La prisionera - Hasta Trilce

Anuncio
La prisionera
Alza tú, alma dichosa, el presto vuelo
y, de tu hermosa cárcel desatada,
dejando suelto su arrebol en hielo,
sube a ser de luceros coronada:
que bien es necesario todo el cielo
porque no eches de menos tu morada.
Soneto XXIX “A la misma” en la muerte
de la Exma. Sra. Marquesa de Manceres, 1674,
Sor Juana Inés de la Cruz.
He perseguido siempre el oscuro fondo de las cosas más simples. No he dado con
nada que no sea la anunciación perpetua de un más allá idéntico a este acá. En el abismo de
la noche no hay más que noche. Aunque esta sea una noche habitada por una criatura que
bien puede ser la noche misma y que sólo nos mira y ese es todo el horror que el hombre
puede imaginar. Una mirada puesta sobre nosotros, continua y silenciosa, de algo que no
comprendemos y que no nos necesita. A veces repetimos una palabra o una acción hasta
que encontramos su triste carozo, marchito e inútil y a veces, de ciertas cosas triviales sobre
las que se funda nuestra vida, nacen abismos sin fondo.
Camila, hoy mi cárcel, me ha dado la noche y a dios. Hubo tiempos en que después
de coger pasábamos horas arrumbados sobre el colchón, las sábanas por el piso, mientras se
enfriaban los restos del otro sobre nuestros cuerpos. Jadeando yo, ella riendo como un
artefacto roto y el mundo reconstruyéndose a nuestro alrededor. Por la ventana por la que se
embudaba el sol de la media tarde entrarían también los ladridos de los perros y los rumores
de la estación cercana. A poco, sonaba entero el acorde que nos recordaba que el mundo no
había desaparecido durante la rabia sexual, que todo él siguió siendo mientras nos
escabullíamos en la carne del otro. Era en ese trance de su cuerpo cuando su rostro más se
veía atravesado por las claridades y sombras, los movimientos y temblores de la Otra.
Luego, su faz, pacificada por el placer, se mostraba como la superficie quieta de un lago,
súbitamente rota por el mohín de un pez o animada por una convulsión invisible y
profunda.
El mismo día que conocí a Camila supe que ella nunca estaba sola, que era morada
por Otra. Esta aseveración, acaso arriesgada, deja de serlo apenas empiezo a recordar que
hablo de algo cuya realidad final no estamos dispuestos a admitir pero que la mayoría de las
personas han visto y sentido en algún momento de su vida. Y es que la oportunidad halló en
mí a alguien dispuesto a caminar el largo de todo el sendero. Muchos son los que viven
para cárcel de otro y no es menos cierto que son escasos los prisioneros que merecen la
libertad. Pero yo amé a la prisionera desde el principio de la sospecha y si bien hubo de
pasar mucho tiempo hasta conocerla, en aquellas primeras jornadas de ardor, confusión,
dudas y ningún sueño, me basté con la fe de creerla mi salvación y con el ciego contorneo
de su alma.
Camila, la carcelera, era una mujer de 31 años al dar conmigo. Extinguía ella su
vida sobre el mostrador de un local de ropa femenina. Allí aseguraba mentiras y pareceres a
señoras y muchachas frente al espejo y, durante las horas de poco trabajo, miraba los
zapatos de los paseantes a través de la puerta abierta. Por la calle donde estaba su negocio
sabía andar yo cuando terminaba los cursos a los que me suscribía en la universidad, antro
al que nunca he dejado de ir a perder el tiempo. Yo, hombre de considerables lecturas y con
alternativas de talento, he tenido desde siempre debilidad por las mujeres insulsas y mucho
de mi vida adulta la dediqué a la acumulación de ellas. Algo de los páramos de sus
corazones, la arbitraria convicción de haber en ellas un desierto infinito donde pudiera
haber algo impensado, me esclavizó desde temprano a la sosa ceremonia de cortejarlas.
Veo, ahora que floto en una extraña figuración de esos desiertos, cuánto es el poder de la fe
y a qué remotos actos nos lleva a los hombres.
