La autorrealización o liberación humana como crítica de la religión

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LA AUTORREALIZACION O LIBERACIÓN HUMANA COMO CRÍTICA DE LA RELIGIÓN EN FEUERBACH
Manuel Cabada Castro
(Manuel Fraijó, Filosofía de la Religión: Estudios y Textos, Trotta, Madrid 1994, pp. 291-316)
I. EL INTERÉS POR LA RELIGIÓN
Como otros grandes pensadores del siglo XIX alemán, también Feuerbach (1804-1872) tiene una
determinada relación biográfica e intelectual con la teología.
AL concluir su bachillerato, inicia en 1823 sus estudios de teología protestante en Heidelberg con el
racionalista Heinrich Eberhard Gottlob Paulus y, a continuación, con el hegeliano Karl Daub, profesor
de dogmática, que despertará su interés por Hegel. Feuerbach asiste efectivamente por poco
tiempo a las clases de Antiguo Testamento de Paulus, pero se distanciará pronto de su ortodoxo
racionalismo, para seguir entusiásticamente a continuación la orientación romántico- especulativa,
claramente hegeliana, de Daub. Después de los dos semestres de teología en Heidelberg, en la
primavera de 1824, se traslada a Berlín, en donde serán profesores suyos Hegel y Schleiermacher.
Será al final del primer año de su estancia en Berlín cuando Feuerbach abandonará definitivamente
la teología para iniciar sus estudios filosóficos. Fue sobre todo Hegel quien influyó en este cambio
de rumbo de Feuerbach: «Asisto a las clases de Hegel —escribe en 1824— sobre lógica, metafísica
y filosofía de la religión [...]. Las clases de Hegel me producen un placer infinito». Este interés por la
filosofía se acaba imponiendo:
«Apenas había asistido yo medio año a las ciases de Hegel —recuerda más tarde— y ya sabía lo que
quería y debía hacer: ¡no teología, sino filosofía...; no creer, sino pensar!» (IV, 417). El epistolario de
principios de 1825 entre Feuerbach y su padre muestra su clara decisión: «Me resulta imposible el
estudio de la teología [...]. El alimento de la niñez se hace indigerible al hombre maduro» (XII, 243;
cf. XII, 236-252). De hecho ya en Heidelberg los estudios de teología no le acababan de llenar: «Mi
amor hacia ella era ya entonces débil y se fue haciendo cada vez más débil, hasta que desapareció
por completo» (XII, 247).
Feuerbach necesitaba dar vía libre a su preocupación general por el hombre, que va a constituir en
adelante su nueva religión: «Palestina me resulta demasiado estrecha; necesito caminar por el
ancho mundo, y esto sólo lo puede hacer el filósofo» (XII, 243).
En abril de 1825, al final de su primer año en Berlín, Feuerbach empieza a caminar por la nueva vía:
«He abandonado la teología, pero no lo he hecho apasionadamente o a la ligera; no lo he hecho
porque no me guste, sino porque no me llena, porque no me da lo que le pido y necesito» {II, 361
s).
El proceso seguido por Feuerbach es descrito por él mismo del siguiente modo: «Dios fue mi primer
pensamiento; la razón, el segundo, y el hombre, mi tercero y último pensamiento» (II, 388). Ello no
quiere decir en modo alguno que Feuerbach se haya olvidado posteriormente de sus primeras
preocupaciones por la teología o la religión. Veinticinco años después de su ruptura con la carrera
teológica escribirá todavía: «Pese a las diferencias existentes entre mis escritos, todos tienen en
definitiva una única meta, un único afán, un único tema; este tema es la religión y la teología, y lo
que con esto se relaciona» (VIII, 6).
Y en este sentido no es superfluo indicar que Feuerbach había propuesto algunos otros posibles
títulos para su obra más conocida de 1841, La esencia del cristianismo, en los que la palabra
«teología» o «religión» aparecían de manera explícita.
II. CRITICA DE LA VIVENCIA RELIGIOSA TRADICIONAL
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La crítica de Feuerbach a la religión se va a distanciar de otras críticas típicas sobre todo del siglo
XVIII. John Toland había publicado en 1796 Christianity not mysterious, en la que se alude a la
divinidad en términos de «negocio» de los que viven de la misma. A.-L.-C. Destutt de Tracy
interpretará posteriormente en esta línea la religión como «engaño sacerdotal». Aunque se pueden
encontrar elementos de esta crítica también en Feuerbach, lo esencial de su crítica consistirá en ver
la religión como un producto que emerge espontáneamente de la mente y del corazón del hombre,
cuando éste no se hace cargo por sí mismo de su propia existencia, abandonándose pasivamente a
poderes extraños creados por él mismo para su propio consuelo.
Hay que tener en cuenta por otra parte que, aunque la crítica de la religión de Feuerbach .adquiere
con frecuencia un roño esencialista o general, su punto de mira es de hecho la religión real y
concretamente vivida por sus contemporáneos. Feuerbach dice explícitamente que cuando él
afirma que «el secreto de la teología es la antropología» no hace sino levantar acta de lo que la
«historia ha realizado ya hace tiempo». Hay una intención, pues, predominantemente descriptiva:
Yo no me pregunto como Kant: ¿cómo son posibles las proposiciones a priori? O sea, no me
pregunto: ¿cómo es posible la religión?; sino más bien: ¿qué es la religión, qué es Dios? Y esto a
base de hechos concretos (X, 344).
Sabemos hoy día, por lo demás, gracias a las investigaciones que se están realizando sobre los
escritos inéditos de Feuerbach hallados en la Biblioteca de la Universidad de Múnich, que Feuerbach
estaba bastante al tanto de los conocimientos de la época en torno a los comportamientos religiosos
de los pueblos llamados primitivos, etc. Se trata, pues, de un acercamiento al hecho religioso, no
estrictamente desde la filosofía o la metafísica, sino más bien desde la psicología. En este sentido
dice explícitamente Feuerbach que trata a la teología como «patología psíquica», y que la finalidad
de sus escritos es, en consecuencia, «terapéutica o práctica». Feuerbach intenta hacer ver que las
imágenes y conceptos religiosos no tienen otro origen que la subjetividad humana enmarcada en el
cosmos que la rodea. Reducción, pues, psicológica de la religión, que Feuerbach ve ya confirmada
en las ideas del propio Böhme {cf. III, 177 s.; VIII, 197).
Como presupuesto o componente de esta visión feuerbachiana de la religión hay un previo interés
o simpatía con la concepción panteísta o panteizante de autores como G. Bruno («Giordano Bruno
es amigo íntimo mío y congenio profundamente con él», escribe tempranamente en 1835: XII, 2S2),
o Spinoza (en este mismo año se declara a sí mismo «Spínozist»: XII, 283). Feuerbach sostiene, en
efecto, que hay un proceso lineal y coherente que va desde el teísmo o la teología, a través del
panteísmo, hasta el ateísmo (cf. II, 223 s., 262). La coherencia de este proceso, tal como la ve
Feuerbach, estriba en que el teísmo {el maestro de Feuerbach, Hegel, había profundizado ya en esta
visión) implica necesariamente una determinada divinización del mundo y, en consecuencia, una
autosuficiencia del mismo; «al no estar las cosas o el mundo fuera de Dios —en palabras de
Feuerbach—, no existe tampoco Dios ninguno fuera del mundo» (II, 263). Toda la carga ontológica
tradicional de la divinidad se adentra así en el hombre y éste recobra de este modo una fuerza y
vigor sin límites. El hombre vive así en el aura de la divinidad, que constituye así su sentimiento
básico.
De aquí el interés de Feuerbach por las corrientes ideológicas pietistas, fundamentalmente de signo
protestante o luterano, en las que el sentimiento se convierte en esencia y órgano de la religión.
