LOS PARADIGMAS DE LA CRÍTICA LITERARIA DE LOS AÑOS 60: EL CASO DE LAS CONSTELACIONES, DE LUIS HERNÁNDEZ Liz Fiorella León Mango Universidad Nacional Mayor de San Marcos El estallido y la proliferación del pensamiento posmoderno a nivel internacional, relacionado con fenómenos políticos, económicos, sociales y culturales de diversa índole, han llamado la atención de muchos investigadores peruanos, preocupados por la posición que ha de ocupar nuestra literatura ante esa acometida y por reflexionar sobre los fundamentos epistemológicos que sustenten en medio de ella la existencia de una verdadera crítica literaria en el Perú. No obstante, esta problemática amplía su envergadura y conflictividad si consideramos que hablar de la posmodernidad implica declarar un supuesto fin de la modernidad, cuando en nuestro suelo patrio apenas si termina por realizarse intentos desesperados de una modernización acelerada. Ejemplos significativos que incursionaron en el análisis del desarrollo de la crítica literaria en el Perú y en la formulación de sus balances son los trabajos de Jesús Díaz Caballero, Camilo Fernández Cozman, Carlos García-Bedoya y Miguel Ángel Huamán, en «El Perú crítico: utopía y realidad» (1990); Miguel Ángel Huamán, en «La utopía de la crítica (Aproximación a la obra de Alberto Escobar» (1993); Antonio González Montes, en «La crítica literaria peruana ante el año 2000» (1996); Enrique Ballón, en «Formación de la institución literaria peruana» (1999); Dorian Espezúa, en «Literaturas periféricas y crítica literaria en el Perú» (2003); Raúl Bueno, en «Antonio Cornejo Polar y los avatares de la cultura latinoamericana» (2004); Mauro Mamani Macedo, en «El campo de la crítica literaria peruana» (2005); Carlos García-Bedoya, en «El canon literario peruano» (2007); Antonio Cornejo Polar, para quien la crítica literaria es una disciplina en ebullición (Noriega 1993: 375-385); entre otros. Todos ellos críticos analizando a otros de su misma especie (otros críticos) que, como bien Mauro Mamani Macedo ha referido, o bien se encargan de aplicar metodologías y teorías extranjeras a nuestra literatura, cuya heterogénea realidad se ajusta difícilmente a esa relación, o bien mantienen una relación «erótica» con el libro, a través de una interpretación basada en el texto mismo desprovista 1 de metalenguajes que en lugar de esclarecer el asunto lo oscurecen más (Mamani Macedo 2005: 36). La década del sesenta, desde esta perspectiva, se manifiesta como el periodo idóneo para el estudio del estado y los derroteros de la crítica literaria peruana, cuyo objeto de estudio (la poesía) en ese momento histórico hacía su ingreso a una dinámica descentrada y diversa (Orihuela 2006: 71), y cuyo desarrollo se halló vinculado innegablemente con un contexto socio-cultural a nivel hispanoamericano en el que se dio la coexistencia y confrontación dialéctica de dos tendencias ante la realidad inmediata, de la cual el personaje central y que más expectativas generó fue el hombre «intelectual». Estas dos tendencias, en el campo de la poesía, estuvieron representadas en el Perú por dos jóvenes figuras trascendentales: Javier Heraud, lúcido poeta que se adhirió a la causa de la Revolución cubana; y Luis Hernández Camarero, polémico y audaz creador que se abocó primordialmente a la producción literaria y al impulso de innovaciones formales y estilísticas. No se trata ya de la desafortunada dicotomía, «poesía pura» y «poesía social o comprometida», formulada para la estimación de la poesía escrita en la década del 50, con la que se degeneró el significado y la relevancia de las creaciones de ese periodo, sino de dos tendencias que en lugar de considerar, a través de la interpretación, el «valor» y la «propiedad» (entiéndase: cualidad esencial) de la obra literaria, más bien tomaron en cuenta y se basaron en la «posición» y la «actitud» del creador ante el fenómeno de la producción. En Hispanoamérica hubo quienes abrazaron la causa revolucionaria (Pablo Neruda, por ejemplo) y quienes solo tenían un real compromiso con la libre creación literaria (Cortázar, verbigracia)1. De similar manera se dieron las relaciones en el campo de la crítica literaria, cuyos juicios valorativos variaron alrededor del vínculo creado entre la literatura y la sociedad, o entre el texto y la cultura: estudiosos que se concentraron en relacionar el texto con el entorno social como un procedimiento necesario (estudios 1 Ello no significó que los escritores convencidos de que su verdadero compromiso era con las letras (el trabajo con el lenguaje y la ficción) no acuñaran en sus corazones una cierta simpatía con la causa revolucionaria (Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, etc.). Cfr. ORIHUELA, Carlos. «La poesía peruana de los 60 y 70: dos etapas en la ruta hacia el sujeto descentrado y la conversacionalidad». En: A Contracorriente, vol. 4, N°. 1, Fall. 2006, pp. 67-85. 