ANTONIO OBRADOR, A LOS PIES DE BOCA Por sus manos

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ANTONIO OBRADOR, A LOS PIES DE BOCA
Por sus manos pasaron los más grandes en los últimos cuarenta años. Colectivero, taxista, fotógrafo
y podólogo oficial del plantel gracias a Alberto J. Armando.
Por Carlos Irusta
Nota publicada en la edición octubre 2010 de la revista El Gráfico.
LA VOZ de Francisco Fiorentino inundó el ambiente y el muchacho -porque eso era, apenas un
muchacho-, tomó del talle a su compañera, casi una niña –porque eso era ella, apenas una niña- y
juntos, comenzaron a bailar. “El bulín de la calle Ayacucho...”, inundó las instalaciones del club
Isondú, allá en el barrio de Flores Sur... Y quedaron para siempre en el alma y el recuerdo de ambos,
puesto que al compás de ese tango había nacido un amor que se mantiene hasta hoy... El andaría
entonces por los veinte años, más o menos (estamos hablando de 1951) cuando comenzó a
arrastrarle el ala, que es una manera de decir. Conocer, se conocían, porque vivían cerca; ella, en la
esquina de Castañón y avenida del Trabajo; él, apenas a media cuadra. Un día, una vecina le dijo a
él: “Che, Antonio, la Ñata tiene interés en vos...”. Y Antonio no se dio cuenta de que estaba
atrapado en una fina madeja que aún hoy, disfruta como nadie. La Ñata en cuestión andaba por los
16. Se llamaba Hilda María Ramos y su padre, don Fidel Enrique, era el dueño de la sastrería que se
llamaba, justamente, “Sastrería Ramos”.
Empezaron a verse a escondidas y cuando don Fidel les dio permiso, hasta pudieron ir al cine
acompañados –eso sí, no vaya a creerse otra cosa- de los suegros o de algún hermanito de ella.
Claro que, cuando podían, se escapaban buscando alguna esquina para decirse cosas... Corrían los
años 50 y el romance de barrio fue creciendo al compás del tango y de la actividad del club, en
donde Antonio –Antonio Obrador, nacido el 16 de enero de 1931– supo jugar al básquet, en
Cadetes, Tercera y Primera División, de la misma manera en que le daba al fútbol en el Bajo Flores,
detrás del Cementerio.
Al muchacho, a medida que fue creciendo, se le metió también el amor bajo la piel y el noviazgo
prosperó. Eso sí, entre semana –digamos, de lunes a jueves- ella le daba permiso para que saliera
con sus amigos, mientras se iba gestando el resultado final, ansiado por todos: el matrimonio. Así
que como debía ser, se casaron. Fue el 16 de noviembre de 1957 en la parroquia de San Sabino y
Bonifacio de la calle Primera Junta al 4000: desde 1590 esos santos habían sido designados
patronos menores de Buenos Aires por resolución del Cabildo. Eso fue ante una plaga de hormigas
que destruían los sembrados...
Cuando se casó, a Antonio ya le gustaba la fotografía: siendo pibe había estudiado un poco y
practicaba mucho con su Minolta en cumpleaños y otras reuniones sociales. También, impulsado
por su hermano Mateo, se metió a estudiar pedicuría en academias particulares, sin saber que un
día, gracias a esa decisión, su vida iba a cambiar para siempre.
LA LUNA DE miel fue en Huerta Grande, en la provincia de Córdoba y Antonio no puede olvidarse
de esos tiempos y de aquellos días, puesto que dio rienda suelta a su carácter, siempre jovial,
siempre alegre y tan fresco en aquellos años como ahora, cuando está a punto de cumplir los 80. En
esa semana de Luna de Miel, organizó bailes, bailes de disfraces, campeonatos de ping pong y hasta
dejó todo listo para hacer una cancha de fútbol. Todavía hoy se lo recuerda por tanta actividad y
tanta alegría en la Casa Serrana, que pertenecía a la obra social de los trabajadores del Correo.
