El edificio La actual parroquia de San Fructuoso, que en su

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SAN FRUCTUOSO
Calle de la Trinidad, s/n
15705, Santiago de Compostela
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El edificio
La actual parroquia de San Fructuoso, que en su fundación estaba localizada en
la propia catedral, forma parte de la capilla de las Angustias que levanta el Hospital
Real al lado de su cementerio gracias a las limosnas de los compostelanos y, sobre todo,
a la aportación devota y agradecida de un peregrino granadino que fue curado de una
grave enfermedad en dicho Hospital.
La capilla comienza a construirse en 1754 y, aunque fue atribuida a distintos
arquitectos, hoy está comúnmente aceptado que es obra de LUCAS FERRO CAAVEIRO, el
principal arquitecto compostelano del momento. Como resulta característico de su
producción, la capilla se inspira tanto en la arquitectura de Fernando de Casas y Novoa
como de Simón Rodríguez. Del primero toma el diseño centralizado del espacio –no se
olvide que la Capilla de los Ojos Grandes de la catedral de Lugo proyectada por Casas
constituye el primer plan central levantado en Galicia- y lleva al interior el gusto por
las proporciones, el amor por el detalle –véanse los acodamientos de las pechinas o los
arcos polimixtilíneos del coro alto-, la decoración pequeña y preciosista, a veces de
corte naturalista –como la de acantos de las pechinas y que ahora, por la moda del
momento, adquiere una clara disposición asimétrica de formas más o menos
arrocalladas- y el arranque del tambor de la cúpula, ornamentado con un friso de
mutilos y casetones conforme fórmula bien querida del gran maestro compostelano. Del
segundo toma el enmarcamiento aplacado y geometrizante de los nichos dispuestos a
ambos lados del presbiterio y, sobre todo, las soluciones que adopta en la conformación
de la fachada: el movimiento de su planta, el juego teatral y desafiante de la gravedad
al ganar volumen a medida que se eleva en altura y la potenciación de un eje vertical
donde dispone los principales motivos estructurales y decorativos: la puerta central, el
nicho sobre ella –que, como sus enmarcamientos, remite al de la iglesia compostelana
de San Francisco-, el enorme escudo de España y el campanario acrótero que, más
movido y menos pesado, deriva del de la también iglesia compostelana de San Fiz de
Solovio.
A lo dicho cabe añadir el gusto por una arquitectura mucho menos monumental
y más aérea que la de sus dos referentes, que fusiona las distintas artes –arquitectura,
pintura y escultura- y que encuentra su culminación en la balaustrada que corona la
fachada, la cual se remata con los típicos pináculos de tradición compostelana -tradición
que deriva de la balaustrada de la catedral de la Plaza de la Quintana-. Este gusto por la
fusión de las artes, el dinamismo –con un sutil, aunque enfático, juego polimixtilíneo y,
sobre todo, de curvas, concavidades, convexidades y asimetrías-, la gracia, el carácter
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aéreo y la renuncia a la monumentalidad por unas proporciones mucho más humanas no
hace sino más que remitir al espíritu rococó del momento.
En cuanto a la iconografía de la fachada, en esta se desarrolla un programa
dictado por la presencia de la muerte y la vida futura como corresponde a un edificio
que, no se olvide, nace como capilla de un cementerio. Así, en el nicho principal se
representa el tema de la Piedad o Quinta Angustia, a la que, precisamente, estaba
dedicada el templo. A ambos lados del nicho se disponen dos medallones con sendas
representaciones de un alma del purgatorio, las cuales, posiblemente, incidan en la
devoción piadosa del alma sola, mientras que el conjunto se corona con las cuatro
Virtudes Cardinales, cuya práctica es el mejor camino para alcanzar la salvación. Como
nota anecdótica cabe señalar que por los atributos de estas cuatro Virtudes, asimilables a
los palos de la baraja española, esta Iglesia se conoce popularmente en Santiago como la
de los cuatro palos de la baraja. Por último, el gran escudo de España, que completa la
ornamentación de la calle principal, alude al principal propietario y promotor de la
capilla, la Corona, puesto que, como hemos referido, estamos ante una dependencia del
Hospital Real.
El resultado es una obra que, principalmente en su interior, constituye una de las
joyas de la arquitectura compostelana dieciochesca.
