la introducción del libro

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CAPÍTULO I
CONCEPTOS FUNDAMENTALES
§ 1. Concepto del Derecho
I. Ningún hombre es él solo. Cada uno de nosotros somos con otros. Cierto
que mi yo es algo mío. Es lo más mío, pero no por obra toda mía.
Mi alma, mi espíritu, mi yo se nutre de lo circunstante, que es decir, de
cuanto está a mi alrededor y da disposición y asiento a mi entender, a mi
conocer, a mi saber.
A la postre, yo soy yo, con personalidad e historia de todo punto irrepetible, pero no radicalmente desde mí mismo. Sobre mis interiores actúan,
de tal o cual manera, los «otros». Los «otros», con sus —y mis— cosas, son
co-arquitectos de mi ser.
Dicho lo anterior, es patente que el hombre, cada hombre o persona
singular, tiende a la comunicación. No hay «salvación», y nos referimos a
la de aquí abajo, para el hombre aislado, irrelacionado, independiente.
Firme el principio de la sociabilidad, ese de que «el hombre es sociable
por naturaleza», resulta también cierto que el convite social postula como
necesarias unas pautas o reglas. Tales son las cifradas en la Norma o Mandamiento jurídico.
El Derecho hace posible la sociedad, la vida en común, la con-vida, al disciplinar los sentimientos, los quereres, los impulsos de los sujetos. En definitiva, la actuación de éstos, si se quiere afianzar la comunión social, solo puede
producirse desde determinadas positiones. Hay que poner a los hombres en
terreno propicio para que la sociedad sea tal, y no puro desconcierto.
II. En punto al Derecho, el pensamiento va a la zaga del sentimiento. El
Derecho tiene su arranque en mundos interiores, que es donde habita la
verdad. Si se priva al Derecho de su entidad vital y espiritual, se le degrada
y, más aún, se le convierte en instrumento de tiranía, de sofocación de libertades internas. Se hace de la verdad mentira, y nada hay tan grave como
una mentira lisonjeada con lenguaje jurídico.
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III. Pura monstruosidad es un Derecho abstracto, dirigido a hombres también abstractos. Desdibujados quedan el Derecho, el hombre y su vida en las
hinchadas y coloristas formulaciones de laboratorio.
Daña cuanto atente a la idea de que el Derecho es arte excelso, arte que
lleva a que los hombres, que son todo menos fantoches, vivan mejor entre sí,
en alianza que procura la justicia.
I. El Derecho
El Derecho es norma de convivencia. Por el Derecho se logra la vida en
común, que es tanto como decir la sociedad política.
La relación entre Derecho y sociedad política es íntima. La sociedad política se forja a través del Derecho, y éste se convierte en realidad social y positiva merced a la organización. La organización que establece el Derecho —el
Estado, de forma principal, aunque no única1— y el Derecho mismo se subordinan al Derecho natural.
El Derecho positivo —el Derecho históricamente determinado— ha de
descansar en principios de Moral. El juicio sobre la justicia que asiste a los
preceptos positivos viene formulado por el Derecho natural.
No ha de verse solo en el Derecho lo que éste tiene de vínculo externo, sino
también lo que tiene de vínculo de orientación hacia dentro, de vínculo en profundidad. En la unión del Derecho con el espíritu radica su «secreto», salvo que
tendemos a conferir al Derecho un mero objetivo de orden social.
El Derecho se refiere al hombre, pero el hombre es ser de dos mundos. Tal
verdad no es ignorada por la prudencia sacerdotal del jurista romano, que sabe
tender un puente entre lo humano y lo divino. El oficio de jurista —la iurisprudentia— se define como divinarum atque humanarum rerum notitia, iusti
atque iniusti scientia (conocimiento de las cosas divinas y humanas, ciencia de
lo justo y de lo injusto) (§ 23).
El Derecho no es algo sujeto a rigores y mediciones de cuerpo material, sino
sustrato vigoroso de un estado y necesidad del alma individual, que se transfigura en alma colectiva.2 El Derecho, norma de convivencia, está impregnado de
savia de alma común, de un alma que no nace por simple pacto de egoísmos.