Significativa es la alusión, por ejemplo, al pietista Sebastian Franck (+1542), al escribir Feuerbach:
Dios es [...] el eco de nuestros gemidos de dolor. El dolor tiene que exteriorizarse; el artista [...]
calma su dolor oyéndolo, objetivándolo; aligera la carga que pesa sobre su corazón al
comunicaría a los aires, haciendo de su dolor una esencia universal [...]. Este aire libre del
corazón, este misterio expresado, este dolor anímico alienado, es Dios. Dios es una lágrima de
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amor venida en la soledad más profunda sobre la indigencia humana. «Dios es un gemido
inexpresable que yace en el fondo de nuestras almas» (Sebastian Franck von Word). Esta
afirmación constituye la expresión más notable, más profunda y más verdadera de la mística
cristiana (VI, 145 s.).
Panteísmo y mística pietista se dan en cierto modo la mano, tal como lo ve Feuerbach, en la figura
(a la que ya hemos aludido más arriba) de Böhme (+1624). En sus primeras obras comenta
Feuerbach con una cierta insistencia las ideas de Böhme sobre la implicación de Dios en el mundo
(dado que éste no tiene otro origen ni otro lugar que no .sea la misma divinidad), en una línea que
al discípulo de Hegel no le resultaba difícil entender y valorar. Y lo mismo ocurre con el temprano
interés también de Feuerbach por otro conocido pietista alemán.
Angelus Silesius (+1677), a quien alude Feuerbach en su trabajo de habilitación de 1828. Por todo
ello se comprende que la visión básica de la religión en Feuerbach está esencialmente en relación
con la subjetividad, en la línea de la dimensión «práctica», en la que la había colocado Kant. En este
sentido escribe Feuerbach en La esencia del cristianismo:
Dios es esencialmente objeto únicamente de la religión, no de la filosofía; del sentimiento, no de
la razón; de la angustia interior, no de la libertad de pensamiento; brevemente, Dios es un objeto
o una esencia que expresa, no la esencia del punto de vista teorético, sino del práctico (VI, 224).
Es fácil comprender desde aquí la utilización que él va a hacer de la concepción schleiermacheriana
de la religión. En efecto, Feuerbach va a mirar con simpatía el «sentimiento de simple y pura
dependencia» de Schleiermacher como expresión exacta de la religión tal como la ve Feuerbach.
Para él es el «sentimiento de dependencia el nombre o concepto único y universal que designa y
explica correctamente el fundamento psicológico o subjetivo de la religión» (VIII, 39).
El «gran» (II, 360} Schleiermacher, junto con Hegel, había sido profesor de Feuerbach en Berlín. Y
en Schleiermacher influye directamente la filosofía antirracionalista sentimental de Fr. H. Jacobi. La
filosofía especulativa de Hegel tenía que mirar necesariamente con recelo toda concepción de la
religión anclada fundamentalmente en el sentimiento. Y de aquí la polémica entre el «espíritu» de
Hegel y el «sentimiento » de Schleiermacher, dos años antes de que Feuerbach se trasladara a
Berlín. Hegel va a objetar al «sentimento» schleiermachiano que semejante concepción del hombre
y de la religión no hace sino «equiparar el hombre al animal», con lo que habría que concluir —
añade Hegel— que «el perro sería el mejor cristiano». El «pensamiento especulativo » rechaza
―sigue diciendo Hegel—tal «ignorancia animal sobre Dios». Schleiermacher acusó el golpe de la
crítica de su colega en la Universidad de Berlín, pero prefirió no entablar polémica directa con Hegel,
como aparece en la carta de Schleiermacher de 28 de diciembre de 1822 a su amigo Karl Heinrich
Sack, profesor de teología en Bonn: «Pero ¿qué me dirá usted sobre el hecho de que el señor Hegel,
en su prólogo a la filosofía de la religión de Hinrichs, dice —refiriéndose a mí— que el perro, por su
dependencia absoluta, es el mejor cristiano, y me acusa así de una ignorancia animal sobre Dios?
Ante semejantes cosas, lo mejor es callarse »h\ Feuerbach va a tomar más tarde partido en pro de
la concepción schleiermachiana de la religión, aunque, como veremos, interpretándola a su manera
y radicalizándola.
En efecto, Feuerbach se hace eco en primer lugar de la polémica entre sus maestros, poniéndose
del lado de Schleiermacher. Dice en sus Lecciones sobre la esencia de la religión:
Los denominados filósofos especulativos se han burlado de que yo haya hecho del sentimiento
de dependencia el origen de la religión. La expresión «sentimiento de dependencia» tiene mala
reputación entre ellos desde que a Hegel, refiriéndose a Schleiermacher, que como es sabido
elevó el sentimiento de dependencia a esencia de la religión, se le ocurrió decir el chiste de que,
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según esa teoría, el perro debería tener religión, puesto que se siente dependiente de su amo
(VIH, 31).
Feuerbach se mantiene, pese a ello, fiel a la concepción de Schleiermacher, aun a sabiendas de su
abierta oposición a Hegel. Habla en este sentido de una «diferencia esencial», más aún, «oposición»
entre la filosofía de la religión de Hegel y la suya propia (VII, 265 s.). Su comentario es iluminador de
su propia visión de la religión y de su interpretación de Schleiermacher:
Esta diferencia esencial aparece clarísima en el modo de polemizar Hegel y yo contra
Schleiermacher, el último teólogo del cristianismo. Yo critico a Schleiermacher no ―como Hegel-—
porque haga de la religión cosa del sentimiento, sino únicamente porque, por su timidez teológica,
no llegó ni pudo llegar a sacar las consecuencias necesarias de su punto de vista, porque no tuvo
valor para ver y confesar que objetivamente Dios no es más que la esencia del sentimiento, si
subjetivamente el sentimiento es lo principal de la religión. A este respecto estoy tan lejos de estar
contra Schleiermacher que él me sirve más bien de auténtica confirmación de mis afirmaciones
deducidas de la naturaleza del sentimiento (VII, 266).
Feuerbach ha interpretado sin duda a Schleiermacher según sus propios intereses de reducción de
la teología a simple antropología, ya que la teoría del sentimiento religioso de Schleiermacher sabe
respetar como diferente del mismo sentimiento la objetividad de una divinidad, que está más allá
de la naturaleza o del mundo. Pero lo que nos interesa aquí directamente es analizar la propia
concepción de la religión de Feuerbach que, en un principio al menos, se define como constituida
exclusivamente por la mera subjetividad humana.
Es necesario advertir, sin embargo, el cambio que se va a producir en la concepción feuerbachiana
de la religión hacia el año 1846, fecha de la publicación de La esencia de la religión. Feuerbach
parece entrever ahora los problemas sistemáticos que plantea una concepción exclusivamente
subjetivista de la religión, entendida como mera proyección humana, como la sostenida hasta aquí,
y va a introducir un nuevo elemento explicativo de la actitud religiosa: la «naturaleza». Desde ahora
va a afirmar que «el objeto primario y originario» (VII, 434; cf. VIII, 31) más aún, «el fundamento
permanente, el trasfondo continuo, aunque oculto» (VII, 440) de la religión es la «naturaleza», bajo
cuyo concepto entiende «el conjunto de todas las cosas, esencias y fuerzas sensibles que el hombre
distingue de sí mismo como no humanas» (VIII, 113). Esta naturaleza, ciertamente, no es Dios, pero
Feuerbach parece al menos haber roto el círculo cerrado de la subjetividad con la admisión de este
nuevo elemento hermenéutico del sentimiento religioso. Cae poco a poco en la cuenta de la mutua
implicación de hombre y naturaleza, de tal manera que se hace necesario que ésta pertenezca a la
propia comprensión del hombre en cuanto subjetividad y por tanto, también, en cuanto esencia
religiosa.
El hombre recibe de la naturaleza el material para la religión y así es el fundamento de la religión
no solamente subjetivo, sino también objetivo (VII, 513).
Esta instancia extrasubjetiva se hace especialmente necesaria para explicar el hecho de que en el
sentimiento religioso se hace referencia de alguna manera a un ser cuyas cualidades (infinitud,
omnipotencia, etc.) son diferentes y superiores a las del hombre. Tales cualidades no pueden ser
simple refleja subjetivo del hombre, como hasta ahora sostenía Feuerbach. En este sentido escribe
en La esencia de la religión:
Las propiedades que fundamentan o expresan aquello en que se diferencia la esencia divina de
la esencia humana, o al menos del individuo humano, no son originaria o fundamentalmente sino
propiedades de la naturaleza (VII, 441).