Es que don Antonio, además de la fotografía y sus cursos de pedicuría, sabía “darse vuelta para
todo”, como se decía entonces. Así, durante dos años fue colectivero de la línea 10 Vecinal de La
Matanza; manejaba el colectivo de su suegro, quien luego le ofreció un taxi, aunque por poco
tiempo. Ingresó luego al Correo como chofer, a instancias de su hermano Mateo, gracias a una
recomendación del ministro de Comunicaciones, Oscar Nicolini; claro que a los once meses, y tras
recibirse de pedicuro, dejó el volante y empezó a trabajar en su nueva profesión en la obra social del
Ministerio de Comunicaciones. No solo eso, porque también se desempeñó en una de las famosas
casas del Doctor Scholl, un clásico que todavía persiste...
Lo cierto del caso es que nada es casual en la vida y que la fotografía y la pedicuría iban a
converger en un momento. Parafraseando aquella vieja frase que suele afirmar que “una cosa trae la
otra”, un día don Antonio fue a sacar fotos a la iglesia San Carlos, de Hipólito Irigoyen y Quintino
Bocayuva, en Almagro. Allí se hallaba siempre el padre Tesore, que era el director de la Escuela de
los Remedios. No sólo eso, puesto que el sacerdote era también el padre espiritual de La Candela y
de la familia de Alberto J. Armando...
Es entonces cuando el Destino comienza a hilar su telar, como diría algún viejo escritor de
folletines. Sí, ¿por qué no? ¿Por qué no confiar en el viejo folletín, que a veces es más simple que la
misma vida, o más predecible? Una tarde, el doctor Raúl Gioiosa, médico del plantel de Boca, asiste
a San Carlos para el bautismo de su hijo. Es entonces cuando el padre Tesore le hace la pregunta
que torcerá la historia de don Antonio: “Che, Raúl, ¿No vas a sacarle fotos al bautismo de tu pibe?
Yo conozco un fotógrafo...”. La respuesta es clave: “Dale, traelo...”
Lo demás corre rápidamente, sin fisuras, como en una novela de Manuel Puig: El doctor Gioiosa le
pide al fotógrafo que vaya a su casa de Rivadavia y Medrano. Y, cuando se entera de que el
fotógrafo también es pedicuro, su tono de voz se afloja, cambia y se convierte casi en confidencial
cuando le dice algo así como: “¿Usted no podría venir el sábado a Boca? Yo lo llevo, ¿sabe qué
pasa? Tenemos un problemita con Marzolini, y...” Antonio, emocionado, no lo deja terminar, y
musita algo así como un “Ni una palabra más, doctor, ¿ve?”. Y saca de su bolsillo un carnet. “¿Ve?
Soy socio de Boca y fanático de Boca, no diga nada más, estoy a su servicio...”
El sábado siguiente, a las 7 de la mañana, salieron rumbo a La Candela. Con ellos iba el doctor Aldo
Divinsky, kinesiólogo de Boca. “Cuando estuve frente a Marzolini, quien terminaba de ser
consagrado el mejor número 3 del mundo, no lo pude creer”, confesó, ante sus amigos, años
después, don Antonio. “Suerte que no me tembló el pulso de la emoción, porque si no, no estaría
donde estoy. Muy tranquilo, encaré el problema, que era un uña encarnada en el pie izquierdo. Todo
resultó bien y así empezó mi relación con Boca, junto a todos mis ídolos, era tan grande mi alegría
que no lo podía creer, porque encima de todo, yo podía ayudarlos... ”
Todos los sábados y totalmente ad honorem –como se le decía entonces a laburar gratis-, iba el
hombre con su estuchecito y su instrumental. Sí, como en un folletín, el hombre era feliz con esos
sábados boquenses, sin pensar en que su historia todavía carecía de capítulos más dichosos aún.
LA J EN el nombre de Alberto Armando pertenece a Jacinto. Santafesino, apasionado, vital,
polémico y único. El popularizó a la cancha de Boca como “La Bombonera”, sin sospechar que esa
cancha un día llevaría su propio nombre, como un homenaje a tanta pasión boquense.
Lo llamaban El Puma. Armando fue presidente de Boca en 1954 y 1955 y de 1960 a 1980. Un día
necesitó un pedicuro y ahí fue Antonio con su valijita, y ahí fue también cuando don Alberto se
enteró de que en el club de sus amores no había un pedicuro oficial. Entonces el hombre, que
siempre fue de accionar rápido y efectivo, llamó a su secretario y le dio la orden de que
efectivizaran a Antonio, que hasta ese momento seguía siendo un profesional ad honorem. Y desde
ese momento para acá, más allá de los años y los días, y las victorias y las derrotas, está el hombre,
con su cajoncito de madera hecho a medida, con sus instrumentos a punto, cada vez que hay un
entrenamiento, dispuesto a velar por los pies de sus muchachos, los players de Boca Juniors...
