PROTECCIÓN Y LIBRECAMBIO Ni los esfuerzos, ya sensibles, de los partidos contendientes para ir agrupando en torno de sus candidatos a la presidencia probabilidades de triunfo; ni la conmoción, no muy honda por cierto, causada por la negativa del canciller alemán a poner en manos del Reichstag las resoluciones de condolencia votadas por la Cámara de Representantes de los Estados Unidos en honor del difunto jefe de los liberales alemanes, el brioso y pugnaz Lasker, —han preocupado tanto este mes la atención pública como el problema extremo y de solución urgente, que la aplicación prolongada del sistema de protección de las industrias ha traído sobre el país. Hállase que a no haber sido por las exportaciones agrícolas que en un ochenta por ciento han figurado año tras años en las de los Estados Unidos, se hubiera visto antes la pobreza del rendimiento industrial que, sin poder sacar afuera sus productos caros a competir con los rivales extranjeros, creaba, sin embargo, por lo subido de los derechos de importación y la seguridad de imponer a alto precio los productos nacionales, una general y penosa carestía en todos los objetos necesarios, a la cual sin los crecidos retornos de las cosechas favorables, no hubiera podido hacer frente la nación, que pagaba más por sus gastos crecidos, con la tarifa prohibitiva, que lo que merced a esta tarifa misma le era dado adquirir por sus productos. Y por esa falacia ha parecido bueno a los observadores superficiales el sistema de protección en estos Estados: porque, gracias a la exuberancia de las cosechas, no se notaba el desequilibrio enorme, que hoy, apenas escasea la demanda de granos del extranjero, y se halla la industria americana en necesidad de pagarse sus gastos, salta de manera clarísima a la vista. Para favorecer el desarrollo de las industrias nacionales, necesitadas en gran parte de materia prima traída de otros países, se decidió subir de tal manera el impuesto de introducción a los artículos extranjeros, que era a estos punto menos que imposible venir, recargado con los gastos de flete y los derechos de entrada, a competir en los mercados de los Estados Unidos con los productos de la nación. Sobrada esta de caudales, por la acumulación de los rendimientos de excelentes cosechas sucesivas, cuya venta favorecieron más de una vez los trastornos europeos, ni se ponía mientes en pagar por los artefactos del país un precio que en realidad pagaba el abundante dinero extranjero, ni se hallaba cosa mejor en que emplear este que en el desarrollo colosal de las propias industrias. El enorme pueblo consumía todavía cuanto las fábricas nativas venían elaborando. A la noticia del febril movimiento y de los altos salarios que el bienestar público y el alto precio de las manufacturas nacionales permitía pagar, y necesitaban además los obreros para afrontar la vida costosa que engendra siempre el sistema proteccionista, acudió de todas partes de la tierra inmigración artesana numerosísima; abandonaron los nativos, con gran desacuerdo, las faenas más seguras y fructíferas del campo por los nuevos y productivos oficios; acumulóse en las grandes ciudades apiñada muchedumbre obrera; surgieron ciudades fabriles, habitadas por millares de trabajadores, y se organizó como una formidable nación industrial un pueblo sencillamente incapaz de vender el fruto de sus atormentadas industrias. La subida tarifa de derechos de importación, que por una parte aseguraba a los productos americanos los mercados nacionales, les imponía por otra, con la carestía general que ocasionaba para la vida, la necesidad de pagar jornales altos; y con lo costoso de la materia prima importada, unido a lo recio de los salarios, la de vender a excesivo precio sus productos. En tanto que las industrias nacionales produjeron solo para cubrir la demanda doméstica, contenta de surtirse en casa, y de pagar más por cosas propias—no se vio sino lo que tiene de lisonjero producir cuanto se ha menester sin acudir a pueblos extraños más famosos y viejos,—y la facilidad de lucrativa venta.—Pero gracias a las ganancias por todas estas condiciones acumuladas, y en las industrias mismas invertidas, las fábricas nativas llegaron a ponerse en tal pie y a producir tan abundosamente, que sin mercado inmediato, vasto e incansable para sus artículos no pueden satisfacer las exigencias de sus deberes corrientes, el material que sus hornos consumen, los gastos de comunicación que para conducir sus productos necesitan, ni a los pueblos de obreros descontentos que viven de ellas. Y hallan que el mercado nacional está ya sobradísimamente suplido, y cuando no, desconfiado y temerario: y que sin buques propios,—por ser tan caros los de fabricación americana en consecuencia de la ley que los protege, que todos los que necesitan embarcaciones las compran afuera;—sin buques propios, decimos, sin amistades cercanas, sin acabamiento marcado en sus artefactos que compensara la diferencia del precio,—no pueden vender en los mercados extranjeros los productos acumulados y en producción constante que la nación no demanda ya en la cantidad en que se producen; ni están por lo tanto en capacidad de mantener, por poco que este grave estado se prolongue, fábricas en tal tamaño establecidas que por lo abrumador de sus gastos podrán apenas aguardar con angustia mejores días, con el revertimiento doloroso a las industrias vacilantes de los pingües provechos que en su época de auge y nivelación con la demanda amontonaron. Si las industrias americanas no son, por algún arte económica, puestas en condiciones de vender en el extranjero sus productos, las industrias americanas perecen. Sobrevivirán solo las genuinas industrias del país, nacidas de él y de la transformación inmediata de sus propios frutos, que las tierras que los consumen no pueden producir con igual baratura: pero esas industrias establecidas, más que por derecho natural del país a ellas, por emulación, ostentación y orgullo, esas, o perecen, o necesitan urgentemente que un nuevo sistema económico abarate la importación de derechos extranjeros, baje el costo de la materia prima, reduzca el de la vida general para que sea posible la reducción de los salarios, conceda la bandera nacional a embarcaciones de fábrica extranjera, y permita la producción de los artefactos norteamericanos en condiciones que puedan luchar en los mercados de Europa e Hispanoamérica con los productos ingleses, franceses y alemanes. La América. Nueva York, febrero de 1884.