2 trascendentalistas), de un lado; e investigadores que se interesaron en el análisis textual, concibiendo a la obra literaria con el derecho de ser comprendida dentro de sus propios límites (estudios inmanentistas), por otro. Entre ambas tendencias había un claro común denominador: la «toma de posición» frente a la realidad. Incluso desde 1940 ya se había efectuado, en el campo de la narrativa, una división entre la novelística de tipo tradicional y la novelística de técnicas revolucionarias y experimentalistas. Según José Luis Martínez, se pueden destacar la presencia de varias formas de realismo predominantes: realismo social, realismo psicológico, realismo mágico y realismo estructuralista. Todos ellos manifestando conjuntamente que el realismo se erigía como un «imán subyugador» por incluir lo político, lo económico, lo sociológico, etc., y por lo cual no se podía ignorar su relación con la sociedad. Esta forma de escribir no solo era visualizada en los textos de creación, sino que también impulsó a la crítica a crear sus códigos reguladores basados en esos mismos principios. Sin embargo, el «Perú de los 60 acusaba una nueva fisonomía social advertida inicialmente y de modo casi intuitivo por las élites artísticas más jóvenes» (Orihuela 2006: 68), y fueron ellos (y no el sector tradicional e imperante de la crítica literaria peruana) quienes estimaron las innovaciones formales de una figura solitaria y controvertida, desentonada con el espíritu de la década (cargada de un aire ideológico y político), como fue Luis Hernández Camarero con la publicación de su poemario Las constelaciones, duramente criticado en las reseñas dedicadas a él y relegado de notables antologías de la época. Los argumentos principales del positivismo decimonónico que favorecieron a la vena realista de la crítica literaria nacional, estructurada aún bajo la influencia de la tesis marxista que comprendía a la literatura como reflejo de la base de la realidad material y como un medio para lograr el conocimiento y la comprensión de la conflictiva y heterogénea realidad peruana, determinaron la relegación de la poesía de Luis Hernández en las antologías publicadas a partir de 1965, periodo ideologizado política y culturalmente por los sucesos históricos de la época (en occidente: las protestas de 1968, la crisis de la cultura burguesa y del mundo socialista), lo cual imposibilitó la comprensión y asimilación de la irreverencia y las innovaciones formales del poeta que anunciaban que las fronteras 3 entre lo culto y lo popular se estaban difuminando en una sociedad que se iba acostumbrando a verlo todo en un mismo nivel, es decir, una comunidad lectora que se estaba preparando para futuras transgresiones culturales y su confrontación con la polémica posmodernidad. De esta forma, la transgresión del lenguaje “culto”, la iconoclasia y sobre todo la irreverencia del autor de Las constelaciones no calaron en los parámetros de aquellos que formulaban con sus apreciaciones el canon literario peruano. Hernández, entonces, se erigió solitario como una isla, acaso de forma similar como alguna vez lo fuera José María Eguren por la singularidad de su tratamiento de las formas. Fue una época en la que despegó con fuerza la sociedad de consumo, en la que los medios de comunicación, la cultura popular, las subculturas y el culto a la juventud aparecieron por primera vez como fuerzas sociales a tener en cuenta; y en la que las jerarquías sociales y las costumbres tradicionales estuvieron sometidas a ataques satíricos (...). Habíamos pasado de la seriedad, la disciplina y la sumisión a la frescura, el hedonismo y la rebeldía (Eagleton 2005: 36). Era la segunda mitad del siglo XX, época en que, a pesar de su carácter convulso que demandaba la atención del hombre de letras, poco a poco se fue gestando un desligamiento entre la escritura y la experiencia concreta (entre literatura y sociedad): la efervescencia de lo ficcional, las obras del Boom Latinoamericano (1960) y la crítica moderna institucionalizaban otras formas de aproximación y diálogo con el texto. El sujeto intelectual estaba dejando de comprender a la literatura como espejo donde se reflejara la problemática de la realidad política y social, y comenzaba a analizar los textos aplicando una metodología preexistente, limitándose al territorio del texto mismo. Se trataba del paradigma de la escritura ficcional y del análisis inmanente, y uno de los temores que acosaba a Antonio Cornejo Polar, expuesto en su debate con un grupo representativo de especialistas en literatura peruana (Cornejo Polar 1981: 24), ya que ella vista de esta manera no era ya un medio para lograr el conocimiento y la comprensión de la conflictiva y heterogénea realidad peruana, sino un espacio discursivo de crítica y creación en sí misma2. 2 Aún en la actualidad se debate sobre la relación literatura-sociedad: Mauro Mamani, en «El campo de la crítica literaria peruana» comparte la opinión de Cornejo Polar: «La serie literaria no puede andar divorciada de la serie cultural. Esto quiere decir que la literatura trasciende lo discursivo, lo individual e involucra a la historia, a la sociedad y al hombre» (2005: 39). 4 Sin embargo, en medio del desorden social que significó los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial y la propagación de las rebeliones estudiantiles, las campañas antibelicistas y antinucleares durante la década del 60, surgió, a su vez, la necesidad de concebir un sentido de tradición y pertenencia, pues, a pesar de que la prioridad era la «renovación literaria» (en el afán de romper con la tradición estética anterior), los hombres de letras no podían (aunque quisieran) ignorar el panorama político-social que los circundaba y les demandaba una conciliación al menos con el territorio que los sostenía. Es decir, el escritor, el antologador, el crítico, etc., debían tener una posición frente a la realidad que se desenvolvía frente a sus ojos. De ahí que el «realismo» fuera la expresión formal del arte que no podía dejar de figurar en las creaciones (como compromiso