El bien individual y el bien común en bioética

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El bien individual
y el bien común
en bioética
Cuadernos
de la Fundació
Víctor Grífols i Lucas
3937/1
01/09/09
El bien individual y el bien común en bioética
Daniel Callahan
17
17
Cuadernos
de la Fundació
Víctor Grífols i Lucas
ISBN 978-84-692-0777-2 Depósito Legal: B-16.186-2009
Edita: Fundació Víctor Grífols i Lucas. c/ Jesús i Maria, 6 - 08022 Barcelona. Imprime: Vanguard Gràfic S.A.
El bien individual
y el bien común
en bioética
Daniel Callahan
17
Cuadernos
de la Fundació
Víctor Grífols i Lucas
El bien individual y el bien común en bioética
SUMARIO
Pág.
Presentación
Victoria Camps . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
El progreso médico: ¿qué fines deberíamos
perseguir y qué deberíamos limitar? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
La medicina y el mercado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
Tasas de natalidad en declive y sociedades que envejecen . . . . . . . . . . . . 48
Acerca del autor: Daniel Callahan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Títulos publicados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
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El bien individual y el bien común en bioética
PRESENTACIÓN
Conseguir que el bien individual y el bien común coincidan es una de las
finalidades de la ética. Los individuos no viven aislados, sino en sociedad, y
tienen que compartir bienes y oportunidades de un modo justo y equitativo
para que nadie quede excluido de lo que se considera necesario e imprescindible para todos. En materia sanitaria, el problema de hacer compatible los
deseos individuales y lo que debe ser común y accesible a todos se agrava
dado que las necesidades crecen desmesuradamente y los recursos son escasos para satisfacerlas completamente. El profesor Daniel Callahan dedicó las
Conferencias Josep Egozcue, celebradas en 2007, a tratar esta difícil cuestión
valorando las maneras de conseguir una medicina sostenible en el seno de
una economía de mercado, que no mide el progreso con parámetros de equidad sino de oferta y demanda.
Callahan replantea la idea de progreso considerando que éste no puede concebirse como «ilimitado». Los humanos tenemos una existencia finita, estamos inevitablemente destinados a envejecer y morir, circunstancia que no
sería legítimo querer ignorar porque no sería realista ni inteligente dado que
la renovación de la vida es una de las pocas condiciones naturales de la existencia. La vida humana es finita y la medicina también debe serlo por lo que,
entre sus objetivos, no debe figurar el de abolir la finitud de la vida. Tal perspectiva debería hacer reflexionar sobre el sentido de las innovaciones tecnológicas y el impacto que éstas tienen en la economía y en la distribución
equitativa de recursos. No todo lo que es técnicamente posible debe hacerse.
El imperativo de la equidad debería ser la guía del imperativo tecnológico y
no al revés como más frecuentemente ocurre.
A las consideraciones anteriores sobre las limitaciones tecnológicas hay que
añadir que el mercado, por sí solo, no se rige por criterios equitativos. Su
objetivo más perentorio es conseguir una buena cuenta de resultados y maximizar los beneficios. Por eso hace falta un sistema universal de salud, que
subordine los intereses siempre particulares del sistema económico al interés
general de que la protección de la salud sea un bien básico y un derecho
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garantizado a todos los ciudadanos. Callahan se muestra muy crítico con
respecto al sistema sanitario de los Estados Unidos y lo contrapone al canadiense y al europeo cuya cobertura es efectivamente universal. Un estado
social que provea a los ciudadanos con una protección sanitaria satisfactoria
se basa en el desarrollo de la solidaridad entre las personas, fomentado por
una regulación que tiene como finalidad no excluir a nadie del derecho fundamental a la protección de la salud.
Callahan insiste en la importancia de un estado auténticamente protector en
materia sanitaria, cuya puesta en práctica ha de partir del supuesto, previamente considerado, de que hay que poner límites a la innovación tecnológica.
Límites a la tecnología, por una parte, y, por otra, fomento de la natalidad, un
problema inaudito hace sólo unos pocos años y que hoy empieza a ser grave,
en especial en algunos teritorios europeos como, concretamente, el español.
La última conferencia de Callahan aborda directamente la cuestión del descenso de la natalidad, sus causas y posibles consecuencias. Concluye diciendo
que la tendencia a tener una población cada vez más envejecida debería
merecer una atención más urgente por parte de los poderes públicos ya que
«cuanto más esperemos, más grave será el problema».
Victoria Camps
Presidenta
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El progreso médico:
¿qué fines deberíamos perseguir
y qué deberíamos limitar?
Un tema del que hoy día oímos hablar constantemente es el de la necesidad
de reformar el sistema de salud. Apenas existen países en la faz de la Tierra
donde no se debata el futuro de su sistema de salud, a menudo de un modo
bastante acalorado. En efecto, podríamos decir que la necesidad de reforma
es una enfermedad crónica de los sistemas de salud y la medicina de nuestros
tiempos. Es más, una vez que se introducen ciertas reformas, podemos estar
seguros de que en breve se exigirá otra tanda de innovaciones. En casi todos
los casos, la necesidad de reforma gira en torno al gasto sanitario y a cómo
administrar y controlar dicho gasto. Además, no parece que ninguna solución
funcione durante mucho tiempo.
¿A qué se debe esta enfermedad crónica? Sin lugar a dudas, la causa es, en
parte, política; el resultado de ideologías y partidos que cambian y aplican
diferentes programas políticos. Pero otra razón más de fondo consiste en la
naturaleza de la medicina moderna; una medicina que, además, debe hacer
frente a un panorama demográfico en proceso de cambio. Existen tres razones fundamentales para que exista esta presión constante.
Una de ellas radica en el hecho de que las sociedades envejecen, una realidad
en todos los países occidentales desarrollados. El número y la proporción de
ancianos es cada vez mayor, y en las próximas décadas se espera que siga
incrementándose. Si partimos del cálculo que se suele realizar en cuanto a las
necesidades de asistencia sanitaria –para los mayores de 65 años son, aproximadamente, el cuádruple per cápita que para los menores de 65–, cabe esperar mayores dificultades financieras a medida que envejece la población y
aumenta la proporción de ancianos. España, junto a otros países con una tasa
de natalidad baja –como expondré en otra charla que ofreceré más adelante–
se verá seriamente amenazada.
Otro motivo se encuentra en la introducción permanente de tecnologías
nuevas y, por lo general, más caras –en especial aparatos y medicamentos
nuevos– y el uso intensificado de las tecnologías ya implantadas. La tercera
razón consiste en la exigencia del público –cada vez más pronunciada– de
contar con una asistencia sanitaria, no ya buena, sino mejor. En la actualidad,
la gente espera una mejora constante en los campos de la medicina y la asistencia sanitaria. Lo que hace diez años se consideraba adecuado, ahora ya no
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El bien individual y el bien común en bioética
nos suele parecer suficiente; y el nivel asistencial de este año, probablemente
tampoco parezca satisfactorio dentro de una década.
Sin embargo, de todas las razones, creo que la relativa al progreso de la medicina y la innovación tecnológica es la más importante. Desde el punto de vista
histórico, la idea de progreso médico es relativamente nueva. La medicina de
la época de Hipócrates, hace unos 2.500 años, no albergaba semejante idea.
Ciertas aptitudes para el diagnóstico y la provisión de algo de alivio era todo
lo que podía ofrecer un médico; una situación que continuaría así hasta bien
entrados los siglos xvi y xvii. El gran cambio en nuestra forma de ver la
medicina se produjo como consecuencia de las conjeturas de Francis Bacon
y René Descartes. Estos pensadores descubrieron la posibilidad de emplear el
conocimiento científico para la comprensión de la biología humana y la conquista de la enfermedad. Descartes incluso planteó la posibilidad de que la
vida humana se prolongara significativamente.
Sin embargo, hubieron de pasar varios siglos hasta que dichas conjeturas se
hicieran realidad. Hacia la segunda mitad del siglo xix la medicina científica
comenzó a coger impulso con nuevos y constantes descubrimientos y algunas
aplicaciones clínicas. Las tasas de mortalidad comenzaron a caer, la esperanza de vida empezó a mejorar y apareció una mayor concienciación del papel
de la salud pública –especialmente en cuestiones de dieta, limpieza del aire y
el agua y buen saneamiento–. Ya a mediados del siglo xx, las ideas de progreso a través de la investigación científica y de la posibilidad de una innovación
tecnológica continua estaban perfectamente arraigadas.
Los presupuestos de investigación aumentaron drásticamente. Las industrias
de la medicina y de los aparatos médicos comprendieron muy bien que la
gente estaría dispuesta a pagar por un progreso continuo, y el papel de la asistencia sanitaria como una de las principales instituciones sociales y objeto de
preocupación del Gobierno se universalizó. Sin embargo, en los años sesenta,
incluso cuando aún crecía el entusiasmo por el progreso médico, empezaron a
aparecer los primeros indicios de las presiones financieras que se avecinaban.
En los setenta, la preocupación por el aumento del gasto sanitario ya se había
extendido a todos los países. Sin embargo, a pesar de dicha preocupación y a
diversos intentos de resolver la situación, el gasto ha continuado aumentando
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hasta el día de hoy. En todo el mundo, las previsiones del gasto sanitario para
dentro de 20, 30 y 40 años son alarmantes.
El progreso médico nos ha traído grandes recompensas. Disfrutamos de
vidas más prolongadas y saludables. La mayoría de nuestros hijos y sus
madres sobreviven el parto; la mayoría de los jóvenes pueden confiar en que
llegarán a viejos, y la mayoría de los ancianos vivirá más y con mejor salud
que sus padres y abuelos. No sorprende, por tanto, que la tecnología y el progreso médico sean objeto de veneración.
No obstante, existe el problema del gasto. Cuanto más progreso logremos,
más cara se volverá la salud. Al igual que con la prosperidad económica,
tengamos lo que tengamos, siempre querremos más.
En Estados Unidos se calcula que entre el 40 y el 50% del aumento del gasto
responde al factor tecnológico; una cifra que probablemente sea similar en
Europa. En Estados Unidos, a lo largo de muchos años, el resultado neto del
factor tecnológico y otros se ha traducido en un aumento general del gasto en
todo el sistema de entre el 7 y el 10% anual, sin que se prevea un cambio en
esta tendencia. Me consta que los países europeos también se hallan sometidos a grandes presiones en cuanto al gasto, aunque quizá no tanto como en
Estados Unidos.
Gracias a un mayor control estatal del gasto sanitario, el incremento porcentual del mismo ha sido la mitad que en Estados Unidos. Aún así, suele ser
mayor que el aumento de la inflación general. Además, el porcentaje del producto interior bruto (PIB) destinado a la asistencia sanitaria aumenta constantemente en todas partes. En España, ha crecido del 7,2% de 2000 al 8,1%
de 2004. Semejante incremento constituye un motivo de preocupación.
¿Qué debemos hacer frente a este problema? Es muy sencillo; los sistemas de
salud de los países desarrollados no pueden seguir así. Un aumento sin restricciones del gasto sanitario no es sostenible. La mayor amenaza que supone el
aumento del gasto es la de socavar la idea de un acceso equitativo a la asistencia
sanitaria –algo que los países europeos han logrado a lo largo de muchas décadas–. Una amenaza menos grave, aunque no insignificante, consiste en una
lucha normativa constante por la asistencia sanitaria, con un racionamiento
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El bien individual y el bien común en bioética
abierto o encubierto, listas de espera y una insatisfacción cada vez mayor del
público con la asistencia sanitaria. Irónicamente, la salud actual de una población determinada podría encontrarse en un cenit histórico; sin embargo, como
actualmente las expectativas exigen mejoras permanentes, la falta de mejoras se
entenderá inevitablemente como una señal de fracaso.
Los intentos de reforma que se encuentran actualmente en marcha son muchos,
pero citaré sólo unos cuantos de los más destacados: un uso cada vez mayor de
copagos y franquicias; la privatización de ciertos segmentos de los sistemas de
salud; unas listas de espera largas para cirugía electiva y otras formas de asistencia fuera de urgencias; el uso de la medicina científico-estadística para determinar mejor qué tratamientos son eficaces, y diversas formas de racionamiento,
que a menudo no se reconocen como tales.
Todos estos intentos tienen su importancia, aunque opino que no es probable
que funcionen mucho mejor en el futuro de lo que han venido funcionando
en el pasado; por tanto, si nos limitamos a ellos, la crisis reformista continuará e incluso se agravará. Todos estos métodos son los que denomino «administrativos y organizativos»; es decir, intentos de cambiar el sistema de un
modo inteligente para afrontar el problema del gasto.