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Además, Feuerbach necesita un elemento exterior al hombre que explique el hecho de que éste
considere como exterior a él mismo algo (la divinidad), que en definitiva no es, según piensa
Feuerbach, sino el propio hombre:
¿Cómo es que el hombre imagina su propia esencia distinta, diferente, no humana? O —dicho de
otra forma— ¿cómo se explica que atribuya a su Dios, que no es sino la esencia de su propio
espíritu, una existencia objetiva, exterior, independiente y distinta del espíritu y de la esencia
humana? La respuesta es: la existencia y objetividad de Dios no es sino la naturaleza (VII, 508; cf.
Vil, 440).
Feuerbach comprende también en este mismo sentido que su admisión, en conexión con
Schleiermacher, del «sentimiento de dependencia» conlleva necesariamente un cierro tipo de
realidad exterior al hombre como polo de referencia de dicho sentimiento (cf. VIII, 24 s.)
Sea o no contradictoria con la sistemática filosófica sostenida hasta ahora por Feuerbach la
mencionada inclusión de la «naturaleza» en la explicación del sentimiento religioso, el hecho es que
Feuerbach habla de la «laguna» (VIII, 24 s.), que había dejado en La esencia del cristianismo y que
había de ser llenada en su obra posterior La esencia de la religión. En todo caso, dicha naturaleza no
es identificable con Dios. Si el hombre, pese a todo, piensa en «Dios», éste no es sino o un reflejo
de las mismas cualidades del hombre o «sí se trata de cualidades que no parecen proceder del
hombre, una esencia que tiene su origen y procedencia de la naturaleza, que no expresa sino los
efectos, propiedades y manifestaciones de la naturaleza» (I, 204). La «impresión» (I, 107) de ésta en
el hombre es la que forma en él la imaginación y el «nombre» (VIII 129) de Dios, Por tanto, no se ha
de decir «que la naturaleza tiene su origen en Dios, sino por el contrario que Dios tiene su origen en
la naturaleza» (VIII, 129). Dios es la naturaleza «abstracta» o la «esencia abstracta del mundo» (II,
352), la «copia» del «original», que es la naturaleza (VIII, 146), En conclusión, el fundamento de la
idea de Dios en el hombre no es Dios mismo, sino la naturaleza y el hombre:
La esencia de la religión, es decir, la esencia de Dios no es otra cosa sino la esencia abstracta,
purificada e idealizada, del mundo, por una parte —momento no atendido por mí en mi escrito
[La esencia del cristianismo], en el que me limité exclusivamente al hombre—, y por otra, la
esencia abstracta, purificada e idealizada, del hombre (VII, 233).
Ambos «momentos» constituyen la esencia del Dios «moral» (que pertenece, no a la «teología»,
sino a la «antropología») y del Dios «filosófico» —como denomina Feuerbach al Dios creador de la
«naturaleza, las estrellas, los árboles, las piedras, los animales, los hombres» (VII, 26)—, Este último
«momento» es el que le hace decir que «el secreto de la físico teología es únicamente la física o la
fisiología» [VIII, 26). De este modo antropología y «fisiología», es decir, hombre y naturaleza, son el
último y definitivo sentido de la «teología»:
Si resumí antes [en La esencia del cristianismo] mi doctrina en la expresión «la teología es
antropología», he de añadir ahora, a modo de complemento: «la teología es antropología y
fisiología». Mi doctrina o intuición se sintetizan, por tanto, en estas dos palabras; naturaleza y
hombre.
Se comprende así fácilmente el que Feuerbach relacione íntimamente religión y fantasía. Para él la
esencia divina no es sino «la esencia objetivizada de la fantasía» (VI, 258). Ésta, la fantasía, se
convierte así en «órgano original y esencia de la religión» (VI, 258; cf. VII, 104), en «base de la
religión» (VII, 47). Y ésta misma, la religión, es descrita en consecuencia como «sueño del espíritu
humano» (VII, 287) que, por realizarse en el centro de la vida misma del hombre, es calificado como
«sueño de la conciencia despierta» (VI, 169). De hecho, Feuerbach ha ido dando a lo largo de su
obra cada vez más importancia al mecanismo del deseo como desencadenante de la experiencia
religiosa: «lo que no soy, pero deseo y me afano por ser, eso es mi Dios» (VII, 297). Por consiguiente,
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«el deseo es el origen, la esencia misma de la religión; y la esencia de los dioses no es sino la esencia
del deseo [...]. Quien no tiene deseos, no tiene tampoco dioses» (VII, 465). Es más, los deseos
determinan la medida de la divinidad; «Según son los deseos de los hombres, así son sus dioses»
(VII, 503). Y estos «dioses surgen del contraste o de la contradicción entre el poder y el querer en el
hombre» (IX, 61). La idea del «deseo» como el verdadero origen de la religión se hará finalmente
central en la que Feuerbach consideraba su obra más madura, su Teogonía, según las fuentes de la
antigüedad clásica, hebrea y cristiana (1857). Aquí escribirá, por ejemplo:
El sentimiento del hombre de su dependencia e impotencia es sólo el espacio vacío, el lugar, pero
no la materia o la semilla de la que brotan los dioses. Esta materia generadora es únicamente el
ardiente, infinito e indomable deseo de felicidad.
De aquí que H. J. Braun ponga acertadamente de relieve el papel del deseo en la explicación
feuerbachiana más madura de la vivencia religiosa: «Sentimiento de dependencia, egoísmo,
tendencia a la felicidad y fantasía, junto con el deseo, están entre sí en íntima relación».
Para caracterizar muy precisamente a continuación la visión feuerbachiana del sentimiento religioso
de este modo: «La fe no se basa en razones suficientes, como se podría pensar en una filosofía de
la religión de talante racional, sino en deseos suficientes».
Esta estructura de la vivencia religiosa anclada en el deseo es la que le mueve a Feuerbach a hablar
de la religión como de «la esencia infantil de la humanidad» (VI, 16). Tal carácter infantil se muestra
en su típico egoísmo, ya que el ansia de felicidad, el egoísmo, es lo propio y «específico» (VIII, 379),
«el último fundamento subjetivo» (VIII, 69) de la religión. Junto al egoísmo, y concretando de este
modo aún más el carácter infantil de la religión, hablará también del «miedo», como sentimiento
típico (VIII, 32) de la religión, si bien no exclusivo (VIII, 37 s.). Este carácter infantil de la religión se
basa en definitiva en la ignorancia sobre la realidad y sobre las propias posibilidades del hombre en
unión con los demás. «La noche —afirma gráficamente Feuerbach— es la madre de la religión» (VI,
233).
Todo ello presupone una estructura vivencial religiosa, en la que el hombre religioso y la divinidad
imaginada están pensados en una tensa polaridad o contradicción. Comentando a Lutero, escribe:
Lo que se atribuye a Dios se le niega al hombre, y viceversa, lo que se le da al hombre se le quita
a Dios [...]; afirmar a Dios significa negar al hombre (VII, 312).
Es decir, «para enriquecer a Dios, debe el hombre empobrecerse; para que Dios lo sea todo, ha de
ser el hombre nada» (VI, 32). El Dios de la vivencia religiosa es para Feuerbach un Dios «celoso»
(VIH, 357).
Queda suficientemente claro que entre el hombre y la divinidad se da en el acto religioso una
relación inversamente proporcional:
Cuanto más vacía es la vida tanto más pleno y concreto es Dios. El vaciamiento del mundo real y
la plenificación de la divinidad es un mismo acto. Sólo el hombre pobre tiene un Dios rico. Lo que
el hombre echa de menos —de manera concreta y consciente o inconsciente— eso es Dios (VI,
89 s.).
Dada la abundancia y variedad de los análisis de Feuerbach sobre el origen de la conciencia religiosa,
cabe decir, por lo demás, con W. Kern que «pocas motivaciones nuevas se habrán podido añadir a
la crítica del cristianismo y de la religión después de él».
