalidad.
Desde esta perspectiva se puede concluir que la legislación nacional es
muy próxima a la preceptiva de Naciones Unidas. En primer lugar, por el
predominio del principio de dignidad humana como eje rector e interpretativo del
tratamiento penitenciario. Como derivación del mismo surge el tratamiento
penitenciario progresivo, individual y diferencial, perfectamente consecuente con
Naciones Unidas.
Otro tanto puede señalarse respecto del predominio de la función judicial,
entendiendo que finalmente es el juez, en nuestro caso el de ejecución de penas,
el llamado a adoptar las decisiones de mérito.
En cambio, siguiendo el mismo criterio de contraste, se encontraron
algunas diferencias que deben ser revisadas para la optimización y coherencia
funcional de los CET.
1. En primer lugar se advierte una divergencia no sólo entre las disposiciones
nacionales e internacionales sobre las funciones de la pena, sino entre las
distintas normas nacionales. Advertimos como el código penal se pliega
sobre la función preventiva general, siguiendo ex professo a Naciones
Unidas, mientras que el código penitenciario y carcelario se inclina por la
función resocializadora, lo que a fortiori parece ser más consecuente con el
principio de dignidad humana. SI bien Naciones Unidas no demanda la
adhesión de los países miembros a favor de una u otra explicación de las
funciones de la pena, convendría unificar la ley interna, para facilitar la
interpretación de los procedimientos y el tratamiento penitenciario mismo.
Debe inquietarse acerca de si las funciones y fines de las penas deben ser
las mismas que las del tratamiento penitenciario, y lo más consecuente
conforme a una visión lógico sistémica del ordenamiento, es que coincidan.
2. En segundo lugar, si bien Naciones Unidas no hace referencia a
instituciones como el Ministerio Público, si se nutre de la idea esencial que
en una organización política basada en la dignidad humana, todo poder
funcionalmente capacitado para disminuir en mayor o menor medida
derechos fundamentales, debe ser controlado. En el caso de Colombia una
de las manifestaciones de ese control surge de las funciones que cumple el
Ministerio Público en relación con la ejecución de la sanción penal en
general, y del tratamiento penitenciario en particular. Sin embargo, no se
evidencian mecanismos de notificación que permitan en términos reales
hacer efectiva la participación del Ministerio Público. Por ejemplo, no surge
de las disposiciones legales formas de convocarlo a las reuniones de los
CET, ni manera de participarles sus evaluaciones, las cuales deberían ser
controladas por ellos dentro del ámbito funcional deferido.
3. Naciones Unidas tampoco se ocupa de los sistemas procedimentales que
deben observarse en desarrollo del tratamiento penitenciario. De cualquier
forma se tiende a que sean garantizados los derechos de las personas, y
que se desplieguen procesos abiertos y sujetos a control social. Justamente
el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional refleja un esquema
procesal internacionalmente avalado, caracterizado por surtirse mediante
audiencias públicas, orales y concentradas, presididas por un juez
imparcial. Y precisamente en Colombia surgió un esquema procesal a partir
del Acto Legislativo 03 de 2002 a partir del cual surgió la Ley 906 de 2004,
mediante la cual se erigió el llamado sistema acusatorio y adversarial. Sin
embargo, en materia de tratamiento penitenciario, pese a la naturaleza
judicial de las decisiones que se adoptan, su envergadura y trascendencia
en las prácticas sociales y las vidas individuales de los internos, no se ha
desarrollado un sistema de audiencias públicas, orales ni concentradas,
sino que se persiste en el recurso escriturario, sin debate, sin inmediación
del juez, ni posibilidad de contradicción por parte del interno, su defensor o
el Ministerio Público.
4. Pese a que es aparentemente claro que la autoridad judicial, es decir, el
juez de ejecución de penas y medidas de seguridad, tiene funciones claras
e independientes, no susceptibles de confusión con las de la autoridad
administrativo-operativa que es el INPEC respecto del tratamiento
penitenciario, existen cruces de competencias en el análisis de aspectos
objetivos y subjetivos, debido a que pueden ser simultáneamente evaluados
por las dos autoridades. Por ejemplo, para el acceso a fase de confianza,
los CET deben estimar factores típicamente subjetivos tales como la
personalidad del interno o sus antecedentes. Aspecto que también debe
evaluar el juez de ejecución de penas para conceder la libertad condicional.
Teniendo en cuenta que para acceder a la fase cinco debe ser procedente
la libertad condicional, se encuentra con que las dos autoridades están
llamadas a pronunciarse sobre el mismo aspecto, pudiendo haber en donde
resulta más digno de crédito los análisis del CET por su especialidad y
diversidad, pero quedan sujetos a la decisión del juez. Por manera que
convendría generar ámbitos funcionales reservados a cada autoridad
penitenciaria, sin lugar a cruces o, que mediante el sistema de audiencias
públicas pudiese debatirse entre las mismas la decisiones a tomarse.
5. A diferencia de lo previsto por Naciones Unidas la legislación interna no
desarrolla al menos de forma expresa, lo atinente a la corresponsabilidad
social en desarrollo del tratamiento penitenciario, como tampoco genera
claras formas de participación social en el mismo, ni previó la reproducción
de condiciones socio-culturales del interno similares a las que se
desprenden de su entorno social, familiar y laboral. Curiosamente este
precepto que se desconoce, si bien no se niega, debería ser uno de los
bastiones del tratamiento penitenciario, en la media que procura mejores
condiciones de resocialización, la cual es la función más destacada tanto de
la sanción como del tratamiento mismo, conforme al régimen de la Ley 65
de 1993.
6. Tampoco
reproduce
la
legislación
interna
un
régimen
claro
de
autoevaluación, como el que mediante los inspectores previno Naciones
Unidas como mecanismo de verificación de cumplimiento de la ley y los
estándares internacionales que involucra el tratamiento penitenciario.
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