o como divorcio) y en las investigaciones (como marco teórico o como objeto de cuestionamiento). En este contexto se constituyeron las antologías, las reseñas, las historias literarias y las periodificaciones que comenzaron a dibujar el canon literario peruano contemporáneo, algunos reduciendo en lo posible el desarrollo y la estética a una mera explicación sociológica y otros atendiendo a la dinámica y la dialéctica hegeliana de la historia que comprende que el pensamiento y la realidad no se construyen por acumulación sino que ellos son cambiantes y están hechos de oposiciones en un universo de contradicciones en constante devenir. Hubo quienes sorprendentemente comprendieron el proceso creador como una consecuencia de la realidad política y social en sintonía con la historia política de la nación, cuando ya Herbert Cysarz, en 1930, sostenía que la «historia literaria no es, desde luego, un enclave de la historia universal» (Cysarz 1930: 109); y otros que apreciaban la literatura como un mero objeto de estudio al que se podía abordar con diferentes aparatos teóricos-metodológicos ajenos a nuestra realidad. Y en ese mismo contexto, Luis Hernández publicó Orilla (Cuadernos del Hontanar, 1961) y Charlie Melnik (El Timonel, 1962), poemarios ante los cuales el sector de la crítica imperante, poseedor de una retórica que para entonces había envejecido, hizo caso omiso de su existencia cuando se referían en sus estudios a los poetas últimos o a los novísimos: en 1962, Augusto Tamayo Vargas (La poesía contemporánea en el Perú); en 1963, Manuel Scorza (Poesía contemporánea del Perú); en 1964, Sebastián Salazar Bondy (Mil años de poesía peruana); y en 1965, Alberto Escobar (Antología de la poesía peruana). En 1965, 5 caso más sugestivo aún, cuando salió a la luz Las constelaciones (poemario ganador del segundo lugar en el Concurso Premio Poeta Joven del Perú), Francisco Bendezú y Antonio Cisneros, dos poetas de reconocida relevancia en las letras peruanas, desestimaron las innovaciones de Hernández acusando su disonancia y aparente sinsentido. Dos años después, el libro fundacional de la existencia de una denominada «generación del 60», Los nuevos, de Leonidas Cevallos, terminó por sepultar la existencia del poeta. Ciertamente, como en líneas anteriores ya habíamos anunciado, fueron los más jóvenes quienes intuyeron la relevancia de las inéditas prácticas verbales de Luis Hernández Camarero: Javier Sologuren, Luis Alberto Ratto, Julio Ortega y casi tardíamente, en 1973, Alberto Escobar en su nueva Antología de la poesía peruana (19601973). Después de conocer la obra del autor de Las constelaciones ningún otro joven que se estuviera iniciando en la labor creadora de poesía pudo ignorarlo; es más, la poesía de «Luchito» puede erigirse sin mayor problema como la raíz y el paradigma poético de los posteriores y controvertidos Movimiento Hora Zero, Grupo Kloaka, etc., en la década del 70. No cabe duda de que, como afirma Julius Peterson «las obras geniales que provocan estupor, hacen época y se convierten en lema de una nueva generación y constituyen la expresión revolucionaria de una nueva época» (Peterson 1930: 141). No obstante, la primera recepción crítica a Las constelaciones no fue positiva; por el contrario, estuvo llena de prejuicios y padecía una sorprendente miopía ante la nueva retórica del poeta. En 1966, Antonio Cisneros calificaba a este poemario como «sumamente desigual», pues consideraba que la primera parte del libro era «la peor» del conjunto, una sección gratuita que alimentaba esa «manera gaseosa, abstracta –en el peor sentido de la palabra– que se está haciendo vicio entre nosotros» (Cisneros 1966: 337). No reconoce que Hernández trabaje correctamente los símbolos, pues considera que la finalidad de la forma en cómo lo hace es efectista, sin que nazca por la necesidad de manifestar una «realidad intraducible». Enjuicia la oscilación del tratamiento del humor en su poesía entre un sentido positivo y otro negativo, los cuales nos servirán para poder desentrañar la razón crítica de Cisneros: Quisiéramos anotar, también, que el humor es un elemento recién incorporado a su poesía. En una mayor parte, la ironía de Hernández cumple la función transformadora que le permite convertirse en el elemento 6 de imposición poética, bien sea con sentido crítico («El bosque de los huesos»), o del otro. Sin embargo, sí hay oportunidades en que el humor está al servicio de simples juegos de ingenio (Cisneros 1966: 338). En primer lugar, el autor de Comentarios reales homogeniza el término humor con el de ironía, cuando ambos son diferentes y cumplen roles distintos en la poesía de Luis Hernández: el primero es un arma contra la realidad hiriente de su entorno de la cual extrae componentes alegres para volcarlos dinámicamente de manera que aquella se haga llevadera; la segunda, podría ser comprendida como una «pariente maliciosa» del primero, de la cual el poeta se vale para transgredir los altos valores culturales establecidos en esa época. De cualquier forma, ambas herramientas, y sobre todo el humor, no siempre son del todo inofensivas ni están prestas a «simples juegos de ingenio». En segundo lugar, hemos de probar en esta primera reseña a Las constelaciones, lo que en un principio habíamos anticipado como nuestra hipótesis, la influencia de la tesis marxista en los juicios valorativos de la década del 60, que comprendía a la literatura como el territorio donde debía reflejarse la realidad y conflictividad