Introducción La última diva de la nobleza. Cayetana Fitz

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Introducción
La última diva de la nobleza.
Cayetana Fitz-James Stuart, duquesa de Alba
La duquesa dejó dicho que después de su muerte quería que escribieran sobre su tumba:
«Aquí yace Cayetana, que vivió como sintió».Y ése será seguramente el epitafio que llevará
grabado en frías letras de mármol la lápida de la XVIII duquesa de Alba cuando repose en el
solemne y sombrío panteón de la casa ducal en Loeches. Sin embargo, no es del todo sincera la
frase con la que la aristócrata deseaba entrar en la eternidad. Porque ella quiso vivir intensa y
apasionadamente -nada ha odiado y temido más que a la muerte-, pero en su vida casi siempre
pudo más el sentido de la responsabilidad, el peso de la historia, la lealtad hacia su nombre, y la
educación que recibió de su padre, Jacobo Alba, que la deja sola en 1953 con un inmenso legado
que mantener y una misión histórica y cultural que llevar a término.
La muerte del duque de Alba cuando Cayetana tenía sólo veintisiete años le dio un protagonismo
extraordinario, la convirtió en un personaje único en la sociedad de entonces. Una mujer de talla
internacional en una España provinciana, pacata y aislada del mundo a causa de la dictadura del
general Franco, tan despreciado por las democracias occidentales como por el mismo duque de
Alba. Hombre culto, exquisito, liberal de ideas y maneras, Jimmy Alba fue durísimo en la
educación de su única hija, a la que trató con una mezcla de distancia, frialdad y cariño. Era
importante que la niña no olvidara nunca de dónde venía y quién era. «Vamos a Escocia,
Tanuquinet -llamaba a su hija con el mismo apelativo con que la trataban sus padrinos, el rey
Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia-, vamos a rendir pleitesía a nuestros antepasados ». El
último consejo que les dio Jacobo Alba a sus nietos mayores Carlos y Alfonso, antes de morir,
había sido:«Recordad esto: orden, disciplina y formalidad».
En cambio, Cayetana se ha proclamado siempre moderna, liberal y tolerante con sus seis hijos,
pero ella misma ha sido prisionera de la tradición, de la familia, de los cuarenta y cuatro títulos
nobiliarios con dieciocho grandezas de España recibidas por sus antepasados de reyes y
emperadores: «Yo lo llevo con toda normalidad, pero estoy hasta el moño de hablar sobre mis
títulos -ha dicho en alguna ocasión -, aunque los aprecio mucho y estoy orgullosa de mis padres.
Tengo mucha posición y mucha historia sobre mis hombros, pero al mismo tiempo hago una
vida normal. Mi familia se ha mezclado con todo el mundo y se ha considerado amiga del
pueblo». Un árbol genealógico que pesa. Desciende del rey Jacobo II de Inglaterra, de los
Estuardo de Escocia y está emparentada con el emperador Luis Napoleón III de Francia, casado
con su antepasada Eugenia de Montijo. Una de sus institutrices, la implacable miss Willinson,
sabía a quién estaba educando y le decía siempre: «Remember always who you are.».
Esta contradicción entre lo que habría querido ser y una voluntad de hierro para acabar haciendo
siempre lo más correcto cara a la sociedad, ha conformado una personalidad singular, una
auténtica leyenda. En ella se funden los rasgos populistas que ya tenía la XIII duquesa de Alba,
aquella otra Cayetana que fascinaba a Francisco de Goya, con la duquesa de nuestros días,
señora de los pies a la cabeza, quizá la última gran aristócrata de nuestro tiempo.