III. HACIA UNA NUEVA RELIGIÓN CENTRADA EN EL HOMBRE
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Después de su ruptura con Hegel hacia 1839, Feuerbach va a concebir progresivamente la religión
como fenomenología del ser finito. «Hegel —escribe en 1842— considera la religión como la
conciencia de otro ser; yo como la conciencia del propio ser del hombre» (VII, 267); «la filosofía de
la religión de Hegel flota en el aire, mientras que la mía se apoya con ambos pies sobre el suelo natal
de la tierra» (VII, 272 s.). La nueva tesis feuerbachiana es bien clara:
La esencia objetiva de la religión, especialmente de la cristiana, no es sino la esencia de las
mismas facultades afectivas humanas, especialmente cristianas; el secreto de la teología es, por
tanto, la antropología (XIII, 54). El hombre es el comienzo, centro y fin de la religión (VI, 222).
Feuerbach intenta poner de relieve reiteradamente que en la religión el hombre no se relaciona de
hecho sino consigo mismo, aunque crea que se relaciona con un ser distinto de él, dado que Dios no
es en realidad sino la esencia humana (cf., VI, 17). Hablará en este sentido de su teoría de la religión,
en clara alusión a Kant, como de «una religión dentro de los límites de la mera humanidad»14. Eso
sí, mantendrá siempre, sobre todo en polémica con Max Stirner, que el hombre no es el hombre
individual y aislado, sino el hombre en su conjunto, el «género humano» (Gattung) pasado, presente
y futuro, ya que «únicamente el género humano es capaz de suprimir la divinidad y la religión y, al
mismo tiempo, de sustituirlas» (VII, 303). Y en este sentido la persona individual de Cristo no es para
Feuerbach sino el símbolo de roda la humanidad, como portadora de atributos o predicados
grandiosos, «divinos».
La preocupación de Feuerbach es netamente antropológica, no directamente anti-teológica. Lo que
ocurre es que Feuerbach considera a la religión como «escisión del nombre consigo mismo» (VI, 41)
y tal escisión debilita al hombre. Feuerbach quiere que los hombres estén centrados en sí mismos;
y estos «hombres, que no están ya escindidos entre un señor celestial y otro terrenal, que se
entregan con toda su alma a la realidad, son distintos de los que viven interiormente disociados» (II,
219). Por otra parte, esta disociación la observa y describe en el cristianismo en un doble sentido,
en cuanto contradicción en el interior de la misma vivencia cristiana (cf. X, 334 s.) y en cuanto
contradicción o disociación entre el más acá terrenal y el más allá celestial (cf. VIII, 354 s.; IV, 445
s.), lo que hace que la religión se convierta en el «aguardiente cristiano» (I, 182), que consuela de
los males de la tierra. En realidad el cristianismo, al considerar lo suprasensible «como lo único
esencial», se convirtió —según Feuerbach— «en una religión anticósmica y negativa, alejada de la
naturaleza, del hombre, de la vida, del mundo (no sólo de lo negativo, sino también de lo positivo
del mundo)» (III, 3). El cristianismo se convierte así en «un platonismo o espiritualismo popular» (III.
240), en contradicción con la naturaleza y el mundo.
Feuerbach intenta por ello cortar aquí por lo sano, luchando ya muy tempranamente (en sus
Pensamientos sobre muerte e inmortalidad, 1830, que le cerrarían el camino de la docencia
universitaria), contra la idea de la inmortalidad personal, que no procede para él sino del egoísmo
del individuo (cf. I, 139}. La única verdadera inmortalidad es la del género humano en cuanto tal. La
religión o la creencia en Dios están, por lo demás, para él íntimamente ligadas a esta creencia en la
inmortalidad personal (cf. VIII, 336 s.). De aquí que el rechazo de la inmortalidad personal sea, al
mismo tiempo, el rechazo del Dios garante de la misma.
En cualquier caso, Feuerbach pone bien en claro que el hombre, en su actitud religiosa de
dependencia y de nostalgia del más allá, busca de manera oculta e inconsciente su propia liberación:
El sentimiento de dependencia no es todo lo que la religión es, sino que dicho sentimiento es
únicamente el origen, la base o el fundamento de la religión, pues en la religión busca el hombre
también los medios contra aquello de lo que se siente dependiente (VIII, 42).
El sentimiento de dependencia de la naturaleza es el fundamento, pero la eliminación de esta
dependencia, la liberación de la naturaleza es la finalidad de la religión (VII, 462}.
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De aquí que el intento de Feuerbach pueda calificarse como el intento de querer salvar la
«verdadera esencia» de lo religioso, que es el hombre, sin las deformaciones de las religiones y sin
el rodeo a través de las mismas. Por ello su única y directa preocupación es el hombre:
Quien no sabe decir de mí sino que soy ateo, no sabe nada de mí [...]. Yo niego a Dios. Esto quiere
decir en mi caso: yo niego la negación del hombre (II, 410 s.).
Ahora bien, el hombre feuerbachiano es el hombre comunitario, el hombre con los hombres. De
aquí que el centro de la nueva religión de Feuerbach sea la relación interhumana y el amor, frente
a todo tipo de individualismo o exclusivismo:
El principio esencial de mi libro [La esencia del cristianismo] consiste en que sólo el amor
incondicional y total del hombre hacia el hombre, el amor que tiene en sí mismo su Dios y su
cielo, es la verdadera religión (VII, 257); no tener religión quiere decir pensar sólo en uno mismo;
tener religión: pensar en los demás (VII, 303).
Como, según Feuerbach, la religión se ha convertido en una estructura egoísta y particularista, en
una especie de «compañía de seguros de vida» (I, 371), donde para los hombres que se llaman
religiosos «Dios no es sino la periferia de su religión, mientras que el centro lo constituyen los
mismos individuos» (I, 13), y en la que el cristianismo ya «no es la religión del amor, sino la religión
del egoísmo sobrenatural y espiritual» (VII, 307}, por todo ello «los hombres se entregan hoy día a
la política, porque ven en el cristianismo una religión que anula en el hombre la energía política» (II,
220 s.). Para Feuerbach por encima de Dios está el amor y por encima de la religión la ética: «sólo
la ética es la verdadera religión» (V, 214).
Por lo dicho hasta aquí, no es difícil advertir la diferencia entre la teoría de la religión de Feuerbach
y la de sus seguidores Marx y Engels, dado que en Feuerbach la religión no se reduce a mero
elemento supraestructural, «ideológico», de la infraestructura social y económica, sino que es
también en sí misma expresión simbólica de la misma estructura esencial del hombre. De aquí que
Feuerbach no dude en afirmar en 1842: «Los períodos de la humanidad se diferencian únicamente
por las transformaciones religiosas» (II 216). Tesis feuerbachiana a la que se opondrá concretamente
Engels de manera rotunda, en consonancia con su doctrina (y la del propio Marx) de la «ideología»:
«La afirmación de Feuerbach […] es absolutamente falsa. Los grandes virajes históricos sólo han sido
acompañados de cambios religiosos»". Frente a los pensadores marxistas Feuerbach defendió, por
el contrario, la autonomía e importancia del componente religioso del hombre, no reducible a mera
«ideología» en el sentido marxista, como se puede ver por ejemplo en sus Lecciones sobre la esencia
de la religión, pronunciadas en 1848-49 ante un variado público de estudiantes y obreros:
Me he ocupado siempre y me ocupo todavía, y ahora principalmente, de la religión en cuanto
que es, aunque sólo en la imaginación, el fundamento de la vida humana, de la moral y de la
política (VIII 27 s.).
De todos modos no dejó de ver también Feuerbach el momento «ideológico» de la religión, que
constituirá la aportación más específica del marxismo. En efecto, también para Feuerbach la religión
tiene su base en una estructura humana injusta. En 1843 escribe en este sentido que «el lugar de
nacimiento de Dios es únicamente la miseria del hombre» (II, 292). Y en la Teogonía volverá sobre
esta misma idea:
Si no hubiese ninguna desgracia, ninguna necesidad, en una palabra, si no hubiese males,
tampoco habría dioses (IX, 80); los dioses son una «invención», pero no de los sacerdotes o
gobernantes, que sólo la han utilizado y cultivado, sino de la necesidad y de la desgracia (IX, 82).