Sin embargo, teniendo en cuenta la naturaleza del problema, es imposible
que seamos tan listos que podamos resolverlo así. Debemos meditar sobre
el problema de un modo mucho más profundo e incluso radical. Debemos
cambiar nuestros ideales y algunos de nuestros valores modernos sobre la
medicina y la asistencia sanitaria –y no simplemente probar fórmulas más
eficaces de reorganizar los sistemas actuales, aunque también éstas tengan
su importancia–.
Necesitamos lo que denomino una «medicina sostenible», y la clave para
lograr semejante medicina exige el replanteamiento de la idea de progreso
médico y de innovación tecnológica permanente. Por «medicina sostenible»
entiendo una idea, o incluso una visión, de la medicina y la asistencia sanitaria que tiene por objeto ser (a) equitativa y accesible para todos, (b) asequible
para los sistemas de salud nacionales, y (c) equitativa y asequible a largo plazo
–no solamente por unos años–.
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Adopto la noción de «sostenibilidad» del movimiento ecológico, uno de
cuyos objetivos consiste en conseguir un planeta que pueda sostener una
vida humana de calidad durante un futuro indefinido; un futuro que sepa
cómo evitar utilizar la atmósfera y la Tierra de formas perjudiciales para la
vida futura. En mi caso, busco una idea análoga en el campo de la asistencia
sanitaria.
Actualmente, no contamos con un sistema de salud sostenible en ningún país
del mundo. El progreso médico continuo –que incrementa el gasto– y el
envejecimiento demográfico –que también supone un aumento del gasto–
garantizan ambos que los sistemas de salud serán insostenibles, con lo cual
suponen una amenaza a la asistencia universal y la medicina asequible. Si la
medicina no es asequible, no se puede distribuir equitativamente; tan sólo los
ricos podrán permitirse recibir los mejores cuidados médicos, y los demás
tendremos que conformarnos con menos.
Ya he explicado por qué no creo que las reformas organizativas y administrativas puedan hacer frente a la situación actual, que es insostenible. Resulta
imprescindible un replanteamiento de fondo. Si queremos disfrutar de una
medicina sostenible, tendremos que volver a formular la idea de progreso que
causa un aumento del gasto tecnológico y alimenta las exigencias del público.
Además, tendremos que aceptar la idea de que, antes o después, alcanzaremos
un nivel estable de progreso y, por tanto, de gasto sanitario.
La idea occidental de progreso médico consiste en un «modelo ilimitado» de
progreso. Con esto quiero decir que se trata de una idea de progreso que no
pone límites a las mejoras de la salud –es decir, a la reducción de la mortalidad, la cura de todas las enfermedades y el alivio de todos los sufrimientos
médicos– y que cambia continuamente la noción de qué constituye un problema médico, mediante un proceso denominado «medicalización». El
progreso es «ilimitado» en cuanto a que, independientemente de cuánto
mejore la salud –tanto en reducción de tasas de mortalidad como de morbilidad–, nunca será suficiente para satisfacer las exigencias humanas, por lo
que siempre continuaremos buscándolo. Si la edad media de los pacientes en
la consulta de un médico o en un hospital fuera de cien años, estos ancianos
dirían: «ayúdeme doctor, sálveme la vida, alivie mis dolores y mi sufrimien-
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El bien individual y el bien común en bioética
to, devuélvame la salud». Una idea ilimitada de progreso alimenta este tipo
de deseo desenfrenado, un deseo que no conoce límites para nuestras aspiraciones.
Sin embargo, esta visión infinita, sin límites, no se puede financiar con unos
fondos limitados. Lo que tenemos es que redefinir el progreso de modo que
sea asequible a largo plazo, y por tanto igualmente accesible para todos, un
progreso que tenga, como modelo, una visión finita de la medicina y de la
asistencia sanitaria. Y por «visión finita» entiendo una que no tenga por objetivo vencer el envejecimiento, la muerte y la enfermedad, sino una que limite
sus efectos a la vejez únicamente, y que simplemente intente ayudar a todos a
evitar, no la muerte en sí misma, sino la muerte prematura, y a que vivamos
nuestras vidas con una salud decente, pero no necesariamente perfecta.
La visión de una medicina finita, con unos fines y unas aspiraciones limitados, habrá de incluir varios ingredientes.
En primer lugar, se debería desviar radicalmente la investigación y la atención
médica en dirección a la promoción de la salud y la prevención de la enfermedad. Esto implicaría asignar muchos más fondos de investigación al estudio de las conductas de salud más proclives a la aparición de enfermedades,
así como centrarse en cómo cambiar dichas conductas. Recientemente, se
han gastado miles de millones de dólares en la elaboración del mapa del
genoma humano. Es necesario dedicar cantidades similares al estudio de las
conductas de salud: ¿por qué aumenta la obesidad en prácticamente todas
partes y qué podemos hacer para cambiar esa tendencia? ¿Por qué sigue
fumando tanta gente a pesar de que se ha demostrado que el tabaco constituye un hábito mortal? ¿Por qué le cuesta tanto a la población actual hacer
ejercicio?
No conocemos realmente las respuestas a este tipo de preguntas, y mucho
menos cómo podríamos cambiar dichas conductas. Sin embargo, debemos
hallarlas. Lo que no podemos hacer es seguir rociando a los enfermos con
medicina altamente tecnológica y cada vez más cara. Tenemos que comprender mejor cómo mantener a estas personas sanas en primer lugar, para que
no necesiten, ni quieran, dichas tecnologías.
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En segundo lugar, tenemos que encontrar maneras eficaces de comparar los
gastos en asistencia sanitaria con los empleados en otros bienes socialmente
igual de importantes, como la educación, la creación de empleo y la protección del medio ambiente. Por ejemplo, está demostrado que es muy probable
que una persona con mayor nivel educativo disfrute también de mejor salud.
En cuanto al empleo, también ha quedado demostrado que los desempleados
y las personas que realizan trabajos inferiores a los que podrían desempeñar
conforme a su talento se encuentran en mayor riesgo de salud que las personas con empleos de un nivel aceptable. Sin embargo, en muchos países, la
asistencia sanitaria se trata como si fuera algo especial, hasta tal punto que no
se contempla que se pueda comparar con otros gastos. No obstante, incluso
teniendo por objetivo la propia salud, es posible gastar dinero de un modo
práctico, aunque no tenga directamente nada que ver con la salud. Una sociedad bien gobernada y equilibrada ha de tener una idea sensata de cuáles son
sus prioridades más acuciantes, y la asistencia sanitaria no tiene por qué ocupar el primer lugar de la lista.
En tercer lugar, es necesario que el público comprenda que el racionamiento
forma parte de cualquier sistema de salud. Así es ahora y así lo será siempre.
Ningún sistema puede ofrecer a todo el mundo todo lo que necesita en honor
a la mejora de la salud. Nuestras aspiraciones siempre superarán a nuestros
recursos, especialmente cuando el progreso médico provoca de por sí el
aumento en las expectativas de la población en cuanto a lo que la medicina
puede ofrecer. Según un estudio realizado en Estados Unidos hace unos años,
mucha más gente de los encuestados entonces creía tener peor salud que los
que respondieron al cuestionario hacía treinta años. Sin embargo, objetivamente, su salud era mucho mejor. Lo que ocurre es que su noción de lo que
supone una «salud buena» ha cambiado. Queremos más, esperamos más y
nos quejamos más cuando no lo recibimos. Y cuando sí lo recibimos, subimos inmediatamente el listón y pedimos más. Por eso, de un modo u otro, el
racionamiento es imprescindible. Este tema se debe tratar abiertamente, pero
ni los legisladores ni los altos funcionarios sanitarios de ningún país favorecen este tipo de debate. Sin embargo, si queremos que el racionamiento sea
justo y razonable, se debe hacer con el conocimiento y el consentimiento
general de aquellos sometidos al mismo.
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El bien individual y el bien común en bioética
En cuarto lugar, nuestras tecnologías deben someterse a evaluaciones mucho
más rigurosas, y preferiblemente antes de que se ofrezcan al público, en vez
de después. Ya hemos citado la medicina científico-estadística como técnica
para controlar el gasto, sin embargo, este tipo de evaluación se dirige normalmente a la eficacia de un procedimiento diagnóstico o terapéutico y no a su
posible impacto económico. Pero ese impacto también se debe evaluar, y lo
deberían hacer los fabricantes de la tecnología, ya se trate de medicamentos
o de dispositivos médicos. Las empresas ahora están obligadas a evaluar los
medicamentos nuevos para demostrar su seguridad y eficacia, pero también
sería apropiado que evaluaran su impacto económico en la asistencia sanitaria. El Estado, como es lógico, debería supervisar estas labores: los gastos de
la evaluación deberían correr a cuenta de las empresas, pero sus resultados
deberían ser verificados y aprobados por organismos públicos.
Únicamente en caso de que la evaluación demostrara que la tecnología no
fuera a suponer un aumento significativo del gasto –un aumento reservado
sólo a ciertas tecnologías excepcionales– debería el Estado estar dispuesto a
pagarla. La norma sería muy restrictiva, aunque supondría sin duda una
mejora con respecto a la situación actual, en que las nuevas tecnologías se
introducen en los sistemas de salud sin que medie invitación alguna. En el
futuro, deberían ser solicitadas, pero sólo si sus creadores demuestran que
merecen la pena –teniendo en cuenta su coste y no simplemente el hecho de
que sean buenas para la salud–.
Por último, es fundamental que el cambio de un modelo infinito de medicina
a otro limitado incorpore una actitud distinta hacia el envejecimiento y la
muerte. Aunque en la práctica médica cotidiana se entienda bien que las
personas envejecen y mueren, éste no es necesariamente el caso en el colectivo de investigadores médicos. En este grupo, toda enfermedad mortal se erige
en candidata para buscarle una cura y el fenómeno del envejecimiento se
trata a menudo como una condición evitable, como si fuera en sí mismo una
enfermedad. Son pocos los que aceptan con alegría su envejecimiento y aún
menos los que desean morir. Sin embargo, ambas realidades forman parte del
ciclo vital del ser humano, que sigue en vigencia, a pesar de lo mucho que se
ha hablado de su abolición.
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La medicina ha de desviar gradualmente la atención de la prolongación de la
vida a la mejora de la calidad de la vida; de la cura de las enfermedades al
cuidado de aquellos que no tienen cura. Una medicina que mantiene a la
gente con vida demasiado tiempo, agobiándola con tratamientos tecnológicos
que pueden causarles mucho dolor a cambio de pocos beneficios en salud, no
es una medicina humanitaria ni aceptable. Hace doscientos años, la mayoría
de la gente moría de enfermedades infecciosas que iban desde la peste hasta
la difteria. Curiosamente, cuando alguien contraía una enfermedad infecciosa, o moría rápidamente en cuestión de días, o se recuperaba; pero si se recuperaba, apenas sufría síntomas persistentes. Ahora, la vida se puede prolongar durante años a pesar de la enfermedad, ya sea cáncer, insuficiencia
cardiaca o Alzheimer.
Obviamente, aquellas personas que murieron víctimas de enfermedades
infecciosas hace dos siglos eran mucho más jóvenes. Ahora tenemos la
ventaja de vivir muchos más años, pero nuestras muertes también se alargan mucho, prolongadas por enfermedades crónicas que se pueden controlar parcialmente, pero no curar completamente. Ahora podemos vivir hasta
los ochenta, ochenta y cinco o noventa años, pero lo más probable es que
alcancemos esa edad con una serie de afecciones crónicas que nos conviertan en enfermos, pero que no nos maten. El anciano tipo con enfermedad
terminal en Estados Unidos sufre una media de cinco afecciones graves. Por
contraste, aquellos que no se encuentran en estado terminal sólo padecen
una.
Quizá compense pasar nuestros últimos años abrumados por la enfermedad
a cambio de una vida más larga, aunque a veces lo cuestiono. ¿Preferiría
haber fallecido a los cuarenta y cinco años de viruela para evitar morir a los
ochenta y cinco de insuficiencia cardiaca congestiva? No sé, pero me alegro
que me curaran de la viruela. ¿Preferiría morir ahora, a los setenta y siete, de
cáncer o insuficiencia renal o vivir hasta pasados los 80 con un 50% de posibilidades de contraer la enfermedad de Alzheimer? También es irónico que
las enfermedades infecciosas no se hayan vencido. Debido a las enfermedades
de reciente aparición, como el sida, y al número cada vez mayor de afecciones
resistentes a los antibióticos, además del aumento de las muertes hospitalarias
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El bien individual y el bien común en bioética
por infecciones, la tasa de mortalidad por enfermedad infecciosa es hoy igual
de alta que hace cuarenta años.
