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Reflexión
Reflexión
Hacia una teología
místico-profética
Gustavo Gutiérrez, David Tracy
y el Vaticano II
Raúl Zegarra
1
El concilio Vaticano II fue el evento eclesial más importante del siglo
pasado y, muy probablemente, el más significativo de los últimos siglos de la Iglesia. Un acontecimiento histórico para la vida de la Iglesia que aún hoy tiene importantes consecuencias, así como muchas
tareas pendientes. Como se sabe, las reacciones frente al Concilio
fueron de lo más diversas. Algunos pensaron que se trataba de una
concesión por parte de la Iglesia respecto de los peligros del modernismo, una suerte de “ponerse de rodillas” ante desafíos que la institución no podía controlar. Un ejemplo extremo de esta situación lo
encontramos en la conocida Fraternidad de San Pío X, promovida por
el obispo Marcel Lefèbvre, que se convirtió en un grupo en abierta
confrontación con el Concilio. Como es de conocimiento público, Juan
Pablo II excomulgó a Lefèbvre en 1988, entre otras cosas por su intento de consagrar a sus propios obispos.
30
Lo que este movimiento señala, junto a muchos otros que, sin buscar
separarse de la Iglesia, procuraron y procuran minar las consecuencias del Concilio desde dentro, es la complejidad de las reacciones
que generó y genera este evento eclesial. Se trata de algo de lo cual
fue particularmente consciente el cardenal Ratzinger, incluso antes
Páginas 226. Junio, 2012.
de ser elegido Papa. El temor de Benedicto XVI por la ruptura con la
tradición de la Iglesia que el Vaticano II podía suponer hizo que desde temprano tomara precauciones, que, ya en su pontificado, pueden
testimoniarse bien en su discurso del 22 de diciembre de 2005, exposición en la cual plantea significativas consideraciones en relación
a la recepción del Concilio1. El suyo ha sido un esfuerzo de interpretación que procura la restauración parcial de algunos de los valores del
viejo orden, perdidos a su juicio por ciertas ambigüedades derivadas
de los textos conciliares. Sin duda la suya no es una posición de oposición radical, pero denota el deseo de proponer una hermenéutica del
Concilio que pueda controlar sus posibles “excesos”2. Una postura,
por lo demás, que se hizo patente desde el origen mismo de Vaticano
II a través de las maniobras de la minoría conciliar y de la curia, tal
como lo ha narrado recientemente José Comblin3. Si bien sería injusto
alinear al Papa con este movimiento, lo cierto es que, después de los
años, su inicial entusiasmo se fue replegando y su proceder fue acercándose más al de aquella minoría inicial4.
Es verdad, sin embargo, que la respuesta conservadora no fue la única que surgió frente a esta iniciativa de Juan XXIII5 y es, precisamente,
1 Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la Curia romana, 22 de diciembre del 2005, http://www.vatican.
va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_
spe_20051222_roman-curia_sp.html, consulta del 7/5/2012. Un muy interesante análisis
de este texto puede encontrarse en L. Bacigalupo, “Qué espera la Iglesia de sus universidades. Entre el aggiornamento y la restauración”. http://www.pucp.edu.pe/endefensadelapucp/2011/09/11/entre-el-aggiornamento-y-la-restauracion/, consulta del 10/4/2012.
2 Ahora, como recuerda J. Comblin, no es justo, ni tampoco argumentativamente sostenible, afirmar que los duros eventos que acontecieron en la vida de la Iglesia durante esos
años, entre ellos la notoria crisis sacerdotal, fuesen consecuencia del Concilio. Se trató,
más bien, de una gran revolución cultural que sobrepasó grandemente el Vaticano II y que
aún mantiene su fuerza. Vivimos en un mundo en transformación, en situación de crisis.
Los posibles excesos, luego, no pueden atribuirse al Concilio exclusivamente, eso no sería
sino tener una mirada estrecha de las cosas. Cf. Comblin, J. “Vaticano II, cincuenta años
después”, en Revista Latinoamericana de Teología, Nº 84, septiembre-diciembre, 2011. p.
276 y ss.
3 Comblin, J. Op. Cit. pp. 271-273.
4 Un ejemplo, entre varios otros, sobre este asunto puede notarse en el contexto de las
reformas a la liturgia eucarística promovidas por el Papa, véase Duffy, E. “Where truth and
beauty meet”, en: The Tablet. The international Catholic news weekly, 14 de agosto del
2010, http://www.thetablet.co.uk/article/15109, consulta del 7/5/2012.