Si se priva al Derecho de su entidad vital y espiritual, se le degrada y aun se
le convierte en instrumento de tiranía, de sofocación de libertades internas.
II. Derecho objetivo y Derecho subjetivo
En su acepción objetiva, la palabra Derecho se traduce por «ordenamiento jurídico», y se define como el conjunto de normas que regulan la convivencia social.
El Derecho objetivo —norma jurídica o norma agendi— tiene su fuente
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principal en el Estado, y se distingue por la coactividad, en cuanto que es
dable imponerlo, en caso necesario, mediante el uso de la fuerza. Se caracteriza también por la bilateralidad, esto es, por enfrentar a un sujeto con otro,
ordenando a éste que observe respecto de aquél un determinado comportamiento. El vínculo que liga al pretensor —sujeto activo— y al obligado —sujeto pasivo— se llama «relación jurídica».
Las notas de coactividad y bilateralidad, que acompañan al Derecho
positivo, no se dan en las normas específicamente morales. En la Moral, el
hombre —cada hombre— dialoga consigo mismo, y no hay coacción posible
para lograr la observación de sus preceptos.
Las normas jurídicas tienen carácter abstracto y general, en el sentido
de que proveen a regular una serie hipotética e indefinida de casos, y contemplan una categoría genérica de destinatarios.
En sentido subjetivo, la palabra derecho significa «facultad», «poder» o
«autorización» reconocida a los particulares miembros de la comunidad por
el ordenamiento jurídico —facultas agendi. Tal reconocimiento importa la
tutela de intereses dignos de protección, y fortalece el carácter legítimo de las
normas que lo sancionan.
No se corresponden con las ideas romanas las nociones actuales, enraizadas en la concepción liberal decimonónica, que trabajan con los binomios
sociedad-derecho objetivo, de un lado, e individuo-derecho subjetivo, de
otro. Tampoco casa con lo romano la moderna teoría de la «estatalidad del
Derecho» y, por otra parte, lo que nosotros llamamos «derecho subjetivo»
solo puede definirse en Roma por la idea de «poder».
Poder personal, y no simplemente «facultad». El poder descansa en la
manus, en la mano. La mano es símbolo de poder.
El origen del poder está en la conquista, en el apoderamiento físico. En
época histórica, cuando se instauran medios pacíficos para adueñarse de algo
o de alguien, pervive tal idea: de algo, de una res, o de alguien, del deudor
incumplidor, por la manus iniectio (§ 51 IX).
La pervivencia de la idea de conquista, de la idea de «coger», está presente:
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en la palabra praedium (predio, finca, emparentado con praeda, de
prae-hendere, prendere, y así, hacer una presa se dice praedam
facere;
en la mancipatio (§ 61 I) y en la in iure cessio (§ 61 II), donde solo
habla, por principio, el adquirente: «aio hanc rem meam esse ex
iure Quiritium...» («digo yo que esta cosa es mía por derecho quiritario...»);
en la presencia de la lanza —hasta— en acto relacionado con el
dominio: comprada una finca, se clava sobre ella la lanza;
en la figura extrajurídica de la posesión (§ 64 ss.) —possessio, de
pote-sedere—: el poseedor se pone, con su actuación, en lugar del
propietario inoperante, se sitúa en su «sede».
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en el combate procesal, en la vindicatio —de vim dicere, es decir,
actuar con fuerza—; en la justicia privada toda, dado que la intervención magistratual se limita a preparar, a encauzar el litigio —fase
in iure (§ 48 IV).
Poder personal, repetimos, y no simplemente «facultad». Poder apto
para proyectarse legítimamente, de forma firme y rotunda, sobre las cosas o
las personas. El título por el que se es paterfamilias o se es heres o sucesor
arranca de un mundo de representaciones trascendentales anidadas en la
mentalidad —política, jurídica y religiosa— de los más viejos romanos.