En el caso de Camila no hubo especulación. Supe. Y lo supe porque había en su
persona corpórea algo que era de la otra. Ese elemento ajeno era su cabello negro y largo,
cuyo misterio último podía intuirse atendiendo sus ondulaciones y dejándose tragar por la
visión de su eufórica oscuridad. Eran las llamas oscuras del ardor de la prisionera que
ondeaban en declaración de su existencia. Era una melena tan natural en Camila como una
corona en la testa de una vaca. Una madeja espesa que infructuosamente ella intentaba
reducir de diversos modos con penosos intentos de encorsetamiento. Yo fui conducido de
acción en acción por aquélla cabellera de género infinito, de donde podrían surgir
continentes y enterrarse las mayores culpas. Imagino que el éxtasis místico de los pálidos
santos se puede parear con la herida divina que recibí yo en el momento en que descubrí en
la escueta vendedora derramada sobre el mostrador, a la Otra, la presa, que goteaba en fuga
desesperante, pelo a pelo, como quien tiende una mano al cielo. ¿Quién no justificará mis
crímenes si puede, como yo, entender que la vendedora no era tal, sino arca y candado de
un misterio profanado por el vulgar cerrojo?
Entré esa misma tarde a su negocio y me dirigí directamente a ella, invitándola a
cenar aquella noche. Aceptó, tras titubear coquetamente. Si se hubiera negado, la habría
matado en el acto. La llevé al bar donde solía y pocas horas después ya la había conocido
desnuda en un albergue. Grande fue mi desaliento cuando todo fue corriente, sin haberse
dado lugar ningún episodio extraordinario ni haber yo sentido más que el perfume frutado
de una vendedora ordinaria. Ella hacía el amor como estas mujeres suelen, con
subordinación, los ojos prendidos a la mirada de quien las posee, acechando en ella algún
gesto que las corrobore. La Otra no se hizo presente ni se insinuó más que a través del
magnético cabello negro que parecía pesarle a la almohada y era como un derrame de
grietas sobre las blancas y duras sábanas.
A aquella noche sucedieron otras y otras tardes en las que la prisionera no dio
señales de vida y si bien nunca dudé, pensé que yo no fuera digno de ella. Por otro lado, mi
frecuentación de la cárcel empezó a traer, por acto de costumbre, relación con la carcelera.
No era evitable si quería asegurarme la cercanía de la reclusa. A los pocos meses terminé
yendo a vivir a su casa. La primer noche que pasamos juntos allí tuve el primer contacto
con la prisionera. Ambos dormíamos, siendo plena la madrugada. Alguna convulsión del
sueño o acaso la presencia de la cautiva, me despertó. Giré sobre mi en la cama, buscando
el rostro de Camila. Hallé, en vez, el de la cautiva, ardiendo en la oscuridad, agazapado en
el rostro de la vendedora. Sus ojos anteriores a las leyes, anteriores al lenguaje, eran
primitivos como el agua. Había en ellos condensación de cólera y vocación de martirio.
Eran dos animales de horrorosa belleza. Así mirado, me sentí descubierto de alguna culpa
vergonzante y le juré que la liberaría. Solo entonces cerró los ojos y pude hacerlo yo
también, como nunca lo había hecho en todos mis años, como los cierran los que tienen su
destino fuera de sus manos y son bendecidos por la Certeza.
En la mañana siguiente Camila despertó molesta, alegando mal descanso. Quería
estar sola y la complací, pretextando quehaceres. Al volver, me confesó lo soñado por ella
en la noche. En el sueño, ella estaba en la cocina de esa misma casa. Se extrañaba que fuera
de noche porque era día aún, cuando de su cintura, como un brote, comenzaba a surgirle
una mujer monstruosa que la odiaba y en cuyos cabellos terminaba ahogándose. Despertó
con convicción de muerte. Yo sabía que en realidad era el albor de la prisionera cuyas luces
ya raspaban el horizonte. No debo haber podido disimular cierta ansiedad o satisfacción que
Camila confundió con incomprensión o indiferencia.