5 No hay que olvidar el rol preponderante que tuvo el papa Roncalli en el Concilio, pero,
particularmente, en la orientación de este hacia el mundo del pobre. Sobre este asunto puede verse el reciente artículo de Felipe Zegarra, “Juan XXIII: temas centrales de su teología
y espiritualidad”, en: Páginas 225, Lima: CEP, 2012. Cabe recordar que Roncalli pronunció
un muy recordado discurso el 11 de septiembre de 1962 en el cual afirmó que “La Iglesia
se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: la Iglesia de todos
y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. Sobre esta declaración y la importancia de Juan
XXIII y el Vaticano II en la configuración de la teología de la liberación, puede verse también
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de las consecuencias más prometedoras inspiradas por el Vaticano
II de lo que estas líneas desean ocuparse. En ese sentido, me concentraré brevemente en delinear algunos de los aportes en el terreno
de la espiritualidad que el Vaticano II supuso, con el objeto de ver,
luego, cómo un adecuado enlace entre la teología de la liberación de
Gustavo Gutiérrez y la teología revisionista6 de David Tracy, teniendo
como telón de fondo los aportes del Concilio, constituye una de las
más grandes promesas que la novedad del Vaticano II puede ofrecer
en nuestros días.
2
En el contexto de América Latina, es evidente que la consecuencia
más poderosa que trajo el Concilio fue la II Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano, llevada a cabo en Medellín en 1968.
Medellín fue abiertamente un ejercicio de aplicación de la novedad
del Vaticano II para el contexto de nuestra región, un esfuerzo creativo —“fidelidad creadora”— de interpretación de nuestra realidad y del
rol de la Iglesia en ella a partir de las luces que la Iglesia universal
había suministrado pocos años antes. Medellín, en ese sentido, fue
una propuesta pastoral, pero fue, a la vez, un esfuerzo por delinear
un tipo de espiritualidad adecuada para el contexto de despojo que
padece América Latina, la región más desigual del planeta y, a la vez,
la de mayor número de cristianos. Es por eso que con toda propiedad
es posible hablar de Medellín como una conferencia inspirada por el
Concilio y, particularmente, por la espiritualidad del compromiso social y liberador del mismo7.
Como bien indican Codina y Rambla, “la teología espiritual y la espiritualidad del Vaticano II se prolonga[n] en el post-concilio de [una] forma creativa y novedosa que va más allá de los temas conciliares. Sin
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Tamayo, J. La teología de la liberación. En el nuevo escenario político y religioso. Valencia:
Tirant Lo Blanch, 2009, pp. 42-44.
6 Tracy entiende su proyecto teológico como un esfuerzo ‘revisionista’ en la medida en
que el mismo supone una revisión crítica de la teología anterior (ortodoxa, liberal, etc.) con
el fin de, a partir de sus contribuciones, desarrollar un proyecto renovado más acorde con
las demandas de nuestra época.
7 Aquí recojo algunas ideas de Codina, V. y J. Rambla, “Cincuenta años de teología espiritual: 1962-2012”, en: Selecciones de teología, Vol. 50, Nº 200, octubre-diciembre, 2011.
Conviene notar, siguiendo a David Tracy, que esta espiritualidad del compromiso social y
liberador es una nota propia de la identidad católica de la Iglesia, concebida ésta como
servidora del mundo y como profeta para la humanidad, cf. “Roman Catholic Identity amid
the Ecumenical Dialogues”, en: On Naming the Present. Reflections on God, Hermeneutics
and Church, Nueva York, Orbis and SCM, 1994, pp. 90-91.
duda, el diálogo que el Vaticano II inició entre la iglesia y la sociedad
moderna posibilitó que la espiritualidad y la teología espiritual tuvieran características nuevas, estrechamente ligadas a los cambios sociales, políticos, económicos, culturales y religiosos desde la década
de los 60 hasta nuestros días”8. Queda claro que Medellín supuso una
ampliación de los temas directamente conciliares –pero en plena sintonía con ellos– una ampliación motivada por el diálogo de la Iglesia
con el mundo y, en nuestra parcela de éste, por el dilema de hablarle
de Dios al ser humano que sufre injustamente.