De jovencita jugaba con la reina Isabel II de Inglaterra con la mayor naturalidad del mundo, pero
años después sólo deseaba vivir en Sevilla, donde alternaba con gitanos o flamencos y se
declaraba admiradora de toreros y folclóricas. Cuentan que alguna vez tuvo la tentación de seguir
sus impulsos y vivir como sentía, pero esos deseos han pasado fugazmente por su mente y nunca
han salido de su boca. Sus mejores amigos siempre han admirado en ella esta firmeza en sus
principios.Una tarde de verano en Las Dueñas, doña Pilar de Borbón, que pasaba una semana en
el palacio como invitada de los duques de Alba, le decía a Jesús Aguirre, que vestía uno de sus
elegantes batines: «A diferencia de mí, tu mujer ha hecho siempre lo que ha querido, pero sin
faltar a sus obligaciones. Qué maravilla ser tan cumplidora».Y ante los aplausos que recibían por
las calles de Sevilla las duquesas de Alba y Badajoz, a la infanta se le oyó comentar a la
gente:«Cayetana sí que se los merece, ella ha hecho cosas por Sevilla. Yo no». Sencilla en las
formas, a veces glacial y distante cuando se pone una armadura como para ocultar sus
sentimientos, a la duquesa nunca se la ha escuchado lamentarse públicamente de su suerte. Al
contrario, no ha dejado de sentir y saber que es la duquesa de Alba. Y para un verdadero
aristócrata el título significa obligaciones y renuncias, entereza, coherencia y asumir un papel
que va más allá de posar en los salones para las revistas del corazón. En la nobleza española,
machista por tradición y partidaria de que sólo herede el título de la casa el hijo varón, aunque la
primogénita sea mujer, se ha dado la paradoja de que en los últimos cincuenta años han sido
mujeres las que han encabezado las grandes casas de la aristocracia: Alba, Medinaceli y Medina
Sidonia. Sin embargo, Cayetana, Mimí Medinaceli o Isabel Álvarez de Toledo no han querido
pronunciarse cuando el Tribunal Constitucional, en una sentencia dictada en 2004, le dio la
espalda a la igualdad de sexos, que reconoce la propia Constitución. Alegando que esos temas
son asuntos internos de la aristocracia, los magistrados dejaban que los hombres heredaran los
títulos principales de las familias. Esta anacrónica situación sería corregida años más tarde. Una
de las perjudicadas por aquella sentencia, Isabel Hoyos, que litigaba por el título de duquesa de
Almodóvar del Río, es sobrina de la duquesa de Alba, porque lo era de su primer marido, Luis
Martínez de Irujo. Isabel comprendió, aunque sin compartirla, la postura evasiva de su tía
Cayetana. La modernidad de una ley democrática no había podido con mil años de historia.La
fortaleza de la duquesa Cayetana empezó a resquebrajarse cuando pensó que se acercaba el ocaso
de los Alba. Todo apuntaba a que el esplendor de su casa se acabaría con ella. Sus hijos, los que
debían recoger el testigo, no presentaban a sus ojos la unidad y la fortaleza con que ella había
llevado las riendas de la Casa. La muerte de Jesús Aguirre en 2001 la había sumido en una
profunda soledad y no sólo personal. Hacía tiempo que Cayetana y su marido vivían de forma
independiente, excepto para las grandes ocasiones familiares o institucionales, en las que era
obligado que la duquesa y su esposo aparecieran en público.«Pero él estaba siempre ahí y yo lo
sabía, lo sentía -recordaba Cayetana con gran pesar años después-. Si él estaba en Madrid, ciudad
que soporto cada vez menos, y yo en Sevilla, hablábamos cada día. Compartíamos todo: él era
mi mejor apoyo. Si yo tenía que salir a cosas que a Jesús no le apetecían, al volver estaba en
casa, hablábamos, sentía su comprensión. Ahora estoy muy sola, cada día más sola». Ella, que
había sabido superar una infancia de niña solitaria y triste, dejaba de ser fuerte. Echaba de menos
el afecto y la comprensión de sus hijos, incluso cuando estaban cerca. Cualquier pequeña
situación familiar le afectaba profundamente. Un día del verano de 2002 en Marbella, ya sin
Jesús Aguirre, Cayetana se lamentaba de la ausencia de su hijo Fernando, a quien había regalado
Las Cañas, esa casa de valor incalculable en la mejor playa de la Milla de Oro. Su madre llegaba
a Marbella y Fernando Martínez de Irujo, marqués de San Vicente del Barco, se iba a Mallorca.