Al fin y al cabo, con mi llamamiento a replantearnos la idea de progreso, no
pido que detengamos el progreso, sino que pensemos en qué nos está dando
en la dirección que viene llevando hasta ahora; una dirección que no es sostenible, pues se centra en la cura mediante una medicina altamente tecnológica y, por lo general, muy cara. Gastemos lo que gastemos en combatir el
envejecimiento y la muerte, la batalla está perdida. El progreso médico se
asemeja en cierto modo a la exploración del espacio: vayamos lo lejos que
vayamos, siempre podremos seguir alejándonos.
En el caso de los viajes espaciales, las limitaciones económicas de una
exploración ilimitada se hicieron obvias en seguida: nada de paseos lunares ni viajes tripulados a Marte. En su lugar, nos hemos conformado con
los transbordadores espaciales como medios asequibles, aunque limitados, de explorar el espacio. Hace relativamente poco, tanto el sector de las
compañías aéreas como la industria de fabricantes aeronáuticos decidieron que los aviones supersónicos para pasajeros no eran económicamente
viables. Es preciso que analicemos el progreso médico ilimitado de un
modo similar. No nos podemos permitir todo lo que nos gustaría, incluso
la vida misma.
Con este llamamiento al cambio en nuestra visión del futuro de la asistencia
sanitaria, lo único que pido es que seamos razonables en nuestros gastos y
en nuestras expectativas. Nadie quiere vivir con un sistema de salud en perpetuo estado de confusión, o con uno que excluye a los pobres de todos sus
beneficios. Un sistema de salud sostenible es el único que puede resultar
tolerable a largo plazo. Habrá menos progreso tecnológico, algunas personas
no vivirán tantos años como habrían querido y muchos deseos médicos se
verán insatisfechos. Con estas consecuencias podría parecer que la sostenibilidad se pagaría a un precio muy caro. Sin embargo, estoy seguro de que
nuestros sistemas actuales –insostenibles– podrían costar aún más, al suponer una amenaza para la justicia y la estabilidad social. En la vida humana,
a menudo, menos es mejor que más; una máxima que bien podría aplicarse
a la asistencia sanitaria.
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Mientras tanto, podemos consolarnos con la siguiente reflexión: según los
cálculos de expertos, alrededor del 60% de las mejoras en el estado de salud
de la población a lo largo del último siglo se debe a mejoras en las condiciones
sociales y económicas de la vida, y tan sólo un 40%, a mejoras en la asistencia
sanitaria. Esta tendencia –que muy probablemente continúe– implica que,
aunque el progreso tecnológico se ralentice y racionalice, en el futuro, la gente
vivirá más años y gozará de mejor salud que en la actualidad. Una de las
diferencias más interesantes entre la asistencia sanitaria americana y la europea radica en que, a pesar de que los americanos disponemos de muchísima
más tecnología –más aparatos para ecografías y obtención de imágenes, más
cirugía cardiaca avanzada y más tratamientos caros contra el cáncer–, los
resultados europeos son superiores a los nuestros. En resumidas cuentas,
contar con más tecnología y con un mayor acceso a la misma no redunda
necesariamente en una salud mejor.
Uno de los adelantos más importantes en la asistencia sanitaria de los últimos
años no ha consistido únicamente en el número cada vez mayor de personas
que llegan a los ochenta y los noventa años, sino en la gran proporción de los
mismos que no deben su supervivencia a una asistencia médica avanzada.
Aunque haya habido un incremento constante en la edad de las personas que
se someten a tratamientos tecnológicos avanzados –especialmente en cirugía–, se ha registrado un declive en medicina de cuidados agudos para mayores de ochenta años. Asimismo, las personas que alcanzan los noventa suelen
haber gozado de buena salud durante la mayor parte de su vida, sin acudir a
médicos, hospitales ni unidades de cuidados intensivos. La antigua esperanza
de una «compresión de la morbilidad», que consiste en una vida más prolongada gozando de buena salud seguida de una muerte rápida, se hace ahora
realidad en más y más personas. Obviamente, no todos tenemos la misma
suerte y lo más probable es que a la mayoría nos espere un deterioro lento.
Me gustaría finalizar retomando las dos preguntas que planteo en el título de
la charla: ¿Qué fines deberíamos perseguir? ¿Qué deberíamos limitar?
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El bien individual y el bien común en bioética
Fines que deberíamos perseguir:
Llegar a una edad anciana, pero no vivir indefinidamente.
Conseguir una buena asistencia sanitaria para nuestros hijos para
garantizar que también ellos alcancen esa edad avanzada.
nVivir nuestras vidas del modo más sano posible, llevando una dieta
sana, controlando el peso, sin fumar ni beber en exceso y haciendo
ejercicio a menudo.
nEvitar ir al médico con demasiada frecuencia: la formación de un
médico le empuja a buscar cosas que fallan, y si le da la oportunidad,
las encontrará, siga el ejemplo de los nonagenarios, que parecen haber
tenido pocos tratos con la medicina.
nSi, a pesar de nuestro empeño, enfermamos, no cabe esperar milagros
de los médicos, ni que siempre nos vayan a mantener con vida por
medio de las tecnologías más caras.
nUn sistema de salud que trata a todos por igual y distribuye una asistencia de calidad de forma equitativa.
nUna sociedad que ofrece a todos una buena educación, crea empleo,
trata a todos con imparcialidad y cuida bien de los pobres: una sociedad sana necesita mucho más que un buen sistema de salud para
garantizar que toda la población goce de buena salud.
n
n
Aspectos que deberíamos limitar
Los intentos específicos de ampliar continuamente la expectativa de
prolongar la vida –una media de entre 75 y 80 años es suficiente para
disfrutar de todo lo que una vida plena puede ofrecer–.
nLos intentos de buscar soluciones médicas a todos los problemas de la
vida, tanto si vienen a través de medicamentos como si proceden de
mejoras físicas.
nLos intentos de aumentar continuamente la provisión de tecnologías
nuevas, limitándolas únicamente a aquellas que demuestran unos
beneficios importantes a un precio asequible.
n
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Deberíamos desconfiar de las ideas médicas utópicas: tener exactamente el tipo de niños que queremos; prolongar la media de la esperanza de vida mucho más de la actual; inventar medicamentos que nos
ayuden a eliminar algunos de los sufrimientos propios de la vida,
como el dolor por la muerte de un ser querido.
nLos intentos científicos, médicos o comerciales de convencernos de
que no hay nada más importante que más y mejor salud. El modo en
que vivimos con nuestra mortalidad y en que la aceptamos es igual de
importante que gozar de buena salud. La buena salud no sirve de
mucho en una sociedad defectuosa; sin embargo, la enfermedad se
puede tolerar mejor en una sociedad sana.
n
No cabe duda de que la medicina seguirá progresando, incluso aunque existieran unos fines más limitados de los que se persiguen actualmente. En la
vida del ser humano, nada permanece inmóvil, y tampoco ocurrirá así con la
medicina. Pero este progreso se debe ver siempre dentro del contexto de otras
necesidades sociales, también importantes para el bienestar humano: el alimento, el vestido, el alojamiento, el empleo, la seguridad económica, el bienestar familiar, la defensa nacional y, ahora también, la protección del medio
ambiente. La salud es un bien importante para el ser humano, y la provisión
de asistencia sanitaria, una obligación social igualmente importante, pero no
la única.
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El bien individual y el bien común en bioética
25
La medicina
y el mercado
Al penetrar en la selva de la medicina y el mercado no nos encontramos
sólo con una maraña de enredaderas y el espesor de la maleza, sino que nos
movemos en un clima que oscila entre vientos fríos de índole técnica y
ardientes ciclones ideológicos. El tema de la medicina y el mercado plantea
interrogantes tan antiguos como complejos; por ejemplo, ¿qué lugar debe
ocupar el interés propio en las comunidades humanas y, en particular, en la
comunidad sanitaria? A su vez obliga a considerar una variedad de cuestiones técnicas muy complejas, por ejemplo, ¿en qué momento alcanza el
copago de un fármaco un nivel en el cual ayuda a controlar el gasto sanitario pero resulta pernicioso para la salud de los pacientes a los cuales se
impone?
En mi experiencia, la mayor dificultad a la hora de hablar de la medicina y el
mercado es que, para la mayoría de la gente, ambas opciones parecen excluyentes: el mercado o se adora o se odia; o se percibe como la panacea para
unos sistemas de asistencia sanitaria en apuros, acosados por la burocracia
estatal, o como un demonio mezquino y miserable concebido para destruir la
idea de una sanidad justa. Permítanme que les exponga mis propias creencias.
He llegado a la convicción de que el mejor sistema de salud es uno regulado
o gestionado por el Estado que administra una asistencia sanitaria universal;
sin embargo, se puede dar cabida a ciertas prácticas de mercado bien pensadas en el seno de dicha asistencia (u orientadas a ella) y en apoyo a la misma.
Además, nos guste o no nos guste, es prácticamente imposible imaginar un
plan de salud universal que tenga éxito políticamente en ningún país, y especialmente en el mío, si no es lo suficientemente astuto como para incorporar
ciertos ingredientes de mercado de modo que ayuden al sistema, o al menos
que no lo perjudiquen.
En los sistemas de salud europeos y canadiense tenemos un experimento
natural –por así llamarlo– con la sanidad universal que abarca varias décadas
en la mayoría de los países y todo un siglo en unos cuantos. Este experimento presenta una gama de resultados y calidades que, por lo general, son superiores a los del sistema americano –donde se mezclan torpemente los sectores
público y privado–. La experiencia europea demuestra también que, empleadas con cuidado, hay prácticas de mercado que pueden ponerse al servicio de
28
El bien individual y el bien común en bioética
una sanidad universal. Después de todo, parece que las opciones no son necesariamente excluyentes. El problema que tenemos en Estados Unidos reside
en una especie de visión romántica del mercado, que se percibe como apto
para cualquier actividad humana y aún más para la sanidad. Si existe un
demonio de cuernos amenazantes, el Estado es quien lo personifica. Como
dijo en una ocasión nuestro antiguo presidente, Thomas Jefferson, «el mejor
gobierno es el que menos gobierna».
En la diferencia entre Europa y Estados Unidos hay, además, un elemento
peculiar. Cuando en el sistema de salud americano –donde abundan las prácticas de mercado– existen tensiones y dificultades económicas, se tiende a
buscar la salida recurriendo a un papel más activo del Estado. En Europa, por
el contrario, donde existe una gran dependencia del Estado, en las últimas
dos décadas se han inclinado por buscar soluciones en el mercado.
A lo largo de esta charla me gustaría sacar algo en claro del debate en torno a
la medicina y el mercado y ver también cómo podríamos plantear el tema
para que dicho debate sea fructífero –algo que no creo que se dé en el presente, al menos en Estados Unidos–. El debate parece ser más discreto y contenido en Europa, pero a medida que crezcan los gastos sanitarios y los sistemas
de salud se vean sometidos a mayores presiones, serán más los partidarios de
dar un mayor énfasis al mercado para solucionar el problema.
Podemos empezar por diferenciar entre tres enfoques distintos del mercado:
uno centrado en el mercado y el papel del dinero en la medicina y la asistencia sanitaria; otro, en el mercado como instrumento neutral de eficacia en las
políticas sanitarias, y otro más, en el mercado como bastión de la democracia
en general y de la libertad de elección en la sanidad en particular. Aunque
distingamos entre estos tres enfoques, lo cierto es que tienen varios puntos en
común.
El comercialismo médico y el mercado
En el fondo del enfoque que se centra en el dinero y el comercialismo se halla
la tensión entre los valores altruistas tradicionales de la medicina y la centra-
29
lidad del interés propio como característica del pensamiento mercantil. Dos
citas revelan claramente esta tensión.
Una de ellas es de Platón, en La República: «El médico, como tal, estudia sólo
el interés del paciente, no el suyo propio… Todo lo que diga y haga tendrá por
objetivo lo que sea bueno y adecuado para el sujeto para el cual practica su
arte».
