LA EVALUACIÓN EDUCATIVA EN UNA PERSPECTIVA CRÍTICA

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LA EVALUACIÓN EDUCATIVA EN UNA PERSPECTIVA CRÍTICA: DILEMAS
PRÁCTICOS
Juan Manuel Alvarez Méndez
Universidad Complutense, Madrid
Resumen:
Todo lo que vive en la escuela es objeto previsible de evaluación. La misma Instituci6n, el
sistema de enseñanza y aprendizaje, los profesores, los alumnos... todo vive bojo la
sospecha de ser objeto de evaluación. Es un campo en el que se percibe fácilmente la
necesidad de clarificación, en la concepción y en la realización. Aplicada al aprendizaje
-rendimiento de los alumnos- la evaluación está en principio llamada a desempeñar
funciones esencialmente formativas. Pero son tantas las expectativas y tantos los intereses
en juego en este procesa, internos y externos, académicos y sociales, que los mismos
intereses, diferentes y a veces enfrentados, someten a las prácticas de evaluación
que se dan en contextos escolares a presiones que difuminan aquella necesaria
clarificación en los fines esencialmente formativos de la educación básica.
En el artículo se desarrollan ideas que llaman la atención desde una perspectiva crítica
sobre alguno de los dilemas prácticos a los que los profesores deben hacer ¡rente en su
quehacer didáctico.
Palabras-clave: evaluación, aprendizaje, enseñanza, objetividad, formación del
profesorado, dilemas prácticos, compromiso, ejercicio ético y justo/ calidad, medición,
calificación, examen, subjetividad, acreditación, aprendizaje significativo, currículum.
Este ensayo ha sido publicado en la Revista Opciones Pedagógicas N°28, Universidad Distrital
Francisco José de Caldas, Bogotá. 2003
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1. Los interrogantes inacabados sobre la evaluación de una práctica educativa por
hacer
Podría desarrollar ideas sólo abriendo interrogantes. Es una forma de satisfacer la
curiosidad intelectual de quien pretende entender una práctica, habitual desde la
reflexión, y una forma también de satisfacer la necesidad de buscar y de crear
respuestas, y en definitiva, de avanzar, aunque sin la pretensión de llegar a la solución
porque cada interrogante abierto amplía el horizonte en el cual aparecen nuevos
interrogantes. Si todas las preguntas tuvieran una respuesta convincente y de valor
universal, acabaríamos con las dificultades y acabaríamos con los dilemas a los que la
práctica docente debe hacer frente constantemente. Pero ése no es el caso. Están
inevitablemente presentes, y siempre estarán.
Cada día los profesores deben hacer frente a situaciones imprevistas, a interrogantes
para los que no encuentran una respuesta lineal, y que nunca antes se habían planteado
(Burke, 1996). Son parte sustantivo de la actividad humana. Por eso su complejidad.
También está ahí la ambigüedad en la que se mueve la evaluación. Asimismo, en ambas,
complejidad y ambigüedad, reside el potencial para suscitar la reflexión y para llegar a
proponer salidas innovadoras a situaciones que vienen lastrando históricamente el pleno
desarrollo de las personas por medio de una educación que está llamada a ser tan
enriquecedora como liberadora.
La enseñanza y el aprendizaje son, por naturaleza, actividades complejas. Por
consiguiente, la evaluación también es una tarea compleja, que se resiste a soluciones
simplistas. El profesor se desenvuelve en un contexto de formación que es igualmente
complejo y en el que seguir fórmulas, recetas y rutinas no sirve de garantía para actuar
exitosamente en ese contexto cambiante. Su única seguridad es la inseguridad en la que
se mueve y en la que debe tomar decisiones puntuales que requieren de un saber habitual
y razonable que convenza porque es creíble al actuar de un modo coherente entre el decir
y el hacer, entre la palabra y la acción que promueve. El profesor debe estar preparado
para actuar en este medio cambiante y debe estar preparado para tomar decisiones
arriesgadas pues siempre le faltarán datos que le den la seguridad que busca.
La evaluación da mucho juego para replantear todo lo relacionado con la educación,
porque ella misma es cruce de caminos en la que se manifiestan muchas de las
contradicciones que se dan en el proceso de la educación. Sin duda que la evaluación
representa uno de los ejes centrales sobre los que gira todo el sistema. También viene a
ser el escaparate en el que se encuentran las paradojas y las contradicciones entre el
plano de la elaboración y el plano de la realización, el de las ideas y el de las prácticas,
el de los propósitos educativos y el de las urgencias burocrático- administrativas, el de
los requerimientos personales y el de las necesidades sociales, el de las grandes
proclamas sobre los fines de la educación y el de las exigencias de eficacias y urgencias
de rentabilidades confusas que obedecen a otros intereses.