de la sociedad peruana. Marx, proveniente de la izquierda hegeliana, planteó la unión de teoría y práctica sobre la cual el papel del filósofo no solo debía ser comprender el mundo sino «transformarlo», lo cual puede avizorarse también en el campo literario cuando Antonio Cisneros valora el alcance crítico de la ironía y su función «transformadora» en la poética de Hernández. Para muchos investigadores del 60, la obra debía tener por lo menos una posición crítica frente a la realidad circundante; de ahí que el libro que insertó de inmediato a Cisneros en el canon literario peruano fuera Comentarios reales (1964) por la exposición de una conciencia enjuiciadora capaz de la desacralización de la misma historia nacional, de sus clisés patrióticos y de la pedagogía cívica (Elmore 2009: 20). De la misma forma, esa es la razón por la cual el autor de la reseña valorara el carácter lúdico de los versos de Hernández como un «jugueteo profundamente hueco». Ese mismo año, Francisco Bendezú también publicó una reseña a Las constelaciones, a cuyo autor conceptuó como «un poeta experimental, rabiosamente disonante, sin arraigo idiomático» (Bendezú 1966: 22), un poeta cuya escritura había evolucionado desde Orilla y Charlie Melnik, pero que aún intentaba en Las constelaciones 7 «galopar un caballo que no ha terminado de domar» (Bendezú 1966: 22), refiriéndose a la asimilación de las modalidades de la poesía beatnik norteamericana. La verdad es que Luis Hernández irrumpía en 1965 con un lenguaje verbal inédito en la poesía peruana de esos años: el discurso de la calle nutrió el imaginario de este poeta que rompió con la tradición e hizo su ingreso a nivel hispanoamericano en la denominada poesía conversacional y la poesía polifónica al albergar en sus páginas referencias culturales, encuentro de diferentes lenguas, etc., y fundar nuevas formas de diálogo con el lector. Tengamos en cuenta que un suceso significativo ya se estaba dando a partir de este poemario: ya no era el autor (genio creador de la época del romanticismo), ni el texto (preocupación de la crítica inmanentista), sino el lector (actor que fundamenta la comunicación escrita) el centro de atención. Luis Hernández no necesariamente transgredía representativos nombres de personajes literarios (como en «Ezra Pound: cenizas y cilicio») para «rebajarlos», sino para crear espacios intermedios en los cuales un «lector común» también pudiera «participar» en el goce de la lectura. Esta atrevida técnica poética llegó a su clímax con la repartición de los famosos cuadernos hernandianos, cuyo fin básico era lograr una feliz comunicación con el mayor público posible. En este sentido, la inserción de las modalidades de la poesía beatnik en la escritura de Las constelaciones no era una arbitraria introducción de la jerga popular y una consecuencia del espíritu de protesta del poeta ante la realidad opresiva, como lo fue para los movimientos contraculturales norteamericanos, sino un medio para crear espacios discursivos en los que el autor no se halle exento de participación. La preocupación de Hernández, pues, no era una revolución social como habría sido el interés del gran poeta Javier Heraud, sino una revolución a nivel formal. Esta nueva concepción del sujeto poético era a la luz de Las constelaciones un proyecto individual que pasó desapercibido ante los ojos de estos dos escritores, Cisneros y Bendezú, y solo fue valorada en la década siguiente cuando ya la muerte rondaba al poeta. Sucede que la crítica literaria incluso antes de la publicación de estas dos reseñas ya se hallaba condicionada por el ambiente ideologizado de la época. Augusto Tamayo Vargas, en La poesía contemporánea en el Perú (1962), apuntaba a apreciar la «vida poética» por intuición ideal o por el conocimiento de la realidad a base de la experiencia 8 (Tamayo Vargas 1962: 3), y para ello distinguió entre los creadores la dicotomía «platonismo-aristotelismo» (románticos versus realistas), reconociendo que en la poesía ambas líneas lanzaban redes entre sí, asociándose, lo cual revelaba que la poesía de esos años arrancaba «de una síntesis de modernismo y antimodernismo. Búsqueda de un lenguaje por una parte. Franca revolución por otra, hacia temas más simples y más en contacto con el hombre mismo y su medio ambiente» (Tamayo Vargas 1962: 6). Ello descubría, en primera instancia, lo que Lukács comprendía como «contenido de existencia» en relación con la situación social en la que se hallaba inmerso el productor de arte: «El análisis de la creación literaria parte también de la situación histórica concreta» (Lukács 1980: 49). Sin embargo, Tamayo Vargas acertó al señalar que aquella no era la única tendencia (también estaba la formalista), cuidándose de no caer en un determinismo social reduccionista, en el cual, sin embargo, terminó cayendo, pues para la elaboración de su antología y la sistematización de las obras poéticas estableció líneas de creación que fueron seguidas en esa década y a partir de ellas discriminó a los autores en pro de la construcción de la misma antología3. De igual manera, en 1964, Sebastián Salazar Bondy, en Mil años de poesía peruana, continuó con esa misma perspectiva: ... El Perú tuvo, tiene, la poesía que corresponde a la situación del hombre alienado, que busca su liberación en el propio entrañamiento o que expresa su apocamiento lamentándolo. Nada tiene que ver en ese tono, como alguien pretende, con la raza, ni con el destierro, ni con la psicología; sí, en cambio, con el secular subdesarrollo y su miseria moral y material. En la sociedad ocurrirá algún día un vuelco que desatará fuerzas positivas y optimistas, relámpagos totales de creación, y habrá entonces una revolución integral y, en consecuencia, también literaria (Salazar Bondy 1964: 8). [La cursiva es mía]. El investigador, ante todo, niega en su observación uno de los tres elementos determinados por Hippolyte Taine (el paradigmático teórico de la historiografía literaria positivista) para el estudio de la naturaleza humana y de la historia: la raza (y el valor agregado de la psicología). Sin embargo, la referencia a la influencia del estado de la 3 Señala como los «últimos nombres», que suenan a partir de 1960, a Francisco Carrillo, Manuel Velásquez, Javier Heraud, César Calvo, Sarina Helfgott y Livio Gómez. 