Coincidiendo incluso con la época de redacción de las Tesis sobre Feuerbach y de La ideología
alemana (que Feuerbach no pudo conocer por haber permanecido inéditas hasta entrado el siglo
9
XX), en las que se critica la falta de visión de Feuerbach de la raíz social de la religión, escribirá
Feuerbach en 1841:
Desde el punto de vista político y social. Dios y la religión se fundamentan únicamente en la
maldad de los hombres o de las situaciones y condiciones humanas [...]. Tiene que haber un cielo,
un Dios, puesto que existe tanta contradicción, tanto mal y tanta miseria, en la vida humana (VII,
410).
A los políticos, naturalmente, les interesa mantener esta «ideología» religiosa y por ello ya en el
prólogo de 1843 a la segunda edición de La esencia del cristianismo se había referido Feuerbach a
la no disimulada molestia que produjo su antropologización de la teología en los políticos, «que
consideran la religión como el medio político para la sumisión y opresión del hombre» (VII, 276),
Pese a lo indicado hasta aquí, los teóricos marxistas en general han mantenido que la teoría de la
«ideología» {aplicada a la religión, a la política, etc.) es una aportación típica de los fundadores del
marxismo, excluyendo a Feuerbach en la elaboración de la misma. En otra parte hemos intentado,
sin embargo, demostrar que la «ideología» marxista tiene un claro precedente en Feuerbach.
Aludimos aquí solamente a un significativo texto de Feuerbach. Varios años antes de que en La
ideología alemana se escribiera la famosa sentencia de que «no es la conciencia la que determina la
vida, sino que es la vida la que determina la conciencia», había ya formulado Feuerbach este mismo
pensamiento en su amplio estudio sobre Pierre Bayle, publicado en 1838, en los términos siguientes,
que evocan casi literalmente los posteriores de La ideología alemana:
La situación, la profesión del hombre tienen un Influjo sobre su manera de pensar, su interior y
sus creencias, mayor de lo que el hombre mismo es consciente [...]. No es el pensamiento
[Gesinnung] el que sostiene la situación concreta [Stand], sino que es ésta la que sostiene a aquél
(V, 132).
De hecho hoy día, y debido sobre todo a las investigaciones de W. Schuffenhauer, empieza a cobrar
nueva fuerza la imagen de un Feuerbach no «contemplativo» (cliché habitual de los manuales
marxistas, excesivamente influenciados por las Tesis sobre Feuerbach de Marx), sino «activo» y
comprometido con los acontecimientos sociales y políticos de su tiempo, especialmente en torno al
año 1848, el año de la revolución. En estas fechas, Feuerbach presenta, en efecto, por ejemplo, su
candidatura al Parlamento de Fráncfort y —al no ser elegido diputado— actúa en él como periodista
acreditado, dictando además las ya citadas Lecciones sobre la esencia de la religión en el
Ayuntamiento de Heidelberg, a invitación de los estudiantes. Los obreros oyentes de estas Lecciones
agradecerán posteriormente a Feuerbach el que les haya enseñado a colocar la «formación cultural»
(Bildung) por encima de la «religión».
IV. CONCLUSIÓN. LA LEGITIMIDAD DE UNA CRÍTICA
La teoría de Feuerbach se enmarca en la gran tradición de la crítica ilustrada de la religión. Una
crítica que pretende ser realizada desde la autonomía del pensamiento. Ello no tiene por qué ser
perjudicial para la religión, sino que puede incluso purificarla y renovarla. Feuerbach decía a este
respecto que «la religión sin ningún tipo de filosofía es idolatría» (V, 411). Su teoría explicativa de la
religión intenta ser —dice— «una purificación de las representaciones de la religión que están en
absoluta contradicción con nosotros, pero no una negación de la religión misma» (X, 344}.
Feuerbach juzga necesario un discernimiento y una crítica de las concepciones de la divinidad y de
la religión:
Si crees en Dios, sí crees sin más que Dios existe, estás salvado. Si te representas bajo este Dios
un ser bueno o un monstruo, un Nerón o un Calígula, un reflejo de tu pasión, de tu rencor o de
10
tu ambición, eso es lo mismo; lo importante es que no seas ateo. La historia de la religión ha
demostrado esto suficientemente (VI, 243).
En el fondo podría, por tanto, tener razón Max Stirner cuando, desde su absoluto rechazo de todo
lo que no fuera el propio yo, objetaba a Feuerbach que éste seguía siendo un «ateo piadoso», al
mantener los predicados divinos en el interior de la humanidad. El hombre o la humanidad de
Feuerbach deja, según Stirner, «la piel de la vieja religión para revestir una nueva piel religiosa». El
buen intérprete de Feuerbach que es Arvon ve en esta misma línea a Feuerbach:
Creyente ávido de fe viva, Feuerbach, ateo por exceso de religión, se separa del cristianismo de
su tiempo, que no le ofrece sino las vanas ilusiones de una teología racionalista. Pero su misma
crítica puede conducir a una profundización del sentimiento religioso.
De hecho, Feuerbach veía la religión en este proceso evolutivo-histórico de autocomprensión:
Lo que ayer era todavía religión —escribe— ya no lo es hoy, y lo que hoy se considera ateísmo,
se considerará mañana como religión (VI, 40).
No es nada aventurado decir, en efecto, que la vivencia actual de la religión y, más concretamente,
del cristianismo, se encuentra bastante alejada del pietismo de la época feuerbachiana y más
cercana, por tanto, a las preocupaciones sistemáticas del propio Feuerbach. En este sentido se
puede decir incluso que la crítica feuerbachiana de la religión puede haber contribuido eficazmente
a que la vivencia religiosa, especialmente la cristiana, se haya ido desprendiendo poco a poco de los
componentes «ideológicos», alienadores, etc., que pudieran conducir a una concepción de la
religión como algo opuesto o contradictorio con el desarrollo pleno del hombre.
Conviene aludir, además, a la problemática de tipo sistemático que plantea la teoría feuerbachiana
de la religión como mera proyección. Al decir esto, apuntamos ya a un problema estrictamente
filosófico o, más bien, metafísico, que está-ya en cierto modo más allá de la crítica feuerbachiana
de la religión, de talante prioritariamente psicológico. En este sentido se podría decir que la
verdadera crítica del Feuerbach posterior (especialmente de la Teogonía) se encuentra en el primer
Feuerbach, en las reflexiones de talante hegeliano de su escrito de «Habilitación» sobre la oculta
presencia del Infinito en el «deseo» del mismo. El que Feuerbach haya superado de hecho esta su
primera etapa hegeliana no convierte en irrelevantes, desde un punto de vista sistemático, sus
reflexiones filosóficas al respecto.
Pues bien, Feuerbach, en su escrito de «Habilitación», concede una especial importancia a la idea
(de evidente procedencia hegeliana) de que la conciencia que tiene el hombre de los límites de su
conocimiento, es decir, de su propia finitud, no clausura al hombre, a la manera de Kant, en su
propia finitud, sino que, por el contrario, presupone la presencia real, objetiva, de la infinitud, del
absoluto o —en terminología religiosa— de la divinidad. Véanse al respecto algunos significativos
pasajes del aludido escrito de «Habilitación»:
Si la misma razón fuese finita, no podríamos pensar nada como finito, ni siquiera tener la noción
de término o limitación (XI, 46).
De este modo viene Feuerbach a retirar toda base firme a su posterior teoría de la estructura
meramente subjetiva de la proyección, dado que la proyección cognoscitiva surge precisamente del
hecho de que el conocimiento humano supera ya en sí mismo las supuestas fronteras «finitas»:
Si las fronteras de la razón no fuesen meramente fingidas o imaginadas, sino naturales,
necesarias o innatas a la misma naturaleza de la mente, entonces —piensa Feuerbach— no
solamente no podríamos o querríamos traspasar dichas fronteras, sino que ni siquiera
tendríamos noción de ellas (XI, 49).