El otro pasaje, más conocido, se encuentra en la obra de Adam Smith de 1776,
La riqueza de las naciones: «No habremos de esperar nuestro alimento de la
benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero, sino de la consideración de su propio interés… Sólo el mendigo depende principalmente de la
benevolencia de sus conciudadanos».
A lo largo de los años, la influencia de los valores comerciales sobre la medicina –la pérdida del altruismo de Platón– ha preocupado a multitud de
opiniones, y más recientemente a los redactores del New England Journal of
Medicine (p. ej., Arnold S. Relman, Marcia Angell y Jerome P. Kassirer), así
como a profesores de medicina de gran prestigio, como Edmund D.
Pellegrino. A estas personas les preocupan los empresarios médicos (que
abren clínicas lucrativas y hablan de los pacientes como «consumidores»), el
interés mercenario de los fabricantes de fármacos e instrumentos y su dominio de la investigación y la práctica médica, los anuncios de medicamentos
de venta directa y el modo en que la combinación de sus deudas y una remuneración excesivamente generosa lleva a muchos estudiantes a elegir especialidades médicas.
En la cadena de radio CBS de Nueva York, un oftalmólogo anuncia que ha realizado treinta mil operaciones con láser: un vivo ejemplo del tosco modelo comercial de la medicina. Tampoco resulta fácil olvidar la resistencia histórica de la
Asociación Americana de Medicina –desde las postrimerías del siglo xix y casi
hasta finales del xx– a prácticas de grupo de cualquier tipo y, más adelante, su
oposición, tan tenaz como efectiva, a la sanidad universal; es decir, a una «medicina socializada». Esta es la forma en que la elite médica ha intentado mantener
el control médico sobre la medicina, algo que temían les sería arrebatado por el
Estado. Incluso un exceso de altruismo se concebía como amenaza.
30
El bien individual y el bien común en bioética
Sin embargo, hay motivos para resistirse a una línea divisoria demasiado
marcada entre comercialismo y altruismo. En La República, Platón también
reconoció que, como alguien comentara, el médico es incluso «una especie de
hombre de negocios». Siempre que los médicos vendan sus servicios a los
pacientes o los intercambien –como vienen haciendo desde siempre–, el
comercialismo está presente –aunque puede cubrir todo el espectro desde la
bondad hasta la codicia–. Podría haber una línea divisoria tenue entre el
sentido del derecho a una remuneración por un trabajo duro y unos servicios
valiosos y la avaricia pura y dura. Por su parte, Adam Smith comprendió muy
bien que el mercado precisa una cultura que lo apoye moralmente, que ponga
freno a un egoísmo excesivo y que inculque las virtudes de la empatía y el
interés por el bienestar de los demás. Sin embargo, no siempre ocurre así.
El problema del dinero y el comercialismo, obviamente, va más allá de los
médicos y los pacientes. El sistema de salud americano en su conjunto es una
combinación de hospitales y clínicas con y sin fines de lucro, aseguradoras, la
industria farmacéutica y de instrumentos y aparatos médicos y empresas que
venden una gran variedad de bienes y servicios auxiliares. El hecho es que se
puede hacer dinero –y mucho– en la industria sanitaria, la cual sirve para
muchos otros fines además de la salud: lucrativos, laborales, de prestigio
cívico, como buenas inversiones en bolsa… Cuando un hospital local amenaza con cerrar, la ansiedad que genera la amenaza a la prestación sanitaria
suele ser similar a la que provoca la posibilidad de perder puestos de trabajo.
En la vida americana no hay muchas parcelas que no estén marcadas por un
comercialismo agresivo, y la sanidad ocupa el mismo lugar que la banca de
inversión; ambas como proveedoras de lo que es necesario para disfrutar de
una vida (económica) buena.
El mercado y la eficiencia:
el instrumentalismo
Como profesión, los economistas de la salud desempeñan un papel muy
importante en las políticas sanitarias, al aplicar una disciplina que normal-
31
mente se orienta más a los medios que a los fines, más a la eficiencia que a la
equidad, más a la investigación empírica que a la teoría especulativa. Sin
embargo, estas no son más que generalizaciones; en la realidad, muchos economistas de la salud se interesan por la equidad. La misma disciplina, no
obstante, fuerza a los economistas a seguir una dirección que yo denomino
instrumental. Me refiero a un rechazo del requisito profesional a ponerse al
servicio de lo más esencial de la cultura médica, determinar los fines éticos y
políticos que corresponden a la asistencia sanitaria, y a juzgar la conducta
personal de los médicos. Se plantean sus preguntas en los siguientes términos: si uno (una nación, una comunidad) se ha decidido por un tipo concreto de sistema de salud, ¿cómo podría funcionar mejor –con qué equilibrio
entre Estado y mercado– y qué formas de organización podrían ser más eficientes? ¿Cómo se podrían usar los incentivos financieros para influir el
comportamiento de médicos y pacientes y alcanzar así los objetivos en cuanto a coste y calidad?
Aunque en Europa ha habido también un debate sobre el mercado, su
carga ideológica y retórica ha sido mucho menor que en Estados Unidos.
Atribuyo este hecho a que los economistas europeos especializados en la
salud se centran en qué prácticas y tácticas de mercado concretas podrían
ser más útiles para que los sistemas sanitarios universales funcionen
mejor, bien para controlar el gasto, bien para mejorar la calidad. ¿Qué
podría aportar la competencia de mercado? ¿En qué grado y qué tipo de
control de precios será eficaz para controlar el gasto sin asfixiar la investigación y la innovación?
Me da la impresión de que, en Europa, los economistas de la salud están
más dispuestos a defender la necesidad de una equidad, ya que no interpretan que con ello se salgan de su disciplina. Sería muy raro que un
economista europeo especializado en asistencia sanitaria abogara a favor
del desmantelamiento de un sistema estatal y su entrega al sector privado;
sin embargo, en Estados Unidos hay más de uno que opina así. En ambos
continentes, no obstante, lo fundamental en la economía es que se exigen
pruebas empíricas sólidas que respalden las pretensiones de eficiencia,
calidad y control del gasto.
32
El bien individual y el bien común en bioética
La ideología y el mercado:
elección y democracia
Ahora me ocuparé de ese grupo al que llamo «los políticos». Este término
caracteriza a un grupo político y normativo mixto que percibe el mercado no
sólo como un modo fundamental de alcanzar la eficiencia, sino más como
ingrediente esencial para la democracia y la libertad política. Sus máximos
exponentes son los economistas Friedrich A. Hayek y Milton Friedman, aunque también abarca a un grupo influyente de instituciones e intelectuales
conservadores (p. ej., The Wall Street Journal, el American Enterprise Institute,
la Heritage Foundation) y, con aún mayor trascendencia, a nuestro último
presidente George W. Bush y a la mayoría de los políticos republicanos.
Su postura fundamental –según la entiendo– consiste en que, en la organización de la asistencia sanitaria, el mercado y la libertad personal son más
importantes que la equidad –aunque nunca lo dicen así de claro– y que el
sector privado generará una sanidad mejor que la que podría ofrecer el
Estado. Hay también quien añadiría que, si se le diera una oportunidad de
verdad al mercado, al final llevaría a una cobertura universal efectiva. Así
como el mercado libre es el motor económico de sociedades prósperas y productivas y aumenta el nivel de vida de todos, también puede ofrecer los
cimientos de un buen sistema de salud. Se enfrentan principalmente a aquellos que creen que el Estado constituye un ingrediente esencial para un sistema de salud universal y el estribillo habitual de su retórica consiste en atacar
al Estado: la ineficacia, la burocracia, etc. Dicha retórica, a diferencia del
estilo sobrio de los economistas de la salud, puede ser muy acalorada, en
ocasiones incluso más que la apasionada defensa pro-estatal.
Creo que, puesto que los políticos entienden que el mercado desempeña un
papel fundamental en una buena sociedad –en cualquier buena sociedad–, su
penumbra afectará a la cultura en su conjunto y a sus diversas fracciones
políticas. Si el mercado es bueno para las sociedades en general, no lo será
menos para sus varias subsecciones, entre las que se encuentra la asistencia
sanitaria. El mercado, por así decirlo, constituye un valor con una carga política y moral superior.
33
Valores entrelazados
Estos tres enfoques del mercado y la medicina, aunque distintos, también
interactúan entre sí. Por lo general, aquellos preocupados por la comercialización de la medicina y la corrupción de sus ideales altruistas ven en
los valores del mercado un virus letal. Un sistema de salud universal perfectamente integrado, con un responsable económico único y gestionado
por el Estado es el único que puede enfrentarse a este virus; preferiblemente si en este sistema el médico es un empleado asalariado –como en
el sistema Kaiser o en la sanidad pública británica–. Este sistema excluiría
a los médicos empresarios, un uso excesivo de procedimientos tecnológicos bien remunerados pero que ofrecen beneficios marginales y un papel
demasiado acentuado del visitador médico que intenta vender los fármacos más novedosos. Los pertenecientes a este grupo usan algún dato económico, pero por lo general confían en la experiencia y la información
clínica.
No queda claro hasta qué punto los economistas de la salud –del tipo
instrumental– influyen en el pensamiento de aquellos preocupados por la
comercialización médica como un problema moral o de los interesados en
un programa político. Según ciertos estudios realizados tras el fracaso del
plan de salud de Clinton en 1984, las opiniones de los economistas en
cuanto a la sanidad universal y el papel del mercado estaban muy divididas. El prestigioso economista Victor Fuchs concluyó que, debido a sus
propias divisiones internas, los economistas no tuvieron mucha influencia en este debate.
Aunque no haya intentado documentarme sobre la influencia de los economistas de la salud en el debate sobre el mercado, me da la impresión de que
aquellos preocupados por la comercialización de la medicina tienen sus propias razones y fuentes académicas y no se valen de los economistas instrumentales para apoyar sus opiniones. Los políticos, por su parte, cuentan con
su propio cuadro de economistas y los usan para respaldar sus posiciones.
Los políticos no parecen muy interesados en el problema de una medicina
comercializada. Efectivamente, siendo proclives a la medicina privatizada, no
cabría esperar que les preocupara mucho el tema. De hecho, ni los economis-
34
El bien individual y el bien común en bioética
tas instrumentales ni los políticos prestan mucha atención al efecto de las
prácticas de mercado en la cultura de la medicina o en el profesionalismo
médico.
He citado estas tres formas de ver la relación entre medicina y mercado para
ilustrar algo muy simple: que hay más de una manera de pensar en el mercado. Aunque los distintos enfoques tengan algunos puntos en común, el problema del mercado y la medicina se puede ver de modos muy diversos. Para
aquellos preocupados por la cultura y el profesionalismo de la medicina, el
enfoque de mercado tiene pocos atractivos y, por lo general, los repele.
Aunque tienden a apoyar la sanidad universal, es posible que aceptaran un
sistema mixto público y privado, siempre que satisfaga los valores tradicionales de la medicina.
Al otro lado del espectro, los políticos son, en líneas generales, los más
ideológicos. No es que hayan examinado la medicina y la sanidad y hayan
decidido que el enfoque de mercado es el mejor, sino que, al creer en el
valor intrínseco del mercado, asumen que éste será valioso en la asistencia
sanitaria. Para ellos el mercado implica el rechazo a la intervención del
Estado, excepto en cuestiones mínimas –como una protección muy limitada–, la aceptación de una amplia variedad de prácticas de mercado y, lo
que resulta aún más importante, la adopción de la libertad y la elección
como los valores morales más elevados. En virtud del último punto, no les
preocupa en absoluto la posibilidad de que el mercado tenga fallos o que
no exista una cobertura universal. La libertad es un valor que supera a
todos los demás y el hecho de que puede generar sus propios problemas
no es motivo para rechazarla –del mismo modo que un defensor de la
democracia estaría poco inclinado a rechazarla debido al daño que pueda
ocasionar, por grande que sea–.
Los instrumentalistas –al menos en principio– son ideológicamente neutrales
y se dedican a recopilar datos sobre la efectividad de diversas formas y sistemas de salud. Reconozco que sus investigaciones me han influido mucho,
como filósofo que le ha tomado gusto a los números y los datos y no solamente a argumentos morales de gran sofisticación.