Fue el Toto Lorenzo quien le cambió los días de trabajo, ya que el sábado no era conveniente tocar
ningún pie de ningún jugador, para evitar que pasara algo inconveniente que le impidiera jugar el
domingo. Fue el Muñeco Madurga quien lo bautizó “Buscapié”, porque siempre andaba buscando,
justamente, un pie para cuidar o atender (al final, el apodo se abrevió y hoy es, simplemente,
“Busca”).
No se olvida de que en sus primeros tiempos, atender las extremidades de Rattin, Roma, Rojitas,
Marzolini o Madurga era algo que, sencillamente, le hacía poner la piel de gallina, con el perdón de
la palabra. En el año 1972, cuando se estableció la carrera universitaria de podólogo, él estuvo entre
los primeros cien profesionales en recibirse. Desde el año 99 es efectivo en Boca, o sea que a pesar
de estar jubilado, sigue trabajando como el primer día y a pesar de que está cerca de los 80, sigue
corriendo todas las pelotas en los entrenamientos, haciendo bicicleta y mandándose dos o tres
vueltas a la cancha. Y aunque es hombre de vida sana y deportiva, se sabe también que su excelente
humor lo mantiene más joven que a muchos jóvenes.
MARADONA lo miraba y le decía: “Guarda, guarda con estas gambas que cuestan dos millones de
dólares”. El Colorado McAllister siempre trataba de que, cuando le arreglaban los pies, no lo viera
nadie, parece que le daba vergüenza. Al Chapa Suñé un día lo encontró con una uña tan encarnada,
que se dio cuenta de que sin ayuda no iba a poder hacer nada y encima era sábado y tenía que jugar
al otro día. Así que vino el doctor Gioiosa, le aplicó una anestesia (al Chapa, claro) y él pudo
arreglar la uña. Eso fue en los vestuarios viejos de Boca; y al otro día, El Chapa se corrió todo como
si nada. El Tano Pernía es, tal vez, su debilidad, porque lo conoció siendo un pibe que llegaba de
Estudiantes de La Plata y empezó en la Tercera. Tanta fue la amistad y el cariño mutuo que, cuando
el jugador necesitó una garantía para comprar su primer departamento, ahí estuvo El Buscapié para
poner la firma. La amistad se ha prolongado a través de los años. Cuando el jugador estaba en su
apogeo, llevaba al podólogo hasta su casa y cenaban juntos. Y hoy, cuando se ven, sienten que los
años no han pasado para el afecto que se tienen.
No todas son rosas en esta historia y hasta las partes más lisas tienen sus callosidades, si se nos
permite la figura podológico-literaria. Walter Samuel fue un día a verlo al Busca y le contó que
andaba mal. Cuando vino la revisión, el veterano especialista le dijo que tenía uñas encarnadas en
ambos pies y que había que intervenir, pero el hombre se negó a ser atendido. Tanto fue así que,
colmada su paciencia de podólogo e hincha de Boca, fue a ver al doctor Andreacchio y le dijo que
eso excedía su responsabilidad. Habrá dicho algo así como “Si no se quiere atender que se jorobe”,
pero lo cierto del caso es que, de ahí en más, el humor llano y popular del vestuario comenzó a
rondar la frase de “Lo dejaste en muletas a Samuel”, entre las carcajadas de todos. Es que es
imposible no querer a este hombre de modales suaves y delicados; y hasta hacerle una broma
requiere –perdón por la figura, tal vez poco literaria- caminar en puntas de pie.
Su imagen es paternal. De hecho, tiene dos hijos. Gabriel (48) y Marisa (47) que le dieron en total
cincos nietos. Denise (24), Maximiliano (20) y Mateo, Maeíto (13) del hijo varón y Nicolás (14) y
Sofía (11) por parte de la hija.