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La evaluación viene a ser espejo en el que se reflejan los dilemas prácticos ante los
que los educadores necesitan tomar postura frente a su quehacer docente y formativo,
única garantía del obrar consciente y comprometido que lleva a la búsqueda de
respuestas. Ante los dilemas que debe enfrentar el profesor, no valen únicamente las
soluciones recibidas porque las situaciones que se viven hoy necesitan respuestas de
hoy.
2. La evaluación en la encrucijada
Se puede admitir, sin controversias significativas, que gracias a los estudios y las
aportaciones de campos de pensamientos aparentemente tan distantes y tan distintos,
nuestra comprensión de los procesos del aprendizaje y de la cognición han cambiado.
Menos evidente se hace el cambio en la enseñanza, pero también se da o al menos es lo
que cabe esperar, en buena lógica. Los profesores no pueden quedarse instalados en
posiciones inamovibles. Nuevos estudios en el campo de la psicología
(Constructivismo, Psicología Social) como en la epistemología (Nueva Sociología,
Hermenéutica, Teoría crítica) y en la Pedagogía (Didáctica crítica), han abierto las
miras a nuevos enfoques, a nuevas formas de ver y de interpretar el conocimiento, y
nuevos modos de situarse ante él (Álvarez Méndez, 2001; 2003). Esto ha traído nuevas
formas de interpretar el aprendizaje que, consecuentemente, deberían provocar nuevas
formas de interpretar la enseñanza y la evaluación. Como consecuencia, también ha
traído formas alternativas de poner en práctica estas actividades esencialmente
formativas.
A raíz de estas aportaciones, nuevos estudios sobre el aprendizaje nos dicen que
necesitamos la evaluación no tanto para controlar o medir el logro de objetivos
concretos -concepción próxima a la pedagogía por objetivos, de inspiración
conductista, que ofrece un punto de vista muy restringido del conocimiento- sino para
comprender y para fortalecer más apropiadamente los procesos formativos que
queremos generar desde la enseñanza. Entre ellos, el desarrollo de las habilidades
superiores de comprensión, de análisis, de síntesis, de inferencia y de aplicación, de
evaluación, de argumentación, ocupan un lugar destacado de la microorganización
programática del curriculum. El recurso a la transmisión lineal yola acumulación de
información desestructurada y almacenada por el alumno para ser devuelta al profesor
sin más elaboración según los rituales tradicionales de las técnicas de evaluación
premia habilidades de memorización rutinaria. Estos modos de entender el proceso de
aprendizaje y de evaluación son cada vez más cuestionados y muestran cada vez más
sus limitaciones.
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Por otra parte, que viene a ser incompatible con este razonamiento de carácter
epistemológico y didáctico, existe una presión externa creciente que demando
resultados concretos de calidad, bajo la apariencia de un control técnico externo de
conocimientos que van más allá de las inmediaciones del aula o del centro, y ante la
cual los profesores parece ser que cada vez tienen menos que decir. Estas demandas
también van más allá de los marcos conceptuales que inspiran los nuevos enfoques
didácticos y las reformas educativas que se ensayan como alternativas.
En una primera instancia, las exigencias se plantean en el plano nacional. Se piden
resultados. Con ellos se pretende establecer comparaciones entre centros y entre
sistemas educativos con alcance macrosocial, e incluso, internacional, para determinar
la calidad de los mismos. Esto escapa al control de los profesores, aunque mediatiza o
puede condicionar su trabajo.
No se trata sólo de ir más allá de los exámenes tradicionales centrados en contenidos
específicos y su correspondiente técnica. La modificación implica un conjunto mucho
más profundo de transformaciones. Ahí surge un cambio paradigmático y se introducen
intereses que no responden a los principios pedagógicos ni a los intereses formativos.
Se introducen criterios de mercado para valorar los procesos educativos. Cada vez con
más descaro se piden resultados en términos de eficacia y de rentabilidad económica
ajenos a los intereses intrínsecos de la educación.
La educación se ve como mercancía de intercambio. Y la evaluación educativa
desempeña funciones que la alejan de propósitos de formación. En este sentido,
comprobamos que con más frecuencia e intensidad y en nombre de resultados
predeterminados en instancias ajenas a los procesos deformación, las prácticas de
evaluación están más al servicio de la exclusión que de la integración, más al servicio
de la selección que de la formación, más al servicio de intereses que escapan al control
de quienes hacen la educación día a día.
Como señala Gipps (1994), nuestras actuales ideas sobre la enseñanza, la evaluación y
las adquisiciones que tienen importancia son radicalmente diferentes de aquellas que
subyacen al modelo de evaluación tradicional. En esta perspectiva, lo esencial es que el
sistema educativo no reproduzca ni acreciente la exclusión social por la vía de
evaluaciones que no obedecen o propósitos ni a intenciones educativas sino que se
convierta en un factor de integración e inclusión.
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