35
El establecimiento de unos patrones
que permitan juzgar los sistemas
Si, efectivamente, existen tres modos de pensar en el mercado y la medicina
y de hablar de los mismos, ¿es posible que no haya una manera unificada de
hacerlo? No necesariamente. Un estudio a fondo de la medicina y el mercado
debería comprender cada uno de los tres terrenos antes descritos: el terreno
de la cultura y el profesionalismo médicos, el de las pruebas empíricas y la
teoría de mercado y el de la ideología y los valores. Dicho de otro modo: el
sistema de salud que deberíamos buscar (1) conservaría y fomentaría los
valores tradicionales de la medicina y el nivel más alto de profesionalismo,
(2) se basaría, en términos económicos, en la teoría y las pruebas económicas más fiables y mejor fundadas, y (3) contaría con unos pilares éticos y
morales que procuraran el equilibrio entre el bien individual y el bien colectivo en la asistencia sanitaria, así como entre el bienestar del sistema de salud
y todos los demás bienes colectivos necesarios para una sociedad decente
–los cuales se tienen en cuenta con mucho menos frecuencia en el estudio
de la sanidad–.
Variedades de sistemas
de asistencia sanitaria
En los países desarrollados existen tres grandes modelos de asistencia
sanitaria:
El sistema americano. El modelo americano se distingue por ser un sistema fragmentado de organización, administración y financiación –por lo
que más bien podría considerarse como un modelo sin sistema–. Su organización comprende asistencia con pago por servicios, prácticas médicas
agrupadas de muchas clases –con y sin ánimo de lucro–, hospitales y clínicas con y sin ánimo de lucro, servicios médicos y hospitales públicos. Se
administra a nivel estatal –y dentro de este nivel, en los ámbitos municipales y de condados–, así como a nivel federal, y dentro del sector priva-
36
El bien individual y el bien común en bioética
do, a nivel corporativo. Su financiación procede de la Administración
federal, las Administraciones estatales y el sector privado –para el seguro
de los trabajadores–. Sin un sistema de asistencia universal, no se da ningún esfuerzo organizado por garantizar una asistencia sanitaria decente
para todos; por tanto, existe un amplio número de no asegurados. La
combinación de estos ingredientes garantiza prácticamente que Estados
Unidos gaste más dinero en asistencia médica per cápita y dedique una
mayor proporción de su PIB a la misma que ningún otro país.
Los sistemas europeos y canadiense. Aunque existen grandes diferencias entre
los sistemas de salud de Europa y Canadá, todos ellos tienen en común su
dedicación a procurar una asistencia universal y equitativa, así como a la
solidaridad como principio fundamental. No voy a intentar resumir la variedad
de sistemas europeos y del sistema canadiense; no obstante, cabe señalar que
existen tres grandes categorías.
La primera consiste en la diferencia entre los sistemas bismarckianos y beveridgianos. Los bismarckianos –denominados sistemas de seguridad social– se
remontan a finales del siglo xix y al régimen del canciller alemán Otto von
Bismarck. Este sistema consta en cada país de varios planes de seguro privados muy regulados por el Gobierno. Los planes son financiados por contribuciones obligatorias de patronos y trabajadores y reforzados por la financiación pública de los gastos sanitarios de los ancianos y los desempleados. En
estos sistemas suele haber algún porcentaje de asegurados privados. Francia,
los Países Bajos, Suiza, Bélgica, Alemania e Israel cuentan con planes de seguridad social.
Los sistemas beveridgianos, por el contrario, están financiados por impuestos
directos y están directamente gestionados en su conjunto por el Estado; por
lo general, mediante una combinación de gestión central y regional. El seguro
privado también se encuentra disponible para servicios extras y para evitar
listas de espera. Entre los sistemas financiados por impuestos encontramos
los del Reino Unido, Canadá, Dinamarca, Suecia, Italia y España.
Aunque todos los países, independientemente del sistema que sean, ofrecen
o imponen una asistencia universal, frente al mercado muestran actitudes
37
muy distintas. En nuestro libro Medicine and the Market diferenciábamos
entre tres actitudes distintas: una postura que favorece decididamente al mercado (los Estados Unidos), una resistencia tenaz a las ideas de mercado
(Canadá y el Reino Unido) y una actitud permisiva hacia el mismo (los Países
Bajos y Suiza). En el caso del Reino Unido, sin embargo, los llamados «mercados internos» se han venido empleando para mejorar la eficiencia de la
sanidad pública, aunque la resistencia general a las ideas de mercado se haya
mantenido firme. En los Países Bajos, se ha incitado la competencia de mercado entre los proveedores de seguros y se ha impulsado una competencia
controlada en diversas secciones del sistema. Cabe destacar que dos países,
Nueva Zelanda y la República Checa, adoptaron una amplia variedad de
prácticas de mercado a principios de los noventa, para luego concluir que
había sido un error y regresar a los sistemas bismarckianos.
Aunque las reacciones a las ideas de mercado sean muy diversas en Europa
–en su mayoría centradas en sus posibilidades para aumentar la eficiencia y
controlar el gasto, y no ideológicas como en Estados Unidos–, las prácticas de
mercado se hallan por todas partes. Ningún sistema de salud del mundo está
completamente gestionado por el Estado o por el mercado; en todos existe
cierta mezcla. Al margen del tema que nos ocupa en este artículo, cabe señalar que India y China no ofrecen protección a cientos de millones de sus
ciudadanos, por lo que podríamos decir que, en términos reales, son sistemas
de mercado: si no se puede pagar la asistencia por adelantado, no se recibe y
punto. Sin embargo, esta desatención parece más una cuestión de indiferencia frente al sufrimiento humano que una adopción explícita de la teoría de
mercado.
Evaluación de las prácticas de mercado
Conviene dividir la influencia y el valor de las ideas de mercado en dos categorías, la táctica y la estratégica. La táctica comprende un grupo de prácticas
de mercado discretas, de una variedad comúnmente empleada para promover los valores del mercado. Se supone que la categoría estratégica evalúa los
sistemas de salud en su conjunto y la fuerza relativa de los sistemas orientados
38
El bien individual y el bien común en bioética
al mercado frente a los orientados al Estado, teniendo en cuenta que ambos
cultivan prácticas de mercado en mayor o menor medida.
Las prácticas de mercado más comúnmente empleadas son seis:
1)La competencia. La competencia se halla en el epicentro de la teoría de mercado aplicada a la sanidad: la competencia entre los proveedores de asistencia que lleva a una mayor libertad de elección para los pacientes en cuanto
al coste y la calidad de la asistencia. Aunque puede haber competencia –y la
ha habido– en cuanto a la calidad de la asistencia y la provisión de diversos
servicios, su uso más común en un contexto de mercado es el de la competencia de precios. En este sentido, podría haber competencia de precios
entre médicos por pacientes –algo que no está generalizado en ninguna
parte–, competencia entre aseguradores en el seno de sistemas de asistencia
sanitaria universal –característica de los sistemas europeos de seguridad
social y los aseguradores médicos americanos–, competencia entre proveedores –como las HMO americanas, empresas proveedoras de servicios de
salud–, competencia entre hospitales y clínicas y competencia entre vendedores que ofrecen de todo, desde medicamentos y resonancias magnéticas
hasta sábanas de hospital.
2)Participación en los costes y copagos. Son prácticas de mercado, aunque
el público no los suela percibir como tales, y su uso es endémico en
todos los sistemas de salud –sobre todo los copagos, que son la práctica
de mercado más extendida–. Su objetivo radica en reducir el gasto de los
proveedores sanitarios, transfiriéndolo en parte a los pacientes, y obligar a que éstos tengan en cuenta el gasto cuando opten por unos tratamientos médicos u otros. Los aseguradores médicos americanos y las
HMO emplean franquicias y copagos, que también usan los sistemas
europeos, aunque no los suelen aplicar a ancianos, pobres y otros grupos de pacientes.
3)Seguro médico privado. Se podrían decir muchas cosas de los seguros
médicos privados, pero me voy a limitar a una de ellas. En los países en
vías de desarrollo tienen una relevancia especial, ya que podrían robar
talento, recursos y apoyo político de los programas públicos. Sin embargo,
39
este no es un problema típico de los países ricos. Canadá no permite un
seguro médico privado paralelo para las dos secciones principales de su
programa de asistencia sanitaria universal (llamado Medicare), la asistencia hospitalaria y médica. La mayoría de los países europeos permite estos
seguros y en Canadá ha habido en años recientes un debate importante
sobre el tema. La Corte Suprema de Québec declaró en 2005 que la prohibición de seguros privados paralelos para la asistencia hospitalaria y
médica era inconstitucional para esa provincia; pero no queda claro cuándo seguirán su ejemplo otras provincias, si es que lo siguen. En la mayoría
de los países con asistencia universal, el seguro privado se usa para el
copago y para unos servicios mejores y más rápidos. En Canadá, el seguro
privado se permite para los medicamentos, que no gozan de cobertura
suficiente con Medicare.
4)Organizaciones con ánimo de lucro frente a sin ánimo de lucro. Cuentas de
ahorro médico; incentivos para facultativos. He agrupado estas tres últimas prácticas de mercado ya que, como grupo, se encuentran principalmente –aunque no por completo– en Estados Unidos. Los hospitales y
las clínicas con y sin ánimo de lucro existen en muchos países desarrollados, pero parece que se han estudiado fundamentalmente en Estados
Unidos. Los incentivos financieros para los médicos por la calidad de su
asistencia son un fenómeno esencialmente americano. Las cuentas de
ahorro médico han sido implantadas por la administración Bush, aunque
también se han empleado en Sudáfrica y Singapur –en el último, eliminadas en 2005–.
La influencia y el valor de
las prácticas de mercado
Si estudiamos cada una de las seis prácticas citadas obtenemos resultados
diversos. La efectividad de la competencia en el control del gasto no parece
clara, ya que funciona en unos sitios, pero no en otros; su influencia en la
calidad de la asistencia es desigual y poco clara. Las franquicias y los copagos
40
El bien individual y el bien común en bioética
–especialmente los segundos– reducen la demanda asistencial, especialmente
en los pacientes de ingresos bajos. Los países europeos suelen eximir a los
pobres y los ancianos de los copagos, gracias a lo cual se reducen sus posibles
riesgos para la salud, pero en general no parece que haya pruebas de peso
(excepto en los países en vías de desarrollo) de que los copagos perjudiquen
directamente la salud.
El seguro médico privado constituye un problema grave fundamentalmente en
países en vías de desarrollo, donde puede alejar a los mejores médicos del
sector público, reducir el interés de la escasa población acomodada en el sistema público y debilitar poco a poco dicho sistema. No ha resultado un problema serio en países con una asistencia universal; sin duda, en buena medida,
porque no deja de ser una parte relativamente pequeña del conjunto del sistema. En cuanto a las tres últimas categorías, organizaciones con ánimo de lucro
frente a sin ánimo de lucro, cuentas de ahorro médico e incentivos para facultativos, muestran pocas características destacables, excepto una. Las cuentas de
ahorro médico resultan más atractivas para personas acomodadas, mientras
que las otras dos prácticas de mercado probablemente no tengan un gran
efecto, ni para bien ni para mal.
El cuadro resultante parece dejar claro que las prácticas de mercado más
comunes ni resultan muy valiosas ni muy perjudiciales a la hora de controlar
el gasto o mejorar la calidad; aunque podrían ser más útiles, también es cierto que, dependiendo del contexto, podrían empeorar más las cosas. La competencia se ha empleado con algún éxito limitado en los sistemas de salud
europeos, pero en ninguna parte con unos resultados impresionantes. Los
copagos son la única práctica de mercado que se usa de forma generalizada.
Su omnipresencia parece sugerir un cierto consenso en su valía, al menos a la
hora de controlar el gasto.
Estrategias de mercado
Al hablar de estrategia de mercado me refiero al lugar que ocupan las prácticas de mercado en los sistemas de salud en general y, en particular, a la com-
41
binación de prácticas de mercado y públicas en esos sistemas. La cuestión de
fondo es: ¿Qué tipo de sistema de salud –con un sesgo hacia el mercado o
hacia el Estado– procura una mejor asistencia sanitaria a sus ciudadanos?
Son varios los criterios de evaluación que rigen: costes, resultados sanitarios,
satisfacción de los pacientes y calidad. La conclusión a la que he llegado a
partir de mis investigaciones en la materia es que se trata de una contienda
en la que el resultado está cantado. En virtud de prácticamente todos los criterios significativos, los sistemas de salud universales de Europa son superiores y, dentro de éstos, los basados en una seguridad social son algo mejores
que los financiados a través de impuestos.