9 sociedad y su «miseria moral y material» en la poesía delata sin más el corte marxista de su valoración, pues como bien decía Lukács «toda reflexión marxista sobre la literatura tiene necesariamente que considerar los productos literarios únicamente como “parte integrante del desarrollo general de la sociedad”. Este método es ciertamente el único que permite en general comprenderlos como productos necesarios de un determinado grado de desarrollo social» (Lukács 1980: 47). La antología directa o indirectamente influida por la izquierda hegeliana del lado de la concepción marxista de la literatura demuestra que Sebastián Salazar Bondy comprende la evolución del pensamiento regida por un proceso dialéctico que tiene como eje la realidad material de la sociedad. Así, este libro se inicia con la figura trascendental de César Vallejo, poeta que expuso en parte de su producción el dolor cotidiano y su fe en la utopía revolucionaria prometida a los hombres por el marxismo, y concluye con los nombres de los poetas últimos, ignorando por completo a Luis Hernández (Orilla y Charlie Melnik ya estaban publicados dos años antes): Arturo Corcuera, Reynaldo Naranjo, César Calvo, Javier Heraud y Antonio Cisneros. En 1965, uno de los más prestigiosos estudiosos de las letras peruanas, Alberto Escobar, publicó su famosa Antología de la poesía peruana, a lado de su libro reconocido a nivel internacional, Patio de letras. En su antología el autor rompe con lo que en primera instancia condena en nuestra crítica literaria: el afán de relacionar la historia literaria con la historia política, de las cuales muchos erradamente consideran a la primera como consecuencia de la segunda. En segundo lugar, se divorcia de las clasificaciones europeas; propone una periodificación desprovista de exageraciones terminológicas y apela a la observación de rasgos comunes en la producción literaria peruana sin discriminar del todo la importancia del ambiente social, como realidad insoslayable mas no como criterio dogmático para la estructuración de la historia literaria. Escobar cree en la posibilidad de conjugar criterios inmanentes, como vienen a ser la tradición literaria, la actitud del autor frente al lenguaje y el sistema de medios expresivos de cada uno, para afrontar a un texto literario. Postula la existencia de tres periodos en la poesía escrita del Perú: en primer lugar, los «mantenedores de la tradición hispánica», quienes están unidos por un ideal de lengua (la española) y por su tradición 10 literaria; en segundo lugar, los «buscadores de una tradición nativa o propia», quienes se encargaron del descubrimiento de la literatura europea; en tercer lugar, los «fundadores de la tradición nativa» (como alguna vez lo soñara el Amauta, José Carlos Mariátegui), representados por José María Eguren y César Vallejo; y, por último, en cuarto lugar, un periodo que es avizorado como una tentativa, representado por los «nuevos» o «últimos», desde Julio Garrido Malaver hasta la producción de Julio Ortega (Escobar 1965: 9-22)4. Entre los últimos que escribieron en la década del 60 menciona a Arturo Corcuera, Carmen Bejarano, Pedro Gori, Reynaldo Naranjo, César Calvo, Javier Heraud, Antonio Cisneros y Julio Ortega. Es notable que al parecer no conociera los primeros poemarios de Luis Hernández y ello pude deberse a que el investigador viajaba constantemente. Por otro lado, la Antología de la poesía peruana fue preparada entre 1963 y 1964, lo cual indica que aún cuando su publicación fuera realizada en el año de 1965, Escobar no tuvo tiempo para considerar la trascendencia de Las constelaciones que salió a la luz ese mismo año. Sin embargo, sí ha de llamar nuestra atención que casi un ciento por ciento de los «últimos» que el antologador tuvo en cuenta para su volumen habían recibido hasta esos días reconocimientos del Premio Poeta Joven del Perú, el Premio Nacional de Poesía, el Primer Concurso Hispanoamericano de Literatura, los Juegos Florales de la Universidad Católica y de la Universidad de San Marcos, etc., lo cual nos da a entender que dichos eventos ya estaban construyendo su propio canon y que este, en primera instancia, se constituía como el elemento regulador de la producción poética antes de que una obra figurara en una antología5. Una diferencia de meses imposibilitó que Escobar, miembro del jurado del II Concurso El Poeta Joven del Perú que llegó a su término en diciembre de 1965, anotara 4 Cfr. Con la no menos interesante reseña que le dedicó Antonio Cornejo Polar («Una antología de la poesía peruana». En Letras, Año XXXVIII, Lima, 1966, N°. 