Eugenia hacía banda aparte con unas amigas en el piso de arriba. De Madrid llegaban noticias de
que Matilde Solís pasaba de nuevo por horas bajas. Su ex marido, el duque de Huéscar, estaba de
vacaciones con sus hijos en Sotogrande, no muy lejos de Marbella, pero en realidad era como si
estuviera al otro lado del mundo.
Dos días después la duquesa, acompañada de sus nietos pequeños Luis y Amina, los hijos de
Cayetano y Genoveva Casanova, levantaba el ánimo en la casa familiar de Punta Galera, en
Ibiza, una isla que había descubierto después de la muerte de Luis, su primer marido.
En Ibiza, meca de los hippies, amantes de la libertad y enemigos de los prejuicios, Cayetana
encontró algo distinto a la aburrida sociedad de aristócratas y títulos nobiliarios que frecuentaba
normalmente. En Ibiza posó en la playa con Jesús, en bikini y pareo, con una imagen muy
rompedora que había estrenado ya cuando se rizó el pelo al estilo afro, que lucía el día de su
segunda boda, en Liria. Un peinado muy moderno que en realidad se parecía bastante al que
llevaba su antepasada, la duquesa pintada por Francisco de Goya.
Los veintitrés años compartidos con Jesús Aguirre habían sido la etapa más feliz de su vida.
Después de la muerte de su segundo marido no hubo marcha atrás. El final había sido duro: la
enfermedad del duque consorte, un mal cuyo nombre nadie pronunció jamás en voz alta en los
palacios ducales, había sido el principio del fin. Con la muerte de Jesús, la salud de Cayetana se
resintió y su estado de ánimo se vino abajo a medida que pasaba el tiempo, hasta tocar fondo en
el verano de 2004, cuando la separación de su hija Eugenia y Francisco Rivera parecía
irreversible después de tres años de tira y afloja. La duquesa nunca había perdido la esperanza de
que el matrimonio de los duques de Montoro pudiera recomponerse, a pesar de la sonora ruptura
anunciada en su día por Eugenia, cansada de los comentarios sobre la supuesta amistad de su
marido con una conocida señora de Sevilla. En la primavera de 2002 Cayetana asistía en Sevilla
a la boda de Rocío Báez Spínola, una hermana de Miguel Báez, el Litri, antiguo novio de su hija.
Cayetana, que parecía estar sola, tomó asiento en una butaca del patio del hotel Alfonso XIII,
irritada y de mal humor mientras hablaba con esta periodista que se acercó a hacerle compañía:
«Los periodistas tienen la culpa de todo lo que ha pasado entre mi yerno y mi hija -contaba-. Los
detesto. En fin, que si se mueren todos, bailo flamenco. Eugenia está loca por él. Y lo que le ha
pasado con ésa no tiene importancia. A ésa la hemos puesto todos debajo de la mesa y aunque
mienta, lo sabemos todo. Fue el propio Fran quien se lo contó a Eugenia. Pero en las cosas del
amor hay que perdonar y tragarse el orgullo».
«¿Y no crees que Eugenia debería marcharse una temporada fuera de España, ver un poco de
mundo, hacer nuevos amigos y olvidarse un poco de todo esto?», le sugerí a la duquesa.
Cayetana se enfadó más todavía y Eugenia, que se había acercado y la escuchaba, sonreía con
paciencia. Dejar Sevilla o abandonar España era un tema tabú entre la madre y Eugenia.
Cayetana ha sido cosmopolita y mujer de mundo. Le apasionan el arte, la música y los museos se conoce de memoria los mejores de Europa-, pero no concibe una vida fuera de España.