No cabe duda de que en Estados Unidos encontramos una asistencia sanitaria
magnífica y que los que tenemos la suerte de contar con un buen plan de
salud –ofrecido por la empresa donde trabajamos– estamos igual de bien
cuidados que en ninguna otra parte del mundo. Sin embargo, el coste de
nuestra asistencia sanitaria es mucho mayor que en ningún otro país, un
porcentaje importante de la población –en aumento– no cuenta con seguro
médico y, según los criterios de calidad y los resultados, Estados Unidos se
sitúa muy por debajo de la mayoría de los países europeos. El sistema canadiense no es tan bueno como los mejores sistemas europeos, debido a sus
altos costes –tan sólo por detrás de Estados Unidos–, adolece de graves problemas en cuanto a listas de espera y ofrece una cobertura farmacéutica
insuficiente. Aún así, es mejor que el de Estados Unidos.
Les ofreceré un breve resumen de los datos disponibles. Estados Unidos
ocupa el primer puesto en la clasificación de mayor gasto sanitario per
cápita, y el décimo tercero entre los países desarrollados en esperanza de
vida, muchos otros países presentan mejores resultados en algunos indicadores de calidad. En Estados Unidos, un mayor porcentaje de la población cree que su sistema necesita una reforma integral comparado con
Australia, Canadá, Nueva Zelanda y el Reino Unido. Estados Unidos
ocupa el décimo séptimo lugar en cuanto a la buena opinión que sus ciudadanos tienen de su asistencia sanitaria. Canadá y los países europeos
son a menudo objeto de burlas por sus listas de espera –que constituyen
obviamente un problema, aunque también existen en Estados Unidos–,
42
El bien individual y el bien común en bioética
pero no en todos los países europeos supone un problema grave y al
menos cinco están libres de ellas.
¿Cómo lo hacen?
La clave del éxito relativo de los sistemas europeos es bastante obvia: el Estado
ejerce un papel muy importante en su control y regulación; los salarios de
médicos y otros trabajadores sanitarios se suelen negociar con el Gobierno y
son más bajos que en Estados Unidos; las tarifas de hospitales y clínicas se
someten a negociaciones similares, se controla el número de camas de hospital y se suelen poner topes a los precios de los medicamentos –por lo que son
bastante más baratos que en Estados Unidos–, y las innovaciones tecnológicas se aceptan con mayor lentitud, a menudo se racionan moderadamente en
su uso y su distribución se regula con sumo cuidado. A menudo me he sorprendido por el menor entusiasmo que la mejora en la tecnología médica y
sanitaria despierta en Europa, así como por el menor grado de atención que
le dedican los medios.
El hecho de que ningún país europeo ni Canadá permitan publicidad directa al
consumidor, como Estados Unidos, dice mucho de las diferentes actitudes
nacionales hacia la industria farmacéutica y la de aparatos e instrumentos
médicos. La asistencia sanitaria se considera una parte integral del Estado de
bienestar de los países europeos, y una razón por la cual en Europa los resultados sanitarios son mejores radica en que sus sistemas de bienestar procuran
una protección más amplia y potente, con unos índices de pobreza considerablemente menores –todo lo cual conduce a un buen nivel de salud pública–. Las
actitudes americanas hacia una asistencia sanitaria y un bienestar procurados
por el Estado han sido –y siguen siendo– muy diferentes: se siente hostilidad
hacia el control y la regulación del Estado, se da mayor importancia a la elección que a la equidad, fascina el mercado y se rechaza el control de los precios.
Esto no es más que el comienzo de una lista muy larga de diferencias.
Ahora conviene añadir una nota sobria. A pesar de sus éxitos pasados y los
buenos resultados que siguen produciendo, los sistemas europeos han entra-
43
do en una época difícil. Con tasas altas de desempleo, la pérdida de competitividad económica, la resistencia a impuestos más altos y las presiones de la
generación más joven para contar con más capacidad de elección y más asistencia privada, las prácticas de mercado les parecen ahora más atractivas.
Cuando los países europeos se topan con problemas económicos en sus sistemas de salud, la única válvula de escape parece consistir en dar un mayor
papel al mercado. Así fue a mediados de los noventa –durante otro bajón de
la economía– y la historia parece repetirse de nuevo. Como ya observamos,
la reacción es completamente opuesta a la de Estados Unidos, donde se suele
esperar que el Estado resuelva la situación en caso de dificultad económica.
En Estados Unidos llevamos años intentando precariamente subirnos a la
montaña de la asistencia universal con las puntas de los dedos, mientras los
europeos procuran no caerse.
Una innovación tecnológicamente infinita
Lo que encarece principalmente el gasto sanitario en Estados Unidos y en la
mayoría de los países desarrollados son las nuevas tecnologías, así como el
uso intensificado de otras más antiguas. Según los cálculos más fiables, entre
el 40 y el 50% del aumento del gasto sanitario en Estados Unidos responde a
estas tecnologías nuevas o más usadas. No contamos con datos comparables
para Europa, aunque lo más probable es que sean parecidos o ligeramente
menores. La innovación tecnológica procede de la investigación y, si bien los
National Institutes of Health financian gran parte de la investigación básica
que se lleva a cabo en Estados Unidos –y, por tanto, una buena parte de la
realizada en todo el mundo–, el sector privado es quien se encarga de la transformación de dicha investigación en aplicaciones clínicas. Aunque no cabe
duda de que hay satisfacción en dicho sector cuando se desarrollan medicamentos o aparatos beneficiosos para la salud, la fuerza motriz son los beneficios y la satisfacción de los accionistas.
La búsqueda del progreso tanto en la investigación como en la aplicación clínica es lo que denomino investigación «infinita». Se trata de la búsqueda de
más progreso y más innovación sin límites y sin metas finales; simplemente
44
El bien individual y el bien común en bioética
más progreso. Puesto que lo que lo impulsa es el mercado, sus valores son
completamente relativistas: el mercado, si no se somete a un control, produce
aquello que satisface las preferencias de los consumidores y lo que éstos compran. El mercado, como conjunto de técnicas impersonales orientadas a influir
el comportamiento, no tiene ningún interés en la distribución equitativa de lo
que desarrolla. Ese problema atañe a otros: a los sistemas de salud. Las compañías farmacéuticas han puesto poco entusiasmo en la erradicación de las
enfermedades tropicales por un único motivo: hay muchos posibles pacientes,
pero pocas perspectivas de beneficio.
A la hora de considerar el mercado, se debe tener en cuenta su influencia en
el incremento del gasto; su sometimiento a pocos valores distintos de la satisfacción de los accionistas; su predisposición a satisfacer preferencias individuales, sean cuales sean, y su atracción por la capacidad de elección como el
valor moral supremo en la asistencia sanitaria.
En las raíces de la asistencia sanitaria europea y canadiense no se encuentra
un derecho individual a la sanidad –aunque a veces se oye hablar en estos
términos–, sino un principio de solidaridad comunal. Dicha noción parte de
la interdependencia humana, del sufrimiento mutuo y la amenaza de la enfermedad y la muerte, así como del papel fundamental del Estado en el fomento
de una asistencia sanitaria buena.
Debido a su dedicación histórica a la teoría y la práctica del mercado –no por
completo, pero sí en muy buena medida– y a su individualismo, históricamente, Estados Unidos ha dificultado la promulgación de leyes para el establecimiento de una asistencia sanitaria universal y ha fomentado, a través del
mercado, la satisfacción de fines personales en vez de comunitarios. La adopción del mercado ha frustrado, asimismo, cualquier intento serio simplemente de preguntar, como cuestión de interés público, ¿cuáles deberían ser los
fines de un sistema médico y de salud apropiado, asequible y sostenible económicamente? Como conjunto de estrategias impersonales para manejar el
comportamiento, el mercado, por naturaleza, no puede plantear semejantes
preguntas, y mucho menos responderlas.
Hay una manera de suavizar la imagen tan desfavorable que he dado del mercado. Podemos volver a Adam Smith y recordar el protagonismo que otorga-
45
ba a las virtudes que inculcan los mercados –la autodisciplina, el autocontrol
y la prudencia, entre otros–, y no cabe duda que estas virtudes sean útiles en
la asistencia sanitaria. También podemos recordar la labor de los economistas
empíricos, que indica que, en las condiciones adecuadas, el mercado puede
fomentar una competencia útil y una mayor eficiencia. Tampoco la capacidad
de elección es mala de por sí. La mayoría de la gente desea poder elegir a su
médico, participar en cierto modo en el tipo de asistencia sanitaria que reciben, y los médicos también desean una capacidad considerable de elección en
cuanto al tratamiento médico de sus pacientes. Por tanto, no parece que esté
fuera de lugar plantearnos ámbitos donde el mercado podría asumir un
papel, aunque es posible que los sistemas de salud universales encarnen los
mismos valores, incluso de formas distintas.
No obstante, debido a su incapacidad para incorporar una visión sustantiva
del bien humano –al margen de la capacidad de elección y la preferencia
personal–, o de la salud, en mi opinión, cualquier uso del mercado debe
subordinarse a los sistemas de salud universales. Se puede poner a su servicio
cuando sea posible, pero nunca sacrificando el principio de solidaridad que
caracteriza su mejor práctica. Si no se somete a un control y una regulación,
o se le permite adquirir un papel dominante, el mercado puede ser –y a
menudo ha sido– el enemigo de la solidaridad, de nuestra interdependencia
humana y, por tanto, de forma indirecta, también de la salud.
No parece cuestionarse que, para las sociedades en su conjunto, el mercado
fomente la prosperidad, promueva la independencia y la iniciativa empresarial y pueda servir de refuerzo para la democracia. Sin embargo, sería una
falacia concluir que, puesto que el mercado es una fuerza beneficiosa para el
bien social, es igualmente válido para organizar y gestionar los sistemas de
salud –a esta postura la llamo «la falacia del mercado»–; y subrayo el término
«sistemas» para distinguirlo del uso de prácticas de mercado individuales en
vez de una presencia dominante. En ningún país del mundo queda demostrado que se pueda llegar a semejante conclusión sobre el valor del mercado para
la totalidad de un sistema.
El mercado favorece a individuos fuertes e informados y tolera el fracaso de
emprendedores y empresas –y el éxito de otros– como manifestación de la
46
El bien individual y el bien común en bioética
fuerza de la competencia. Sin embargo, el mundo de los enfermos se caracteriza por la pérdida de la fuerza y la independencia, por una merma de la
autogestión, por una dependencia dolorosa de los demás. En ninguna parte
del mundo se ha distinguido el mercado por la provisión de bienes sociales y
económicos que manejen correctamente semejante combinación de vulnerabilidades humanas, ni hay motivos para pensar que esto fuera posible.
47
Tasas de natalidad en
declive y sociedades
que envejecen
Introducción
Permítanme que comience por describir cómo se despertó mi interés por el
tema del descenso en las tasas de natalidad y el envejecimiento demográfico. En
1969, mientras organizaba el Hastings Center –un instituto de investigación
centrado en los problemas éticos de la medicina y la biología–, me invitaron a
pasar un año en el Population Council para estudiar las cuestiones éticas relacionadas con las campañas orientadas a reducir las altas tasas de natalidad que
se llevaban a cabo en aquella época. El Population Council era uno de los principales institutos de investigación del mundo en estudios de población y planificación familiar y su principal interés radicaba en las altas tasas de población
de los países en vías de desarrollo, aunque también había quien se preocupaba
entonces por este mismo fenómeno en los países desarrollados.
Me encomendaron la tarea de determinar qué métodos de reducción de las
tasas de natalidad serían admisibles desde un punto de vista ético. Sin embargo,
un buen día se me ocurrió lo siguiente: ¿qué pasaría si las tasas de natalidad
cayeran demasiado? Le planteé mi pregunta al presidente del Population
Council, Bernard Berelson, un científico social de reconocido prestigio. De él
había sido la idea de invitarme a colaborar con esta institución, una iniciativa
de lo más extraña e innovadora en aquella época en que la bioética apenas
existía. Berelson desechó la idea con un gesto de las manos y me dijo que no
tenía tiempo para pensar en tasas de natalidad demasiado bajas. No era más
que una posibilidad lejana, una simple conjetura.