Bibliografía. LÓPEZ VÁZQUEZ, J.ª M.: “San Fructuoso”, Santiago de Compostela. A Coruña, 1993, pp. 230-239
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El mobiliario
A partir de la investigación del Profesor Fernández Castiñeiras, sabemos que
para el retablo mayor dieron planos MIGUEL FERRO CAAVEIRO, a quien el 27 de
diciembre de 1767 se le pagan “trescientos Reales vellón por la planta”, y LUIS
LORENZANA, quien el 10 de julio de 1769 recibe “seiscientos reales por la planta”. Todo
hace pensar que, al final, el diseño escogido fue el de este último.
Se trata de un personaje muy interesante. Natural de Lourenzá (Lugo), era un
profesional de la Armada que, en sus momentos libres en el mar, se dedicó a reflexionar
sobre arquitectura, llegando a redactar un curioso manuscrito en el que proponía la
creación de «un orden de arquitectura»; manuscrito que, presentado en la Academia, le
valió el rango de académico y cierto prestigio en la Corte. En Santiago, Luis de
Lorenzana intervino activamente en la discusión entre el arzobispo y el administrador
del Hospital Real sobre la mejor localización del Seminario de Confesores, de ahí que
no resulte extraño que dicho administrador le encargase a él los planos para el retablo
mayor de la capilla. A ello cabe sumar que Lorenzana debía gozar en Compostela de
cierto predicamento en este cometido al haber diseñado dos años antes, en 1767, el
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retablo mayor del monasterio cisterciense de Sobrado dos Monxes –para el que José
Gambino y José Ferreiro acometen la escultura- en el que, precisamente, empleaba por
vez primera el orden de su invención. Durante muchos años se creyó que con la
desaparición de esta obra, trasladada a Australia tras la desamortización, se había
perdido la única realización que, de este orden, había llevado a cabo en nuestro país; sin
embargo, el presente retablo, donde encontramos plasmados los capiteles del orden
español de Lorenzana, desmiente tal aseveración.
Parece ser que la ejecución del retablo corrió a cargo de GREGORIO FERNÁNDEZ,
quien cobró “por la madera y hechura del Pabellón de dicho retablo, seiscientos reales”,
mientras que la cruz y la sábana son obra del hijo de José Gambino, TOMÁS GAMBINO, a
quien el 14 de septiembre de 1771 se le pagaron “ciento sesenta y cuatro reales en que
tiene ajustado los colgajos y Sabana Santa”.
En cuanto a la escultura de la Piedad que preside el retablo no se tiene
documentación. Desde Manuel Murguía se viene atribuyendo a ANTONIO FERNÁNDEZ
“EL VIEJO”. Lo más destacable de la pieza, aparte de su calidad aceptable, es su
singularidad formal, puesto que se mantiene alejada tanto del influjo naturalista de los
herederos de Miguel de Romay o del carácter de bibelot de las obras de Pedro Antonio
Mariño, como de las principales aportaciones del taller Gambino-Ferreiro, tratando de
proporcionar una formulación clasicista a los modelos derivados de la escuela barroca
castellana para lo cual tiende a una composición piramidal, recurre a una sobria
policromía naturalista, sin dorados, y busca enfáticamente la plasticidad de los pliegues,
lo que la lleva a renunciar a los aristamientos tan típicos de la escultura gallega y
española del momento.
En los pedestales que soportan las columnas del retablo se representan dos
escenas al óleo en las que se figura Jesús camino del Calvario y La erección de la Cruz.
Su artífice fue MANUEL LANDERIRA BOLAÑO, quien las acomete en 1772.
En cuanto a los retablos colaterales, realizados por mandato testamentario de
D. Antonio Crisóstomo Montenegro y Páramo, canónigo de la catedral compostelana y
administrador del Hospital Real, los contrató, con su imaginería, FRANCISCO DE LENS
en 1783. Lens acostumbraba encargar las obras escultóricas de los retablos que
acordaba a José Gambino o Antonio Fernández. En este caso, teniendo en cuenta la
fecha tan avanzada de la encomienda como que estos dos maestros se encontraban ya
muertos, lleva a plantear que el autor de la misma sea su propio hijo ALEJANDRO, quien,
diez años más tarde, al contratar el retablo de Santa María de Vaamonde (Teo, A
Coruña), se declara “escultor y maestro de arquitectura”. Las piezas presentan una
calidad aceptable y combinan eclécticamente las aportaciones de la escultura
compostelana del tercer cuarto del siglo XVIII, principalmente del taller de los
herederos de Miguel de Romay –muy claro en el san Cayetano- y del de Gambinowww.josegambino.com
Ferreiro –apreciable en los paños de san Fructuoso y en el engarce de la cabeza de san
Antonio Abad-.