Con ese marco, a partir del Vaticano II y de Medellín, surge en nuestra
región un tipo de teología comprometida con la transformación de la
injusticia social, pero que no se comprendió a sí misma como un mero
acto de reivindicación sociopolítica, sino que se vio siempre, desde la
perspectiva del evangelio de Jesucristo, como una metodología que
expresaba una espiritualidad, tal como lo recordó Gustavo Gutiérrez
desde el inicio del proyecto de la teología de la liberación. No corresponde ahora detenernos en una análisis de los alcances de dicha empresa teológica, pues son estos bien conocidos por los lectores de
Páginas. Mi intención, más bien, es tratar de enlazar aquello que es
conocido y vivido intensamente por muchos de nosotros con otra de
las aristas derivadas del Concilio, hoy que tratamos de reflexionar a
partir del mismo. En ese sentido, me interesa trasladar la reflexión a
otro de los frentes abiertos por este evento eclesial: el del diálogo con
el mundo moderno y posmoderno, con todas las complejidades que
esto supone. Para ello, deseo reparar en algunas ideas de un teólogo
tan importante como David Tracy, buen amigo de Gustavo Gutiérrez
y, sin duda alguna, uno de los teólogos imprescindibles del siglo XX.
Luego de detenerme en algunas de sus ideas, volveremos brevemente sobre la teología de la liberación para notar cómo el diálogo entre
ambos proyectos teológicos resulta una de las consecuencias más
provechosas derivadas del Concilio.
3
El Vaticano II tuvo gran relevancia también en su deseo de dialogar
con la modernidad y sus secuelas9. La Gaudium et spes, en ese sentido, es un claro signo de ese esfuerzo dialógico. Se trata de responder
8 Idem. p. 288.
9 De hecho, como recuerda Tamayo, ese fue el gran tema del Concilio, no el de la opción
preferencial por el pobre, aun cuando hubo importantes aportes a este respecto, cf. Tamayo, J. Op. cit. p. 43.
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a los desafíos de un mundo que ya venía configurándose como distinto hace muchos años, un mundo que requería, de hecho, respuestas
de la Iglesia hace mucho también. En cierto sentido, podría decirse
que el Vaticano II llegó tarde y podría añadirse que los modos en los
que la Iglesia institucional reaccionó ante los importantes cambios
que siguieron manifestándose después del término del Concilio terminaron por confirmar el desfase entre el mundo y la Iglesia; sin embargo, algunos teólogos tomaron con seriedad los desafíos del mundo y
conformaron empresas teológicas directamente dedicadas a darles
respuesta.
Uno de estos teólogos fue David Tracy. Su teología “revisionista” plantea, en concordancia con las intenciones de los padres conciliares,
un esfuerzo por repensar la fe en un mundo no religioso (al menos
no en los términos de antes), autónomo respecto de la autoridad,
fuertemente persuadido por la ciencia y la técnica. El asunto es el de
pensar cómo hablar de Dios, del Dios de Jesucristo, a un mundo tan
cambiante, tan distinto respecto de los siglos previos10. Para hacerlo,
corresponde un proceso de reelaboración que permita señalar la relevancia pública del discurso cristiano en un mundo como el descrito.
La búsqueda de una apropiada correlación entre experiencia cristiana
y mundo es fundamental a este respecto. Lo interesante es que, siendo la teología de Tracy una teología típicamente preocupada por las
problemáticas del primer mundo, un tipo de teología que, dicho sea
de paso, tuvo severas críticas por parte de Gutiérrez hace algunas
décadas11; la misma fue, poco a poco, comprendiendo que la misión
derivada del Vaticano II, a saber, la de responder a los desafíos del
mundo moderno, no podía llevarse a cabo sin incorporar en su reflexión sobre ellos la problemática de la pobreza y del sufrimiento del
inocente. En ese sentido, quisiera que reparemos en un texto de Tracy
que refleja, precisamente, esa toma de conciencia de un modo muy
nítido. Sus reflexiones nos permitirán un balance final que enlace su
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10 Para un examen comprehensivo del proyecto teológico de Tracy conviene revisar las
obras centrales del autor y, de preferencia, en orden cronológico: Blessed Rage for Order:
The New Pluralism in Theology. Nueva York: Seabury Press, 1996 (1975), The Analogical
Imagination: Christian Theology and the Culture of Pluralism. USA: Crossroad, 1981, Pluralidad y ambigüedad: hermenéutica, religión, esperanza. Madrid: Trotta, 1997 (1987),
entre otros. Un buen estudio general de la obra de Tracy puede encontrarse en Martínez,
G. Confronting the Mystery of God. Political, Liberation, and Public Theologies. Nueva York,
Londres: Continuum, 2001.