Tras otros diez o más años dedicados a cuestiones demográficas, durante los
cuales trabajé fundamentalmente para el Fondo de Población de las Naciones
Unidas, pasé a estudiar otras cuestiones y, en especial, los problemas propios de
las sociedades que envejecen. Sin embargo, no reparé en ningún momento en la
relación entre el envejecimiento demográfico y las tasas de natalidad, jamás se me
ocurrió relacionarlos. Más adelante, hace unos dos años, empecé a observar la
aparición de artículos y libros sobre el descenso en las tasas de natalidad de
Europa y sobre cómo dicho fenómeno provocaría un aumento en el número y la
proporción de los ancianos en la sociedad, con el consiguiente incremento en
pensiones y asistencia sanitaria para este segmento de la población. En resumidas
50
El bien individual y el bien común en bioética
cuentas, mi antiguo interés por los temas de población y mi reciente atracción
hacia el fenómeno de su envejecimiento acabaron encontrándose.
Además, había otra razón por la cual me interesaba el tema de las tasas de natalidad. Mi esposa y yo tenemos seis hijos y, a lo largo de los años, son muchas las
personas que nos han comentado que achacaban este hecho a nuestra educación católica. Sin embargo, no creo que sea algo tan simple. En la familia de mi
padre –católica– había once hermanos, nueve de los cuales contrajeron matrimonio, pero entre todos ellos sólo tuvieron siete hijos. Resulta que se casaron
en los años treinta, durante la Gran Depresión. La generación anterior había
producido familias numerosas, de entre seis y diez hijos; sin embargo, la de mi
padre no. Cómo lo lograron sigue siendo una incógnita. No era un tema sobre
el que los hijos preguntaran a los padres en aquella época. Aunque ya de niño
me diera cuenta de que mis padres tenían cada uno su propio dormitorio,
jamás se me ocurrió preguntar por qué.
A diferencia de la generación anterior, mi mujer y yo nos casamos en 1954, una
época de gran prosperidad económica y altas tasas de natalidad. Son los años que
hoy llamamos del «boom» de la natalidad, entre 1947 y 1964. Además, resulta que
mi mujer, nacida en 1933, pertenecía a un grupo de mujeres con una media de 3,8
hijos, la tasa de fecundidad por edad de la madre más alta del siglo xx. Una vez
pasado el «boom», hacia medidos de los años sesenta, las tasas de natalidad comenzaron a caer de nuevo. De nuestros seis hijos, cuatro están casados, pero en total sólo
han tenido cinco hijos. Aunque les encantó criarse en una familia numerosa, no han
mostrado interés alguno en tener una propia; ni ellos, ni ninguno de sus amigos.
El problema del descenso en las tasas de natalidad y el envejecimiento de la población se puede entender como dos problemas distintos o como uno combinado. Si
bien es cierto que existen diversas maneras de enfocar ambas cuestiones y que los
requisitos en términos de políticas públicas son distintos, a la larga, se deben
interpretar como dos problemas íntimamente relacionados.
En un país determinado, una tasa de natalidad baja supondrá un aumento en el número y la proporción de la población anciana, lo cual provocará un cambio en el denominado índice de dependencia, con un número
menor de jóvenes para mantener a cada vez más ancianos.
n
51
En una sociedad determinada, una proporción de la población anciana en
aumento implicará un descenso en la proporción de jóvenes en edad fértil
y un aumento en los recursos destinados a la población anciana en vez de
a la joven, lo cual implica una vida más difícil para los jóvenes. En España,
al igual que en otros países, cada vez se procura mayor asistencia a los
ancianos, mientras que se recortan las ayudas a los menores. El descenso
de las tasas de natalidad crea un círculo vicioso: unas tasas de natalidad
bajas implican un número menor de mujeres para tener hijos.
n
Antecedentes históricos
Si me lo permiten, voy a hablarles de los antecedentes históricos de este problema.
Desde el comienzo del siglo xx, aproximadamente, las tasas de natalidad de los
países desarrollados, con una media de seis a ocho hijos por mujer, comenzaron
a caer –mucho antes de la llegada de los anticonceptivos modernos y de la legalización del aborto–. Esta tendencia se denominó la «primera transición demográfica». En la década de 1970, la mayoría de los países desarrollados había alcanzado el nivel de relevo generacional, que exige una media de 2,1 hijos por mujer.
Mientras tanto, aunque no es este el tema que voy a tratar hoy, las tasas de natalidad
de los países en vías de desarrollo estaban también cayendo, en parte debido al gran
movimiento internacional a favor de la introducción de programas de planificación
familiar y de limitación de la población, muchos de ellos auspiciados por el
Population Council. En los años ochenta, el interés internacional por la limitación
de las tasas de natalidad dio paso a un nuevo interés en la educación y el bienestar
de las mujeres, en vez de en los programas de planificación familiar, como un método más eficaz para influir en las tasas de natalidad. En todo el mundo, las tasas de
natalidad tienden a bajar cuando aumenta la educación de las mujeres, un fenómeno observado tanto en países pobres como ricos. La natalidad ha caído en la mayoría de los países en vías de desarrollo de entre siete y ocho hijos por mujer a entre
tres y cuatro –un cambio extraordinario que aún parece continuar–.
En los años setenta comenzó la llamada «segunda transición demográfica»,
durante la cual las tasas de natalidad caerían por debajo del nivel de relevo generacional: desde los 1,9 hijos por mujer de Francia (que ahora han aumentado a
52
El bien individual y el bien común en bioética
2,1) o los 1,5 de Suecia, hasta los 1,2-1,4 de varios países de la Europa meridional.
Junto a Japón, las tasas de natalidad más bajas del mundo se encuentran en Italia,
Grecia, Portugal y España.
¿Por qué 1970? Supongo que en los años sesenta y setenta hubo un gran incremento en el número de mujeres trabajadoras, también tuvo lugar la liberalización de las
leyes y las prácticas en torno al aborto y los anticonceptivos, así como un aumento
acentuado del bienestar económico y el nivel de vida. Al igual que con la mejora en
la educación de las mujeres, las tasas de natalidad también descienden con la prosperidad económica. Ninguna de estas variables explica el cambio; al parecer, se trata
más bien de una combinación de todas ellas. Esta transición fue demográfica, pero
también cultural y económica. Sin embargo, no olvidemos que esta evolución fue
una continuación de la primera transición demográfica, que había comenzado
antes. Con la excepción del aumento en el número de nacimientos durante los años
cuarenta, cincuenta y primeros de los sesenta, la tendencia desde 1900 ha sido en
todas partes a la baja. No obstante, incluso a principios de los años sesenta, pocos
fueron los observadores que previeron la segunda transición, que continuaría su
tendencia descendente pasada la tasa de relevo generacional de 2,1 hijos, imprescindible para un crecimiento sostenible de la población.
La maternidad y el envejecimiento:
delimitación de problemas
Las cuestiones principales que afectan a la maternidad y el envejecimiento son, a
mi entender, de índole religiosa, cultural y económica.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la familia ha sido el
principal proveedor de seguridad y supervivencia. Los hijos eran imprescindibles para la economía familiar y, con una mortalidad infantil elevada, era necesario tener muchos para que unos cuantos sobreviviesen. Además, no había
modo de controlar el número de hijos aparte de unos cuantos métodos de anticoncepción y aborto que solían ser muy peligrosos. También se entendía que
los hijos eran responsables del cuidado de los ancianos, quienes no podían
recurrir a ninguna otra ayuda. En definitiva, además de la ausencia de unos
53
métodos eficaces de limitar la reproducción, había grandes incentivos sociales
para tener hijos y, exceptuando las altas tasas de mortalidad en el parto, pocos
para limitar su número.
Fue necesario que se produjeran cambios inmensos en muchos frentes: mejor
salud para madres y recién nacidos, mejor educación de las mujeres y la aparición de oportunidades laborales, la prolongación de la adolescencia, el retraso
en la edad de procrear y el surgimiento de una cultura en la que el matrimonio
y la maternidad no son sino una opción más de vida –una que muchos jóvenes
no eligen–.
Los problemas son religiosos porque las religiones occidentales siempre han
otorgado un puesto muy destacado al matrimonio, la maternidad y la responsabilidad de los jóvenes de cuidar de los ancianos. ¿Qué debemos pensar de esa
tradición? ¿Será que la religión –estoy pensando sobre todo en el cristianismo–
se había resignado simplemente a la realidad, ya que, en una sociedad antigua,
fundamentalmente agrícola, no había realmente otra opción para los jóvenes?
Algo que me parece evidente es que la Iglesia no se ha adaptado bien a estas
nuevas ideas sobre la reproducción y el matrimonio, a las que normalmente
tacha de decadencia moral, en vez de verlas –como a mí me parece– como
producto de una variedad de cambios sociales y económicos, de los cuales sólo
una parte refleja un declive en la influencia de la Iglesia y los valores morales
tradicionales –aunque obviamente también hay algo de eso–.
Los problemas son culturales porque los distintos países desarrollados tienen
distintas actitudes hacia los papeles relativos de la familia, de las mujeres –especialmente las que trabajan– y del Estado en el mantenimiento de las familias y
los ancianos. Los países del Norte de Europa, con una creencia muy arraigada
en el Estado de bienestar, reflejan una tendencia hacia el apoyo estatal a la familia y la reproducción, mientras que los países del sur han contado con la familia
para cubrir las necesidades de bienestar de la población, inclusive el cuidado de
los niños.
Los problemas son económicos debido a que existen claros indicios que apuntan
a que los aspectos económicos de la formación de una familia y la reproducción, además de las políticas públicas relativas a los ancianos, constituyen fuer-
54
El bien individual y el bien común en bioética
zas decisivas en la formación de políticas sociales y valores culturales. Hoy en
día, los jóvenes en edad fértil comprenden muy bien que criar a un hijo cuesta
mucho más, comparado con la generación de sus padres, y aún más con la de
sus abuelos –o al menos así lo creen–. Los hijos necesitan más educación, el
desempleo constituye una amenaza y los trabajos, aún cuando se tienen, pueden ser precarios, ya que el empleo en la misma empresa durante toda la vida
ha desaparecido prácticamente por completo. Como resultado, los hijos permanecen con sus padres más tiempo –es más difícil desprenderse de ellos– y tienen más inseguridades con respecto a sus perspectivas de futuro en el terreno
económico, incluso cuando ya se han marchado de casa.
Tener un hijo siempre es arriesgado, incluso para padres adinerados y seguros
de sí mismos. Nuestro presidente John F. Kennedy dijo en una ocasión que «los
niños son rehenes de la fortuna». Muchos jóvenes, al hacer balance de las ventajas y los inconvenientes, se sienten abrumados por los últimos y menos atraídos por las primeras; por eso retrasan la paternidad hasta los veintimuchos o
treinta y tantos años. Sin embargo, independientemente de los hijos que tengan
–a menudo sólo uno y, con menos frecuencia, dos– las encuestas de opinión
muestran siempre que, si pudieran, tendrían más. No obstante, cualquier padre
sabe que de un niño a dos hay un gran salto, y de dos a tres, la distancia es aún
mayor. Cuando digo a alguien joven que tengo seis hijos –un número inconcebiblemente alto–, me miran como si fuera un marciano.
Aunque he llegado a la conclusión de que las fuerzas y condiciones económicas
son las variables que afectan en mayor grado a la paternidad, parece que no
caben apenas dudas de que son intensificadas por el auge de la vida industrial
moderna y las sociedades urbanas, que han sustituido a las agrícolas de antaño,
por la necesidad de mucha más educación de lo que jamás haya sido necesario,
por la transformación del papel de las mujeres, y por los cambios en los valores
sobre cómo vivir la vida. Recuerden que fue el catolicismo, con su apoyo a la
vida célibe de monjas y sacerdotes, el pionero en el fomento de una vida no
centrada en la reproducción y la familia. En nuestra época, son muchos los que
han dejado de colocar la vida en familia en la cumbre de las instituciones sociales más importantes.
55
Algunos datos sobre España
España ofrece un buen ejemplo de natalidad baja. Además, he llegado a la conclusión de que lo que hace que en un país suba la tasa de natalidad, probablemente funcione también en otros lugares –siempre que exista voluntad política
en este sentido–. Aunque es obvio que España ostenta sus propios valores políticos y culturales generales, además de grandes diferencias regionales, también
es cierto que comparte con otros países del sur de Europa algunos valores
comunes que resultan decisivos para que las tasas de natalidad sean bajas. El
valor cultural más importante, a mi entender, radica en una dependencia continua de la familia, no del Estado, para la provisión de apoyo económico y social
a la vida familiar, un hecho que contrasta con los países de la Europa del Norte,
donde se ha asignado al Estado un papel importante en la administración del
bienestar. El factor político más importante ha radicado en tímidas políticas
públicas en apoyo a las madres trabajadoras, sobre todo cuando, a comienzos
de los años setenta, el número y la proporción de madres trabajadoras se disparaba y las tasas de natalidad empezaban a caer en picado. Se trata de una falta
grave, ya que, a la par que caen las tasas de natalidad, se reduce el número de
mujeres que podrían haberse convertido en el futuro en madres.