11
Es decir, lo que decide o manda no es el «sujeto», sino la realidad misma, superadora de toda finitud
meramente tal. La relevancia que el joven Feuerbach concede a este pensamiento parece
desprenderse de la circunstancia misma de que justamente con él concluye su escrito:
Quienes advierten a los llamados filósofos especulativos sobre los límites de la razón, diciendo
que dichos límites son necesarios y verdaderos, proceden de manera semejante a lo que haría
aquél que dijera al pez que siguiese siendo pez y que no internase volar por el aire como un
pájaro o ponerse al sol en la arena seca de la orilla como un cocodrilo, y demuestran al mismo
tiempo que no existen semejantes límites de la razón. Puesto que, si realmente no me es posible
traspasar esos límites, ni los sentiría ni tendría conciencia de ellos (XI, 50).
Sabido es que Feuerbach, de algún modo, mantiene todavía esta estructura sistemática hegeliana
en La esencia del cristianismo, a pesar de su previa ruptura con Hegel y de su consecuente opción
por la humanidad como sustituto de la divinidad o infinitud. Véase, como muestra, este pasaje:
El individuo humano puede y debe reconocerse y sentirse como limitado, pero sólo puede darse
cuenta de sus límites, de su finitud, porque su objeto es la perfección e infinitud de la especie (VI,
8).
A nuestro modo de ver lo que ha originado en Feuerbach esta su posterior concepción de la religión
como algo eminentemente subjetivo o proyectivo es que en él el interés inicial estrictamente
filosófico o sistemático por el problema del infinito o de la divinidad ha quedado desbordado por su
posterior directo interés por el hombre, lo que le va a conducir a la concepción del hombre como
enredado y bloqueado en su propio desarrollo por estructuras psicológicas (entre ellas los variados
conceptos «religiosos») creadas por él mismo. Feuerbach no ve ahora ya al infinito como
presupuesto de lo finito, sino a este último como estructura interna y condicionante del primero,
según se expresará, por ejemplo, en sus posteriores Lecciones sobre la esencia de la religión:
¿No es precisamente el espíritu infinito el espíritu del hombre que desea ser infinito y perfecto?
¿No juegan también un papel importante en el origen de este Dios los deseos de los hombres?
¿No desea el hombre liberarse de las estrecheces de su cuerpo, no desea ser omnisciente,
todopoderoso, omnipresente? ¿No es, por tanto, también este Dios, este espíritu, la realización
del deseo del hombre de ser espíritu infinito? ¿No hemos, por ende, objetivado en este Dios la
esencia humana? {VIII, 329).
Feuerbach ha dado un giro radical desde su primera concepción de la estructura del deseo humano
de lo infinito como andado en la real existencia del infinito mismo a la visión del deseo de Dios como
presuponiendo la inexistencia del mismo, tal como aparece en estas mismas Lecciones, al contestar
a la siguiente cuestión de R. Cudworth, según la formula Feuerbach: «SÍ no hay Dios alguno, ¿de
dónde proviene entonces el que todos los hombres quieran tener un Dios?». La respuesta de
Feuerbach es ésta:
Hay que formular la pregunta más bien a la inversa: si existe Dios, ¿para qué y por qué han de
desearlo entonces los hombres? Lo que existe no es objeto ninguno del deseo; el deseo de que
Dios exista es precisamente la prueba de que no existe (VIII, 428 s.).
A pesar de todo, se podría decir que Feuerbach no parece haberse aclarado definitivamente, desde
un punto de vista sistemático, sobre esta cuestión, como Lo muestra —según se indicó ya
anteriormente—la necesidad lógica que percibía de fundamentar la concepción meramente
subjetivista de la religión de La esencia del cristianismo en una instancia extrasubjetiva, la
«naturaleza», que de algún modo explicase los deseos humanos que van más allá del hombre mismo
(tal como lo desarrolló en la posterior La esencia de la religión). Prescindiendo, sin embargo, de
estas consideraciones, creernos que es, en cualquier caso, a este respecto pertinente lo que escribe
Berger sobre el problema planteado por Feuerbach:
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Decir que la religión es una proyección humana no elimina lógicamente la posibilidad de que las
significaciones proyectadas tengan un último status independiente del hombre.
Es decir, la justa crítica de Feuerbach a la irreflexión sobre los ingredientes humanos de toda
concepción religiosa y su persistente esfuerzo por liberar al hombre de estrechas concepciones
religiosas, empequeñecedoras del mismo, no tiene por qué implicar lógica y necesariamente la
inexistencia de una realidad «más allá» del hombre, a la que quizá el hombre no tenga, sin embargo,
otra manera de acceder cognoscitivamente más que «deformándola» continuamente en el mismo
empeño.
Cualquier crítica «psicológica» de la religión es, pues, en este sentido, en principio, diferente del
problema filosófico de la existencia de un fundamento último de la realidad. Y no siempre en
Feuerbach están claramente deslindadas estas dos cuestiones.
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TEXTOS
1. [Objetividad de lo infinito en el primer Feuerbach]
No existe tendencia natural alguna que esté desprovista y desnuda de aquello que se apetece; de lo
contrario, no se apetecería la cosa concreta que se apetece, sino otra cualquiera, lo que no puede
ser más absurdo. Está presente, consecuentemente, en el deseo aquello mismo que está ausente^
y, por tanto, en el deseo de conocer lo infinito está contenido el infinito mismo [...]. Este deseo es,
por lo mismo, un movimiento o una actividad que tiende a convertir en conocimiento claro y expreso
lo que ya está presente en el espíritu, aunque de manera oculta y subconsciente (XI, 33).
Sí la razón fuese realmente finita, y los límites en los que se dice estar circunscrita no fuesen
meramente fingidos o imaginados, sino naturales, necesarios e innatos a la misma naturaleza de la
mente, entonces no solamente no podríamos o querríamos traspasar dichos límites, sino que ni
siquiera tendríamos noción de ellos [...]. Quienes advierten a los llamados filósofos especulativos
sobre los límites de la razón, diciendo que dichos límites son necesarios y verdaderos, proceden de
manera semejante a lo que haría quien dijera al pez que siguiese siendo pez y que no intentase volar
por el aire como un pájaro o ponerse al sol en la arena seca de la orilla como un cocodrilo, y
demuestran al mismo tiempo que no existen semejantes límites de la razón. Puesto que, si
realmente no me es posible traspasar dichos límites, ni los sentiría ni tendría conciencia de ellos {XI,
49 s,).
2. [Religión como proyección]
El corazón objetiviza y sustantiviza en forma de libertad absoluta y divina, de omnipotencia, su
deseo y su ansia de liberarse de todos los límites y contornos propios. En la omnipotencia divina se
desahoga el deseo oprimido; aquí es donde exhala sus suspiros el corazón angustiado; aquí es donde
se libera de sus propios límites; aquí.se desquita de aquello de lo que está privado en el mundo;
aquí se da a sí mismo el hombre lo que quisiera tener, lo que le duele no tener; aquí convierte sus
deseos en las leyes, en los poderes victoriosos del mundo. Dios es en él la visión o el sentimiento de
la liberación de los límites de la realidad; Dios lo puede todo; nada es imposible para él, su voluntad
es la única ley (VE, 31).
3. [Reducción antropológica de la religión]
Mi propósito es demostrar que es ilusoria la contraposición de lo divino y lo humano; es decir, que
dicha contraposición no es sino la contraposición entre la esencia humana y el individuo, y que, por
lo tanto, el objeto y el contenido de la religión cristiana es meramente humano. La religión, al menos
la cristiana, es la relación del hombre consigo mismo o —más exactamente— con su esencia, pero
la relación con su esencia [se realiza] como si fuese una esencia distinta. La esencia divina no es sino la esencia humana, o mejor, no es sino la esencia del hombre separada de los límites del hombre
individual, es decir, real o corporal, y objetivada, o sea, considerada y venerada como otra esencia
distinta [de la humana] y con subsistencia propia; todas las cualidades de la esencia divina son, por
tanto, cualidades de la esencia humana (VI, 17).