11 Pueden verse a este respecto “Teología desde el reverso de la historia” y “Los límites de
la teología moderna. Un texto de Bonhoeffer”, ambos en: Gutiérrez, G. La fuerza histórica de
los pobres. Lima: CEP, 1979. Un texto más reciente, aunque con un marco más amplio de
interpretación, es también útil en relación a este tema: ¿Dónde dormirán los pobres? Lima:
IBC-CEP, 1996.
trabajo con el de Gutiérrez y, el de ambos, con las tareas pendientes
del Concilio.
El mejor testimonio de lo que menciono se encuentra en un ensayo
publicado originalmente en 1991 en la revista Concilium y posteriormente revisado y publicado en 1994 en la compilación On Naming
the Present, con ese mismo título12. Esta es, pues, la última faceta
del pensamiento de nuestro autor y no es poco significativo lo que ahí
se expone. Tracy retoma en el texto citado el tema de la pluralidad y
ambigüedad derivadas de la secularización, pero esta vez lo enfoca a
partir de la irrupción del otro. La posmodernidad, entre sus muchas
consecuencias, ha llevado al descentramiento del mundo occidental,
de sus presupuestos y de sus prerrogativas. En ese contexto muchos
“otros” ha emergido, pero los que más se destacan son los subyugados. Esos que, aun cuando ya no hay centros definidos, siguen estando en los márgenes de la historia. Lo importante, en todo caso, es que
ese descentramiento de la historia ha logrado que los otros irrumpan
con mayor fuerza que nunca en la consciencia de aquellos que siempre se asumieron como el centro del mundo. En el presente policéntrico, nos dice el autor, los otros también son el centro y los marginados
e insignificantes cobran un rol central13. Esto es lo que Gutiérrez ha
llamado hace tantos años “la irrupción del pobre”.
Ahora bien, lo que Tracy rescata es que este fenómeno de descentramiento ha acontecido a partir de un largo proceso que va, por lo
menos, de la modernidad hasta nuestros días, pasando por respuestas teológicas de tipo diverso: desde las que retoman los valores del
mundo moderno hasta las que liquidan su vigencia, pasando por las
que prefieren una vuelta parcial o total al viejo orden, como hemos
visto en nuestro breve análisis de las reacciones surgidas ante el Concilio. Todas estas respuestas, a su modo, han tratado de dar nombre al presente y en cierto sentido han aportado a ese deseo, mas
de modo incompleto. La razón, la cultura de derechos individuales y
la autonomía, entre muchos otros valores modernos, no pueden ser
abdicados; la recuperación de la tradición, de la comunidad, de los
relatos y de la búsqueda de significado, consignas de los críticos de la
modernidad, son tareas a las que no se puede renunciar14; finalmente, la crítica al deseo de fundar todo el orden en el sujeto y en cierta
noción de progreso ahistórico son dos consecuencias innegables de
12 Tracy, D. “On Naming the Present”, en: On Naming the Present. Reflections on God,
Hermeneutics and Church, Nueva York: Orbis and SCM, 1994.
13 Cf. Tracy, D. Op. cit. p. 5.
14Cf. Idem. p. 12.
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la posmodernidad con las cuales toca lidiar15. Todo esto es sin duda
cierto y describe bien nuestro momento presente, sostiene Tracy, mas
tiene como contraparte una serie de eventos que no logran asirse con
propiedad:
“[…] está emergiendo –a través de todos esos otros marginalizados por los relatos oficiales del triunfo occidental moderno–
una realidad más allá de las ilusiones del yo moderno y más
allá de las reflexiones posmodernas sobre la otredad: las voces y acciones de otros concretos. Esos otros, especialmente
los pobres y oprimidos en todas las culturas, ahora hablan, de
modo distinto a los posmodernos, como sujetos históricos de
resistencia y esperanza. Ellos insisten en que el futuro en tanto
promesa y juicio debe interrumpir todo presente incluso más
allá de las exposiciones posmodernas del falso sentido del presente de la modernidad”16.