Al mismo tiempo, de nuevo de forma similar a otros países del sur de Europa, las
políticas públicas en materia de jubilaciones y pensiones para los mayores se
hicieron cada vez más generosas, con una edad de jubilación baja y un apoyo
económico cercano al 100% tras la jubilación, el más generoso de Europa. A
continuación les doy varios datos relevantes.
La tasa de fertilidad española es de 1,2 (la tasa necesaria para el relevo
generacional es de 2,1 hijos).
nLa edad media al contraer matrimonio es de 27, y al primer nacimiento
es de 29, una edad que ha aumentado considerablemente en los últimos
30 años.
nLa tasa de desempleo gira en torno al 10%.
nMás del 50% de las mujeres trabaja a jornada completa, un porcentaje que
continúa aumentando.
nLa segunda transición demográfica española ha producido una reducción
n
56
El bien individual y el bien común en bioética
radical de terceros y subsiguientes hijos, así como una reducción importante de los segundos hijos.
nAlta tasa de desempleo para menores de 30 años.
nTendencia de los jóvenes de no abandonar la casa de los padres, a menudo
hasta cerca de los treinta años.
nMenores tasas de cohabitación y de hijos nacidos fuera del matrimonio que
en el Norte de Europa –la tasa de natalidad más alta de Suecia, en comparación con España, se debe en parte a la mayor aceptación de hijos nacidos
de mujeres no casadas o nacidos en situaciones de cohabitación–.
nSi no fuera por la inmigración, las tasas de natalidad serían aún menores.
nEn el año 2020, se predice que la población menor de 15 años será la
mitad que en 1970, mientras que el porcentaje de los mayores de 65 años
habrá duplicado el de entonces –es más, el reducido porcentaje previsto
de mujeres en edad de tener hijos en 2020 podría llevar a unas tasas de
natalidad aún menores, mientras que el número de ancianos continuará
creciendo.
Razones de la baja tasa de natalidad
Económicas/culturales/religiosas (no es fácil distinguir sus diversos impactos)
nAltas tasas de desempleo y precios de la vivienda elevados: dificultades
económicas para casarse y tener hijos.
nEscasez de empleos de jornada reducida en España para madres jóvenes
y trabajadoras.
nAusencia de apoyo económico adecuado para las madres trabajadoras y
para el cuidado de los hijos.
nMejores oportunidades educativas y profesionales para madres, lo cual
prácticamente en cualquier parte se traduce en menos hijos.
nLas mujeres se ven obligadas a elegir entre un empleo de jornada completa y tener hijos.
nLos esfuerzos reformistas en el ámbito regional han sido desiguales.
nReacción contra la Iglesia conservadora y contra los regímenes políticos
conservadores anteriores, que pretendían mantener a las mujeres en
57
casa en su papel de madres. Franco y Hitler fueron grandes promotores
del aumento en las tasas de natalidad, aunque fundamentalmente con
fines nacionalistas y militares.
nDisponibilidad del aborto y los métodos anticonceptivos.
nTasas de divorcio en aumento.
En resumidas cuentas, son varios los factores que, combinados entre sí, causan
este problema.
Desde mi punto de vista, las fuerzas económicas son las más importantes, aunque se ven reforzadas por los valores culturales. A mi parecer, en España se
combinan valores tanto liberales como conservadores. La combinación de
ambos no ha resultado favorable para la natalidad: los valores liberales de la
sociedad moderna favorecen las familias pequeñas y las mujeres trabajadoras,
y ofrecen resistencia a las influencias religiosas; los valores conservadores de la
cultura española, como el recurrir a la familia en vez de al Estado para el apoyo
al matrimonio y al tener hijos, también juegan en contra de la natalidad.
Reformas necesarias
Las necesidades españolas son las mismas que las de los demás países desarrollados:
La maternidad
Toda sociedad necesita una afluencia constante de jóvenes para garantizar su
vitalidad intelectual, social y económica y para mantener económica y socialmente
a los ancianos. Los economistas han destacado hace tiempo la importancia de la
juventud para que una sociedad sea enérgica y económicamente productiva. En
un país donde la media de edad de la población se acerca a los cincuenta años,
es prácticamente imposible que no falte el número de jóvenes necesario para
gozar de esa vitalidad. Otros puntos que cabe considerar serían los siguientes:
La familia y la maternidad precisan del apoyo del Estado –la dependencia
de la familia ya no es suficiente–.
n
58
El bien individual y el bien común en bioética
Las mujeres con alto nivel educativo necesitan unas políticas públicas
diseñadas para hacer posible la compatibilidad entre trabajo e hijos; es
más probable que las mujeres modernas renuncien a tener hijos que a
trabajar y muchas mujeres deben integrarse en la población activa por
motivos económicos.
nEs necesario que exista un apoyo cultural de los valores familiares, aunque dichos valores deben situarse ahora en el contexto cultural de las
sociedades industriales modernas, que ofrecen pocos incentivos a la
maternidad.
• A muchos jóvenes les parece que los hijos suponen muchos sacrificios, mucho más que en mi generación.
• La prosperidad económica de por sí conduce a familias menos numerosas.
nApoyo religioso necesario para unos valores sociales y del bienestar
adecuados. No es suficiente romantizar la familia y oponerse al aborto
y a los métodos anticonceptivos; estos no son más que una parte muy
pequeña del problema:
• El aborto y los métodos anticonceptivos procuran los medios para
limitar los hijos, pero no son en sí mismos la causa de unas tasas de
natalidad baja.
• El motivo fundamental por el cual los jóvenes no tienen hijos es que es
difícil tenerlos, económica y socialmente. Es necesario hacerlo más fácil.
n
El mantenimiento de los ancianos
El aumento continuo del número y la proporción de ancianos, exacerbado por
unas tasas de natalidad bajas, causará unos problemas graves en el futuro, no ya
porque habrá menos jóvenes para mantenerlos, sino porque es necesario que
exista un grupo grande y enérgico de jóvenes para procurar la solidez económica
y social del país. ¿Qué podemos hacer? Incluso aunque los jóvenes empezaran de
repente a tener más hijos, pasarían como mínimo 30 años para que notásemos la
diferencia; es decir, el tiempo necesario para que se integrasen en la población
activa y se convirtieran en ciudadanos contribuyentes. Mientras tanto, se deben
tomar medidas para enfrentarse al problema del envejecimiento de la población:
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Aumento de la inmigración: Estados Unidos no padece el problema de
las tasas bajas de natalidad debido a su alto índice de inmigración,
aunque este fenómeno podría estar cambiando. No obstante, una tasa
alta de inmigración favorece la tasa de natalidad de un país.
nLas políticas de jubilación anticipada se deben cambiar por edades
más tardías.
nSe debe intentar que los mayores permanezcan en el trabajo durante
más tiempo, bien con jornada completa, bien con jornada reducida.
nMerece la pena formar a los mayores en la conveniencia de aceptar
trabajos nuevos y asumir nuevas funciones.
nFomentar más que los jóvenes ahorren para su propia vejez en vista de
la posible necesidad de reducir las pensiones, ya que no podrán
depender de sus hijos para que los mantengan cuando se jubilen.
nLos ancianos deberían defender con ahínco los cambios en las políticas públicas destinados a apoyar la maternidad y a las madres trabajadoras.
nLos ancianos habrán de depender más los unos de los otros para cuidarse entre sí.
nViviendas especiales para que ancianos en buen estado de salud convivan y se cuiden los unos a los otros a medida que envejecen.
n
Conclusión: La combinación de unas tasas de natalidad bajas y el envejecimiento de la población presentan problemas muy difíciles. Son dos fenómenos distintos en muchos aspectos, aunque están íntimamente relacionados
entre sí. Debido a las bajas tasas de natalidad habrá un problema de envejecimiento demográfico, pero el cuidado de los ancianos de hoy día constituye
una necesidad inmediata que una subida repentina de la natalidad no podría
ayudar a resolver. La solución a largo plazo radica en más niños, pero los
incentivos y las políticas públicas orientadas a aumentar la tasa de natalidad
se deben poner en marcha lo antes posible, teniendo en cuenta que pasará
mucho tiempo antes de que rindan fruto. Dicho esto, no hay nada más difícil
para la mayoría de las sociedades que aprobar políticas que no van a tener un
efecto inmediato. Sin embargo, cuanto más esperemos, más grave será el
problema.
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El bien individual y el bien común en bioética
Acerca del autor:
Daniel Callahan
Daniel Callahan es una de las personas que más ha contribuido al desarrollo
y la difusión de la bioética. En el año 1969 fundó, conjuntamente con Willard
Gayling, el Hastings Center, institución que dirigió hasta 1996 y en la que
sigue colaborando como Director del Programa Internacional.
Callahan es miembro del cuerpo docente de la Facultad de Medicina de
Harvard y de la Universidad de Yale. Colabora además con varias instituciones del ámbito sanitario, entre ellas el Instituto de Medicina de la National
Academy of Science y el Comité Asesor del Centro para el Control de
Enfermedades de Estados Unidos.
Es autor de numerosas publicaciones y estudios sobre bioética, abordando
todas aquellas cuestiones que obligan a poner límites al progreso de la
medicina para convertirla en una práctica sostenible y justa. En los últimos
años ha centrado sus investigaciones en la política sanitaria, con especial
hincapié en la teoría económica de libre mercado, igualdad y costes sanitarios. Sus proyectos sobre medicina y mercados examinan el impacto de la
globalización en la evolución sanitaria de las diferentes partes del mundo.
Entre sus libros destacan:
Taming the Beloved Beast: How Medical Technology Costs Are Destroying Our
Health Care System (Princeton University Press, 2009).
Medicine and the Market: Equity v. Choice (The Johns Hopkins University
Press, 2006).
Poner limites: los fines de la medicina en una sociedad que envejece (Triacastela,
2004).
The Research Imperative: What Price Better Health? (University of California
61
Press, 2003).
False Hopes (Simon & Schuster & Rutgers University Press, 1998).
The Troubled Dream of Life: In Search of a Peaceful Death (Simon & Schuster,
1993).
What Kind of Life: The Limits of Medical Progress (Simon & Schuster, 1990).
* Entre las publicaciones editadas por la Fundació Víctor Grífols i Lucas,
figura también el documento del Hastings Center: Los fines de la Medicina.
Esta institución, fundada por Daniel Callahan, convocó a un equipo de investigadores internacionales para elaborar un estudio sobre los fines de la medicina, en un intento de desmitificar la medicina, a fin de que el ejercicio de la
misma constituya efectivamente un progreso para la humanidad y sea algo
más que la curación de la enfermedad y el alargamiento de la vida.
62
El bien individual y el bien común en bioética
Títulos publicados
Cuadernos de Bioética:
17. El bien individual y el bien común en bioética
16. Autonomía y dependencia en la vejez
15. Consentimiento informado y diversidad cultural
14. Aproximación al problema de la competencia del enfermo
13. La información sanitaria y la participación activa de los usuarios
12. La gestión del cuidado en enfermería
11. Los fines de la medicina
10. Corresponsabilidad empresarial en el desarrollo sostenible
9. Ética y sedación al final de la vida
8. Uso racional de los medicamentos. Aspectos éticos
7. La gestión de los errores médicos
6. Ética de la comunicación médica
5. Problemas prácticos del consentimiento informado
4. Medicina predictiva y discriminación
3. Industria farmacéutica y progreso médico
2. Estándares éticos y científicos en la investigación
1. Libertad y salud
63
Informes de la Fundación:
4. Las prestaciones privadas en las organizaciones sanitarias públicas
3. Clonación terapéutica: perspectivas científicas, legales y éticas
2. Un marco de referencia ético entre empresa y centro de investigación
1. Percepción social de la biotecnología
Interrogantes éticos:
1. ¿Qué hacer con los agresores sexuales reincidentes?
Para más información : www.fundaciongrifols.org
64
El bien individual y el bien común en bioética
65
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