Bibliografía. LÓPEZ VÁZQUEZ, J.ª M.: “San Fructuoso”, Santiago de Compostela. A Coruña, 1993, pp. 230-239
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La obra de Gambino
En una pequeña estancia situada a los pies de la iglesia, retirada del culto, se
encuentra una escultura de reducidas dimensiones dedicada a san Fructuoso. De la
misma no se conserva ninguna fuente documental; sin embargo, y a pesar del repinte de
principios del siglo XX que la desvirtúa, aún se puede apreciar que se trata de una obra
de José Gambino, posiblemente de ca. 1754. En este sentido, la pieza se define por su
naturalismo como corresponde al estilo de los primeros años del escultor (1745-1755) y
que resulta de su formación en el lenguaje barroco compostelano, concretamente en el
oficio de las imágenes de los retablos colaterales de San Martín Pinario (1742-1743). La
consecuencia es un rostro ricamente modelado, tanto en lo relativo al número de detalles
orográficos que presenta como al de las modulaciones con que estos se trabajan, lo que,
al tiempo que denuncia la referida preocupación del escultor por la perfecta imitación
del natural, manifiesta su propio genio que lo lleva a individualizarse de toda la plástica
galaica anterior.
Por otra parte, su composición se basa en un eje diagonal que va desde el pie
exonerado y adelantado hasta la cabeza, al tiempo que, como es característico de la
producción de Gambino cuando se vale de este esquema, la figura se dispone arqueada,
adelantando el vientre y retirando los hombros, lo que contribuye a dotarla de una cierta
elegancia -cuanto más si la vemos en tres cuartos-, que, a su vez, depende en gran
medida de los pliegues, dado que estos, como también es propio y particular del estilo
del escultor, son los encargados de encauzarla y realzarla. En este sentido, los paños nos
presentan la búsqueda de la diversidad y de la gracia –otra nota distintiva del escultor y
fruto de un nuevo sentimiento de época- con una sintonía entre los pliegues del roquete
y los de la sotana que nos recuerda a una pieza musical en la que se producen
variaciones sobre un mismo tema: véase, por ejemplo, cómo el pliegue central de la
sotana es reiterado de una manera más grave, dura y amplia en el roquete, ritmo que, si
giramos en torno a la figura, encontramos repetido en los demás pliegues. Lo interesante
de este juego es el sentido compositivo que lleva implícito, puesto que este es,
precisamente, el encargado de subrayar las líneas de fuerza de la composición,
marcando la diagonal y el efecto ascendente de la figura desde cada punto de vista.
De igual forma, la ampliación de la base de la falda contribuye decisivamente a
dicha composición. Así, mientras que en el lado izquierdo y sin disminuir su
verticalidad la ancla y la aploma, en el derecho incide, a través de su inclinación, en el
ritmo ascensional; además, si nos movemos y observamos la figura en tres cuartos o de
perfil desde el lado derecho apreciamos cómo el rígido aplomo de la figura se anima por
el pequeño ángulo que forma el pliegue de cierre en su base, mientras que si la miramos
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desde el lado opuesto constatamos cómo todos los pliegues inciden en la diagonal y en
el ímpetu ascensional. La suavidad de los aristamientos, según las distintas calidades de
los tejidos, y el largo canon de ocho cabezas, típico de Gambino a partir de mediados de
los cincuenta, hacen el resto para que la figura posea donaire. Este hay que ponerlo ya
en relación con el nuevo espíritu de época en que vive el escultor y que lo llevará a
transformar el lenguaje barroco en que se forma a partir de elementos clasicistas y otros
rococós en busca de una imagen devocional más afable y grácil. Ello lo consigue de
forma plena en los años centrales de su producción cuyo comienzo situamos en 1756.
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