Como se puede apreciar, la influencia de Gutiérrez y de otros teólogos
en el trabajo de Tracy es muy notoria. Como el mismo Gutiérrez me
dijera alguna vez, Tracy ha sido siempre un teólogo muy receptivo a
la perspectiva del pobre y estos fragmentos lo prueban más allá de
las conjeturas. Tracy retoma el tema de la escucha receptiva de modo
expreso algo después:
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“[…] debemos escuchar otras conversaciones, especialmente de
personas en nuestra propia cultura, y en otras, que experimentan un sufrimiento global masivo pero que han encontrado voces propias y nuevas acciones históricas que se corresponden
con esas voces. Parte de lo que se puede oír en esas voces de
estos ‘otros’, creo, es, una vez más, la vitalidad del mensaje
de sanación y transformación del evangelio cristiano: un mensaje que no es ni moderno ni antimoderno ni posmoderno; un
mensaje para y por sujetos históricos en las luchas concretas
por justicia, contra el sufrimiento y la opresión y por la total liberación: un mensaje, además, para nuestro propio tiempo –un
tiempo que no solo necesita mejor reflexión sobre la otredad
y la diferencia, sino que necesita, sobre todo, instruirse en el
ejercicio de escuchar y aprender de los otros–”17.
15 Para examinar las reflexiones de Gutiérrez sobre la posmodernidad y los fenómenos
que la circundan, pueden verse “Desafíos de la posmodernidad” y “Situación y tareas de la
teología de la liberación”, ambos en: Gallego, A. y R. Ames (comp.). Acordarse de los pobres.
Gustavo Gutiérrez. Textos esenciales. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú.
16 Tracy, D. Idem. p. 17, traducción propia.
17 Idem., p. 18.
La fuerza histórica de los pobres, para usar un giro de Gutiérrez, ha
irrumpido en la teología de Tracy con gran contundencia18. Nuestro
autor se ha hecho más consciente de la relevancia de las luchas por la
liberación, una relevancia que no es solo sociológica, sino fundamentalmente teológica: la irrupción del pobre es un signo de los tiempos
que debe ser abordado con profundidad teológica, pues la pobreza
constituye a la vez un escándalo ante los ojos de Dios y una experiencia de esperanza. Escándalo porque son los pequeños del Padre los
más ignorados por nosotros; signo de esperanza, porque, a pesar de
ello, mantienen la fe y arrecian la lucha por una vida diferente. Por eso
Tracy habla de una resistencia y esperanza místico-proféticas, las que
deben conducirnos a una nueva solidaridad en la lucha por la justicia
y en el ejercicio de dar nombre al presente escuchando las nuevas
voces de este mundo policéntrico.
Se trata de mantener una esperanza que nos promete liberación a todos. La resistencia es un primer signo de esa esperanza, la confianza
en Dios y el actuar según esa confianza es el más seguro signo de esa
esperanza19. Los místicos y profetas, dice el autor, se encuentran vivos y entre nosotros, aunque de modos no previstos. De hecho, en un
gesto de admiración, aunque no falto de verdad, Tracy habla de Gutiérrez como un “pensador profético y místico de nuestro tiempo”20. Son
estos pensadores los que nos permiten aspirar, sostiene Tracy, a la
conformación de una teología de corte místico-profético, una teología
adecuada para dar nombre a nuestro presente, que, de algún modo,
recoja aquello que Karl Rahner decía con tanta verdad, a saber, que
“el cristianismo del futuro o sería místico o no sería cristiano”21. Se
trata de una inteligencia de la fe capaz de unirse a la conversación
con los otros, sobre todo los pobres y oprimidos, y llevar a la práctica
la solidaridad. Nuestro verdadero presente, mantiene Tracy, es el de
sujetos históricos de todos los centros de la conversación de la humanidad y en solidaridad mutua ante los ojos del Dios de la vida22.
18 Esto es cierto incluso en relación con su trabajo reciente. Puede verse, por ejemplo,
Tracy, D. “The Christian Option for the Poor”, en: Groody, D. (ed.). The Option for the Poor in
Christian Theology. Indiana: Notre Dame University Press, 2007.