76-77, p. 255-260) en la que cuestiona la categoría «ideal de lengua» que propone Escobar calificándola de ineficiente para las tareas de periodización; y más aún véase la ideología de Cornejo Polar al refutar la consideración de Adán y Abril como «forjadores de la tradición nativa», «tan ajenos a problemas de nacionalismo». El concepto de nación aún perdura en algunos críticos para la sistematización de la producción artística y su valoración para la conformación de un canon. 5 ESTUARDO NÚÑEZ, en Poesía peruana 1960. Antología (1961) también trabajaba de esta forma: haciendo caso al canon particular que formulaban los concursos, pues para la elaboración de esta antología tuvo presente que solo en un año (1960) los poetas peruanos habían ganado cinco concursos poéticos, uno continental, dos regionales, uno nacional instituido por el Estado y uno institucional convocado por la Federación de Empleados Bancarios del Perú. 11 entre las páginas de su antología el nombre de Luis Hernández Camarero, ganador del segundo lugar en ese evento artístico6. No obstante, dejando de lado lo que pudo ser y no fue, es innegable la relevancia del volumen de este investigador que supo tomar la suficiente distancia del marco teórico positivista e incursionar en nuestra literatura con los aportes que le habían dado en su trayectoria la estilística y la fenomenología, sin que ello significara pasar por encima de la naturaleza de la obra, objeto de su estudio. Dos años después se editó un libro valorado por su carácter fundacional, ya que en su cuerpo sostenía la existencia de una posible «generación del 60», de la cual el autor tuvo por objetivo definir sus características a partir de las «entrevistas» preparadas para seis autores: Antonio Cisneros, Carlos Henderson, Rodolfo Hinostroza, Mirko Lauer, Marco Martos y Julio Ortega (Luis Hernández no figura en absoluto en la antología). En el libro, es claro que las preguntas están direccionadas a sustentar una hipótesis de trabajo avizorada desde la frase que configurará el cuerpo del texto: «una cambio de la realidad trae un cambio en la poesía» (Cevallos 1967: 9), pues toda obra, según él, constituye una perspectiva, una correspondiente respuesta a la realidad, una réplica a la atmósfera en las que les tocó nacer, pues sus autores «aspiran a reflejar, por medio de su experiencia, la realidad que como miembros comunes de una sociedad viven. Tratan de hacer testimonio de la experiencia personal y esta transparentará la realidad» (Cevallos 1967: 10). Cevallos realiza generalizaciones, una sumatoria de fragmentos de las mismas palabras de los entrevistados, que apuntan a la delineación de un «estilo de la época», cuyo punto a favor podría ser el intento de exponer el curso del desarrollo de una fracción de la historia literaria. Su talón de Aquiles, sin embargo, es su tendencia a pretender hacer pasar 6 Un controvertible segundo lugar, por cierto, considerando la actual trascendencia de Las constelaciones de Luis Hernández. Y sumándose al estupor: la entrega de las menciones honrosas a Juan Ojeda (autor de Elogio de los navegantes) y José Watanabe Varas (autor de Arquitectura de la sombra en la hierba), personajes de relevancia en la historia literaria canónica de la actualidad. 12 una promoción por una generación en una sola década7, cayendo, además, en una «explicación sociológica reduccionista»8 del proceso creador. A pesar de la coincidencia (en un alto porcentaje) de la ideología de los críticos analizados hasta este momento, hubo quienes sí mostraron interés por la nueva retórica propuesta por Luis Hernández; desde luego, estos fueron los más jóvenes: Javier Sologuren, Luis Alberto Ratto, Julio Ortega, Luis La Hoz, Nicolás Yerovi, Iván Larco, entre otros muchos más que comenzaron en la década siguiente a experimentar con la nueva línea planteada: un vuelco a los grupos marginados (a través de la inserción del lenguaje de la calle) y a la búsqueda de la participación activa del lector. Este último aporte fácilmente puede relacionarse con la emergencia de la teoría cultural a nivel internacional, cuando la cultura empezó a significar también cine, imagen, moda, estilo, marketing, publicidad y medios de comunicación y las «humanidades habían perdido su inocencia: ya no podían seguir fingiendo no estar contaminadas por el poder» (Eagleton 2005: 38). Era como si Las constelaciones hiciera su ingreso a una especie de «plaza pública», donde se desvanecen las jerarquías y surgen nuevos modos de valoración. Durante mucho tiempo, la cultura hegemónica había mantenido una distancia con respecto de lo popular; sin embargo, el autor, más allá de relativizar las formas estéticas de la creación y jugar con los instrumentos que le servían para ello, creó un nivel intermedio entre lo «culto» y lo «popular». Entenderse como un hombre «letrado», entonces, no era un medio para marginar al otro, ni un boleto para llegar al cielo de la cultura. La consideración al lector debía determinar el proceso de toda escritura, porque a fin de cuentas es él, y solo él, quien le da vida a un texto, el que actualiza la letra impresa en el papel blanco. En otras palabras, la dialogía y la interacción cultural fueron los aspectos más resaltantes de este poemario desvalorizado por la crítica literaria imperante durante la década del 60. Entre los pocos trabajos antológicos realizados por los más jóvenes resalta el de Javier Sologuren, con el prólogo de Luis Alberto Ratto, Poesía, en 1963, donde sí aparece 7 Cfr. ORRILLO, Winston. «Reseña de Los nuevos». Amaru, 4, Lima, octubre-diciembre, 1967, pp. 82-83, donde Winston Orrillo, poeta ganador del primer lugar (a lado de Manuel Ibáñez) en II Concurso Premio Poeta Joven del Perú postula que más vale pensar en una «Generación de 1965», de la cual se vuelve a excluir a Luis Hernández Camarero. 