Marcharse es traicionar a Sevilla, a la Virgen de los Gitanos y a la Maestranza. Quizá porque de
niña le obligaron a vivir en Londres, pasó sus mejores años en internados, entre nannys y
frauleins de acento germánico.
«Lo que tiene que hacer es quedarse aquí con su marido, no hay que meterle esas cosas en la
cabeza» -repetía Cayetana cada vez más irritada. Dos años después, en julio de 2004, tampoco
quería reconocer lo inevitable: «Es mentira que sale con esa chica. Son bulos». Se refería a Carla
Goyanes, y lo decía más para convencerse a sí misma que a sus íntimos, con los que a veces
comentaba el tema, rompiendo su habitual discreción para los asuntos privados. «Y si mi yerno
sale con otra mujer, que sepa que será un segundo plato», decía esta vez a algunos periodistas
que le pedían su opinión sobre la crisis, en un tono cortante y despectivo que aflora en ella
cuando sale a relucir su fortísimo carácter. Jesús Aguirre se tomaba con humor los arrebatos de
su esposa y pasado el enfado la llamaba la Kommandantur.«Cayetana, con esa apariencia frágil y
dulce, tiene un genio de mil demonios. Grita y se la oye hasta en Cibeles», me decía un día el
duque de Alba en la biblioteca de Liria, mientras hacíamos una entrevista. Sin embargo, esta vez
no se trataba de una bronca familiar entre las paredes del palacio. Cayetana sufría una pena
profunda que se añadía a la tristeza de su soledad. La Casa de Alba, que con tantos esfuerzos ella
había levantado de sus cenizas después del incendio que destruyó Liria durante la Guerra Civil,
se desmoronaba. Y Eugenia, la niña de sus ojos, a la que puso el mismo nombre que su pariente
la emperatriz Eugenia de Montijo, nacida por sorpresa cuando ya había perdido la esperanza de
tener una hija, le daba el último y el mayor de los disgustos. «Los matrimonios de mis hijos son
un auténtico desastre. Es que no hay uno que haya funcionado», se lamentaba mientras repasaba
sin piedad los nombres de sus nueras, con la excepción de María Eugenia Fernández de Castro,
la primera esposa de su hijo Jacobo, conde de Siruela, con la que siempre tuvo una gran cercanía
y comprensión. También salvaba a Matilde Solís, que pudo haber sido la siguiente duquesa de
Alba, pero renunció al título y rompió con el primogénito de Cayetana, Carlos Fitz-James Stuart,
duque de Huéscar. Según Cayetana, «Carlos no quiso darle un nuevo hijo», un tercero, que quizá
habría salvado su estabilidad personal y su matrimonio.Dispuesto a mantener las apariencias a
cualquier precio, según las normas de la casa, Carlos Fitz-James Stuart no creía en el futuro de la
relación con su esposa, hasta entonces jalonada de altibajos y algún que otro episodio dramático.
-Cayetana, siempre has dicho en público que eres una mujer moderna, que hoy las parejas son
distintas. Tú también habrás tenido tus crisis y habrás echado alguna cana al aire.
-Yo tengo muchas canas, pero jamás se me pasó por la cabeza tirar a mi familia por la borda contestaba la duquesa con voz triste al otro lado del teléfono, en una calurosa noche de finales de
verano, en vísperas de irse de vacaciones, llena de desánimo y pocas esperanzas en el futuro de
su familia-.Y me aguanté, un matrimonio no se rompe así como así. Mis hijos han fracasado
todos. Eugenia ha tenido en vilo tres años a su marido, sin decidirse a volver, aunque él le pidió
perdón miles de veces y llevaban meses juntos viviendo en el campo. Pero ella le ha hecho cosas
que un hombre no está dispuesto a soportar, como sacarle de La Pizana en el maletero del coche.