19 Cf. Tracy, D. “On Naming the Present”, Op. cit., p. 22.
20 Tracy, D. “The Christian Option for the Poor”, Op. cit., p. 119.
21 Cf. Codina, V. y J. Rambla, Op. cit., p. 292.
22 Cf. Tracy, D. “On Naming the Present”, Op. cit., p. 22.
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4
La abierta influencia de Gutiérrez y de esos otros que inicialmente no
estaban tan fuertemente presentes en el imaginario teológico de Tracy ha dado lugar a importantes tránsitos en su teología. La misma ha
hecho suya la causa del pobre y le ha dado una relevancia fundamental, mostrando cómo las luchas por la liberación23 son un signo patente de la fuerza profética de la experiencia cristiana, a la que hay que
añadir el vigor de la contemplación del amor gratuito de Dios, única
fuente genuina de la fuerza para la lucha. Este movimiento de Tracy
hacia problemáticas inicialmente ajenas a las suyas sólo evidencia la
corrección del camino emprendido por la teología de la liberación y la
propiedad de su persistencia. La problemática del pobre tiene una profunda centralidad y no puede ser eludida por quien pretende aproximarse honestamente al mensaje cristiano y al mundo de hoy. Esto no
quita, por supuesto, la relevancia de un trabajo teológico como el que
Tracy no ha dejado de hacer, de gran alcance hermenéutico y con una
fuerte reflexión filosófica. Lo que se necesita es un trabajo combinado que no descuide las dimensiones filosóficas de los problemas que
nos aquejan. Hay que pensar con rigor nuestro presente, ocuparse
de la formulación de métodos adecuados para abordarlo; pero hay
que, sobre todo, esforzarse por hacer de la teología –como proponía
Marie-Dominique Chenu– una espiritualidad que ha encontrado los
instrumentos racionales adecuados para expresar la experiencia religiosa de la que surge24. Recordemos que, al final, toda teología es solo
un acto de segundo orden, importante y necesario, pero siempre acto
segundo; la experiencia originaria, acto primero, es el encuentro con
el Señor. Separada de la espiritualidad, pues, la teología se convierte
en mera abstracción y corre el riesgo de ofrecer piedras al que ruega
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23 Liberación que, como recuerda siempre Gutiérrez, es tridimensional: sociopolítica, personal y espiritual (cf. Gutiérrez, G. Teología de la liberación. Perspectivas. Lima: CEP, 2005.
pp. 113-114). Hablamos de niveles interdependientes que, además, solo alcanzan plenitud
en Cristo. A este respecto, años después de su primera formulación en 1971, Gutiérrez
precisa las relaciones entre los tres niveles de liberación mencionados: “Se trata de un
proceso en última instancia único, pero no monolítico; es necesario distinguir en él dimensiones diversas que no pueden ser confundidas entre ellas. Ni separación ni confusión, ni
verticalismo ni horizontalismo (cf. Puebla n. 321-329). Sólo así se puede mantener tanto la
unidad dada por la iniciativa libre y gratuita de Dios en todo lo que concierne a la historia
humana como las autonomías relativas, sin las cuales no se afirma con suficiente nitidez
la consistencia de la acción humana y la gratuidad de la gracia. Podemos llamar a eso un
“principio calcedoniano”, porque se inspira en la gran afirmación del dogma cristológico en
Calcedonia: unidad sin confusión, distinción sin separación. Esto es lo que en teología de
la liberación es llamado la liberación total en Cristo” (“Lyon: Debate de la tesis de Gustavo
Gutiérrez”, en: La verdad los hará libres. Confrontaciones. Lima: IBC, CEP, 2005, pp. 25-26).
24 Cf. Gutiérrez, G. Beber en su propio pozo. En el itinerario espiritual de un pueblo. Lima:
CEP-IBC, 2011, p. 11.
por pan25. Por eso el encuentro espiritual ha de ser el punto de partida
del cual se derive el quehacer de la teología, del encuentro con Jesús,
acontecimiento central de la experiencia cristiana. Ese Jesús nos enseña a amar a Dios sobre todas las cosas y a amarlo a través del amor
al hermano, optando siempre con prioridad por quien sufre desamparado. Aquí las teologías de Tracy y Gutiérrez convergen. Es el Dios de
Jesús el que las une, es el seguimiento del Señor del que parten sus
proyectos teológicos y es ese mismo seguimiento el que ha terminado
por encontrarlos. Nuestra tarea pendiente es seguir trabajando para
articular de modo ordenado esos dos proyectos que naturalmente se
unieron a través de la escucha del otro, de la escucha atenta a la voz
de los que más sufren promovida por el Concilio que tanto marcó las
vidas de ambos.
25 Cf. Tracy, D. “Roman Catholic Identity amid the Ecumenical Dialogues”, en: On Naming
the Present. Op. cit. p. 92.
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