8 Frase que acuñó Miguel Ángel Huamán para la elaboración de su artículo «La rebelión del margen: poesía peruana de los setentas» (1994: 267-291). 13 la figura de Hernández y su «Canción de Charlie». En esta antología cabe resaltar la visión de mundo del joven crítico que tiene por preocupación primordial el contacto con el lector (interés que, como ya mencionamos, fue el eje central de la poesía de LH), pues lamenta que la comunidad lectora no se amplíe a pesar de los esfuerzos hechos por propagar ediciones populares sin conseguir con ello que la gente lea. El tema de la relación entre el escritor y el estado de la sociedad también es tema de atención, pues el autor del prólogo considera que no se puede desligar al autor y al lector del medio en el que viven y se nutren, pues hacerlo imposibilitaría una eficaz aproximación a la naturaleza del fenómeno creador. Parece señalar que una interpretación sociológica de la obra literaria no es del todo incorrecta y que la literatura también puede estar determinada por motivaciones históricas: «la literatura peruana es la surgida de un pueblo subdesarrollado, sometido a un duro e inconcluso –si no conscientemente frustrado– proceso de integración» (Ratto 1963: 14). A su vez, tiene conciencia del centralismo cultural de la producción literaria de la década en cuestión, pues la mayoría de los «nuevos» han nacido en Lima, y más resaltante aún, la mayoría es de clase media: «la clase media, reducidísima en proporción en el Perú e impedida de ejercer la menor influencia, parecería haber encontrado en la literatura la única manera de decir su palabra» (Ratto 1963: 16); y agrega sobre ello que quizá entre estos escritores pueda existir la creencia en una «aristocracia de la inteligencia». Lo último puede darnos a entender que Ratto manejaba en su imaginario una cierta conciencia de clase, conciencia de las diversas formas de expresión ideológica de las capas sociales que conformaban durante esos años nuestro país y que incluso podían visualizarse detrás de las corrientes o tendencias literarias en las que el individualismo acrecentaba sus márgenes al mismo tiempo que el claro conocimiento de la existencia de una colectividad emergía. La comprensión sociológica de la realidad y de la producción literaria se hace evidente en este prólogo de 1963. No obstante, por encima de estas ideas, el autor resalta el verdadero objetivo de la antología que es el fundamento estético, el cual no debe olvidarse 14 nunca a la hora de afrontar un texto literario9: «Se ha buscado el ideal de belleza que suele responder más a la serenidad deseable que a la turbulenta circunstancia vivida, porque esta, cuando no es tamizada por el tiempo o no nace de verdad, en todo instante, de la sangre, corre el riesgo de no alcanzar perennidad alguna» (Ratto 1963: 15). Sumándose a estos jóvenes críticos, Julio Ortega, Edgar O’Hara, Nicolás Yerovi, entre otros solo llegaron a publicar sus valoraciones positivas a Las constelaciones, en trabajos de investigación formales, a partir de la década del 70, lo cual no significa que ya a mediados de la década del 60 no le hayan otorgado al libro su debida relevancia. Lejos de ello, a pesar de estas incipientes valoraciones realizadas por los más jóvenes, y a pesar de que Hernández poseyera el segundo lugar en el concurso Premio Poeta Joven del Perú, el inicio de la década del 70 no significó que el lado de la crítica literaria imperante y tradicional cambiara su perspectiva con respecto a su poesía, ya que esta continuaba sin ser comprendida por un crítico apoderado de una retórica que para esos años ya estaba vieja: Augusto Tamayo Vargas, en Nueva poesía peruana (antología): En general, la poesía peruana sigue tendiendo a la gravedad y a la limpia ternura –aunque algunos quieran sentirse “los niños terribles”– donde no se pierde de vista la humanidad, aunque no siempre la poesía aparezca atada directamente al sentido telúrico. Lenguaje que no se aparta de la vida misma parece distinguir a los poetas peruanos unidos, así, mayormente, a las circunstancias del hombre (Tamayo Vargas 1970: 33). [La cursiva es mía]. Con estas palabras («vida misma», «circunstancias del hombre»), Tamayo Vargas demostraba que aún no podía desligarse de esa tendencia crítica (de la cual Luis Alberto Sánchez es el más alto representante) de vincular vida y obra, literatura y sociedad, como elementos inseparables que se explican entre sí. Pero dejemos de lado esta observación y concentrémonos en el entrecomillado «los niños terribles». ¿Acaso es una referencia sutil al poeta que nos interesa en esta ocasión: Luis Hernández Camarero? En el discurso previo al cuerpo de la antología figuran un sinnúmero de nombres, muchos de ellos cuya presencia es inédita con respecto de las anteriores antologías publicadas en la década del 60; y entre 9 Quizá por ello Sologuren y Ratto pudieron apreciar las producciones de Luis Hernández, cuya obra, aunque aparentemente no tenía nada que ver con el estado de la sociedad, exponía un profundo lirismo y buen trabajo con las palabras. Hemos de considerar también que Charlie Melnik no era cualquier libro en el que el poeta experimentara una forma de poetizar, sino que ya su naturaleza sostenía los antecedentes de lo que más adelante sería el volumen de Las constelaciones. 