4. [El amor, superior a la divinidad]
El amor es el vínculo de unión, el principio mediador entre lo perfecto y lo imperfecto, entre el ser
inocente y el pecador., entre lo general y lo individual, entre la ley y el corazón, entre lo divino y lo
humano. El amor es Dios mismo y fuera de él no hay Dios ninguno. El amor hace al hombre Dios y a
Dios lo hace hombre. El amor fortalece lo débil y debilita lo hierre, rebaja lo alto y eleva lo bajo,
idealiza la materia y materializa el espíritu. El amor es la verdadera unidad de Dios y hombre, de
espíritu y naturaleza. En el amor es la naturaleza ordinaria espíritu, y la nobleza del espíritu
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naturaleza. Amar significa para el espíritu o para la materia negarse [aufheben] a sí mismos. Amor
es materialismo: un amor inmaterial es un absurdo. En la nostalgia del amor por el objeto alejado
refuerza el idealista abstracto, en contra de su voluntad, la verdad de la sensibilidad. Pero, al mismo
tiempo, el amor es el idealismo de la naturaleza: el amor es espíritu, Esprit. Sólo el amor convierte
al ruiseñor en cantor; sólo el amor adorna con una corona florida el instrumental de fecundación de
la planta. ¡Y qué maravillas no hace el amor incluso en nuestra vulgar vida ordinaria! Lo que la fe, la
confesión, la ilusión disocian, lo une el amor. Incluso nuestra alta nobleza identifica bastante
humorísticamente el amor con la chusma plebeya. Lo que los antiguos místicos decían de Dios, que
es la esencia más sublime y, al mismo tiempo, más cercana, eso se ha de decir del amor y no del
amor abstracto o imaginario, sino del amor real, del amor que tiene carne y sangre (VI, 59 s.).
El amor es una verdad y un poder superiores a la divinidad. El amor supera a Dios. Al amor sacrificó
Dios su majestad divina [...]. ¿Quién es, pues, nuestro Redentor y Mediador? ¿Dios o el amor? El
amor; puesto que no ha sido Dios, en cuanto Dios, el que nos ha redimido, sino el amor, el cual está
por encima de la diferencia entre personalidad divina y humana. Del mismo modo que Dios renunció
a sí mismo por amor, de la misma manera hemos de renunciar también nosotros a Dios por amor;
puesto que, si no sacrificamos Dios al amor, sacrificamos el amor a Dios, y entonces tenemos, aun
conservando el predicado del amor, al dios, a la esencia malvada del fanatismo-religioso {VI, 65 s.).
5. [Religión como antropología]
Hemos demostrado que el contenido y objeto de la religión es totalmente humano, que el secreto
de la teología es la antropología, el de la esencia divina la esencia humana. Pero la religión no tiene
la conciencia de la humanidad de su contenido; se contrapone más bien a lo humano, o al menos
no concede que su contenido sea humano. El necesario giro de la historia es, por tanto, esta abierta
confesión y concesión de que la conciencia de Dios no es sino la conciencia de la especie, que el
hombre puede y debe elevarse sobre los límites de su individualidad o personalidad, pero no sobre
las leyes y estructuras esenciales de su especie, que el hombre no puede pensar, ansiar, imaginar,
sentir, creer, querer, amar y adorar ninguna otra esencia como esencia absoluta, divina, sino la
esencia humana.
Por tanto, nuestra relación con La religión no es solamente negativa, sino crítica; únicamente
separamos lo verdadero de lo falso, sí bien ciertamente la verdad separada de la falsedad es siempre
una verdad nueva, esencialmente diferente de la antigua. La religión es la primera autoconciencia
del hombre. Las religiones son sagradas precisamente por ser las tradiciones de la primera
autoconciencia. Pero lo que es primero para la religión, Dios, es en sí verdaderamente, como queda
demostrado, lo segundo, dado que él [Dios] es solamente la esencia objetivada del hombre; y en
consecuencia lo que para ella [la religión] es lo segundo, el hombre, ha de ser considerado y
afirmado como lo primero {VI, 325 s.).
6. [El Dios contrincante]
Frente a un defecto del hombre está una perfección de Dios: Dios es y tiene precisamente aquello
que el hombre no es ni tiene. Lo que se atribuye a Dios se le niega al hombre, y viceversa, lo que se
da al hombre se le quita a Dios. Si el hombre es, por ejemplo, autodidacta y autónomo
(autolegislador), entonces no es Dios legislador, ni maestro ni revelador,-sí lo es, en cambio, Dios,
entonces le falta al hombre la capacidad de ser maestro y legislador. Cuanto menos es Dios tanto
más es el hombre; cuanto menos es el hombre tanto más es Dios.
Si quieres, por tanto, tener a Dios, renuncia al hombre, y si quieres tener al hombre, renuncia a Dios;
de lo contrario, no tienes ni al uno ni al otro. La nada del hombre es el presupuesto de la esencialidad
de Dios; afirmar a Dios significa negar al hombre; adorar a Dios significa despreciar al hombre; alabar
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a Dios significa injuriar al hombre. La gloria de Dios se apoya únicamente en la bajeza del hombre;
la felicidad divina, en la miseria humana; la sabiduría divina, en la locura humana; el poder divino,
en la debilidad humana (VII, 312).
7. [Religión y sociedad]
Desde el punto de vista político y social, Dios y la religión se fundamentan únicamente en la realidad
de los hombres o de las situaciones y condiciones humanas. Dado que la virtud no siempre es
recompensada ni es feliz, dado que existe tanta contradicción, tanto mal y tanta miseria en la vida
humana, por eso tiene que haber un cielo, un Dios. Ahora bien, La mayor miseria de los hombres
proviene de los hombres mismos. La necesidad y existencia de Dios se apoyan, por tanto,
únicamente en la falta de justicia, amor y sabiduría humanos; Dios es lo que los hombres no son
para sí mismos (al menos, no todos o no siempre), pero deben y pueden ser (VII, 410).
8. [Dios y naturaleza]
Dios no es originariamente nombre propio, sino nombre común; no es una esencia, sino una
propiedad; no es sujeto o sustantivo, sino predicado o adjetivo: terrible, espantoso, poderoso,
grande, extraordinario, maravilloso, bueno, generoso. La naturaleza hace de sustantivo o sujeto; el
hombre, de adjetivo o predicado, puesto que el predicado no es sino la expresión de la fantasía o
sentimiento, con los que el hombre se refiere al objeto de la naturaleza que produce en sus sentidos,
su afecto o su fantasía, una impresión muy fuerte, terrible o benéfica (I, 107).
9. [Contra la negación del hombre]
¿Qué es lo que quieren? Reformas políticas y sociales; pero no se preocupan lo más mínimo de las
cuestiones religiosas, y menos aún de las filosóficas. La religión es para ellos algo totalmente
indiferente o asunto hace tiempo concluido. No se trata ahora ya —dicen— del ser o no ser de Dios,
sino del ser o no ser del hombre; no se trata de ver si Dios es de una esencia igual o distinta de la
nuestra, sino de si nosotros los hombres somos iguales o no entre nosotros mismos; no se trata de
cómo justificarse ante Dios, sino ante los hombres; no se trata de cómo gustar el cuerpo del Señor
en el pan, sino de tener pan para nuestro propio cuerpo; no se trata de dar a Dios lo que es de Dios
y al César lo que es del César, sino de que por fin demos al hombre lo que es del hombre; no se trata
de si somos cristianos o paganos, teístas o ateos, sino de que seamos o nos hagamos hombres sanos
en cuerpo y alma, útiles, activos y vigorosos. ¡Cierto, señores! Eso es lo que yo quieto también.
Quien no sabe decir de mí sino que soy ateo, no sabe nada de mí. La cuestión de si Dios existe o no,
la contraposición de teísmo y ateísmo pertenece al siglo XVII y XVIII, pero no al XIX. Yo niego a Dios.
Esto quiere decir, en mi caso: yo niego la negación del hombre. En vez de una posición [Position]
ilusoria, fantástica, celestial del hombre, que en la vida real se convierte necesariamente en
negación del hombre, propugno yo la posición sensible, real y, por tanto, necesariamente también
política y social del hombre. La cuestión sobre el ser o no ser de Dios es en mi caso únicamente la
cuestión sobre el ser o no ser del hombre (II, 41 Os.).