-Pero hoy las mujeres, gracias a Dios, no aguantan como antes, no están dispuestas a perdonarlo
todo.
-Cualquier cosa antes de romper una familia.
-Eugenia tiene derecho a vivir su vida, a tener también sus historias -le contestaba quien esto
escribe.
-Eugenia hace como el presidente actual, ese Zapatero. Cada día dice una cosa -comentaba
Cayetana, que siempre había presumido de votar al Partido Socialista-. Tenía que luchar por su
matrimonio. A mí me da mucha pena de Francisco, el pobre, tan solo. Me ha llamado tantas
veces, me ha llorado mucho. Ahora ya no tiene madre, su vida ha sido una tragedia. La duquesa
tenía pánico a una Eugenia libre de ataduras, que saliera con unos y con otros y demostrara que
era capaz de tener nuevas relaciones. Sin embargo, ese verano el diálogo entre madre e hija se
volvió más difícil todavía. Eugenia acampó en la casa familiar de Marbella, lejos de la influencia
de su madre, empeñada durante años en que perdonara definitivamente a Francisco Rivera.
Cayetana le mandaba mensajes a través de amigos: «Mi madre me hace la envolvente», decía,
firmemente dispuesta a tomar sus propias decisiones, aunque como siempre, cambiando de
opinión según le aconsejara el amigo o enemigo de turno. Las comunicaciones familiares estaban
cerradas. Ese verano Eugenia y su hermano del alma, Cayetano, se hablaban menos que nunca.
El conde de Salvatierra siempre sintió una gran afinidad por su cuñado: iba a verle torear a las
plazas y le visitaba después en el hotel. Y a su vez a Eugenia le caía muy mal en aquella época
Genoveva Casanova, la pareja de su hermano, a la que tachaba de aduladora con su madre. Las
relaciones entre la duquesa de Montoro y su cuñada han sido desiguales, según las circunstancias
familiares, pero nunca demasiado negativas. Cayetana siguió aquel año su peregrinar veraniego
habitual, de Sevilla a Madrid, donde una vez al mes pasa unos días para marcar las pautas de la
casa. Y eso que volver a Liria le resulta cada vez más insoportable. Prefiere la ligereza y la
alegría de Las Dueñas, en Sevilla, un palacio que es más una casa grande, con sus siete patios
llenos de flores y pájaros que no dejan de cantar ni en invierno.Después pasó algunos días en
Arbaizenea, su casa de San Sebastián; allí viaja siempre con gran discreción, pues los miembros
de la Casa de Alba son un blanco favorito del terrorismo etarra. Hace años, una redada puso al
descubierto que Santiago Arróspide Sarasola, Santi Potros, estaba a punto de conseguir los
planos de la residencia de Cayetana en Guipúzcoa, con vistas a secuestrar a la duquesa. Los
etarras se proponían pedir un fuerte rescate por su liberación, y si la Casa de Alba no entregaba
el dinero en tres días, tenían previsto ejecutarla, según declaró el terrorista José Antonio López
Ruiz, alias Kubati, cuando fue detenido por la Guardia Civil. La duquesa, a pesar de todo, dice
no tener miedo cuando va al País Vasco: «Es que en mi familia tenemos agallas. Desde el primer
duque de Alba hasta mí», me comentó en una ocasión. La duquesa tiene dos policías a su
disposición, pero no siempre les llama:«Me aburre mucho ir con ellos detrás. No tengo
costumbre y soy muy independiente ». En el verano de 2004, el peor de los últimos años, la
duquesa esperó en vano en Ibiza la visita de su hija y de la pequeña Cayetana Rivera, que
siguieron sin moverse de Marbella. Hasta que por fin tomó la iniciativa y decidió reunirse con
ellas, al enterarse de que Eugenia había tenido un problema muscular que le hizo pasar unas
horas en una clínica. El ingreso desató toda clase de rumores y su madre sintió que debía estar
con ella. La aparente fortaleza y buen humor con que Eugenia parecía llevar la relación de su
marido con Carla Goyanes también se venía abajo.Una vez más, frente a la curiosidad de la
prensa, Cayetana interpretó a la perfección el papel que le habían enseñado desde niña. Aquí no
ha pasado nada: «Quiero muchísimo a mi hija y a mi yerno -explicaba con su mejor sonrisa en
Marbella-. Lo que pasa entre ellos es cosa suya».Y añadía para convencerse a sí misma: «Siguen
casados por la Iglesia, igual que el primer día. Y por mucho que digan, no hay nada pedido, ni
divorcio ni nada. Estoy segura de que si lo dejan, volverán, porque ella también le quiere mucho.