§ 2. La interpretación del Derecho
Dado el carácter abstracto y general de las normas jurídicas, se hace
necesaria su interpretación.3 La interpretación o exégesis tiende a establecer
una certera adecuación entre una determinada norma y el caso concreto al
que ha de aplicarse.
La interpretación, llevada a cabo por el juez —interpretación judicial— o
por el jurista o profesional del Derecho —interpretación doctrinal—, puede
ser gramatical,4 si trata de descubrir el significado literal que alberga el texto
de la ley —vox iuris—, o lógica, si atiende al sentido de la norma —ratio
iuris—, deduciéndolo de su origen, de sus fines y de su propio encaje armónico dentro del ordenamiento jurídico.5
Cabe que la letra de la ley no se acerque —minus dixit quam voluit— o
sobrepase —plus dixit quam voluit— a su propio espíritu, actuándose entonces, respectivamente, una interpretación extensiva o restrictiva.
Cuando ninguna norma provee a la regulación del caso concreto —laguna del Derecho—, se recurre a la interpretación analógica,6 proyectando
sobre él los elementos de una norma amplia, reguladora de un caso sustantivamente idéntico o semejante —analogia legis—, o el principio que informa
a un conjunto de normas o al entero ordenamiento jurídico —analogia iuris.
De la interpretación propiamente dicha, y que no es otra que la actuada
por el juez o por el jurista o profesional del Derecho, se distingue la llamada
interpretación auténtica, que llevan a cabo los órganos legislativos del Estado.7 En realidad, no cabe hablar aquí de interpretación, sino de una norma
nueva que se sobrepone a la anterior, regulando hechos o situaciones pasadas, cuando es nota común a toda norma jurídica la de proyectarse hacia el
futuro —irretroactividad de las leyes.8
Lo cierto es que la compleja realidad jurídica alcanza hoy su máxima
expresión en la ley, y de ésta es intérprete principal el juez, siéndolo de forma
subsidiaria el jurista.
La actual tarea interpretativa, explicativa o aclaradora de la ley —de una
ley tendente a abarcar la totalidad del ordenamiento jurídico vigente— difie-
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re de la romana, ya que en Roma lo jurídico tiene carácter consuetudinario
—el cifrado en los mores— y logra su aclaración gracias a la interpretación de
los juristas, y no ya de los jueces.
Distinta de la interpretación teleológica, dirigida a explicar y completar el
contenido de las normas, es la construcción jurídica o interpretación conceptual
del Derecho, cuyo resultado final es el «sistema».
La dogmática jurídica, fundamentada por la Pandectística (§ 18), confiere el
máximo rango al sistema, que es concordancia suprema de conceptos bajo dictados de racionalidad, orden y simetría.
La tarea que incumbe a la «alta jurisprudencia» o «jurisprudencia superior» —la «jurisprudencia inferior» se cifra en la interpretación o exégesis— ha
sido expuesta de modo magistral por Ihering.9
Según el ideario de Ihering, la construcción jurídica —obediente a las leyes
del «análisis jurídico», de la «concentración lógica» y de la «belleza jurídica»—
tiene por resultado final el sistema.
La técnica jurídica obtiene, por medio del análisis, los «cuerpos jurídicos»
o «elementos simples del Derecho», que son escasos en número y se ofrecen
siempre los mismos. De esta primera operación —una especie de «alquimia jurídica»— se pasa a la de la concentración lógica, por virtud de la cual, y merced a
un proceso de abstracción, el material jurídico es transformado en reglas generales. Finalmente, un nuevo proceso de abstracción lleva a la construcción jurídica, para terminar todo en el sistema.
El sistema importa la forma más visible de la materia. Por el sistema, la
materia pasa a un estado de organización, a un agolpamiento de cuerpos modelados plásticamente. El sistema, a la postre, es una fuerza viva, una fuente inagotable de materia nueva, de nuevas verdades.
La exposición de Ihering, aun produciéndose en materia harto intrincada,
como es la de la construcción jurídica, se define por su claridad. Ciertamente,
uno de los grandes méritos del insigne romanista alemán está en que toda su
obra se muestra reñida con el espíritu de pesadez.