Pero aún me era oscuro el modo en que liberaría a la prisionera y en la medida en
que crecía mi ansiedad crecía también la frustración por no tener ni un atisbo de luz
respecto a esta materia. ¿Cómo se libera una ráfaga de luz o de sombra? Me inclinaba a
creer que debía aislar a Camila. Todo método que se insinuaba en mi principiaba siempre
por la muerte de la vendedora y seguía luego por el desgajamiento de su cuerpo; aún era
rudimentario mi entender sobre qué tipo de cárcel Camila era y todos mis planes adolecían
de una comprensión material, física o infantil del problema. El temor de un plan mal
concebido y la seguridad de que así la fuga quedaría frustrada para siempre tuvo la ventaja
de detenerme hasta que mi comprensión fue mayor. No podía haber errores. ¿La prisionera
era enteramente otro ser? ¿No moriría ella también si mataba a Camila? Creí entender que
la prisionera era una instancia espiritual de Camila o, mejor dicho, su alma real. Finalmente
me convencí de esto último y entendí que debía propiciar la coronación del alma de la
prisionera dentro del cuerpo de Camila.
Propuse un pequeño viaje el fin de semana, una huída a una casa en una isla del
delta para que descanse ella de su mente. Tras conseguir la autorización de su jefa,
dispusimos todo y un viernes salimos. Había conseguido alquilar una mustia casa sobre
pilotes en una isla a tres horas de viaje en lancha.
Sólo llegar, Camila se intranquilizó. La distancia, los mosquitos, la ausencia de
electricidad bastaron para llenar de razones su intranquilidad. Pero en realidad ella estaba
sintiendo las iniciales convulsiones de la prisionera y ella, como animal acechado,
adivinaba la presencia inasible del depredador.
Una vez que partió la lancha que nos llevó hasta la isla, yo abandoné todo
fingimiento y no enmascaré más el desprecio que guardaba a la carcelera. El descontento y
la intranquilidad inicial de Camila, a medida que llegaba la noche, dieron lugar a una
creciente espiral de horror que sólo se explicaba por el hecho de ella comprender el
mecanismo que, ya activado, llevaría al reinado de la prisionera y acaso a ella misma a
yacer en los fondos donde la otra purgaba la culpa de Ser. Me impuse hacia Camila un
silencio cerrado. Solamente la miraba, sin responder a ninguna de sus preguntas, amenazas
o súplicas. Comprendió que no me conocía. Recibió la oscuridad nocturna con
desesperados pedidos de auxilio que se ahogaban en los montes del delta.
La noche se desató y fluyó entre los camalotes y la resaca, las enredaderas y los
árboles semi hundidos de la ribera, como se desplomaba el cabello de la prisionera entre
mis dedos aquellas tardes cerca de la estación. Yo no fui un hombre malo. Acaso fui un
hombre ciego. Me ha costado algún trabajo remover de mi memoria las súplicas de Camila.
Hacia la oscura madrugada, tras perder la voz a gritos, fuera de sí, Camila se arrojó al agua.
Al evocar ese momento descubro lo que no advertí entonces. ¿Fue Camila la que se arrojó
al río? ¿Y qué río era ese al que se arrojó y al cual la seguí y del que no he podido
emerger? ¿No era todo negro como el cabello de la prisionera, no parecía traficar con todas
las noches del mundo? Tal vez ella nunca se arrojó al río, tal vez ella se hundió en los
cabellos de la prisionera de los que nunca más surgió y yo tampoco. Nadé detrás de ella, en
una ciega persecución, pero ya no la vería nunca más.
Encima nuestro era ancha la faja de cielo estrellado y la oscuridad era total, la costa
indiscernible. Flotábamos en un universo de agua oscura, rodeados de oscuridad. Ella se
había detenido, meramente se mantenía a flote y oía, tal vez a un brazo de distancia, tal vez
infinitamente más lejos, su respiración. Estábamos solos en el mundo. Comencé a
sospechar del silencio de Camila y conocí que allí estaba la otra, la prisionera estaba fuera.
Bajo el cielo, en medio de la oscuridad y el agua, estoy envuelto por ella. Ella, ya
libre, lo es todo; esta noche, el agua negra, la selva. Y sin embargo, flota frente a mí. No
puedo decir que la vi nunca y, sin embargo, estoy frente al alma de un gran desierto. Si
estas cosas pueden ser escritas, si sólo las estoy pensando, si no soy más que una voz
recitando sobre el agua o bajo el agua, bien poco importa. El viento sopla a través del
abismo, merodea a mi alrededor el infinito y tengo sed.
Bryan Otamendi
Descargar