Fue un matrimonio que se casó por amor, un amor poco corriente». Su gira veraniega acabó
como cada septiembre, en Italia, a donde iba siempre desde su boda con Jesús Aguirre. Un largo
viaje en tren de ida y vuelta a Venecia, ya que su legendaria fobia a volar se ha mantenido a lo
largo de los años, aunque ese verano empezaba a darle vueltas a un viejo proyecto de conocer la
India con la que fuera su nuera, María Eugenia Fernández de Castro. A su regreso de Italia
Cayetana se encontró con una situación familiar todavía muy complicada. Eugenia frecuentaba la
amistad de Nicolás Vallejo-Nágera, un amigo de siempre, acompañante habitual de chicas
guapas, famosas e importantes. A Cayetana no le gustaba: para ella no había mejor pareja para su
hija que Francisco Rivera Ordóñez. A su vez, el torero comunicaba públicamente en Zafra, en
una extraña comparecencia que resultó ser un monólogo impertinente y confuso, que había
tenido «algo» con Carla Goyanes, pero que era un hombre libre.Por su parte, Carla dejaba
España para estudiar unos meses en París, lejos del formidable embrollo mediático, familiar y
social que había levantado su relación con el torero, amigo entrañable de su familia, invitado
habitual en la casa de sus padres en Madrid, amor de una noche de verano que algunos daban ya
por terminado y otros metían entre paréntesis hasta que despejara la tormenta.La definición más
acertada de la nueva situación entre Eugenia Martínez de Irujo y su marido era la de los
partidarios de la tercera vía: «Entre Eugenia y Fran hay una atracción fatal y morbosa que no se
acabará nunca». Desde el ventanal del piso veneciano, un palacio convertido en apartamentos
por la familia Brandolini, amiga de los Alba, Cayetana miraba una vez más, con la misma
admiración que el primer día, la impresionante belleza de la plaza de San Marcos y el Gran
Canal, los gondoleros y los turistas que daban de comer a las palomas. Después de la muerte de
su marido había dejado de ir a Venecia, hasta que un día se sintió mejor y pudo regresar. Esta
vez con su fiel ama de llaves, Ana María, un personaje como el de la película Rebeca, depositaria
de todos los secretos de la casa y de su señora. Temida y respetada, Ana María colocó a su
hermana Lola como secretaria de la duquesa. Todos los cabos bien atados. Ninguna sospecha de
anomalías, ninguna auditoría interna pudo jamás apartarla del puesto con más poder en la Casa
de Alba. Qué novelón de sobremesa podría escribirse con la historia de Ana María, confidente,
testigo de la vida secreta, doncella y dueña de su dueña. A este culebrón de índole doméstica
podría añadirse también un capítulo costumbrista relacionado con la leyenda de que no hay casa
noble donde no se haya ejercido el derecho de pernada. El tiempo y la melancolía matizan los
recuerdos. Se olvidan los días malos, los desencuentros. Para la duquesa sólo contaban ya el
amor perdido y la soledad. Esta vez, al final de aquel tremendo verano de 2004, Cayetana habló
con esta periodista en voz alta, quizá para conjurar lo imposible: «Jesús ha sido el hombre más
importante de mi vida. Haría lo que fuera para que volviera».
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