10. [Cristianismo y ateísmo]
No podemos menos de observar cómo los no creyentes padecen por todas partes postergación,
injurias, persecución y privaciones de toda clase por causa de su falta de fe. ¡Cómo han cambiado
las cosas! Mientras que antes los hombres creían en Dios por causa de la vida eterna, creen ahora
en él por causa de la vida temporal; mientras que antes a la fe en Dios y en la inmortalidad —en el
fondo es una única fe— estaba unida la pérdida de los bienes de la felicidad, está ahora unida a ella
la consecución y disfrute de los mismos; mientras que antes el ateísmo era cosa propia de los
palacios, del lujo y del chiste, de la vanidad, de la opulencia, de la superficialidad y de la frivolidad,
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se ha hecho ahora propiedad de los trabajadores, tanto intelectuales como corporales, y, por tanto,
es ahora un asunto serio, profundo, necesario, afín con la sencillez, la veracidad y el humanismo. En
una palabra, mientras que los cristianos eran antes los pobres, los perseguidos, los que sufrían, lo
son ahora los no cristianos. ¡Qué cambio tan notable! Los que nominal o teoréticamente son
cristianos y creyentes en Dios, son paganos de hecho y en la práctica; y los nominal y teoréticamente
paganos son cristianos prácticos y verdaderos. Sin embargo, ¡alegraos vosotros, los que sufrís!, el
triunfo político del cristianismo es su ruina moral. Los que ahora, según su propia opinión y la de
otros, son los amigos y protectores del cristianismo, serán considerados algún día como sus
verdaderos enemigos; y los que ahora pasan por ser enemigos del cristianismo, serán reconocidos
algún día como sus verdaderos amigos. Vosotros lo sabéis bien, los falsos amigos son aduladores;
alaban incluso los defectos del amigo y lo convierten en un Dios, mientras que los verdaderos amigos
aman al amigo únicamente como hombre, alaban sus virtudes, pero reprueban sus defectos (I, 194
s.).
11. [Promoción de la vida terrenal]
Esta finalidad, el conocimiento de la religión en orden a la promoción de la libertad humana, la
autonomía, el amor y la felicidad, determinó también el contenido de mi tratamiento histórico de
la religión. Todo lo que no tenía interés a este respecto lo dejé de lado. Exposiciones históricas de
las diversas religiones y mitologías de los pueblos sin conocimiento de la religión se encuentran en
infinidad de libros. Pero precisamente tal como han sido mis escritos serán mis lecciones. El
propósito de mis escritos, y por tanto también de mis lecciones, es: convertir a los hombres de
teólogos en antropólogos, de teófilos en filántropos, de candidatos del más allá en estudiosos del
más acá, de ayudas de cámara religiosos y políticos de la monarquía y aristocracia religiosa y terrena
en ciudadanos de la tierra libres y conscientes de sí mismos. Mi propósito no es en modo alguno
meramente negativo, sino positivo; yo niego únicamente para afirmar; yo niego únicamente la
esencia aparente y "fantástica de la teología y de la religión, para afirmar la esencia real del hombre
(VIII, 28 s.).
Lo que ocurre con el ateísmo sucede también con la supresión, inseparable de éste, del más allá. SÍ
esta supresión no fuese sino una negación abstracta, sin efecto ni contenido, entonces sería mejor,
o —más bien— indiferente, el admitirlo o rechazarlo. Ahora bien, la negación del más allá implica
consecuentemente la afirmación del más acá; la supresión de una vida mejor en el cielo incluye en
sí la exigencia de mejorar la vida en la tierra, hace del futuro mejor, objeto del deber y de la actividad
propia humana, en vez de ser objeto de una fe ociosa e inactiva.
Es, por cierro, una injusticia, que clama al cielo, el que, mientras unos hombres lo tienen todo, los
otros no tienen nada; mientras los unos disfrutan sin medida de los placeres de la vida, del arte y de
la ciencia, los otros carecen aun de lo más necesario. Es tan insensato deducir de esto la necesidad
de otra vida, en la que la gente se verá recompensada de los sufrimientos y privaciones de este
mundo, como querer concluir de los defectos de la justicia secreta, existente hasta ahora entre
nosotros, la necesidad de un proceso judicial verbal y público en el cielo.
La consecuencia necesaria de los males e injusticias existentes en la vida humana es únicamente la
voluntad, el esfuerzo por enmendarlos, pero no la fe en un más allá que se queda mano sobre mano
y deja subsistir los males (VIII, 358).
12. [Religión e inconsciente]
La esencia diferente e independiente del hombre, el objeto de la religión, no es en modo alguno
únicamente la [naturaleza] exterior, sino la propia e íntima naturaleza del hombre, pero diferente e
independiente de su saber y querer. Con lo dicho hemos accedido al punto más importante, a la
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sede propia y al origen de la religión. El secreto de la religión no es, en definitiva, sino el secreto de
la unión o relación de la conciencia con lo inconsciente, de la voluntad con lo involuntario en un
mismo ser. El hombre quiere y, sin embargo, tiene voluntad sin su voluntad —¡cuántas veces envidia
él a los seres que carecen de voluntad!—; él es consciente y, sin embargo, llegó a tener conciencia
inconscientemente —¡cuántas veces se priva a sí mismo de conciencia y con qué placer se sumerge
en la inconsciencia al final de la jornada!—; el hombre vive y, sin embargo, no tiene en su poder ni
el inicio ni el término de su vida [...]; posee un cuerpo, que siente como suyo en el placer y en el
dolor y, sin embargo, es él mismo extranjero en su propia casa [...]; siente la angustia de las
necesidades, y las satisface, sin embargo, sin saber si hace esto movido por sí mismo o por otro ser
extraño, sin saber sí de ese modo se satisface a sí mismo o a otro ser distinto. Ei hombre se encuentra
con su yo o su conciencia al borde de un abismo infranqueable, que no es, sin embargo, sino su
propia esencia inconsciente, que el hombre imagina como una esencia extraña. El sentimiento que
sobrecoge al hombre ante este abismo y que se manifiesta con expresiones de admiración tales
como «¿qué soy yo? ¿De dónde vengo? o ¿para qué estoy aquí?», no es sino el mismo sentimiento
religioso, el sentimiento de que no soy nada sin un no-yo, que es distinto de mí mismo y que está,
sin embargo, estrechamente unido conmigo, que es esencia distinta de mí y al mismo tiempo
esencia propia mía [...]. La conjunción o la unidad del yo y del no-yo es el fundamento de la religión.
Si el hombre fuese únicamente el yo, no tendría religión, pues él mismo sería Dios; pero tampoco la
tendría si fuese únicamente no-yo o un yo que no se diferenciase de su no-yo, pues entonces sería
una planta o un animal. El hombre es hombre precisamente porque su no-yo (y no únicamente la
naturaleza exterior) es objeto de su conciencia, de su admiración, de su sentimiento de
dependencia, de su religión (VIII, 391 ss.).
13. [La religión y los deseos]
La condición fundamental, el presupuesto base de la fe en un Dios es - [...} el deseo inconsciente de
ser Dios. Pero, dado que contradice a este deseo del hombre su [del hombre] ser y esencia real y
experimental, entonces se conviene aquello que él mismo desea ser en una esencia meramente
ideal, imaginada, creída, una esencia que es no-hombre, porque la experiencia del hombre le ha
impuesto a éste, contra su voluntad, la dolorosa conciencia de que él es no-Dios. Sí el hombre fuera
capaz de lo que quiere, nunca más creería en Dios, por la sencilla razón de que sería él mismo Dios
y la realidad no es objeto de la fe. Pero asimismo el hombre se siente limitado únicamente en su
poder, pero ilimitado en su desear e imaginar, o sea como no-Dios en el poder, pero como nohombre en el desear {LX, 49).
Lo que es objeto del deseo es objeto de la religión; ahora bien, lo que el hombre desea, lo desea
para sí él mismo tiempo en sumo grado, en superlativo. La «esencia más sublime» no es sino la
tendencia personificada del hombre a ampliar sus deseos hasta el grado más alto. Los dioses son los
superlativos de los deseos humanos (IX, 121).
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