Para atender a los players, no usa nada más que sus piernas. Es que se sienta en el banquito de
madera que es botiquín al mismo tiempo, y luego, tras desplegar una toalla, apoya las piernas de sus
jugadores en las propias, porque dice que el contacto físico ayuda a la relación profesional.
NO TIENE ni tuvo consultorio alguno en Boca. Y pese a la edad, no necesita luces extras.
Solamente se vale de su cajita de madera –hay todo tipo de instrumentos, formones, gubias,
bisturíes- que va renovando en un negocio de la calle Azcuénaga y Mitre. Y, para completar la
jornada, atiende en su casa, en la misma en la que su esposa-novia de toda la vida, da clases de
historia, geografía e idiomas.
Pero nunca ha dejado de ser fotógrafo. Hoy posee una Nikon de 12.1 megapixeles. De aquella
Minolta a rollo a esta digital ha pasado mucho tiempo. La Nikon la trajo de Japón, en el 2007: los
jugadores juntaron el dinero mientras que Guillermo y Palermo le pagaron el pasaje. Alguna vez,
allá por el 98, Alejandro Del Bosco, reportero gráfico de nuestra revista, le pasó un rollo color de
diapositivas y él sacó fotos del íntimo festejo de Boca campeón. Hoy obtiene fotos de hinchas, de
banderas –San Justo, Adrogué, Burzaco, de donde sean- y luego las vende: una 13x18, se cotiza a 8
o 10 pesos, de acuerdo con lo que venga. Fotografía a hinchas en el alambrado o a los que vienen a
los entrenamientos y logran posar con sus ídolos, a aquellos que -¡aunque parezca mentira!- todavía
no tienen una cámara propia. Y también hace murales. Por eso, casi todos los días pasa por el
laboratorio Alfa, de Perón y Gascón, para obtener impresiones. Un mural puede llegar a medir 50 x
70. Y si se mantiene joven es porque trabaja, ya que quedó expresado que como podólogo sigue
atendiendo en su domicilio, a veces hasta las nueve de la noche, ya que su condición de hombre de
Boca atrae una cuota extra de clientes que saben que es un verdadero fanático de Boca desde los
diez años, cuando un amigo de la familia lo llevó a ver a Boca en la cancha de Huracán... Clientes
que saben, también, que jamás develará lo que escuchó en un vestuario, porque los podólogos,
como los médicos y los sacerdotes, tienen muy bien el código de la discreción y el silencio.
TODAVIA hoy se acuerda, casi con ironía más que con nostalgia, que un día el Conejo Tarantini se
enojó con él, y eso que él acompañaba a la platea al padre del Conejo, porque era cardíaco. Sin
embargo, un día el jugador no lo quiso dejar entrar a los vestuarios para atender a otro. Cuando un
día Tarantini jugaba en River y el Busca fue a gritarle un gol de Boca, se enojó tanto que hasta le
quiso pegar... “¡Cómo si él no hubiera podido haberme gritado un gol a mí!”, se ríe el Busca.
Todavía le duele en el alma la derrota de Boca en Rosario, en el 96, cuando Maradona erró sus
penales. Y todavía se le enciende la luz de los ojos, cuando dio la vuelta en Japón, al lado de
Bianchi y los muchachos. Haber dado vueltas olímpicas con Bianchi, o con Armando y Marzolini
son parte jubilosa y brillante de su vida, una vida en la que, como a veces confiesa sonriendo,
todavía -¡encima!- le pagan por cuidar los pies de sus jugadores y por fotografiarlos, por
acompañarlos y estar, en las prácticas, esperando sus pedidos...
Lo miman quienes no lo conocen, rogándole por una camiseta firmada; lo adulan aquellos que
darían cualquier cosa por un autógrafo. Lo quieren quienes saben de su sonrisa transparente y su
camino sin desvíos.
Fanático del tango, buen bailarín, muchacho de barrio, muchacho de Flores, el mismo que se daba
una vueltita por las noches por la esquina de Castañón y avenida del Trabajo, para detenerse debajo
del balconcito de la habitación de La Ñata, para cantarle, con cariño y respeto: “El bulín de la calle
Ayacucho / que en mis tiempos de rana alquilaba...”.
Mientras bajo un cielo de estrellas, florecía, silvestre, un romance de barrio que se mantiene hasta
ahora.
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