15 todo ese conjunto de escritores no existe siquiera la sombra de Hernández. ¿Será que el carácter lúdico, la transgresión cultural, el humor y la insolencia verbal del autor de Las constelaciones no calaban con esa tesis suya que sostenía que la poesía peruana tendía en general a la «gravedad»? ¿La gravedad? Es difícil de comprender esta generalización cuando ya se tenía conocimiento de los trabajos importantísimos de Carlos Oquendo de Amat, Martín Adán, José María Eguren y muchos otros. No cabe duda de que el periodo ideologizado política y culturalmente, el peso de la figura de César Vallejo, el ambiente revolucionario de la década anterior habían echado raíces profundas en su razón crítica; mientras que fuera del país lo que en realidad sí se estaba generalizando era la influencia de la teoría cultural, la cual, como afirma Terry Eagleton, existía para hacerle presente a la izquierda tradicional todo lo que había obviado: el arte, el placer, el género, el poder, la sexualidad, el lenguaje, la locura, el deseo, la espiritualidad, la familia, el cuerpo, el ecosistema, el inconsciente, la etnia, el estilo (Eagleton 2005: 42). A todo ello, Luis Hernández, antes que todos (entre poetas y críticos), ya había dado su aporte. En síntesis, podemos plantear dos paradigmas básicos de la crítica literaria en la década del 60, los cuales fueron seguidos posteriormente por otros investigadores: Un paradigma sociológico-trascendentalista: aquellos que poseían un ideal sociológico y una concepción trascendentalista de la obra artística, cuya naturaleza no puede ser aprehendida sin tener conocimiento de los acontecimientos políticos, sociales e históricos de la nación, y cuya existencia en la historia literaria está regida por un proceso dialéctico que tiene como eje la realidad material de la sociedad: el contexto influye en la «producción» de las formas, y la literatura, en otros términos, es también un acontecimiento social y por ello es «natural» que refleje la realidad o la «transparente», mostrando sus grietas en sintonía con el grado de desarrollo cultural del país. En esta línea, se hallan Augusto Tamayo Vargas (la posición más radical en este aspecto), Sebastián Salazar Bondy, Leonidas Cevallos y Luis Alberto Ratto (el menos radical ya que en su prólogo da cuenta también de que su mayor preocupación es el «ideal de belleza» y la relación entre el texto y el lector). 16 Un paradigma formalista-inmanentista (no radical) que tiene como eje un «ideal de lengua» en relación con la cultura: la historia y la periodificación literaria no son una provincia de la historia y la periodificación política e histórica, ni se definen por causa y efecto. Prevalece aquí una actitud frente al lenguaje y el sistema de medios expresivos que constituyen la verdadera naturaleza formal del texto literario. Ello no significa que el producto literario se halle absolutamente divorciado de los acontecimientos sociales, pero tampoco que entre ellos existe una relación de dependencia. El carácter de este paradigma es fundamentalmente lingüístico y filológico porque importan las estructuras formales y la relación entre el texto y la cultura basándose en la relevancia otorgada a la lengua. Su representante por excelencia es Alberto Escobar, quien trajo al Perú los aportes de la estilística y la fenomenología y rompió con el paradigma positivista (Luis Alberto Sánchez y Augusto Tamayo Vargas) que pecaba de biografismo e impresionismo. Tras él marcharán, pasada ya la convulsa década del 60, muchos investigadores de reconocida importancia10. Estos dos paradigmas representan, pues, los caminos que habrían de seguir los investigadores en sus posteriores análisis. Con respecto a Luis Hernández, posteriormente sus poemas serían recogidos en los estudios de Alberto Escobar, en Antología de la poesía peruana 1960-1973 (1973); Toro Montalvo, en Antología de la poesía peruana del siglo XX, años 60/70 (1978), Ricardo Falla y Sonia Luz Carrillo, en Curso de realidad. Proceso poético 1945-1980 (1988); James Higgins, en Hitos de la poesía peruana. Siglo XX (1993); José Antonio Mazzotti y Miguel Ángel Zapata, en El bosque de los huesos. Antología de la nueva poesía peruana 1963-1993 (1995); Ricardo González Vigil, en Poesía peruana siglo XX. De los años 60 a nuestros días (1999); Carlos López Degregori y Edgar O’Hara, en Generación poética del 60. Estudio y muestra (1998); entre otros más actuales, algunos manteniendo la esencia de los paradigmas aquí planteados, algunos radicalizándolos y otros realizando nuevos aportes enriqueciéndonos desde el campo que hoy conocemos (y que en aquellos años recién emergía) como los estudios culturales. 10 Como apunta Carlos GARCÍA-BEDOYA, en «Alberto Escobar y los estudios literarios en el Perú» (San Marcos, Lima, N°. 24, nueva época, primer semestre, 2006), marcharán a su lado o tras sus huellas Luis Jaime Cisneros, Armando Zubizarreta, José Miguel Oviedo, Antonio Cornejo Polar, Tomás Escajadillo, Julio Ortega, Raúl Bueno, entre otros. 17 BIBLIOGRAFÍA BIBLIOGRAFÍA PRIMARIA BENDEZÚ, Francisco «Reseña a Las constelaciones de Luis Hernández Camarero». Oiga, N.° 173, Lima, 6 de mayo de 1966, p. 22. CARRILLO ESPEJO, Francisco (comp.) 1966 1965 Antología de la poesía peruana joven. Lima: Ediciones de la Rama Florida. CEVALLOS MESONES, Leonidas 1967 Los nuevos. Miraflores: Editorial Universitaria. 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