Sin embargo, creemos que la autoridad del Derecho está en sí mismo, y no
en la sistemática, contra cuya utilidad —de razón instrumental— tampoco podríamos pronunciamos.
Sistema significa orden, simetría, claridad, unificación de los problemas, y
al jurista no le debe ser permitido campear por mundos de disgregación. Esto es
verdad, pero no lo es menos que las enseñanzas de la experiencia nos dan la
pauta de unos métodos que no consuenan con los planes que ordena la imaginación.
Es menester que nuestro arte de juristas descienda a la realidad, para luego
plasmar ésta en conceptos de vida, en formas vivientes. En todo caso, importa
mucho que los conceptos no se enajenen de su raigambre original, sino que la
revelen, plásticamente, en su misma encarnadura.
Un buen sistema es aquel cuyos conceptos pueden ser transferidos de la
forma que son a la realidad de la que vinieron, y de tal suerte que semejante
transferencia no deje de probar que ellos mismos mantienen su comunicación
con el dinamismo de la vida.
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La natura debe ser vertida en conceptos, pero en términos que éstos descubran, por modo claro y terminante, el mundo vivo —entrañable— que aquélla
anida. Bueno es el concepto si es expresión de un alma. El refinamiento imaginativo mata la realidad y, por lo que ahora nos interesa, no sirve a la mejor realización del Derecho.
El sistema ha de estar dominado por el sentimiento —sentimiento, en este
caso, de la naturaleza y del fin del Derecho—, antes que por el simple «conocer».
De todas maneras, debemos tener presente que no hay mejor forma de dialéctica jurídica que la inspirada en el sentimiento de lo justo.
El simplicismo, llevado al extremo posible, debe ser el sello de todo sistema.
En modo alguno cabe olvidar que nuestros planes u ordenaciones han de producirse sobre la vida real, tan sujeta a mudanzas como falta de «programa».
El progreso del Derecho positivo se logra por medio de una sistematización
y, por tanto, de una abstracción. Pero el Derecho es justicia, y solo será buen
método el que nos lleve a la realización de lo justo. Lo justo debe imperar en el
sistema y por fuera del sistema.
El laboreo secular de la jurisprudencia romana es consonante con la alta
misión reclamada por el pueblo, para el cual es Derecho lo que es justo. La
común sabiduría práctica, fundada sobre la experiencia, tiene su expresión en la
famosa definición de Celso: ius est ars boni et aequi (el Derecho es el arte de lo
bueno y de lo justo). Es ella, desde el principio al fin, el eje rector de la jurisprudencia verdaderamente romana.
Definido el Derecho como justicia, y considerada la ciencia jurídica como
ciencia o arte de lo justo, todo lo demás se mide en función única de este objeto.
De ahí que el valor de la sistemática solo sea estético o didáctico.
Cicerón escribe un tratado de sistemática: De iure civili in artem redigendo. Del libro solo nos ha llegado el título,10 mientras que los libri tres iuris civilis de Masurio Sabino, el ius civile de Quinto Mucio Scévola y los libri iuris civilis
de C. Casio Longino, tan desordenados como ajenos al cuadro sistemático
moderno,11 han desafiado a los siglos.12
No otras razones que las fundadas en la conveniencia, la comprensión y la
justicia de la solución dada, son las que buscan el Pretor y los juristas, atentos
siempre al bonum et aequum.
Ni la literatura jurídica ni los cuerpos legislativos se basan en la división,
clasificación u ordenación de las reglas en consonancia con una pauta sistemática o científica.13 El Edicto adrianeo (§ 15) agrupa las materias de acuerdo con el
oficio del Pretor y la sucesión de los actos del juicio.14
Una metódica sistemática —un método de rigor técnico, a la manera que lo
entendemos los modernos— no hubiese favorecido la corriente viva y lozana del
Derecho, de un Derecho que, a través de varias manifestaciones —ius civile, ius
gentium, ius honorarium—, goza en sí de la aptitud para aumentar de ser.15
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